EL AVISO
PELLO marchó a cenar solo a su casa. Estaba preocupado; el padrino de su novia corría algún peligro. Quizá este peligro podía alcanzar a Corito.
Después de cenar, siempre con la misma preocupación, salió de casa a dar un paseo. Se le ocurrió acercarse al figón del Calavera. Por una rendija de la puerta vio que el grupo del hombre de la zamarra había aumentado, y que en el grupo estaban la Satur, el Chato de Viñaspre y el Riojano. Por las actitudes de aquella gente, parecía que acababan de tomar alguna disposición definitiva.
—¿Qué habrán tramado estos bárbaros? —pensó Leguía.
Poco después la luz del figón se apagó, y los reunidos allí salieron a la calle; pero Leguía no vio ni al de la zamarra, ni a Estúñiga, ni al Raposo, ni al Caracolero.
Esto le dio que pensar. Aquellos habían salido, indudablemente, por alguna otra parte.
Sin saber qué determinación tomar, pasó por delante de la casa de las Piscinas. La casa estaba cerrada.
Esperó a ver si por casualidad llamaba alguien y aparecía la criada; viendo que no llegaba nadie, cogió unas piedrecitas y las fue sucesivamente tirando a la ventana de la cocina. Se abrió la ventana, y una vieja, la señora Magdalena, se asomó y miró a derecha e izquierda con gana de reñir al que así se entretenía.
—Soy yo, Pedro Leguía —dijo Pello.
—¿Usted?
—Sí; dígale usted a la señorita Corito que le tengo que dar un recado de parte de su padrino.
Se retiró la vieja, y al poco rato salió Corito a la ventana.
—¿Qué me quiere usted, Pedro? —preguntó.
Leguía contó en pocas palabras lo que había oído en el figón del Calavera.
—¿Y qué ha dicho ese hombre de mi padrino?
—Horrores.
—¿Y han pensado en hacer algo contra él?
—De eso estaban hablando.
—¿Y lo intentarán esta misma noche?
—Así lo han dado a entender.
—Entonces, lo mejor es que vaya usted al parador y avise usted a mi padrino del peligro que corre. Lo hará usted, Pedro, ¿verdad?
—Ya lo creo. No tenga usted cuidado.
Pello se despidió de su novia; salió a la calle Mayor, y fue por la plaza a la puerta de San Juan. Entró en el cuarto de guardia y pidió al oficial que le abriera.
—Tenga usted cuidado —le dijo este—. El cabo Sánchez ha dicho que hace un momento que anda por ahí fuera gente sospechosa.
Pello salió al raso de la muralla. La noche estaba oscura. Avanzó rápidamente. Un instante después se oyó un silbido. Se detuvo. Le pareció que entre los árboles andaba gente; quizá fuera una ilusión, provocada por las palabras del oficial; pero el caso fue que sintió miedo, y, en vez de marchar en línea recta, siguió deslizándose por la muralla hasta encontrarse cerca del parador. Entonces, abandonando el muro, cruzó deprisa, y entró en el zaguán.
Subió las escaleras, y en la cocina preguntó a la criada.
—¿Está ese viajero de negro que vino anteayer?
—¿El caballero?
—Sí.
—En el comedor lo tiene usted.
—¿Hay más gente?
—Sí, dos más; ahora han acabado de cenar y están tomando café.
—Voy a verle.
Pello entró en el comedor, saludó a los tres comensales y se sentó a la mesa. Aviraneta, que estaba leyendo un periódico, le miró vagamente; pero no le reconoció.
Pello pudo contemplar despacio al hombre de quien tantos horrores acababan de contar en el figón del Calavera.
Era Aviraneta un tipo de más de cuarenta años, afeitado, la cara triangular, ancha en la frente y estrecha en la mandíbula; la mirada, profunda, con un ojo que se le desviaba y le dejaba completamente bizco; la nariz, larga, arqueada, huesuda; la boca, de labios pálidos y finos; el pelo, que empezaba a blanquear en las sienes. Tenía el perfil clásico del diplomático sagaz: parecía un hombre todo inteligencia, claridad y astucia. Vestía de negro, a la moda de la época: levitón entallado, de ancha solapa, corbatín de muchas vueltas y sombrero de copa grande, echado hacia la nuca, dejando ver la calva.
Estaba ensimismado, y mientras leía el periódico a través de una lente que tenía en la mano izquierda, agitaba de cuando en cuando con la mano derecha la cucharilla del café en la taza.
A Pello le pareció un pajarraco, una verdadera ave de rapiña.
Los otros dos comensales, que tenían aspecto de campesinos acomodados, se levantaron, dieron las buenas noches y salieron del comedor.
Leguía miró hacia el pasillo, por si se acercaba alguno, y viendo que no venía nadie, se levantó y dijo:
—¡Señor Aviraneta!
—¡Eh! —exclamó el hombre, sorprendido—. ¿Quién es usted?
