LAS OTRAS TERTULIAS
SI la tertulia tradicionalista aristocrática era una e indivisible, como la República de Robespierre, las tertulias liberales, por el contrario, eran múltiples, cambiantes, de varios matices, representación de las nuevas ideas, por entonces mal conocidas y deslindadas, sin un credo completamente claro y definido.
La primera y más importante de estas reuniones era la del señor Salazar.
El señor Salazar, rico propietario, había sido jefe político con Cea Bermúdez, el ministro partidario del despotismo ilustrado, y aunque esto no abonaba mucho las ideas progresivas del señor Salazar, era liberal a su manera. Se encontraba, según decía, conforme con el moderantismo de Martínez de la Rosa, aunque no lo acompañaba en sus exageraciones sectarias, porque él era, sobre todo, monárquico y católico, y añadía que estaba tan lejos de los procedimientos odiosos de Calomarde como de los delirios insanos de los revolucionarios.
El señor Salazar creía que la sociedad es una máquina que debe marchar, pero consideraba necesario ponerle de cuando en cuando una piedra lo más grande posible para que se detuviera y reflexionara. El señor Salazar quería que el mundo entero reflexionara, dictaminara y pesara sus actos.
Dictaminar, reflexionar y pesar. En estos verbos estaba reconcentrada toda su filosofía.
El señor Salazar era tan religioso o más que los contertulios de las Piscinas. Se hallaba colocado, con relación a su época, en el puesto más seguro y más fuerte; así que ejercía una gran influencia en Laguardia.
Los oficiales, de comandante para arriba, iban casi siempre de tertulia a su casa; las autoridades que llegaban al pueblo le dedicaban la primera visita.
Sabidos su preponderancia y su influjo, todo el mundo acudía a él en un caso apurado, y la misma gente de la tribu de las Piscinas solía presentarse al señor Salazar con el traje y la sonrisa de los días de fiesta, pidiendo protección cuando la necesitaba.
La tertulia de este hombre importante era trascendental para el pueblo; allí se resolvía lo que había que hacer en Laguardia; se daban destinos, se repartían cargos. El señor Salazar, como todos los políticos y caciques españoles antiguos y modernos, distribuía las mercedes con el dinero del Estado.
Salazar tenía más simpatía por los absolutistas que por los revolucionarios. Con aquellos se sentía a sí mismo joven y ágil de espíritu; en cambio, con los liberales exaltados se mostraba hosco y displicente.
Menor en prestigio aristocrático, pero mayor en entusiasmo liberal, era la tertulia de Echaluce. Las de Echaluce, cuatro hermanas, una viuda y tres solteras, tenían en la plaza un pequeño bazar, en cuya trastienda se reunían varias personas en verano a tornar el fresco, y en invierno, alrededor de la mesa camilla, a calentarse y a charlar.
Las cuatro hermanas, inocentes como palomas, se creían muy liberales y muy emancipadas: su vida era ir de casa a la tienda y de la tienda a casa: los domingos, a la iglesia, y cada quince días, a confesarse con el vicario.
Entre los contertulios de la casa de Echaluce había algunos audaces que encontraban bien las disposiciones de Mendizábal, lo que entonces era lo mismo que encontrar bien los designios del demonio.
A esta tertulia había trasladado su campamento el capitán Herrera desde que llegó a Laguardia una sobrina de las de Echaluce.
Esta chica, una riojana muy guapa y muy salada, escandalizaba a la gente laguardiense con sus trajes, que no tenían más motivo de escándalo que algún lazo verde o morado, colores ambos que se consideraban en esta época completamente subversivos y desorganizadores de la sociedad.
La plebe de Laguardia, que era toda carlista, miraba como una ofensa personal estos lazos, y tiraba a la chica patatas, tomates y otras hortalizas.
Al principio lo hacían como impunidad; pero cuando apareció Herrerita con su sable al lado de la muchacha y vieron que el oficialito estaba dispuesto a andar a trastazos con cualquiera, la lluvia de hortalizas disminuyó, y sólo algún chico, desde un rincón inexpugnable, se atrevía a lanzar a la riojana uno de aquellos obsequios vegetales.
La tertulia de Echaluce, que notaba sobre su cabeza los manejos de la de Salazar, sentía bajo sus pies las tramas del café de Poli.
El café de Poli estaba en el primer piso de una casa de la calle Mayor. Era un sitio grande, destartalado, con dos balcones. Junto a uno de ellos se reunían, por las tardes y por las noches, algunos obreros de la ciudad y del campo, que, sin saber a punto fijo por qué, simpatizaban con las nuevas ideas y se habían alistado como nacionales.
Haciendo la competencia a este café, y en el mismo plano social, o algo más abajo, estaba el figón del Calavera, punto de cita del elemento reaccionario rural, ignorante y bárbaro, el más abundante del pueblo.
Por encima del armazón visible de Laguardia, casi fuera del mundo de los fenómenos, que diría un filósofo, existía el centro del intelectualismo, del enciclopedismo, de la ilustración: la botica. Allí se discutía sin espíritu de partido; se examinaban los acontecimientos desde un punto de vista más amplio, como si hubiera vivido en Laguardia aún don Félix María Samaniego y sus amigos; allí se llegaba a defender la República como la forma de gobierno más barata, y algunos se arriesgaban a encontrar la religión católica arcaica y reñida con la razón natural.
Estos intelectuales de Laguardia tenían su masonería; hablaban fuera del cenáculo con gran reserva de sus discusiones; decían que no querían perder por alguna imprudencia la hermosa libertad que disfrutaban en la botica.
Todos estos diversos centros de Laguardia se espiaban, se entendían. Conspiraban, y desde la alta aristocrática tertulia de las Piscinas hasta el oscuro y sucio figón del Calavera, y desde la prepotente camarilla de Salazar hasta el tenebroso club del café de Poli había una cadena de confidencias, de delaciones, de complicidades.