Entre 1912 y 1934, a lo largo de veintidós años cruciales en su biografía propia y en la historia europea, escribió Baroja las veintidós novelas que componen la más amplia de sus series narrativas, «Memorias de un hombre de acción», cuyo protagonista es una figura histórica de contornos un tanto escabrosos: el conspirador liberal Eugenio de Aviraneta e Ibargoyen (1792-1872), emparentado con la familia materna del autor. Este comenzó a escribir la primera novela del ciclo, El aprendiz de conspirador, cuarenta años después de la muerte de Aviraneta y en vísperas de alcanzar él mismo la cuarentena. El año anterior, la publicación de Las inquietudes de Shanti Andía y de El árbol de la ciencia le habían puesto a la cabeza de la novelística española de la todavía incipiente centuria. Estas dos obras, que representan el mayor logro del arte barojiano, pertenecen a subgéneros muy distintos: a la novela de aventuras y a la novela filosófica, respectivamente. Con El aprendiz de conspirador se adentraba Baroja en un territorio que no había transitado hasta entonces, el de la novela histórica. Es cierto que sus anteriores novelas no carecían de ingredientes históricos, pero estos se situaban en un plano secundario, con la única función de servir de marco de referencia o telón de fondo, más o menos nebuloso, a los conflictos íntimos de los personajes.
Baroja trabajó en El aprendiz de conspirador durante el verano de 1912; es decir, durante el primer verano que pasó con los suyos en Itzea, la casa de Vera de Bidasoa que había comprado ese mismo año y que, en adelante, permanecería unida de modo emblemático al apellido familiar. El reencuentro con el País Vasco debió de actuar, esta vez, como acicate de la imaginación histórica del escritor. La nota vasca, e incluso vasquista, no había faltado en obras anteriores. Sin embargo, los paisajes, costumbres y personajes de las novelas y cuentos de ambiente vasco escritos hasta entonces resultaban demasiado arquetípicos, privados de encarnadura histórica. Zalacaín el aventurero, El mayorazgo de Labraz o Las inquietudes de Shanti Andía bastaban para avalar el carácter casi etnográfico de la mirada con que Baroja había contemplado su tierra de origen. Urbía, Labraz y Lúzaro constituyen impresionantes modelos literarios de los diferentes ámbitos culturales de una Vasconia cuya pluralidad nunca pasó inadvertida al novelista. Ahora bien, aun reflejando la variedad de hábitat, lengua y modos de vida del país real, estas villas, inspiradas en poblaciones más o menos identificables, eran todavía construcciones imaginarias y, en parte, acrónicas, desvinculadas del devenir histórico, meros escenarios en los que se situaban los correspondientes arquetipos del Vasco (el Contrabandista, el Hidalgo, el Marino). No cabe negar que Baroja integró también en las mencionadas novelas —y en otras escritas durante la primera década del siglo— fragmentos de una geografía herida por la temporalidad, pero el tiempo del paisaje se congela y termina por desvanecerse al reducir la función de aquel a mero decorado de la acción humana. En el mejor de los casos, conservan un tiempo deshumanizado, geológico (las páginas de Las inquietudes de Shanti Andía donde se especula sobre la formación de Lúzaro —libro tercero, II— nos ofrecen un buen ejemplo de ello). En las novelas del ciclo de Aviraneta, por el contrario, el paisaje cobra una densidad histórica. Baroja comienza a mirar el entorno geográfico con los ojos del historiador que trata de restituirnos la mirada de los hombres de antaño, y así, aquellos paisajes decorativos e indiferentes al drama de los hombres, aquella naturaleza ornamental de sus primeras novelas adquiere ahora significación. O, más exactamente, significaciones, porque —como nos recordaría, años después, Julio Caro Baroja— no es la misma la significación de este o aquel accidente del terreno, de esta colina o aquella escotadura, para el labrador, para el pastor o para el guerrero. Una nueva visión histórica de la geografía, una concepción inédita del paisaje bajo la especie de la historia irrumpe en la literatura española de la mano de don Pío, en las «Memorias de un hombre de acción». Hasta su llegada a Vera, no se produjo una verdadera ruptura entre la visión barojiana del medio geográfico y la que había forjado la literatura decimonónica desde el romanticismo al naturalismo. Porque aquellas visiones aparentemente antitéticas (la naturaleza como proyección del espíritu, en los románticos; el hombre como producto de la naturaleza, según los naturalistas) compartían un común olvido de la historia o, si se prefiere, de la condición histórica de la naturaleza. No es de extrañar que Unamuno fundiera ambas en su particular concepto de intrahistoria, el cual, pese a algunas semejanzas superficiales, poco tiene que ver con la concepción de la historia en Baroja. La intrahistoria unamuniana es sólo un disfraz de la visión tradicional, romántica o naturalista, de la naturaleza: un rechazo de la historia, un punto de fuga hacia la entropía, hacia lo inorgánico. En el fondo, responde al intento de preservar una infranqueable frontera entre Historia y Naturaleza, como más tarde tratará de hacer Ortega.
La consecuencia más patente de esta radical dicotomía, en la novela del XIX, fue la creación del mito de la Provincia como mundo al margen de la historia. La Provincia es una abstracción. Sus ciudades, abismadas en la extática adoración del pasado, son monótonamente idénticas entre sí, ya se llamen Orbajosa o Vetusta. Su única función —literaria, se entiende— es servir de término opuesto a la capital, a Madrid, donde bulle la vida política, donde acontece la Historia con mayúscula. El inevitable destino de la ciudad de provincias, dado el giro esteticista del fin de siglo, era convertirse en una ciudad muerta, teatral, propicia a la melancolía y a las ensoñaciones del decadentismo. Baroja rescata la Provincia del mito y la devuelve a la historia.
Pero ¿de qué historia hablamos? No, desde luego, de la historia de los acontecimientos. Como Unamuno, también Baroja concibe la historia como sucesión de hechos cotidianos, irrelevantes quizá desde el punto de vista del historiador profesional, académico, pero indispensables para la conservación y reproducción de la vida de las sociedades. Son hechos (no acontecimientos) que tienen que ver con pautas establecidas, con tradiciones tecnológicas, jurídicas, religiosas. En otras palabras, con la costumbre. Hechos que implican una gestualidad ritualizada, un compulsivo retorno de lo mismo. Los acontecimientos introducen rupturas y discontinuidades en ese sucederse de tareas mecánicas, intercambios económicos y ceremonias religiosas que se ajustan a tácitos patrones repetitivos, pero tales sacudidas y dislocaciones son efímeras. No se puede vivir por mucho tiempo en el ajetreo de la revuelta, en el estrépito de la destrucción. Un principio de conservación rige a la vez la vida de los individuos y la historia de las sociedades. Así, en virtud de una poderosa inercia, el flujo trastornado de los hechos es de nuevo conducido al cauce de la costumbre, a ese grado cero de la historia (la intrahistoria) dominado por la conformidad y, en buena medida, por la resignación.
Hasta aquí, las coincidencias. No obstante, las desemejanzas entre la historia en clave barojiana y la intrahistoria según Unamuno son mucho más notables que este acuerdo común en unos conceptos básicos cuyo origen cabría rastrear hasta Tolstoi (aunque, a través de este, se podría seguir el hilo hacia Vico, Montesquieu, Proudhon o incluso Joseph de Maistre). Unamuno leyó Guerra y paz con el espíritu ya ocupado por lecturas anteriores de filosofía y ciencia social (Hegel, Spencer y —tal vez— Marx) que le llevaron a enfatizar, en el campo de la causalidad histórica, la importancia de un instinto colectivo, inconsciente y ciego. En Baroja no hay teleología. Es imposible determinar la causa de un acontecimiento, pues no se trata de una causa única sino de infinitud de pequeñas causas, de una concatenación de hechos, nimios en su mayoría, que pasan inadvertidos al observador, y que explicarían que tanto la génesis del acontecimiento como su desenlace sean igualmente impredecibles. La idea es asimismo deudora de Tolstoi —del Tolstoi de Guerra y paz, por supuesto—, pero leído este sobre la falsilla de Stendhal, que, en Rojo y negro, había subrayado el papel decisivo que juega en la historia lo imprevisto.
