II

EL HOMBRE Y SU SOMBRA

AL día siguiente era domingo, y Pello fue a misa mayor. Al pasar por cerca de la iglesia vio que el viajero de luto, a quien la noche antes había visto salir de casa de las Piscinas, entraba en la de Salazar.

Pello se quedó asombrado. Este salto del tradicionalismo arcaico y piscinesco al liberalismo oportunista y salazariano, si alguno lo daba en Laguardia era después de graves vacilaciones, de maduras reflexiones y de mucho tiempo.

Los rubicones de Laguardia

El viajero de negro no había necesitado para pasar este Rubicón más que unas pocas horas. Pello pensó en cómo el contagio de los prejuicios hace creer muchas veces en la dificultad de cosas que no tienen nada de difíciles.

Estaba Pello contemplando la casa de Salazar cuando vio al hombre de la zamarra, el que había llegado al parador al anochecer, que paseaba por delante de la casa, mirando al portal.

«Este le espía al otro —se dijo Pello—; ¿qué enredos se traerán entre los dos? No falta más que haya un tercero que le espíe al segundo.»

El viajero de traje negro y sombrero de copa salió al poco rato de casa de Salazar y, dirigiéndose a la plaza, entró en la tienda de las de Echaluce. El hombre de la zamarra, haciéndose el distraído, se recostó en uno de los pilares de los arcos de la casa del Ayuntamiento.

De los Piscina a Salazar, de Salazar a los de Echaluce… eran demasiados Rubicones estos para no llamar la atención de un hombre solo.

Pello se decidió a dejar la misa mayor y a ver qué lugar nuevo visitaba aquel hombre, y dónde y cómo termina el espionaje del otro.

Todavía el viajero, siempre seguido del hombre de la zamarra, estuvo una media hora en la botica y un momento en el café de Poli.

Después salió por el portal de San Juan; el hombre de trazas de pordiosero le siguió con la mirada hasta que le vio llegar al parador del Vizcaíno.

Pello entró en su casa, y después de tomar café se fue inmediatamente a visitar a las Piscinas. Los domingos, la tertulia se celebraba por la tarde; después, al anochecer, se salía a tomar el fresco, generalmente, alrededor de la muralla.

—Ayer no vino usted —le dijo inmediatamente Corito al verle.

—No pude. Tuve que trabajar.

—Estaría usted hablando con la primita, ¿eh?

—No; estuve haciendo cuentas. ¿Cree usted que si hubiera podido venir no hubiera venido?

—Sí, sí; lo creo.

—Pues se engaña usted. Y ustedes, ¿tuvieron alguna visita?

—Sí; ha venido mi padrino.

—¿Su padrino de usted es un señor de negro, bajito, de sombrero de copa?

—Sí. ¿Cómo lo sabe usted?

—Porque le vi venir al pueblo ayer noche. ¿Va a estar algún tiempo aquí?

—No; mañana se va a marchar.

—¿Ha venido para algunos asuntos de familia?

—No sé para qué ha venido. Yo no le pregunto nunca nada.

—¿Viaja mucho?

—Sí, mucho.

El padrino de Corito

Pronto Pello y Corito dejaron esta conversación y hablaron de otras cosas más interesantes para ellos. Al ponerse el sol, como era costumbre la tarde de los domingos, salieron todos a dar el paseo alrededor de la muralla. Corito iba al lado de Pello, muy animada y alegre; Luisita Galilea, coqueteando con un oficial, y sin hacer caso de Antonio Estúñiga, que cada vez estaba más desesperado; Cecilia Bengoa y Pilar Rivabellosa, del brazo.

Al anochecer volvió todo el grupo a los arcos del Ayuntamiento. En esto cruzó la plaza el padrino de Corito y se acercó a su ahijada y le dio un beso en la mejilla.

El viajero saludó a las señoras, y Corito le presentó a sus amigas y a los muchachos que les acompañaban.

—Este joven es un amigo nuestro, Pedro Leguía —dijo Corito, ruborizándose—; nos acompañó a Magdalena y a mí desde San Sebastián.

—¡Hombre, Leguía! —murmuró el viajero—. ¿No será usted de Vera de Navarra?

—Sí; soy de Vera.

—¿Y su padre se llamaba como usted, Pedro?

—Sí.

—Entonces le he conocido mucho a él y a su primo Fermín, el Chapelgorri. Pedro Mari Leguía fue muy amigo mío.

Corito iba a presentar a su padrino a Antonio Estúñiga; pero este, naturalmente huraño y de mal humor, hizo un movimiento brusco y se ocultó detrás de una de las columnas del Ayuntamiento.

Fue una retirada un poco inesperada y cómica, que sorprendió a todos.

¡Konejuba! —dijo el viajero en un vascuence castellanizado, dirigiéndose a Pello y señalando a Estúñiga con el dedo índice.

Corito y Leguía se echaron a reír. Estúñiga se marchó incomodado.

—¿Sabe usted vascuence? —preguntó Pello al padrino de Corito.

—Poco.

—Ya veo que poco.

—Hombre, ¿por qué?

—Porque ha dicho usted konejuba para decir conejo.

—Pues ¿cómo se dice?

Untxia.

—¿De manera que tú sabes el vascuence bien?

—Sí, bastante bien.

—Tu padre también lo sabía muy bien. ¡Las veces que le habré oído cantar zortzikos en Bayona! ¡Ya hace tiempo! Se va uno haciendo viejo de verdad.

El viajero indicó que se marchaba al parador; estaba enfermo con dolores reumáticos y no le convenía el aire de la noche. Se despidió de Leguía, diciéndole que fuera a verle; dio un beso en la mejilla, a Corito y se marchó renqueando.

Al poco rato, como la sombra, apareció en la plaza el hombre de la zamarra; cruzó por los arcos del Ayuntamiento y entró en la puerta de San Juan.

Un hombre enigmático

Antes de despedirse oyó Pello que el señor de la Piscina y el de Ribavellosa hablaban del padrino de Corito.

—Debe ser hombre inteligente, ¿eh? —dijo él, mezclándose en la conversación.

—Mucho.

—¿Es del partido?

—Sí, ¡ya lo creo! —contestó el de la Piscina, con su gravedad acostumbrada—; trabaja infatigablemente por la buena causa.

Sin duda, el padrino de Corito era un carlista acérrimo.

Leguía se despidió de sus amigos; fue a la casa de huéspedes, y después de cenar estuvo charlando con el capitán Herrera. De pronto se acordó que el capitán había hablado con el padrino de Corito la noche anterior, y le preguntó:

—¿Averiguó usted quién era el viajero del otro día?

—Sí.

—¿Quién es?

—Un enviado del Gobierno.

—¿Entonces será liberal?

—Liberalísimo. Un revolucionario impenitente.

Pello no replicó. El padrino de Corito resultaba un tipo raro y ambiguo. Los unos le tenían por carlista entusiasta, los otros por un revolucionario.

No podía ser las dos cosas al mismo tiempo; más fácil era que no fuese ninguna de las dos y que aparentase, según sus conveniencias, profesar tan pronto una opinión como otra.

Realmente, su actitud era un poco misteriosa. Había estado en casa de las Piscinas, había tenido una conferencia con Salazar y saludado a las de Echaluce. Para que nada faltara, estuvo media hora en la botica y un momento en el café de Poli.

Aquel viajero audaz había pasado todos los Rubicones laguardienses como quien salta un charco.

«¿Quién era este hombre? ¿Qué buscaba?»