UNA PROPOSICIÓN
AL día siguiente, Aviraneta se levantó temprano. Abrió el balcón de la sala para que entrara la luz, y estuvo contemplando las huellas del combate de la noche anterior; una de las balas se había incrustado en la pared; la otra, hecho trizas un espejo.
En el suelo quedaban manchas de sangre. Aviraneta salió al pasillo de la casa; en un cuarto del fondo, alumbrado con cuatro velas, estaba el cadáver del hombre asesinado por la noche.
Aviraneta volvió a su cuarto, impresionado.
—Se va uno haciendo viejo —murmuró—. Estas cosas ya me hacen efecto.
Aviraneta se acercó a la alcoba donde se había acostado Leguía y quedó asombrado al verle dormir tan profundamente.
—¡Cómo duerme! a este no le preocupa mucho que haya un muerto en la casa.
Aviraneta se lavó y se afeitó, y al dar las ocho llamó a su compañero.
—¡Eh, Pello! Ya has dormido bastante.
Leguía, desde la cama, entre bostezos, dijo:
—¿Qué hora es?
—Las ocho han dado ahora mismo.
—Habrá que vestirse.
—¡Claro! No te vas a estar todo el día en la cama. Además, ten en cuenta que pueden venir los verdaderos huéspedes de este cuarto.
Pello se sentó en la cama.
—A ese pobre hombre le han matado por equivocación —murmuró Aviraneta en tono sentimental.
—¿A qué hombre?
—Al de ayer. ¿A cuál va a ser?
—¡Ah!
—¿Ya no te acordabas?
—Sí. ¿Y dice usted que le han matado por equivocación?
—¡Claro! El golpe iba dirigido a mí.
—¡Psch! Yo creo que todo el mundo muere igual —replicó Leguía con indiferencia, mientras se ponía los pantalones.
—Veo que eres un bárbaro, Pello.
—Hay que ser filósofo. A uno también le tocará su hora, y por eso no se estremecerán las esferas.
—Esa indiferencia en un muchacho joven como tú me parece horrible. Si ahora eres así, ¿qué será cuando tengas mi edad?
—Seré una especie de Aviraneta —replicó Leguía con viveza.
—Eres un cínico, Pello.
—Y usted un intrigante y un incendiario, como ha dicho el hombre de la zamarra.
—Voy a mandar que te fusilen, Pello.
—Yo voy a hacer que le cojan a usted los jesuitas por masón.
—Eres un bárbaro, Pello.
—Y usted un bandido.
—Muy bien: le diré a Corito que me has insultado.
—Yo le diré que quien me ha insultado ha sido usted.
—No te creerá.
—Ya la convenceré.
—¿Qué vas a hacer ahora?
—Voy al almacén, a casa de mi tío.
—Espera un momento. Te voy a hacer una proposición.
—Venga la proposición.
—¿Quieres venir conmigo, sí o no?
—¿A qué?
—Eso te lo explicaré más tarde. Si vienes conmigo, trabajaremos juntos, intrigaremos juntos, quizá tengamos que defendernos juntos…
—Muy bien; nos defenderemos juntos…
—Yo, no, porque soy viejo…
—¡Hombre, no es usted viejo!
—Tengo cuarenta y seis años, y he vivido bastante. Yo, no; pero tú puedes llegar a ser lo que quieras: general, ministro, archipámpano… Yo te ayudaré… ¿Te conviene?
—Me conviene. ¿Me protegerá usted también para casarme con Corito?
—Eso es cosa tuya y de ella; pero, en fin, si eres buen chico, se te protegerá.
—Entonces no hay que decir más. Soy de usted en cuerpo y alma.
—Muy bien. Está hecho el pacto. Venga esa mano.
—No vaya usted ahora a convertirse en algún demonio y empezar a echar llamas de azufre, señor de Aviraneta.
—No tengas cuidado, Pello. Soy un buen diablo. Ve a despedirte de tus amigos, y ya sabes, a la tarde nos vamos.
Leguía se contempló un momento en un trozo de espejo, se caló el sombrero de copa y salió del parador.