En la única novela histórica que escribió Unamuno, Paz en la guerra, la historia tiene un sentido y un fin, un telos, al que se dirige a impulsos de una fuerza multiforme y proteica, en la que no es difícil reconocer un compromiso entre el concepto hegeliano de Espíritu y la idea de evolución tomada de Spencer. En rigor, y en lo que a filosofía se refiere, Unamuno no fue más allá de un evolucionismo camuflado de idealismo hegeliano. Pero esta teleología evolucionista, que disuelve la historia en naturaleza (una naturaleza paradójica, cíclica y reiterativa y, a la vez, destinada a evolucionar desde las formas simples e inorgánicas hasta su total identificación con el Espíritu o, acaso, con Dios), no es sino un disfraz de la noción teológica de Providencia. No es casual que el cañamazo sobre el que Unamuno tejió su novela fuera, precisamente, la más providencialista de las novelas históricas españolas del XIX, Amaya o los vascos en el siglo VIII, de Francisco Navarro Villoslada. La teleología esconde siempre una teología, más o menos disimulada. Entre la concepción unamuniana de la historia y la del padre Teilhard de Chardin no hay gran trecho.
Para Baroja, por el contrario, aunque muchas veces hechos anodinos, irreflexivos y, desde luego, infinitesimales (y, por tanto, en la práctica, incognoscibles para el historiador) pueden determinar el rumbo de los grandes acontecimientos históricos, la acción voluntaria constituye un factor nada despreciable en el desarrollo de estos últimos. A Tolstoi, que afirma en su novela (cap. IV) que «el mandato de no probar el fruto del árbol de la ciencia no está escrito en parte alguna con mayor claridad que en el curso mismo de la historia, de suerte que sólo la actividad inconsciente es fructífera y que el individuo que desempeña un papel en los acontecimientos nunca comprenderá el significado de estos» (idea que Unamuno suscribe de cabo a fin), responde Baroja con un planteamiento en apariencia menos pesimista y, sin embargo, en el fondo, menos consolador: el individuo, es verdad, no puede comprender el significado de los acontecimientos, no puede decidir el curso de estos, pero su voluntad, su acción deliberada y consciente, puede competir con los innumerables hechos microscópicos y ciegos que pugnan por reducir la historia de los hombres a historia natural. Y puede hacerlo, porque la historia no tiene un fin establecido de antemano por ninguna divinidad omnisciente ni actúa en ella inmanencia teleológica alguna. Frente a la idea de Providencia y a sus diferentes máscaras, alza Baroja el mito clásico de la Fortuna, diosa arbitraria y veleidosa, pero que, como reza el proverbio, ayuda a los audaces. Así, al comenzar su carrera de conspirador, Eugenio de Aviraneta toma como divisa la frase de Maquiavelo que repite a menudo uno de sus primeros compañeros revolucionarios, el capitán italiano Horacio Sanguinetti: «Io indico bene questo che sia meglio essere impetuoso che rispetivo, perche la fortuna e donna». Puesto que la Fortuna es mujer, vale más usar con ella del ímpetu que del respeto. La historia es el campo de batalla donde la voluntad del individuo combate sin descanso contra la necesidad ciega. La gran muchedumbre de los conformistas intentará, por todos los medios, devolver los lobos solitarios a la manada o, si esto no es posible, los perseguirá con saña, hasta exterminarlos. Nada evitará este enfrentamiento del individuo con la masa. La lucha, en cualquier caso, será siempre y en todo momento desigual. Baroja no oculta su fatalismo: la historia no admite otro desenlace que el sometimiento o la destrucción del primero de los contendientes. Pero merece la pena desafiar a la fatalidad. Como diría Auden, la única empresa digna de alabanza es la lucha del individuo por construirse una identidad contra las presiones despersonalizadoras del mundo.
A la historia profesional, académica, que pretende sentar unas leyes generales del devenir de las sociedades, al socaire de determinadas concepciones filosóficas o pseudo-filosóficas, Baroja opone la novela como órgano del conocimiento histórico. La novela no tiene pretensiones científicas. No especula sobre cosas tales como el destino de las naciones, los conflictos entre las clases sociales o la decadencia y muerte de las civilizaciones. La novela trata de lo individual, de la contradicción entre el individuo singular y su medio social en un momento concreto de la historia. Somete así los acontecimientos a un punto de vista, el del personaje, que, eventualmente, puede ser también el del novelista, tan distorsionado como el de este por convicciones y sus prejuicios. (Baroja fue, por otra parte, el autor español de su tiempo más inmune a cualquier desvío objetivista: juzga continuamente a sus personajes, las acciones de estos, las instituciones y costumbres de la época en que transcurre la narración, y no pierde el tiempo argumentando, en lo más mínimo, la validez de sus opiniones). Porque lo que interesa al novelista no es el significado objetivo de los fenómenos históricos —el cual, suponiendo que lo tengan, sería tan inalcanzable como el númeno kantiano— sino las actitudes morales de los personajes. Baroja se refiere muchas veces a lo largo de su obra, y con cierto retintín humorístico, al «mundo de los fenómenos». Pues bien, debemos sospechar que, al margen del tono empleado, estas alusiones son, en su caso, terriblemente serias. La historia no tiene trastienda. No hay en ella un sentido subyacente que el historiador o el filósofo puedan llegar a descubrir. Todo lo que se afirma sobre leyes históricas, trascendentes o inmanentes, es pura palabrería. Pero la historia es el ámbito de las tribulaciones de la razón práctica, y el novelista posee tanta lucidez como el historiador a la hora de juzgar los comportamientos de los individuos. Después de todo, ¿qué es la historia de los historiadores sino un subgénero inconfeso y vergonzante de la literatura de ficción, cuyos autores se diferencian tan sólo de los novelistas históricos en la pretensión de desvelar una lógica oculta de los acontecimientos? No existe tal lógica. Todo en la historia es individual, y el conocimiento de los móviles íntimos de los individuos que toman parte en ella está vedado por igual al historiador y al novelista, pero este, por lo menos, es capaz de ofrecer un modelo verosímil de los mismos.
Lo cierto es que las pretensiones de los historiadores de la época en que Baroja escribió sus novelas eran mucho más ambiciosas que las de los historiadores actuales. Muy pocos pondrían hoy en duda la justeza de las críticas que el escritor dirigía a la historia académica de su tiempo. La verosimilitud, como propiedad retórica del texto histórico, ha destituido a la más que sospechosa «verdad de los hechos» en los alegatos pro domo sua de los teóricos de la historia. La conciencia de practicar una forma de escritura y no una disciplina científica se halla hoy muy extendida entre los especialistas, y no falta incluso quien sostiene que la historia debe buscar una mayor cercanía con la novela. No sólo un historiador de la literatura como Vicente Llorens, sino muchos historiógrafos e historiadores de profesión han reconocido que la práctica totalidad de los conocimientos que los españoles de la primera mitad de nuestro siglo tenían de la historia del anterior la adquirieron gracias a las novelas de Pérez Galdós y de Pío Baroja (y a alguna colección de biografías seminoveladas, como aquella de «Vidas españolas e hispanoamericanas del siglo XIX» que, a instancias de Ortega, publicó la editorial Espasa-Calpe y en la que vieron la luz las de Aviraneta y Juan Van Halen, obra del propio don Pío). La historiografía académica actual reconoce el estatuto historiográfico de la novela histórica, y no sólo a título de «historiografía de carácter ficticio e imaginativo», como algún profesional del ramo la definía no hace aún muchos años. Según la teoría contemporánea de la disciplina, Baroja, en su faceta de novelista histórico, no encontraría, a estas alturas, muchas dificultades para sentar plaza de historiador.
