II

LA VENGANZA

EL hombre de la zamarra echó un trago del porrón, y continuó así su relato:

—Dos años después había un baile de máscaras en casa del jefe político de San Sebastián. En todas partes se hablaba con gran entusiasmo de la fiesta: estaban concertadas varias bodas que daban mucho que hablar al pueblo, entre ellas la del hijo del jefe político con Juanita Arrillaga, la antigua novia de don Luis de Vargas.

La casa de la Aduana, donde se celebraba el baile, brillaba, llena de luz; por las ventanas, iluminadas, se oía desde la calle el rumor de la orquesta.

Delante de la puerta se amontonaba la gente del pueblo, que veía entrar las máscaras con gran curiosidad. A cada instante se tenía que abrir el grupo de curiosos para dejar pasar a los enmascarados.

En esto, en el momento en que el baile estaba en su mayor animación y algazara, se oyó un grito desgarrador tan penetrante, que llegó hasta la calle. Una mujer cayó al suelo.

Fue todo el mundo a ver qué ocurría. Juanita Arrillaga, herida de una puñalada en el corazón, estaba muerta.

—¿Vargas era el asesino? —preguntó Leguía.

—Sí; era él el vengador —replicó el hombre de la zamarra con voz sorda.

Don Fernando había entrado en el baile enmascarado con un dominó negro; después saltó por una ventana hacia la plaza con el dominó en la mano; me entregó el capuchón y se fue a la fonda. Yo me marché a una posada, y escondí el disfraz. Al día siguiente mi amo y yo estábamos en Francia.

El viejo calló. Leguía estaba irritado; la manera grave y solemne de hablar de aquel hombre, su pedantería y su servilismo le indignaban. Parecía una persona nacida única y exclusivamente para ser criado.

Leguía se escapa

—Y más cosas podría contar donde ha intervenido ese bandido; ese Aviraneta que Dios confunda —dijo el hombre de la zamarra.

—Hay que acabar con él —exclamó Estúñiga, dando un puñetazo en la mesa.

—Es lo que yo pretendo —repuso el hombre de la zamarra—. Voy siguiéndole los pasos, y ha de caer. Tarde o temprano ha de caer.

—Tú nos ayudarás, Leguía, ¿eh? —dijo Estúñiga.

—¿Yo? Yo, no. Yo no soy carlista. Allá vosotros.

Y Pello se levantó decidido de la mesa.

—Entonces, si no es de los nuestros ¿para qué ha venido? —preguntó el hombre de la zamarra.

El Caracolero, que estaba al lado de Leguía, le agarró por el brazo. Pello intentó desasirse; pero como el otro le oprimía con fuerza, le cogió por el cuello, le zarandeó con furia y le tiró contra la pared.

Estúñiga y el Raposo se levantaron a impedirle la salida; el Raposo armado de una navaja; Pello, que había visto que tras él había una puerta entreabierta, cogió el candil y lo tiró contra los que le atacaban, dejando el figón a oscuras.

Después retrocedió a ganar la puerta. Pasó por un corral estrecho, subió unas escaleras, luego bajó otras y salió a un portal de la calle de Santa Engracia.

—¡Qué tíos más brutos! —murmuró.

Como era la hora en que solía ir a buscar al capitán Herrera, para cenar juntos, se dirigió al portal de San Juan; pero Herrera aquel día había marchado a Logroño.