—Yo soy Pedro Leguía, y vengo de parte de Corito a decirle que aquí está usted en peligro.
—Pues, ¿qué pasa?
Leguía contó lo ocurrido en el figón del Calavera. Aviraneta escuchó sin dar señales de sorpresa.
—¿Y cómo es ese hombre de la zamarra? —dijo.
Pello dio sus señas.
—No; pues no recuerdo haber visto a ese tipo —murmuró Aviraneta—. Y ese Estúñiga, ¿quién es?
—Es un muchacho de aquí.
—¿Carlista?
—Muy carlista.
—¿Y qué motivo de echo tiene ese joven contra mí?
—Que ayer, cuando iban a presentarle a usted, se escondió detrás de una columna, y usted se burló de él llamándole conejo.
—Es verdad. ¿Es rencoroso?
—Mucho.
—Cualquier cosa puede hacer de un hombre un enemigo —dijo Aviraneta; luego preguntó—: ¿Estará el capitán Herrera en la puerta de San Juan?
—No; me han dicho que Herrera se ha marchado a Logroño con el amo de esta casa.
—¿Con el de aquí?
—Sí.
—¿Probablemente, también con el hijo?
—Con seguridad.
—Entonces, ¿estamos solos?
—Alguien habrá en la casa.
—No; no debe haber más que estos dos hombres que han salido, y que no sabemos quiénes son, y yo.
—Lo mejor será refugiarse en el pueblo —dijo Leguía—. Vámonos.
—Es tarde. Habrá que esperar un cuarto de hora, lo menos, a que nos abran, ahí en la oscuridad…, y mientras tanto…
—Se llama desde aquí mismo.
—No; armaríamos un escándalo.
—Pues yo me voy —dijo Pello.
—Espera un momento, por si acaso.
Aviraneta apagó la lámpara; luego abrió el balcón y se asomó a él, tendiéndose en el suelo. Leguía hizo lo mismo.
Estuvieron con el oído atento cinco minutos.
—Anda gente por allí, entre los árboles, no tiene duda —murmuró Aviraneta.
—Sí; hay cuatro o cinco, por lo menos —afirmó Pello.
—Los del figón.
—¿Y cómo habrán salido?
—Tendrán algún agujero en la muralla.
—Eso ha dado a entender el Calavera; pero no lo creía.
—El hombre de la zamarra, ¿duerme aquí? —preguntó Aviraneta.
—Sí.
—Vamos a advertir en la casa que no abran si llaman. Si tú quieres, vete; pero no me parece prudente.
—No; yo me quedo.
Aviraneta entró en la cocina, y dijo a la dueña que había gente sospechosa por allí cerca, y que no abriera si alguien llamaba.
—¡Dios mío! ¿Qué pasa? —preguntó el ama.
—Que anda una bandada de pillos por ahí merodeando.
—¡Jesús! ¡Dios mío! ¡Y mi marido y mi hijo fuera! ¡Jesús!
—Bueno, bueno; vamos a echar la barra a la puerta.
La criada y la dueña bajaron al zaguán alumbrándose con el farol, y Aviraneta y Leguía sujetaron la puerta.
—¿Han cerrado ustedes balcones y ventanas? —preguntó Aviraneta a la dueña.
—Sí.
—¿Los dos huéspedes se han retirado?
—Sí, señor.
—¡Bien! ¡Buenas noches!
—¡Buenas noches! ¡Jesús, Dios mío!
La patrona subió las escaleras con la criada hasta el piso segundo, y se le oyó lamentarse durante largo rato.
Pasado un instante, Aviraneta volvió a encender la lámpara del comedor, y, cogiéndola con la mano derecha, dijo.
—Vamos ahora a explorar el terreno.
Aviraneta salió al pasillo y abrió una puerta. La puerta daba a una sala. Entró en ella. Era un cuarto de esquina, con un ancho balcón; tenía en el fondo dos alcobas: una, la más interior, sin ningún hueco hacia afuera; la otra, con una ventana que caía enfrente de la muralla.
—Creo que este cuarto es el más estratégico —dijo Aviraneta.
—Tiene el inconveniente de que está ocupado —advirtió Leguía, señalando un baúl y una caja, puestos en el suelo.
—Aquí estuvieron anoche un señor de Viana y su hija; pero cuando a esta hora no han venido es que no se encuentran en Laguardia.
—Si por casualidad llegan, dirán que tenemos la gran frescura.
—¡Psch! ¿Qué importa? Voy a coger mis maletas y a traerlas aquí.
—¿Guarda usted cosas importantes dentro?
—¡Importantísimas! —contestó, bromeando, Aviraneta.
Fueron a un cuarto del otro extremo, y entre los dos trasladaron el equipaje.
—Aquí estamos mejor —murmuró Aviraneta—; podemos primero hacernos cargo de las intenciones de esa gente. ¿Que entran aquí, en esta sala? Nos refugiamos en la alcoba. ¿Que llegan a forzar la puerta de la alcoba? Podemos descolgarnos por la ventana.