Desde luego, su rechazo de la sistematicidad y de las generalidades no sería un obstáculo. Cualquier historiador que hoy pretendiera establecer interpretaciones totalizantes pasaría por un imbécil a los ojos de sus colegas más avisados. En uno de los más brillantes ensayos que se hayan escrito jamás sobre el pensamiento histórico de Tolstoi, sir Isaiah Berlín, tras citar un fragmento de Arquíloco —«El zorro sabe muchas cosas, pero el erizo sabe una gran cosa»—, aplica esta distinción a literatos y pensadores: son erizos quienes «lo relacionan todo a una sola visión central, un sistema más o menos coherente o expresado, de acuerdo con el cual comprenden, piensan y sienten; un solo principio organizador, en función del cual cobra significado todo lo que ellos son y dicen», y zorros, «aquellos que persiguen muchos fines, a menudo no relacionados y aun contradictorios; conectados, si acaso, de algún modo de facto, por alguna causa psicológica o fisiológica, no vinculados por algún principio moral o estético[1]». Según Berlin, Tolstoi era un erizo que se creía zorro. Su defensa de la imposibilidad de reducir los acontecimientos históricos a un solo factor explicativo (la genialidad del estratega o del político, por ejemplo) no suponía, en modo alguno, una correlativa renuncia a la búsqueda de un sistema omnicomprensivo que pudiera dar razón de la totalidad histórica. Lo que sucede es que no le convencieron en absoluto los sistemas filosóficos o místicos que pudo conocer. Otro tanto podría decirse de Unamuno. Baroja, no. Baroja fue un auténtico zorro, como lo fueron, a juicio de Berlin, Herodoto, Aristóteles, Montaigne, Erasmo, Molière, Goethe, Pushkin, Balzac y Joyce. No es raro que entre los autores mencionados abunden los novelistas (sólo Tolstoi representa a estos entre los erizos). La novela, pese a Lukács, es, por definición, una obra abierta, centrífuga, un rizoma que prolifera sin atenerse a plan alguno, por más que el autor crea seguir un plan. En el extenso prólogo a La nave de los locos, decimocuarta novela de la serie, Baroja defiende, contra Ortega, una novela permeable, cuyos límites difusos permitan cierta ósmosis entre literatura y vida. Nada más distante, en efecto, de esta novela deliberadamente impura que el ideal orteguiano de una forma cerrada y aséptica. Las novelas del erizo Unamuno parecen ajustarse más a las exigencias del filósofo: construidas en torno a un solo eje temático, desprovistas de paisaje y de historia, estas novelas en esqueleto no fueron, sin embargo, las preferidas por Ortega, que —a despecho de sus propios planteamientos— no ocultó su inclinación, como lector, hacia las de Baroja. Con todo, Ortega fue incapaz de pensar esta contradicción entre el teórico de la novela hermética y aun deshumanizada y el lector empírico que buscaba la novela cercana a la vida, caótica como la experiencia. En realidad, Ortega se hallaba bajo el mismo síndrome que padecieron muchos de los autores del modernismo europeo, encastillados en una visión elitista de la literatura y, en consecuencia, espantados ante la aparición del nuevo público de masas. La reacción defensiva de estos fue promover un arte para la minoría, una literatura intelectualista y unos lenguajes iniciáticos. Desde su individualismo acrisolado, Baroja supo responder a la nueva situación mejor que Ortega y otros representantes de una modernidad sedicentemente democrática.
Ello fue posible porque Baroja escribía con el rostro vuelto hacia el siglo XIX. No era un misoneísta, pero desconfiaba de las vanguardias y de su antihistoricismo. Cancelar el pasado, como si hasta la invención del automóvil el mundo hubiera estado poblado por tontos y fanáticos, le parecía, con razón, un disparate. No sólo porque hay un pasado contemporáneo, que no acaba todavía de hacerse historia y que, en tal sentido, forma parte de nuestro presente, sino porque en todo tiempo hubo individualidades fuertes que pugnaron por forjarse un destino propio contra los embates niveladores de su entorno histórico. El XIX había sido una época propicia a la manifestación de estas individualidades. Incluso en un país gregario como España, habían surgido, al calor de la revolución liberal, figuras como Aviraneta o Juan Martín, el Empecinado (cuyo sobrenombre ya denotaba esa hipertrofia de la voluntad que caracteriza al hombre de acción). Frente a la deshumanización teorizada por Ortega y preconizada por las vanguardias, Baroja insistió en ofrecer a su público una novela antropocéntrica, con héroes y villanos movidos por pasiones humanas; a veces, demasiado humanas. Intuyó además que los lectores de la primera mitad del siglo XX, como los del XIX, tenían necesidad de historia; es decir, que necesitaban comprenderse a sí mismos como seres históricos, toda vez que, desvanecida la cosmovisión religiosa tradicional que ponía la existencia de cada uno en relación con la eternidad, la vida de los hombres necesitaba dotarse de un significado cismundano. La novela —frente al mito— muestra el itinerario existencial de un héroe problemático en busca de sentido, de un sentido que se le niega hasta el desenlace inevitable de su empresa, esto es, hasta su muerte (o hasta su fracaso definitivo, que equivale a una muerte simbólica). En ese momento, el lector advierte la eclosión de un significado, que no es el perseguido por el protagonista, sino el que la historia le otorga. Las grandes novelas del XIX ilustran a la perfección este proceso. Piénsese, por ejemplo, en Julien Sorel o en Fermín de Pas, personajes que desconocen o malinterpretan la complejísima trama de intereses que mueve a la sociedad en la que pretenden hacer fortuna, valiéndose ambos de las mujeres: su caída no se debe a una venganza de los dioses oscuros. Ni siquiera al azar, sino a lo imprevisto, o sea, a lo que, aun siendo teóricamente cognoscible, no lo es, en la práctica, por su dimensión ínfima. La historia no es una ciencia porque no permite predecir acontecimientos, y, menos aún, hechos. Solamente ofrece explicaciones de los mismos a posteriori, y siempre serán explicaciones revisables. La novela, como arte de lo individual, se limita a poner de manifiesto la imposibilidad de la predicción y la precariedad de las interpretaciones que se quieren totalizadoras.
