EL OFICIAL DE LA BOINA BLANCA
MOMENTOS antes de las doce se presentó Leguía en el parador. Aviraneta, sentado en el zaguán, contemplaba las gallinas que picaban en el estiércol y a dos perros que retozaban, ladrando.
—Está uno dispuesto para la marcha —dijo Pello—; he concluido las despedidas.
—¿Qué te han dicho?
—Nada. Mi tío lo ha sentido. Su familia y él me tenían afecto.
—Y a Corito, ¿la has visto?
—Sí.
—¿Qué dice?
—Dice que la voy a olvidar si me marcho por ahí.
—¿Y serás bastante granuja para eso?
—¡No! ¡Ca!
—Realmente, hago mal en sacarte de este pueblo. Aquí tienes amigos, personas respetables que te estiman…, que te quieren… Creo que es un disparate que salgas de Laguardia.
—¿A usted le parece buena esta vida, de verdad?
—Sí, ¡ya lo creo!; la mejor.
—Pues nada, nos quedamos los dos. Rezaremos el rosario por la tarde; iremos a casa de las Piscinas; usted hablará con don Juan de Galilea acerca del sistema constitucional, y con las marquesas de Valpierre de que Laguardia está perdido…
—Creo que te permites burlarte de mí, Pello.
—No, nada de eso; no hago más que empezar a desarrollar los encantos de la vida tranquila. Además de que don Juan de Galilea es hombre muy ameno, sobre todo cuando dictamina y encuentra que esto no empece para lo otro.
—Sí, sí, búrlate.
—¡Yo burlarme! ¡Yo, que he aguantado a pie firme discursos de dos horas seguidas, sin desmayar!
—¿De manera que lo que tú quieres es conspirar, intrigar, andar a tiros?
—Robar algo bueno si se tercia.
—Seducir infelices doncellas.
—Desvalijar las iglesias…
—Asaltar los conventos…
—Comer bien…
—Beber mejor…
—Jugarse las pestañas…
—Peno, permíteme que te lo diga: eres un bandido.
—Y usted otro.
—¿De manera que para ti la moral no es nada?
—¡La moral! Es una cuestión de estómago, don Eugenio.
—¿Cómo de estómago?
—Sí; de estómago. Se tiene el estómago malo, pues es uno moral, porque no tiene uno apetito; pero se tiene buen estómago, y es uno inmoral necesariamente.
—¿Y tú eres inmoral?
—En este momento, sí, porque tengo apetito.
—¡De manera que para ti la moralidad es un catarro gástrico…! ¡Qué teorías! Eres un pagano, Pello. Bueno, vamos a comer.
Entraron en el comedor. Aviraneta se sentó en la cabecera y Leguía a su lado.
—Tendrán ustedes que esperar un rato —dijo la dueña de la casa, porque van a venir unos militares.
Leguía torció el gesto.
—¡Demonio! Nos van a fastidiar. ¿Tardarán mucho?
—No, no; ahora mismo van a llegar.
Aviraneta, para hacer tiempo, sacó un plano del bolsillo y comenzó a estudiar el itinerario que tenía que seguir, en coche, hasta Santander. Leguía se puso a silbar mirando al techo.
Un momento después se oyeron pisadas fuertes en la escalera, acompañadas de un murmullo de voces, y entraron cerca de veinte hombres en el comedor.
Aviraneta no levantó la cabeza del plano.
Leguía contempló indiferente a los oficiales que entraban. Eran tipos atezados, negros por el sol; de aspecto enérgico y decidido. El jefe, sobre todo, llamaba la atención por su mirada profunda y fuerte. Hombre más bien bajo que alto, fornido y macizo, tenía esos movimientos lentos y al mismo tiempo seguros del hombre del campo.
Llevaba zamarra de piel al hombro, a manera de dolmán; boina blanca, grande, que le sombreaba los ojos; el pulgar de la mano derecha apoyado en la cadena del reloj. Debajo de la zamarra se veía la faja azul; a los lados, dos pistolas y el sable al cinto.
No se podía saber la graduación de aquel oficial, porque no llevaba insignias de mando; andaba de un lado a otro, como un lobo, y en su paso había la decisión del hombre que cree que no puede encontrar obstáculos en su marcha.
De pronto, el jefe, apartándose de sus oficiales, que estaban en pie a la entrada del comedor, quedó mirando fijamente a Aviraneta.
«Algún otro conflicto tenemos», pensó Leguía.
El jefe se fue acercando a Aviraneta y le puso la mano en el hombro. Aviraneta levantó los ojos y dejó la lente sobre la mesa.
—¡Demonio! ¡Martín! —exclamó—. ¡Tú por aquí!
—¡Aviraneta! ¡Eugenio de Aviraneta! Ya sabía yo que te conocía. ¿Qué vienes a hacer por Laguardia?
—Estoy de paso. Voy a Francia.
—A intrigar, ¿eh?
—Parece que lo sabes.
—Me lo figuro. ¿A favor de los carlistas O de los liberales?
—Soy más liberal que tú, Martín —replicó Aviraneta—, aunque no tan bárbaro.
—Sólo a ti te permito decir esas cosas. Si fueras otro te mandaría fusilar delante de la muralla.
—Lo creo.
—¿Me consideras cruel?
—Lo eres.
—Mala opinión tienes tú de mí, Eugenio.
—Peor la tienes tú de mí, Martín.
—Es que no te veo claro.
—No lo soy cuando no lo puedo ser.
—¿Ni con los amigos?
—Ni con los amigos. Cuando mis secretos no son míos no se los comunico a nadie.
—Está bien. ¿Sabes que me han hecho coronel?
—Lo sé —dijo Aviraneta—; lo sabía antes que tú.
—A ver, explica cómo puede ser eso.
—Un ministro que tú conoces me dijo hace meses: «Le vamos hacer coronel a Martín, al amigo de usted. ¿Qué le parece a usted?». Yo le contesté: «¡Muy mal!».
El jefe y sus compañeros quedaron asombrados. Aviraneta, cuando pasó un momento, añadió:
—¡Muy mal!, le dije. Creo que le deben ustedes hacer general.
La actitud de los oficiales cambió por completo, y algunos se echaron a reír a carcajadas.
—A este no le conocéis —dijo el coronel, señalando a Aviraneta— este es el granuja más granuja que hay en el mundo.
—Y el liberal más liberal de todos los españoles.
—¿Qué piensas hacer, Aviraneta?
—Pienso comer.
—¿Y luego?
—Luego tomar el coche y marcharme a Santander.
—¿Irás por Miranda? —Pues hasta La Bastida te acompañaré.
—Bueno. ¿Os falta alguno para venir a comer?
—No.
—Pues entonces, manda que traigan la comida, porque este amigo y yo estamos ya con hambre.
—¡Patrona! A ver esa sopa.
Aviraneta y Leguía habían conservado los puestos que ocupaban en la mesa.
El jefe se sentó a la derecha de Aviraneta, y los demás oficiales se fueron acomodando donde les vino bien.
—¿Este joven es amigo tuyo? —preguntó el jefe a Aviraneta.
—Sí, es mi secretario; Pedro Leguía. Pello, este coronel es el famoso Martín Zurbano, terror de los carlistas.
Leguía se levantó; Zurbano hizo lo mismo, y se estrecharon la mano gravemente.