—Esta puerta de la sala no es nada fuerte —dijo Leguía—; si lo intentan, la podrán romper fácilmente.
—Sí; en cambio, la de la alcoba es sólida como una poterna —añadió Aviraneta—: una tabla de roble seca, magnífica.
Leguía inspeccionó la puerta.
—Tiene el inconveniente —dijo— que la cerradura no marcha.
—¿No?
—No. Aquí estoy haciendo esfuerzos con la llave, y no puedo.
—Se le podría poner una tranca. A ver si en la cuadra hay algún palo.
Bajó Pello con una vela encendida, y volvió al poco rato con una rama gruesa al hombro y un fusil en la mano.
—¿Dónde has encontrado esta espingarda? —le preguntó Aviraneta.
—En la escalera.
—¿Funcionará?
—Véalo usted.
—Sí, funciona, marcha muy bien. Es un buen hallazgo. Preparémonos. Cierra la puerta con llave.
Leguía cerró la puerta de la sala. Aviraneta se sentó delante de un velador, puso el maletín en una silla, lo abrió y sacó del interior una pistola de gran tamaño, un frasco de pólvora y una caja de pistones. Luego desdobló un periódico, echó allí la pólvora y fue cargando las armas con gran cuidado, metiendo con la baqueta tacos de papel. Después sacó un plomo y con un cortaplumas lo cortó en pedazos. De estos proyectiles puso dos en la pistola y cuatro en el fusil.
—Cualquiera diría, al verle cargar así, que está usted acostumbrado al trabuco —dijo Leguía.
—Y no diría mal —contestó Avinareta.
—¡Hombre!
—Sí.
—¿Dónde ha empleado usted el trabuco? ¿En Sierra Morena?
—No; en la provincia de Burgos. El trabuco no sólo ha sido arma de bandidaje; también ha sido arma patriótica.
Aviraneta, que había concluido de cargar el fusil y la pistola, los dejó con cuidado encima del velador. Después sacó del fondo de su maletín un puñal y un cordón de seda de diez o doce varas.
—Ahora veremos lo que nos reserva la noche —murmuró, sonriendo, con aire de fuina.
—Veremos —repitió Pello.
—Tú no te alarmas, ¿eh?
—Yo, no. Como diría el otro: ¿para qué?
—Me gustan los hombres templados. Reconozcamos nuestros medios de defensa. ¿La puerta se cierra bien con la tranca?
—Sí; pero se tarda mucho en sujetarla.
—Entonces, haz una cuña que pueda entrar y salir por encima del picaporte. ¿Comprendes?
—Sí.
—De manera que en un momento se pueda cerrar.
—Bueno, ahora mismo la hago.
Pello, con el cortaplumas, estuvo cortando un trozo de madera.
—¿Está bien? —dijo, haciendo que el trozo de madera entrase y saliese con facilidad en la abrazadera del picaporte.
—Muy bien —contestó Aviraneta—. Ahora quedemos de acuerdo en lo que vamos a hacer. Esta gente entrará en la casa por la puerta o por algún balcón. Si el hombre de la zamarra se ha enterado antes del cuarto que yo ocupaba, lo que es muy probable, irá directamente al extremo del pasillo. Es casi seguro que le oigamos, y entonces nos prepararemos. Encendemos la vela y la llevamos a la alcoba. Dejamos la lámpara en este velador, y ponemos delante de la puerta de la sala dos o tres muebles. Desde la entrada de la alcoba veremos lo que esos hombres hacen. ¿Que fuerzan la puerta de la sala y pasan adentro, derribando los trastos? Pues desde aquí tú con la pistola, yo con el fusil, les soltamos dos tiros, nos metemos enseguida en la alcoba, cerramos y atrancamos la puerta. ¿Está entendido?
—Entendido.
—¿Te parece bien?
—Muy bien.
—¿No encuentras ninguna dificultad?
—Ninguna. Lo único que se me ocurre es que me parece mejor que metamos la lámpara en la alcoba y dejemos la vela aquí; la vela les ha de durar menos que la lámpara.
—Está bien pensado eso, Pello. No nos conviene que tengan una luz clara y constante.
—Y hasta podríamos hacer…
—¿Dejar un cabo de vela sólo?
—Eso es.
—Que durara lo bastante para disparar sobre ellos.
—Exacto.
—Veo que nos entendemos admirablemente.
—¿Y la segunda parte?
—La segunda parte la iremos pensando después.
—Bueno. ¿Cierro la puerta?
—Sí, ciérrala. Vamos a poner el sofá y la mesa de barricada.
Los dos, de puntillas, sin hacer ruido, llevaron los muebles delante de la puerta del cuarto.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Leguía.
—Ahora, nada. Si quieres, puedes dormir un rato. Pello. Echate en la cama y si no hay novedad, luego me echaré yo.
Pello se tendió, y al poco rato estaba dormido. Aviraneta se quedó leyendo a la luz de la lámpara.