En Vera de Bidasoa, Baroja encontró un paisaje grávido de historia. La vieja villa navarra era, en 1912, una población completamente rural, apegada a sus tradiciones religiosas y a la lengua vasca, pero las convulsiones políticas del siglo anterior, que no se resignaba a darse por concluido en parte alguna de Europa, habían dejado su huella bajo la engañosa apariencia de una calma atávica, de un tiempo sin sobresaltos, regido por la sucesión repetitiva de las tareas estacionales y del ciclo litúrgico. Al contrario de lo que Unamuno había escrito al respecto, era bajo la epidermis intrahistórica de la sociedad agraria donde latía la historia. Y no era difícil percibir su latido. Todavía vivían en el pueblo antiguos guerrilleros del cura Santa Cruz. Los más ancianos recordaban las hazañas (que algunos reputaban por fechorías) de Fermín Leguía, coetáneo de Aviraneta e hijo de Vera, que fue guerrillero contra los franceses, a las órdenes de Jáuregui el Pastor, y, más tarde, levantisco seguidor del caudillo liberal Francisco Espoz y Mina. Aún podían escucharse en la comarca canciones de las dos guerras carlistas, e incluso de la guerra de la Independencia, como la que he oído más de una vez de labios de Julio Caro Baroja: «Mina de mi vida, / Longa de mi amor, / don Pastor de Jáuregui / de mi corazón», que no es sino contrahechura de un himno eucarístico del XVIII. Pero, sobre todo, la presencia de la frontera sometía la villa a las vicisitudes de la política que se fraguaba en ciudades lejanas. Por Vera habían intentado entrar en España, en 1830, varios centenares de liberales exilados, en una enloquecida aventura auspiciada por Espoz y Mina, y preparada por dos estrategas ineptos que, además, se odiaban entre sí: los coroneles Valdés y Chapalangarra (Baroja dedicó dos novelas de las «Memorias de un hombre de acción» a la narración de este episodio, La veleta de Gastizar y Los caudillos de 1830). En 1924, un grupo de anarcosindicalistas llevó a cabo una intentona similar, esta vez para levantar al país contra la dictadura de Primo de Rivera. Como la de un siglo antes, también esta aventura terminó en desastre: dispersos y perdidos en unas montañas que les eran desconocidas, los anarquistas fueron cayendo en manos de la Guardia Civil o fueron abatidos a tiros cuando huían de esta. Y, como en 1830, fueron aldeanos de los alrededores de Vera quienes delataron a los perseguidores el paradero de los fugitivos. Baroja no dejó de resaltar esta circunstancia en la novela que da cuenta de la desdichada tentativa anarquista, La familia de Errotacho (1932), primera de la trilogía denominada «La selva oscura». El novelista no se hacía ilusiones sobre el pueblo español (incluyendo a los vascos). Quizá se mostrase demasiado benigno con algunos individuos, pero no idealizaba a los pueblos. Sabía bien que la revolución liberal del XIX español había partido de una élite exigua en número y sin homogeneidad social. No se trataba de una burguesía como la francesa de 1789, 1830 y 1848, ni de un sector progresista de la aristocracia. Ni, mucho menos, de un movimiento plebeyo del campo o de las ciudades. No hubo en España Tercer Estado alguno. El liberalismo fue una ideología importada que prendió en un conglomerado heteróclito de individuos pertenecientes a distintos estamentos, que habían participado en la francesada como miembros de determinadas juntas o como guerrilleros a las órdenes de determinados cabecillas (el Empecinado, Espoz y Mina y pocos más). Aviraneta, que había combatido a las órdenes del cura Merino, constituye una excepción. La mayor parte de sus compañeros de la guerra de la Independencia, empezando por su antiguo jefe, se integraría en las partidas realistas durante el Trienio. Como regidor de Aranda de Duero en esas fechas, don Eugenio tuvo ocasión de comprobar el poco entusiasmo que el liberalismo despertaba en una pequeña ciudad castellana que podría muy bien servir de metáfora al país en su conjunto. No muy distinta debió de ser la impresión que Baroja sacó de Vera en sus primeros contactos con la población. La revolución liberal fracasó porque sus escasos focos quedaron aislados en medio de una mayoría enemiga de las novedades, que, agitada por las soflamas de un clero fanático, pasó en poco tiempo de la indiferencia a la hostilidad abierta hacia los revolucionarios. El liberalismo francés tuvo, desde el principio, un carácter orgánico, colectivo (e, incluso, como han observado algunos autores, precozmente totalitario bajo el Terror jacobino). En España, no. En España el liberalismo no pudo ser otra cosa que individualista. No produjo una cultura política, ni un nacionalismo digno de tal nombre. Hasta las vísperas del Sexenio democrático no dio teóricos, ni publicistas ni oradores de talla. A falta de políticos eficaces, tuvo conspiradores, y, en lugar de partidos estables, que habrían sido presa fácil de las represalias de un poder hostil, promovió sociedades secretas.
Michel Foucault, retorciendo una famosa frase de Claussewitz, afirmó en cierta ocasión que la política es la continuación de la guerra por otros medios. Pues bien, la conspiración es la continuación de la guerrilla. Guerrillero y conspirador son dos avatares de la figura del liberal español de la primera mitad del XIX. Aviraneta, como tantos otros, comienza su carrera como guerrillero. La guerrilla es el verdadero aprendizaje de la conspiración: marchas y contramarchas, emboscadas, señuelos, hostigamientos, escaramuzas y demás maniobras tácticas se subordinan al mismo principio estratégico en que se fundamenta la conspiración política; es decir, la huida de toda norma, de toda convención. El guerrillero y el conspirador se enfrentan, de ordinario, con enemigos más poderosos que ellos, y esta asimetría inicial de fuerzas hace que resulte absurdo cualquier acuerdo sobre reglas. Sólo entre iguales es posible la regulación del conflicto. La guerrilla, la conspiración no admiten otra regla que la utilización, según los propios intereses, de las reglas del enemigo. La forma de combatir de los guerrilleros españoles de la francesada sorprendió y escandalizó a sus aliados y adversarios, y, dicho sea de paso, explica el más extendido préstamo del vocabulario español a las otras lenguas europeas: la propia palabra guerrilla. Entre los dos valores clásicos del guerrero, las forza e froda maquiavélicas, la fuerza y la astucia, el guerrillero y el conspirador optan decididamente por esta última. De ahí que Baroja dé a una de las novelas de la serie el título emblemático de Los recursos de la astucia. El político y el militar de profesión no podían sino mirar con recelo al conspirador y al guerrillero, aunque estos combatiesen en su mismo bando. Baroja, que tenía una pésima opinión de los grandes figurones de la milicia, se sitúa, sin ambigüedad, del lado del guerrillero surgido del pueblo: «Difícilmente se puede dar un caso de ineptitud mayor que el de la aristocracia española y el de todas las clases pudientes en el reinado de Carlos IV y en la invasión francesa. Sin el arranque y la genialidad del pueblo, la época de la guerra de la Independencia habría sido una de las más bochornosas de la historia de España. No se habría sabido qué despreciar más, si al rey, a los aristócratas, a los políticos o a los generales». Esto era lo que Baroja pensaba en 1913, cuando escribió El escuadrón del Brigante, y no parece haber matizado tal juicio con el tiempo, porque lo repitió, algo más concisamente, dieciocho años después, en su biografía de Aviraneta.
Lo que Baroja se propuso en las «Memorias de un hombre de acción» fue narrar la historia de un paradigma de la conspiración y de la guerrilla, o, si se prefiere, la historia de un individuo que encarnara el arranque y la genialidad popular. Sabía de Aviraneta no sólo por tradición oral de su propia familia (sus padres lo habían conocido y tratado, si bien ocasionalmente), sino por noticias de otros parientes y conocidos: su tía Cesárea de Goñi, la condesa de Lersundi, Estébanez Calderón y el hijo del historiador Antonio Pirala. Por otra parte, Pérez Galdós había hecho aparecer a Aviraneta en algunos de sus «Episodios Nacionales». (Un faccioso más y algunos frailes menos, Mendizábal, De Oñate a La Granja y Vergara). El tratamiento que daba Galdós a la figura del conspirador no le satisfizo —en rigor, debió de irritarle profundamente— y ello, unido a la displicente superficialidad de las informaciones recibidas de sus familiares, le impulsó a investigar en archivos la vida del personaje. Recabó más noticias sobre este de algunos historiadores de renombre y los halló unánimemente predispuestos en contra de Aviraneta. Baroja decidió entonces vindicar, por medio de la novela, esta figura de la España decimonónica tan maltratada por la historia y la literatura. La documentación que pudo conseguir no era mucha. No logró ver los ocho cuadernos que don Eugenio había escrito sobre las operaciones secretas que hicieron posible el Convenio de Vergara, aunque tuvo noticia de ellos por un artículo de Luis Larroder, sobrino del conspirador, publicado en México en 1925, e incluido por el propio Baroja en el apéndice a su biografía de Aviraneta. Otros biógrafos posteriores han contado con mayor apoyo documental y han ampliado considerablemente el conocimiento de la vida y personalidad de aquel. Entre ellos, es necesario mencionar a Pedro Ortiz-Armengol, especialista en la obra galdosiana y autor de la más reciente y completa biografía del conspirador publicada hasta la fecha. Según este autor, «hay exageración en don Benito al creer que Aviraneta era una veleta política, como la hay en don Pío al considerar que el agente —tantas veces “doble”— fue un dechado de probidad política[2]». Tiene razón Ortiz-Armengol, tanta como cuando observa que, aun contando con datos históricos precisos, Baroja no se atuvo a ellos en todo momento, sino que suprimió algunos e inventó otros para recrear la personalidad de su héroe según sus necesidades de novelista. Y también, añadiríamos, de acuerdo con las exigencias del género elegido.
