LA FAMILIA DE LEGUÍA
PEDRO Leguía y Gaztelumendi, Pello Leguía, era por esta época un joven de veinte años. Su padre, Pedro Mari Leguía, hombre emprendedor, dueño de una ferrería en Vera de Navarra, contrabandista y minero, era un liberal decidido. Se había mezclado en cuestiones políticas, y tuvo que emigrar, después de casado y con hijos, y fue a Méjico, donde murió. La mujer de Pedro Mari, que había quedado en una posición poco desahogada, se casó con uno de Elizondo, y el joven Pello, poco aficionado al trato de su padrastro, decidió abandonar la casa paterna.
Las dos soluciones más corrientes de los jóvenes del país vascongado en aquella época eran: una, marcharse a América; la otra, ir a la facción. Pello estaba más dispuesto a lo primero que a lo segundo; los Leguías habían sido muy liberales y Pello no quería abandonar las ideas de sus ascendientes.
El liberalismo había sido la causa de la ruina de su familia.
Pedro Mari tenía un primo militar, Fermín Leguía, nacido en un caserío próximo a Alzate, llamado Urrola, allá por el año 1787.
Fermín Leguía era listo, pero no tenía un gran mérito en serlo; Fermín era de un barrio excepcional, favorecido por las lamías que bajaban hasta allá desde las cuevas de Zugarramurdi. La existencia de las lamías por aquellos contornos estaba comprobada por muchas personas; quién las había oído cantar; quién las encontraba todas las noches disfrazadas de viejas horribles y sin dientes; quién las había visto peinarse sus hermosos cabellos rubios a orillas del arroyo.
Este arroyo se llamaba y se llama Lamiocingoerreca, que quiere decir arroyo de la sima de las lamías.
Fermín Leguía, nacido al borde de este riachuelo favorecido por aquellas poderosas damas, no tenía gran mérito en ser listo.
Fermín fue guerrillero en la guerra de la Independencia, a las órdenes de Jáuregui el Pastor, y después granadero del cuarto batallón de Navarra.
A pesar de su valor y a pesar de haber nacido al borde de Lamiocingoerreca, no tuvo ocasiones de distinguirse, y al final de la campaña contra el francés era sólo sargento.
Ya mandando alguna fuerza y viendo que la guerra se acababa, quiso hacer una hombrada. Y para que viera el general Mina, su general, de lo que era él capaz, con sólo quince de los suyos tomó a los franceses el castillo de Fuenterrabía.
Pensar que con quince hombres se podía tomar una fortaleza guardada por soldados franceses, era una barbaridad para todo el mundo menos para Leguía. Fermín, que estaba en Vera, reunió a su gente en una taberna y la arengó. Era una de las cosas que más le entusiasmaba: echar un pequeño discurso.
Después del discurso encargó a un cabo tuerto, que era de Aya, que trajera cuerdas y clavos, y por la tarde Leguía se puso en marcha con sus quince soldados por el camino del Bidasoa. Llegaron a Fuenterrabía, y clavando un clavo aquí y otro allá, y atando cuerdas, escalaron el castillo, le pegaron fuego e hicieron prisioneros.
Mina, al saberlo, quedó asombrado.
Esta hazaña le valió a Fermín el ser ascendido a subteniente. Se concluyó la guerra, entró Fernando VII en España, se derrocó la Constitución, y Fermín Leguía, que se había distinguido entre sus compañeros por sus ideas liberales, comprendió que no podía ascender.
Vino la segunda época constitucional, y Leguía fue ascendido a teniente del regimiento de Infantería de África, de guarnición en Algeciras, y volvió la esperanza para Fermín de hacer carrera; pero con la reacción del año 23 tuvo que huir de España y perdió todas sus esperanzas.
Fermín era el tipo del aventurero vasco: valiente, audaz, algo jactancioso, y muy comilón, muy bebedor, dispuesto siempre para las empresas más difíciles. Tenía una cara sonriente y llena de viveza, la nariz larga y torcida, los ojos brillantes, la cara de pillo, maliciosa y socarrona.
Fermín sabía muy poco, apenas podía escribir una carta; pero había visto mundo, y lo que no sabía se lo figuraba. Un hombre como aquel tenía que influir mucho entre sus amigos y aldeanos, y cuando llegaba a Vera, todos los que sentían una vaga aspiración liberal iban al caserío Urrola a ver a Fermín y a oírle como a un oráculo. Entre sus oyentes, y de los más entusiastas, estaba Pedro Mari, el padre de Pello. No eran menos adictos los mozos de los caseríos de Eraustea, de Irachecobere, de Chimista, de Landachipia, de Cataliñecoborda.
