EN DONDE LEGUÍA SOSPECHA SI TENDRÁ BUENA SUERTE
A la mañana siguiente, al levantarse, Leguía sondeó un bolsillo del chaleco, luego el otro, y notó, ciertamente sin gran sorpresa, que no tenía un cuarto. Pensó en si valdría la pena de hacer la cuenta de lo gastado por él en los diferentes puntos del camino, desde su salida de San Sebastián, pero comprendió, sin mucho trabajo, la inutilidad manifiesta de este esfuerzo de memoria.
—¡Cuántas cosas se dejarían de hacer —exclamó Pello, mirando filosóficamente su sombrero de copa, puesto sobre la consola—, si uno tuviera el acierto de comprender con rapidez su inutilidad!
Dicho esto, se vistió, se encasquetó el sombrero de copa y salió del parador. Hacía un día hermoso; el sol brillaba en un cielo sin nubes.
Pello paseó arriba y abajo, por delante de la muralla; se cruzó con unos cuantos curas y vio una colección de viejos momias laguardienses, envueltos en largas capas, que tomaban el sol. Presenció también cómo entraban los soldados de la guardia exterior en el cuartelillo.
Cuando se cansó de pasear pensó que era tiempo de tomar una determinación, y se fue a comer. Concluyó de comer y preguntó a la patrona:
—¿Usted sabe dónde vive don José Juan Gaztelumendi?
—¿El cosechero de vinos?
—Sí.
—Ahí; cerca de la plaza tiene el almacén.
Pello entró en el pueblo por la puerta de San Juan, y se dirigió a la plaza. Pronto dio con el almacén de su tío.
Abrió una puerta de cristales, y pasó a un sitio largo y estrecho, con un mostrador, un armario lleno de botellas y una ventana en el fondo. Una muchacha, vestida de luto, se levantó al ver a Leguía.
—¿El señor Gaztelumendi? —preguntó Pello.
—Aquí es —contestó la muchacha—. ¿Quiere usted verle?
—Sí; si no está muy ocupado. La muchacha recorrió el pasillo, y llamó en una puerta.
—¿Qué hay? —dijeron de adentro.
—Un caballero que pregunta por ti.
—Que pase.
Pello entró en un despacho, con una ventana grande, donde escribía un hombre todavía joven.
—He tenido que pasar por Laguardia —dijo Pello y vengo a visitarle a usted de parte de su prima María, de Vera.
—¡Hombre! ¿Es usted de allá?
—Sí; yo soy el hijo mayor de María.
—¿Mi sobrino entonces?
—Sí.
—¿Pello?
—Eso es; Pello.
—Me alegro de verte, chico. ¡Anita! ¡Anita! —exclamó el señor.
La muchacha de luto, que era una morena de ojos negros muy hermosos, entró en el despacho.
—Aquí tienes a tu primo Pedro, de Vera. ¡Mírale, qué grande y qué guapo!
La Anita se acercó, sonriendo, algo ruborizada.
—¿Y cómo están tu madre y tus hermanos? —preguntó el tío de Pello.
—Bien. Muy bien. Ya hace tiempo que no los veo. He estado fuera de casa, en San Sebastián, en un comercio.
—¿Y qué piensas hacer?
—Tengo pensado ir a América.
—¿Estás decidido?
—No necesito estar muy decidido para ir.
—¿Sabes teneduría de libros?
—Sí.
—¿Y tienes práctica?
—También.
—¿Llevas dinero a América?
—No.
—¿Y no te convendría más hacer aquí unos cuartos antes de marcharte?
—Sí; pero esto me parece muy difícil.
—¿Tienes precisión de embarcar enseguida?
—¿Precisión? Ninguna.
—¿Te daría lo mismo marcharte dentro de unos meses o de un año?
—Igual.
—Pues mira, sobrino, si quieres quedarte aquí una temporada te daré un buen sueldo y un tanto por ciento. Tengo la contrata de vinos para el ejército y necesito una persona de confianza que me ayude.
—¿Hay que estar en Laguardia?
—Sí, y andar al mismo tiempo por los pueblos de al lado entre las tropas. ¿Es que te da miedo la guerra?
—¿Miedo? Ninguno.
—Pues mira, piensa y decide; porque yo estoy haciendo gestiones para buscar un dependiente.
—Decido.
—¿Qué decides?
—Que me quedo por una temporada.
—¿Desde cuándo?
—Desde ahora mismo, si usted quiere.
—Bueno; pues quédate también a comer con nosotros, y a la tarde empezaremos a trabajar.
Pello encontró que la suerte le favorecía demasiado, dándole una ocupación tan pronto; pero si esto casi le parecía fastidioso, en cambio, la idea de que podía vivir largo tiempo en el mismo pueblo que Corito le encantaba.
A pesar de que su tío le propuso ir a vivir con él, Pello no aceptó; deseaba desde el principio gozar de alguna independencia, y se fue de pupilo a una casa de huéspedes, donde solían alojarse varios oficiales de la guarnición.
El tío José Juan era una excelente persona; la prima Anita se manifestaba muy amable con Pello; pero este se guardó muy bien en los días sucesivos de galantería; sus pensamientos íntegros estaban dedicados a Corito.
Pello hizo efecto en Laguardia. Corito le presentó a las personas de más viso de la ciudad. Conocía, a poco de llegar, a toda la aristocracia laguardiense. Iba a la tertulia de las señoras de la Piscina, a casa de los Ribavellosa y Manso de Zúñiga. Era el dandy de Laguardia.
Durante el día, Pello trabajaba, y por las tardes, al anochecer, tenía tiempo de pasear. Con mucha frecuencia daba la vuelta al pueblo, alrededor de las amarillentas murallas.
El contemplar aquella gran explanada desde el cerro donde se levanta la ciudad le producía a Pello una impresión de vida andariega y aventurera que le encantaba. Recorrer tierras y tierras a caballo, cambiar de paisajes constantemente, comer aquí, dormir allá, no volver nunca la mirada atrás, este hubiera sido su ideal.
Muchas veces, abandonando el libro Mayor y tomando las riendas, en el cochecito de su tío iba a Logroño, a Elciego, a La Bastilla, a Viana, para los negocios de vinos de la casa, y con frecuencia tenía que verse con los jefes del ejército.
Los domingos, por la tarde, Pello acompañaba a Corito y a sus amigas a dar la vuelta al pueblo, alrededor de las murallas; paseo que no dejaba de tener sus inconvenientes, porque a veces disparaban los carlistas al bulto, desde lejos, y llegaba alguna bala perdida.