Este, ya se ha dicho, es la novela histórica. Pocas formas literarias habrán experimentado tantas transformaciones desde sus orígenes. De la novela histórica cabe decir que es un género joven (con apenas dos siglos de existencia), que fue el más cultivado por los autores de la pasada centuria y que todavía hoy goza de buena salud, a juzgar por las cifras de venta que alcanzan títulos como Yo, Claudio, de Robert Graves, o El nombre de la rosa, de Umberto Eco. Suele atribuirse su paternidad al escocés sir Walter Scott (1771-1832), sin que falten los que sostengan que Scott se limitó a «racionalizar» los motivos fantásticos de un género ya existente, la novela gótica, surgida a mediados del siglo XVIII en Gran Bretaña. Sea como fuere, Scott creó las fórmulas básicas que seguiría una legión de imitadores durante la primera mitad del XIX: una acción situada en momentos de transición, de luchas entre facciones que tratan de hacerse con el poder político; el recurso a crónicas apócrifas o memorias ficticias como supuestas fuentes del relato; un héroe mediocre, políticamente tibio e irenista que, aun perteneciendo a uno de los bandos en liza, no desdeña relacionarse con los individuos menos fanatizados de la facción opuesta, y que, en razón de su mediocridad, podrá convertirse en mediador entre los contendientes y en catalizador de la pacificación social; un héroe oscuro, violento y apasionado, vinculado al héroe mediocre por lazos de amistad, que aporta a la acción el suplemento de energía necesario para que progrese hacia su desenlace; una heroína rubia y pasiva, que simboliza el orden y la tranquilidad hogareña, mediante el matrimonio con la cual el héroe mediocre encontrará definitivo acomodo en su medio social, y, en fin, una heroína morena (o pelirroja), sexualmente activa y perteneciente, la mayor parte de las veces, a una etnia marginal o perseguida (judía, mora, highlander), que seduce al héroe mediocre o es seducida por este, pero cuyo destino es ser finalmente sacrificada a las conveniencias. Todas estas características están ya presentes en las dos novelas de Scott, Waverley (1814) e Ivanhoe (1819), que establecen los modelos temáticos de las posteriores obras del autor: novelas sobre la historia reciente de Escocia, y novelas de época y ambiente medieval, respectivamente. Algunos críticos británicos afirman que entre estos dos grupos de novelas existe una diferencia de género: las primeras serían novelas, en sentido estricto, mientras que las segundas deberían ser clasificadas bajo la etiqueta de romances, es decir, narraciones de sucesos ajenos al universo cotidiano, en las que el autor, libre de constricciones realistas, da rienda suelta a su imaginación. Baroja, buen lector de Scott, no veía que pudiera hacerse entre ambos modelos otra distinción que la de la mayor o menor dificultad que presenta al novelista la época en que decide situar la acción. Es obvio que será más fácil para el escritor hacerse con datos de acontecimientos históricos recientes que indagar en la historia de siglos remotos. Por otra parte, tratar de imaginarse las razones y sentimientos que movían a los hombres de la Edad Media resulta más arduo que comprender los de quienes vivieron hace una o dos generaciones.
La influencia de Scott se dejó sentir en España muy tempranamente. Las primeras novelas escritas a imitación de Ivanhoe se publicaron en la década de 1820-1830, a la vez que se traducían al español las novelas del autor escocés. Pero tanto las obras originales como las traducciones encontraron el obstáculo de una censura implacable respecto de cualquier corriente renovadora que llegase del exterior. Con todo, hacia 1833, los españoles cultos —que no eran muchos— sabían muy bien quién era Walter Scott. Algunos habían leído las versiones españolas de sus novelas publicadas en Francia por Pablo de Jérica y otros exilados, y un número aún menor podía jactarse de conocer las novelas de Rafael Húmara (Ramiro, conde de Lacena, de 1823), Ramón López Soler (Los Bandos de Castilla, de 1830) y la traducción de Gómez Arias o los moros de las Alpujarras (1831), escrita originalmente en inglés por otro exilado liberal, Telesforo de Trueba y Cossío. Parece exagerada una afirmación de Fernández Montesinos, según el cual, a la muerte de Fernando VII, las novelas de Scott estaban ya en manos de todo el mundo. Pero, sin duda, la recepción de este autor en España ya se había producido en la magnitud suficiente como para que, en la década romántica, indujera un florecimiento del género. El modelo seguido por la mayor parte de los autores fue el neomedieval (Ivanhoe, Quentin Durward). Sin embargo, tímidamente, comenzaron a aparecer también algunas novelas sobre la historia contemporánea.
Sin discusión, la época preferida por los novelistas que se ocuparon de los acontecimientos históricos recientes fue, a lo largo del XIX, la de la guerra de la Independencia. Para los autores liberales, representaba la gesta fundacional de la nación. Y así como el 2 de Mayo se convirtió en un tópico de la poesía romántica, muchos narradores se sintieron asimismo obligados a ocuparse de la lucha contra el francés. Los títulos se suceden hasta el fin de siglo. Véase una pequeña muestra: Las ruinas de Santa Engracia o el sitio de Zaragoza, de Lino Pisado (1831-1832); Teodora, heroína de Aragón. Historia de la guerra de la Independencia (novela anónima de 1832); Jaime el Barbudo, de Ramón López Soler (1832); La española misteriosa y el ilustre aventurero, o sea, Orval y Noemí, de Casilda Cañas (1833); El dos de mayo, de Juan Ariza (1845); Aventuras de Damián el Monaguillo, de José María de Goizueta (1857); El sitio de Zaragoza y El dos de mayo o los franceses en Madrid, de Manuel Vázquez Taboada (1864 y 1865) y ¡Atrás, extranjero!, de Manuel Angelón (1867). En 1873 comenzarían a publicarse los «Episodios Nacionales», de Pérez Galdós, que acuñó el término con el que muchos designarían en adelante esta variedad del género. Pero debe tenerse en cuenta que, antes, el marbete de nacional se aplicaba únicamente a la guerra contra la invasión. Existían fuertes reticencias frente a su uso para referirse a los conflictos del Trienio y a las guerras carlistas. Galdós fue el primero en señalar el carácter nacional de las contiendas civiles y, en tal sentido, se convirtió en el escritor orgánico del nacionalismo liberal. Ya vimos cómo Baroja se distancia largo trecho de esta ideología, poniendo el énfasis en el aspecto individualista del liberalismo español y criticando, de manera implícita, el optimismo nacionalista de Galdós y otros autores. Pero volvamos, de momento, a los novelistas anteriores a 1873. Del Trienio se ocupan, entre otros, Francisco Brotóns, en su Riego (1822); López Soler en la ya mencionada Jaime el Barbudo, y Mariano Ponz en otro Riego, de 1864. De la regencia de María Cristina y de la primera guerra civil, Pascual Pérez en La amnistía Cristina o el solitario de los Pirineos (1834); Humara y Salamanca en Los amigos enemigos o guerras civiles (1834); Manuel Diéguez en Eduardo o la guerra civil en las provincias de Aragón y Valencia (1840); Ayguals de Izco en El tigre del Maestrazgo (1845); Ildefonso Antonio Bermejo en Zurbano o una mancha más en la historia de los partidos (1846); Patricio de la Escosura en El patriarca del valle (1845-1846); A. de Letamendi en Josefina Comeford o el fanatismo (1849), y Fernando Patxot en Las ruinas de mi convento (1851). Durante la década de 1840-1850 ven la luz varias biografías más o menos noveladas de Espartero (de Bermejo, Carlos Massa y Ayguals de Izco). La historia del XIX no era, como se advierte, un territorio virgen para la novela española cuando Galdós publica, en 1873, el primero de sus episodios, Trafalgar. Tampoco fue el novelista canario quien introdujo la fórmula serial. En 1865 había aparecido en Barcelona una obra colectiva, publicada bajo el nombre del editor, Juan de la Cuesta, y con el título de Los mártires del pueblo. Episodios contemporáneos. La fórmula, en efecto, no era inédita. Pero Galdós acertó a presentarla de un modo singularmente atractivo para el nuevo público burgués. El éxito de los primeros episodios galdosianos suscitó de inmediato imitadores y, ya en 1877, el editor catalán Olivares lanza unos «Episodios de la guerra civil en forma de novelas históricas». Desde entonces, la novela histórica nacional se constituye en un género reconocible, un cauce en que vertirá sus ficciones un buen número de literatos españoles e hispanoamericanos (existen episodios nacionales mexicanos, por ejemplo), y se multiplican las colecciones de novelas bajo tal epígrafe. En nuestra última posguerra se publicaron «episodios nacionales» antirrepublicanos por autores como Joaquín Pérez Madrigal, y, más recientemente, desde una posición ideológica muy distinta, Elena Quiroga probó suerte con otros episodios nacionales contemporáneos. Pero el tiempo no pasa en vano y la novela histórica nacional ha dejado de despertar interés en los lectores de nuestro país. Es significativo a este respecto que, no hace muchos años, el filósofo Eugenio Trías pusiera a una reflexión ensayística sobre la España de los ochenta el título de El último episodio nacional. No es que hayamos llegado al fin de la historia, pero ya hemos dejado atrás el nacionalismo (persisten, es cierto, los otros nacionalismos españoles, los periféricos, pero el nacionalismo español es agua pasada) y, sin nacionalismo, el episodio nacional, como género, carece de función.