Fermín Leguía estaba convencido de que podía contar con sus amigos para toda empresa liberal, y como era inquieto y audaz, cuando los constitucionales españoles, presididos por Espoz y Mina, se reunieron en Bayona en 1830 y acordaron invadir España por cuatro o cinco puntos y restaurar la Constitución, Fermín se ofreció a Mina para entrar el primero con sus amigos por el boquete de Vera.
Mina aceptó, y Fermín Leguía fue formando sus huestes. Anduvo de caserío en caserío, sacando mozos, y llevándolos a Francia. La gente decía que el dinero con que contaba se lo prestaban los judíos liberales de Bayona.
Leguía llegó a reunir cincuenta o sesenta hombres, armados con escopetas. Entre ellos había diez o doce vascofranceses; los demás eran campesinos de la montaña de Navarra y de Guipúzcoa.
En Vera se sabía quiénes estaban con él, y se citaba a Pedro Mari, el padre de Pello; a Zugarramurdi, el contrabandista; a Martín Belarra, a Erauste, a Landáburu, a Landachipia y a otros, entre ellos el leñador de Antula, hombre este atrevido y valiente, gran cazador de jabalíes, de quien la canción popular dijo, después de la intentona fracasada de Fermín:
Antula dutelarik
gizon fierra
inoiz ez du bildurrik
joateko antzina.
(Contaban con Antula, hombre fuerte, que nunca tuvo miedo para ir adelante.)
Leguía citó a sus hombres en Otela, y al día siguiente, al compás de un tambor destemplado, marcharon hacia España. Era una tropa de un aspecto y de una indumentaria poco común. Algunos vestían como ciudadanos, de negro y sombrero de copa; otros, de campesinos, con pantalón corto, abarcas y boina; no faltaban dos o tres con anguarinas pardas, y otros con esa prenda céltica, especie de dalmática con capucha, que los pastores vascos llaman capusay.
Los expedicionarios, al llegar a la frontera, tomaron por la regata de Inzola, un arroyo que baja a Francia, cubierto de árboles espesos, cerca del cual había antes una vieja ferrería. De la regata de Inzola salieron a una abertura del monte, conocida en vascuence por Usateguieta, y en castellano por el Portillo de Napoleón. Esta abertura se encuentra entre dos altos, uno denominado Ardizaco y el otro Artziña o pico del Águila.
En el Portillo de Napoleón comienza una calzada de piedra, que parece que es una calzada romana, pero que, según tradición popular, fue hecha por los franceses durante la guerra de la Independencia para pasar los cañones de los ejércitos imperiales.
Por esta calzada bajaron Leguía y su gente hasta un arroyo que se llama Shantellerreca, y al divisar el caserío de Truquenecoborda, mientras los unos seguían el camino, los otros se desplegaron en guerrilla hacia Ezpondecoborda. En vista de que no había enemigos, se reunieron todos delante de la primera casa de Alzate, un caserón antiguo, denominado Itzea, colocado a la izquierda del camino.
Leguía mandó formar a sus hombres en la plazoleta que hay delante de este caserón. Era día de fiesta. Hacía un tiempo brumoso y oscuro; no se veía a cuatro pasos; por entre la bruma llegaban tristes las campanadas de la iglesia de Vera. Algunos hombres y mujeres, que volvían de misa, quedaron asombrados al ver aquella tropa formada.
Leguía mandó a veinte hombres que fueran por un maizal hasta la calle de Álzate, a ver si había gente apostada en el fortín. Los veinte hombres, pasando un puentecillo, se alejaron entre la bruma, metiéndose por en medio de los maíces secos.
Estaban los hombres de Leguía en la plazoleta de Itzea, cuando la dueña de esta casa, doña Josefa Antonia de Sanjuanena, abrió el portal y llamó a Fermín.
Doña Josefa Antonia era una viejecita soltera, que vivía sola en aquella antigua casa, y que se dedicaba, por entretenimiento, a enseñar labores a las muchachas de los caseríos.
—¿Qué haces, chico, con estos hombres? —le preguntó doña Pepita a Fermín, a quien conocía desde niño.
—Aquí estamos, a ver si de una vez establecemos la Constitución en España.
—Pero, ¿estáis locos? ¡Con tan poca gente! ¿Queréis algo? ¿Vino? ¿Queréis almorzar?
—Luego, luego. Ahora retírese usted, doña Pepita —dijo Fermín.
Poco después se vio a los hombres que habían ido hacia el puente que volvían perseguidos. Los carabineros del resguardo se acercaron a Itzea y dispararon algunos tiros, y Leguía, imprudentemente, mandó contestar a su tropa. Con esto desobedecía las órdenes de Mina, que esperaba atraer a los carabineros a su bando.