Nunca fue muy vigoroso el nacionalismo español. No tuvo símbolos que suscitaran sentimientos populares de identificación, ni monumentos, ni himnos ni ceremonias cívicas o patrióticas capaces de emocionar a la mayoría. Una forma nacional sólida exige que la disidencia, caso de haberla, sea un fenómeno marginal, y la España contemporánea ha sido un país pródigo en guerras civiles, una sociedad dividida, falta de armazón político. El Estado-nación del XIX no fue más que un inestable pacto de oligarquías provinciales. Como hemos dicho anteriormente, Baroja lo sabía. Acaso por ello se negó a hacer de sus «Memorias de un hombre de acción» una mera réplica de los episodios galdosianos. Al contrario que Unamuno, quien, en el prólogo de 1923 a la segunda edición de su única novela histórica, Paz en la guerra, reclamaba para esta la condición de episodio nacional.
Las diferencias entre las novelas históricas de Galdós y Baroja son de fundamento. Don Pío no quiso escribir una novela histórica nacional, sino una novela sobre un personaje histórico cuyo tiempo fue, casualmente, el de la construcción del Estado-nación español. Pero este personaje, Aviraneta, traspasa con frecuencia los límites geográficos de España. Sus actividades conspirativas lo llevan a Bayona, a París, a Londres; viaja a México, a Alemania, a Egipto y a Grecia. Esta continua movilidad le permite establecer comparaciones, ver el liberalismo como un vasto movimiento que abarca continentes: no como un asunto nacional, sino como una corriente general de la civilización. Con sus variantes nacionales, por supuesto. Aviraneta, como trasunto del autor, es consciente desde el principio hasta el fin de la debilidad del nacionalismo español y de sus causas: el paradójico gregarismo individualista del pueblo, que frustra a la vez los proyectos colectivos que apelan a la voluntad general y el reconocimiento de los derechos del individuo; la astenia y desidia de las élites, ya denunciadas por los ilustrados y que, ya en pleno siglo XX, proporcionarán a Ortega la clave de su visión filosófica de la historia española; el oportunismo y la ambición de los militares, que convirtieron al ejército en un instrumento en la lucha por el poder político. En lo que las novelas de la serie tienen de ajuste de cuentas con su propia tradición, Baroja realiza una de las críticas más despiadadas que jamás se hayan hecho del liberalismo español, en el que atisba las semillas del autoritarismo. Ya en la primera, Martín Zurbano defiende, frente a Aviraneta, la solución bonapartista: el gobierno de los espadones. No serán pocos, entre los que don Eugenio vaya conociendo en distintos momentos y lugares, los liberales partidarios de una dictadura militar. Pero la degeneración militarista del liberalismo tiene raíces más hondas. Están en la indiferencia del pueblo, en su sojuzgamiento secular que lo ha inclinado al servilismo y a la hipocresía, en una Iglesia omnipresente y celosa de sus privilegios. El liberalismo no ha sabido crear unos símbolos capaces de mover el espíritu de esas masas campesinas inmersas en la modorra —intrahistórica— de la costumbre. Cuando, en la segunda de las novelas, El escuadrón del Brigante, los guerrilleros de Merino copan a los franceses en el Portillo de Hontoria, Aviraneta y su amigo Lara oyen entonar La Marsellesa al comandante Fichet y a sus soldados. No les sobrecoge solamente la belleza de la canción patriótica. «Parecía —dice Aviraneta— que habían encontrado una defensa, un punto de apoyo en su himno; una defensa ideal que nosotros no teníamos». Ni habrá nada parecido en el futuro: el Himno de Riego es una murga verbenera junto a los cánticos revolucionarios franceses. Difícilmente puede mover al entusiasmo. Esa mística de la nación es de lo que siempre adolecerá el liberalismo de más acá de los Pirineos.
Las «Memorias de un hombre de acción» abarcan el período histórico comprendido entre 1808 y 1854, más breve, por tanto, que el novelado por Galdós en sus episodios (1805-1880). La serie galdosiana dobla largamente, en número de novelas —cuarenta y seis— a la de Baroja. Este hubo de ceñirse a las limitaciones que le imponían, de una parte, la cronología biográfica de su personaje y, de otra, el carácter indirecto, escrito, de las fuentes documentales utilizadas. Téngase en cuenta que Galdós, nacido en 1843, pudo hablar con abundantes testigos de los acontecimientos que narra en sus novelas. Baroja tuvo que valerse de archivos, memorias, periódicos, folletos, etc. Evitó recurrir a las novelas como fuentes de información (podría haber dispuesto de una cantidad considerable de obras de ficción sobre la época que le interesaba, pero no confiaba demasiado en el olfato histórico de sus predecesores inmediatos —Galdós, Alarcón y Blasco Ibáñez, entre otros— y mucho menos en la seriedad de la documentación consultada por estos). Suplió los vacíos historiográficos con su imaginación, pero también con la observación directa y minuciosa de los escenarios. Sorprende, en los episodios de Galdós, la pobreza en el tratamiento del paisaje rural y urbano. Baroja ofrece descripciones detalladas de las pequeñas ciudades, aldeas, campos y costas donde transcurre la acción de sus novelas. En general, esta se sitúa en parajes apartados de aquellos en que tienen lugar los acontecimientos que Galdós juzga decisivos. Ni el Madrid del 2 de Mayo, ni Zaragoza ni Bailén aparecen en el itinerario geográfico de Aviraneta. En cambio, encontramos una gran abundancia de parajes de la España profunda, de Castilla, Extremadura, Levante, el campo vasco. No es que Baroja fuera incapaz de habérselas con las grandes urbes. Por el contrario, nos ofrece descripciones impresionantes de ciudades como Londres, París e, incluso, de algunas donde jamás estuvo, como Alejandría. La razón de su preferencia por lo periférico y lo agreste está, sin duda, en íntima relación con su concepción de la historia. La suerte de las guerras y de las revoluciones no se juega en los centros, ni son las grandes personalidades militares o políticas quienes la deciden, sino individuos oscuros y sin relieve, en parajes olvidados donde se producen escaramuzas que nunca pasarán a los libros de historia. De nuevo, el hecho contra el acontecimiento. Baroja mira el paisaje con los ojos del guerrillero, otorgando a los accidentes geográficos una significación estratégica que no será jamás la que pueda conferirles el general. Los jefes del ejército napoleónico fueron burlados y vencidos por un hato de cabreros, labriegos y cazadores habituados a vérselas con la res despeñada en los riscos o con los trampantojos de la montaña, con los quiebros inesperados y peligrosos de las trochas o la sucesión aleatoria de estiajes y riadas. Es la lección que también tuvo que aprender el ejército francés en 1812, a sus expensas, en las estepas de Rusia, y que inspiró la gran novela de Tolstoi.
Galdós, por el contrario, vio la historia de la revolución liberal como un avance de las ciudades sobre el campo que él detestaba, como un movimiento desde los centros hacia las periferias realistas o carlistas. No es que ignore los hechos, pero privilegia en exceso la importancia de los acontecimientos. Su lógica de la historia es la opuesta a la de Baroja: una lógica de la progresión, rectilínea, que es también la de la guerra convencional. En Baroja, por el contrario, dominan las trayectorias quebradas o sinuosas. Su lógica es la del guerrillero o la del merodeador, una lógica de avances y repliegues tácticos. A Galdós le interesa lo que ocurrió en el teatro de los acontecimientos; a Baroja, lo que pudo ocurrir entre bastidores, en poblaciones de provincia como Cuenca, Coria, Ondara, etc., que no fueron protagonistas de acontecimientos heroicos como levantamientos populares o asedios prolongados ni constituyeron objetivos estratégicos de primer orden. Lo mismo puede decirse de la construcción de los personajes centrales. Aviraneta contrasta, en especial, con Gabriel Araceli, el héroe de la primera serie galdosiana, cuyo ascenso social acompaña linealmente el sucederse de los acontecimientos. Aviraneta, sin otra profesión que la de conspirador y revolucionario, pasa por grandes reveses y brevísimos períodos de relativo desahogo, pero no se da en su caso, ni en el histórico ni en el literario, conquista alguna de una posición socialmente reconocida.
También es distinta la actitud de ambos escritores hacia las convenciones del género. Los protagonistas de Galdós hablan, desde el comienzo, en primera persona, rompiendo abiertamente con lo establecido en la novela de tradición scottiana y aproximándose, en cambio, a la norma de la novela picaresca española, tan cara al autor. Baroja recurre a la mediación de unas memorias ficticias de Aviraneta y de dos personajes que se convierten en depositarios de las mismas: un supuesto sobrino del guerrillero Fermín Leguía, Pedro de Leguía y Gaztelumendi, natural de Vera de Bidasoa, como su tío, y que, tras una fulgurante carrera política, termina sus días como vecino de Lúzaro. Sus papeles, entre los que se encuentran las memorias de Aviraneta, llegan a manos de Shanti Andía, que se encargará de arreglar estas «al gusto moderno» y, presumiblemente, de encomendar después su publicación al erudito cronista de la villa marinera, Domingo Cincunegui (que aparece en las novelas barojianas de «El mar» como editor del periódico local, El Correo de Lúzaro, donde se publicará, por entregas, el diario de Shanti y como albacea de las memorias del negrero Ignacio Embil). Por si fuera poco, Baroja hace que sea otro personaje de Las inquietudes de Shanti Andía, la tía del protagonista, Úrsula de Aguirre, quien haga llegar a su sobrino los legajos y cuadernos de Pello Leguía, por mediación de la sacristana Joshepa Iñashi, la Cerora, procedente también de la mencionada novela. No es la primera ni será la última vez que Shanti asuma la tarea de amanuense de memorias ajenas. Ya lo hizo con las de su tío Juan de Aguirre en la novela de sus propias inquietudes, y lo hará años después con las de otro capitán vasco, Juan Galardi, en El laberinto de las sirenas (1923). Pero, además de esto, conviene resaltar una divertida incongruencia. En Las inquietudes de Shanti Andía, la tía Úrsula ha tomado los hábitos en el convento de Santa Clara antes del regreso de Shanti a Lúzaro. Tratándose, como se trata, de un convento de clausura, difícilmente hubiera podido volver a hablar con su sobrino, y, lo que es aún más inimaginable, proporcionar a este los papeles de Leguía, a no ser que hubiese vuelto al siglo, lo que no nos consta.
Esta insólita proliferación de personajes mediadores no se debe a torpeza narrativa del autor, sino a, por una parte, el intento deliberado de establecer una distancia cautelar entre el personaje de ficción Aviraneta y el Aviraneta histórico, y, por otra, de imitar, no ya los procedimientos de la novela histórica de estirpe scottiana, sino los de la novela folletinesca. Esta, la también llamada novela por entregas, había llegado a ser la forma de difusión más extendida de la literatura de ficción en España desde la década de 1840-1850 (y desde la década anterior en Francia e Inglaterra). Desde el punto de vista de la producción editorial, presentaba innegables ventajas sobre las fórmulas tradicionales. Abarataba los costes, llegaba a un público más amplio —dado que cada entrega podía adquirirse a un precio muy inferior al de la obra encuadernada—, aceleraba hasta extremos antes insospechados el proceso de mercado y, consecuentemente, permitía obtener beneficios económicos casi inmediatos. La reinversión de estos se tradujo muy pronto en una industrialización de la literatura. A Galdós, preocupado por convertir la novela histórica en una pedagogía nacionalista, le interesó la forma folletinesca y la adoptó, al menos parcialmente, en la primera serie de sus episodios.
Las transformaciones en el nivel de la producción editorial repercutieron en la estructura misma del género novelesco. Los autores adaptaron su ritmo de trabajo a la periodicidad regular de aparición de las entregas, establecida por los editores. Pero no quedaron ahí los cambios: las nuevas formas de distribución y venta permitían conocer en brevísimo tiempo el número de ejemplares adquiridos e interpretar tales cifras como signos inequívocos del favor o desfavor del público. A ello se añadía la posibilidad de conocer la opinión y expectativas de los lectores habituales a través de la correspondencia enviada por estos al autor, a la editorial y, en su caso, a los periódicos (téngase en cuenta que en las décadas centrales del XIX se registra un extraordinario incremento de la prensa diaria). Era inevitable que todo ello se tradujera en un cambio fundamental de los métodos de composición de la novela: los autores dejaron de trabajar sobre un plan argumental preestablecido y comenzaron a escribir los sucesivos capítulos o entregas de acuerdo con lo que parecían ser los deseos del público. A la larga, estas nuevas circunstancias de composición producen una cierta anarquía narrativa. Adaptar el hilo argumental a las demandas más o menos caprichosas de los lectores exige manipulaciones de la acción que en muchas ocasiones rozan la inverosimilitud, y que, por descontado, complican y embrollan el desarrollo de la narración hasta extremos antes inimaginables. El autor debe recurrir a la multiplicación de personajes mínimos, diosecillos ex machina cuya única función es justificar, con sus intervenciones inopinadas, las sorprendentes peripecias que retuercen los ejes arguméntales para adecuarlos al gusto de la mayoría, de ese público de masas, anónimo, que no tiene otra voz que las fluctuaciones del mercado. Para mantener el favor del mismo, los novelistas recurrirán además a toda suerte de efectos patéticos y truculentos, a motivos de fuerte carga sentimental, a incidentes que desencadenan en el lector una emoción prefabricada. La variedad más socorrida de tales incidentes, en la novela folletinesca, es la anagnórisis, es decir, el reconocimiento en sus diversas formas. Existen muchos tipos de anagnórisis, pero aquí nos interesa sólo una distinción muy básica entre las anagnórisis internas (las que se producen entre dos personajes de la narración) y las externas (aquellas en las que el lector reconoce la identidad no explícita de un determinado personaje). En las novelas folletinescas predominan las del primer tipo, aunque también las del segundo son numerosas.
Como se ha dicho, Galdós se valió de muchos de los procedimientos del folletín, pero no fue el primer novelista de renombre en hacerlo. El poeta y crítico italiano Eugenio Montale observó, hace más de medio siglo, que ya La Cartuja de Parma (1839), de Stendhal, presenta los rasgos de confusión y mezcolanza de gran bazar propios de la novela folletinesca. La influencia del género popular sobre la novela de calidad fue, pues, bastante precoz. En algunos casos, los novelistas hicieron sus primeras armas como folletinistas: así ocurrió, por ejemplo, con Balzac, que firmó sus novelas por entregas con los seudónimos de Lord R’Hoone y Horace de Saint Aubin; con Dickens, que escribió en clave semifolletinesca buena parte de Los papeles del club Pickwick, y con otras figuras de primer orden, hasta que el folletín alcanzara dignidad literaria de la mano de Dumas. No hubo, por tanto, en el siglo XIX, una separación tan absoluta entre novela popular y novela culta como lo han querido algunos historiadores de la literatura. Sólo en el fin de siglo, cuando los escritores reaccionen contra las consecuencias de la alfabetización de masas y la consiguiente democratización de la literatura, se intentará establecer una barrera insalvable entre la nueva novela de minorías, intelectual, experimental y, más tarde, declaradamente vanguardista, y la novela dirigida a los públicos subalternos.