Leguía, por la tarde, entró en Vera, y desde allí esperó a que llegaran Mina y Jáuregui; pasaron los dos, con sus tropas, hacia Irún; el coronel Valdés y López Baños quedaron en Vera, donde se batieron heroicamente con los realistas. Al cuarto día se supo que la expedición había fracasado por completo; Fermín y sus amigos, viendo la empresa perdida, disolvieron sus huestes, y unos cuantos, entre ellos el padre de Pello, se escondieron en el caserío Urrola, sin entrar en Francia, porque las tropas del general Llauder habían avanzado hasta cerrar todos los pasos de la frontera.
Pello, a pesar de ser un chico, comprendía la inquietud de su madre en aquella época. Unos días después del choque entre liberales y realistas salieron de Vera dos compañías de cazadores, al mando de un comandante. Pronto se susurró en el pueblo que iban a perseguir a Leguía y a los suyos.
—Mira, sígueles a los soldados a ver adónde van —le dijo la madre a Pello.
Las dos compañías cruzaron el pueblo, tomaron por la calle que une a Vera con Alzate, y al llegar a un puentecito que se llama Subi Mushua (el puente del Beso), el comandante llamó a un viejo medio loco, que estaba a la puerta de su casucha. Este viejo se llamaba por apodo Pithiri.
El comandante hizo que se acercara el viejo, y le preguntó:
—¿Usted sabe dónde está el caserío de Urrola?
—¿Urrola? Sí, señor.
—Llévenos usted allí, y cuidado con engañarnos. Si nos engaña usted le pegamos cuatro tiros. Conque cuidado.
Pello vio de lejos cómo hablaba el comandante con Pithiri; pero no pudo enterarse de lo que decían.
Las dos compañías se dividieron en cuatro pelotones con el objeto de rodear el caserío de Urrola. Pello fue delante de la media compañía en que iba Pithiri con el oficial. Se adelantó esta por el barrio de Illecueta. Al llegar a una taberna, el oficial pidió un vaso de agua con aguardiente, y luego preguntó al tabernero si aquel era el camino de Urrola. El tabernero dijo que sí.
Se habían parado los soldados a la puerta de la taberna, y Pithiri, que tenía fama de loco, comenzó a bailar pesadamente. Reían los soldados y campesinos, y uno de estos dijo:
—Canta, Pithiri.
Pithiri entonó con voz cascada un zortziko, y después, dirigiéndose principalmente a los campesinos que le oían, y mirándoles con sus ojos grises, entonó esta copla:
Urrolara, Urrolara
Urrolara, goazela.
Norbaitek hara
laister augudo
ihesi egin dezala.
(A Urrola, a Urrola, a Urrola vamos. A ver si alguno, lo más deprisa posible, puede escaparse.)
No hizo más que oír esto, y Pello echó a correr por la orilla de Lamiocingoerreca, hacia Urrola. Al llegar al caserío se encontró con Fermín Leguía y sus amigos preparándose para huir.
Sabían que venían a su alcance los cazadores.
Fermín Leguía, poniéndole la mano en el hombro a Pello, le dijo:
—Pello, cuando seas hombre, acuérdate de que tu padre y tu tío han sido perseguidos por defender la libertad.
Pello nada contestó.
—¿Por dónde vas tú? —dijo Fermín a su primo.
—Yo, por la regata de Sara —contestó Pedro Mari.
—Bueno, pues adiós. En Francia nos veremos.
Pello y su padre tomaron juntos hacia el caserío Miranda; luego, torciendo a la izquierda, cruzando por en medio de las heredades, llegaron a una cañada con árboles altos, que llaman Lizuñaga. Desde allí se veía el camino que va a Francia, y en la caseta de Carabineros, colocada en la misma muga, un pelotón de soldados de guardia.
Padre e hijo esperaron tendidos entre los helechos secos a que oscureciera, y ya de noche dejaron su escondrijo, pasaron la muga y entraron en la regata de Sara. La luna brillaba entre los árboles y se reflejaba en las aguas inquietas del río. Pedro Mari y Pello encontraron a unos carboneros franceses, cenaron con ellos y durmieron en su choza. Al día siguiente continuaron el camino. La mañana era hermosa, el cielo azul; en la falda de Atchuria brillaba Zugaramurdi, y poco después iban apareciendo los caseríos blancos de Sara.
Por la tarde, Pedro Mari envió a su hijo a Vera.
La expedición de Mina, y, sobre todo, la entrada de Leguía, produjeron en Vera un efecto extraordinario.
En toda la región fue aquel el comienzo de la lucha del liberalismo contra el absolutismo; hasta entonces, casi nadie había oído hablar por allí de liberales ni de masones.
La mayoría de la gente era hostil a los constitucionales; un poeta y carpintero de Alzate hizo contra Leguía estos versos, en vascuence, que corrieron mucho:
Armada eder bat ekarri digu
Berara Fermin Leguiak
judu ta sastre protestantiak
hark ere ez ditu bereak,
galtzean neurriak
hartu diote espainol kazadoriak.
Galtzak bidean lisatu eta
eskuak trabak lotzeko
gizon horiek planta txar dute
Madrid aldera joateko,
adiskideak galdu dituzte.
Komisanyura goizeko.
(Un hermoso ejército nos ha traído a Vera Fermín Leguía, judíos y sastres protestantes, que tampoco son los suyos, porque la medida de los pantalones se la han tomado los cazadores españoles. Alisándose los calzones en el camino, las manos para atarse las bragas, esos hombres tienen mal aspecto para ir hacia el lado de Madrid. Han perdido sus amigos el día de Todos los Santos.)
También corría por Vera otra canción contra los liberales, que decía así:
Mina eta Artzaia bere odolez
ukaturikan dabilza,
esku gaiztotan paratu nahirik
fede santuaren giltza,
ez dute horiek kanbiatuko
gure Jaungoikoaren hitza.
(Mina y el Pastor [don Gaspar de Jáuregui] andan negando su sangre, queriendo dejar en malas manos la llave de la Santa fe. Tampoco esos podrán cambiar la palabra de Nuestro Señor.)
Todas esas canciones solía cantar la hermana de la madre de Pello, la tía Felicitas, furibunda realista; en cambio, la tía Micaela, que era hermana de Pedro Mari, sabía otras canciones liberales como esta, que se refería a la expedición de Mina, y que comenzaba así:
Mina, eta Artzaia,
Fermin beratarra,
aurten etorri dira
Espainiara,
ikusi behar dute
beren lurra.
(Mina, el Pastor y Fermín el de Vera, este año vienen a España, porque dicen que quieren ver su tierra.)
Y la tía Micaela solía cantar también una canción en honor de los generales constitucionales, y, sobre todo, de Jáuregui, de quien decía:
Don Gaspar de Jáuregui,
Villarrealeko semea
ondo gobernatzen du
(Don Gaspar de Jáuregui, hijo de Villarreal, dirige muy bien su gente.)
Y la canción tenía este estribillo:
¡Mina de mi vida,
Longa mi amor;
don Gaspar de Jáuregui
de mi corazón!
Todas las familias que tenían algún pariente en la expedición de Mina fueron mal miradas después por la mayoría del pueblo. Pedro Mari Leguía, el padre de Pello, era hombre inquieto, de poca paciencia; no quiso esperar la eventualidad posible de un indulto, y desde Bayona fue a Burdeos, y se embarcó para Méjico, donde murió.
Entonces todos los parientes de la madre insistieron para que se casara la viuda, y lo consiguieron. El padrastro de Pello era un baztanés, un hombre áspero, fanático, tradicionalista. Pello, que oía en su casa constantemente el elogio de unas ideas contrarias a las de su padre, se iba haciendo, sin decírselo a nadie, un liberal entusiasta.
Al comenzar la guerra, todos los triunfos de los liberales los tenía como suyos. Cuando su padrastro se entristecía, él se alegraba, y al contrario.
Un día de a principios de enero del año 1835, una compañía de chapelgorris, al mando de Zuaznavar, entraba en Vera y trababa combate con otra compañía de carlistas, matando a esta última dieciocho hombres y dispersando a los demás.
Mientras Zuaznavar mandaba recoger los dieciocho fusiles y cananas de los carlistas muertos y preparaba dos camillas para sus dos heridos, se le acercó el alcalde de Vera.
Le preguntó Zuaznavar por los amigos, y entre ellos, por Pedro Mari Leguía, y el alcalde dijo cómo había muerto; y luego, señalando a Pello, que se encontraba en la plaza, indicó:
—Ese chico es su hijo.
Zuaznavar le llamó, y Pello estuvo charlando en el grupo de chapelgorris.
Al saberlo su padrastro no dijo nada; pero puso una cara furiosa.
La madre de Pello, que comprendía que esta hostilidad entre su marido y su hijo no podía traer nada bueno, envió a Pello a San Juan de Luz, donde tenía un pariente, y luego a San Sebastián, a una casa de comercio.
Pello siguió con ansiedad las luchas de Mina y Zumalacárregui en el Baztán, deseando que el caudillo navarro venciera al guipuzcoano, lo que no ocurría siempre.
Pero recordaba a su padre y a su tío Fermín, a quien no volvió a ver más.
Muchos años después, al ir a Vera, preguntó por Fermín Leguía.
Dos o tres le contaron que Fermín, al frente de los chapelgorris, había peleado contra los carlistas y vencido, en Zugarramurdi, al cabecilla Ibarrola, a quien había fusilado; se decía también que Fermín murió a manos de unos asesinos, y algunos carlistas furibundos añadían que, por sus pecados, por haber querido quemar varias veces la iglesia de Vera, el cadáver de Fermín Leguía había sido comido por un perro.