Ahora bien, los autores de la generación del 98, que irrumpieron en la vida literaria con actitudes políticas revolucionarias y —al contrario que los modernistas— con el objetivo de hacer de la literatura un instrumento de la pedagogía social que se proponían desarrollar, no desdeñaron recurrir a las formas de la novela popular (de la que, por otra parte, habían sido lectores entusiastas desde su adolescencia). Baroja nos ha dejado noticia en sus memorias del proyecto, nacido en la cervecería de la calle Alcalá, de escribir una novela folletinesca en colaboración entre Maeztu, Valle-Inclán, Camilo Bargiela y él mismo; novela que se apresuraron a ofrecer al editor González Rojas y que, ante la irónica negativa de este a pagar obras aún no escritas, decidieron abandonar en el limbo de las ideas imposibles, de donde fue rescatada por Maeztu, que la publicaría en el diario El País entre abril de 1900 y enero de 1901, con el título de La guerra del Transvaal y los misterios de la banca de Londres y bajo el nombre literario de Van Poel Krupp. Por su parte, Valle-Inclán comenzó a publicar por las mismas fechas las primeras entregas de su novela La cara de Dios, y Baroja Aventuras, inventos y mixtificaciones de Silvestre Paradox, en las páginas de El Globo. Con razón reclamaba Inman Fox, hace más de veinticinco años, en el prólogo a su edición de la novela de Maeztu, un necesario estudio de la influencia del folletín en la literatura noventayochista, el cual, de llevarse a término algún día, debería incluir una rigurosa aproximación crítica a lo más ortodoxamente folletinesco de la producción literaria de la generación: las novelas hoy olvidadas de los pintores Ricardo Baroja y Gustavo de Maeztu.
Pío Baroja fue, con todo, el escritor del grupo en el que la tradición folletinesca dejó más honda huella. El novelista había conocido en su juventud al gran figurón de la novela histórica de folletín, Manuel Fernández y González, de cuyas obras eran sus tías fervientes lectoras. Serafín Baroja había tenido ocasión de tratar a este y otros célebres folletinistas, como Martínez Villergas y Ayguals de Izco. Pero, al margen de estas relaciones paternas más bien superficiales y de las aficiones literarias de las ancianas de la familia, que eran las esperables en las señoritas solteras de la burguesía de su tiempo (y que tan excelente material suministraron a su sobrino para la creación de personajes similares, como el ya mencionado de Úrsula Aguirre, asimismo lectora de aventuras románticas), hubo en Baroja una muy temprana inclinación por el género, y no sólo por las obras de autores españoles. El conde de Montecristo, Los tres mosqueteros, las novelas de Sue y de Xavier de Montepin figuran ya entre sus lecturas de adolescencia, y a ello se añade la afición del joven Baroja por otra de las formas paraliterarias más estrechamente emparentadas con el folletín: el melodrama, al que afluyó buena parte de la novela popular española y francesa (así, por ejemplo, el Rocambole, que don Pío recuerda haber visto representar en funciones dominicales).
La atracción que los géneros populares ejercieron sobre el novelista no quedó ahí, en el folletín y en el melodrama. A contrapelo de la tradición censoria que se inicia en la Ilustración y recorre el siglo XIX, Baroja mostró siempre curiosidad y simpatía por fenómenos como el romancero de ciego y el cartelón de feria, último asilo de la truculencia entendida como forma nacional y espontánea del grotesco español. Es cierto que otros autores del 98 contemplaron estos géneros con análoga simpatía (el Unamuno de En torno al casticismo y Paz en la guerra, por ejemplo, o Valle-Inclán). Pero es Baroja quien da mayor cabida en su obra a motivos inspirados en ellos o tomados directamente de su iconografía literaria o plástica (amén de dedicarles artículos de cierta enjundia, como «La literatura de cordel» —incluido en El diablo a bajo precio y otros ensayos, de 1939— y «Carteles de feria y literatura de cordel», de 1947). Quizá tenga razón Julio Caro Baroja al afirmar que a Valle-Inclán lo que le atraía era el género en sí, y a Baroja, en cambio, las personas dominadas por el género, pero no es menos verdad que las formas mismas del romancero de ciego son las que dominan, por ejemplo, en los poemas de Canciones del suburbio (1944), y que no faltan en las novelas de Aviraneta imágenes que muy bien pudieran ser transposición directa de viñetas de cartelón o rasgos impresionistas como de aleluya o coplas de cordel.
También la ilustración popular, la caricatura periodística, la xilografía y la litografía proporcionan a Baroja, como novelista histórico, abundante inspiración. Las descripciones físicas de muchos de los personajes de «Memorias de un hombre de acción», incluidas las del propio Aviraneta, parecen surgir directamente de caricaturas (y caricaturescos son, sin discusión posible, los curas y frailes de estas novelas). La litografía es un arte popular que acompaña en su desarrollo a la novela folletinesca, y que, además, sirvió como soporte visual a las ediciones populares (muchas de ellas por entregas) de obras como la Historia de las guerras carlistas de Antonio Pirala. El «Elogio de la litografía» atribuido al aventurero inglés Juan Hipólito Thompson, que se incluye, entre otros desahogos líricos de este personaje, en La ruta del aventurero, recoge con exactitud lo que Baroja pensaba del implícito paralelismo de esta forma de artesanía con la novela, tal como la concebía don Pío: «Podrán otros despreciar la litografía como un arte industrial, vulgar e insignificante; para mí ha tenido y sigue teniendo grandes atractivos. Estas vistas de pueblos, tan falsas en conjunto y tan exactas en los detalles; estas escenas campestres, tan poco campestres; estos españoles, tan poco griegos; estos ríos, estas cataratas, estos personajes, estas amazonas, que son la verdad convencional de un momento histórico, no hubieran podido presentarse tan en armonía con el espíritu de la época como con el lápiz ligero, amable y un poco banal de la litografía».
Folletín, cartelón de feria, caricatura y litografía componen el sedimento en el que arraiga la visión histórica barojiana de las «Memorias de un hombre de acción». Todos los ingredientes genéricos asimilados tras las lecturas de los folletinistas, de Fernández y González, de Ayguals, de Martínez Villergas, de Sue, Ponson du Terrail, Montepin, Feval, etc., invaden la narración bajo la forma de un pastiche: cónclaves misteriosos, venenos y puñales, antifaces, multitud de anagnórisis externas (casi siempre reconocemos a Aviraneta varias páginas después de su entrada en acción). Pero hay también pastiches magistrales de los grandes novelistas: de Balzac, de Dickens e incluso de Stendhal. Porque las «Memorias de un hombre de acción» no son novelas estrictamente folletinescas. El folletín está presente, por supuesto, pero siempre como sobreentendido, como referencia metaliteraria. Salvo en un aspecto, en el que, si no se está muy avisado, podría llegarse incluso a hablar de folletinismo canónico: el de la construcción del personaje protagonista.
Es innegable que Aviraneta —el Aviraneta de las novelas— tiene una base biográfica e histórica. También está más allá de toda duda que esta circunstancia impuso restricciones a la libertad del escritor, pero Baroja trató de eludir el determinismo de los hechos creando, a partir de la figura histórica, una figura moral, la del hombre de acción, cuya conducta responde a un imperativo categórico de raíz nietzscheana: «Obra de modo que tus actos concuerden y parezcan dimanar lógicamente de la figura ideal que te has formado de ti mismo». Esta máxima, contenida en el capítulo VI del libro segundo de Con la pluma y con el sable (el titulado «La moral del tirano») ha hecho ya correr, a estas alturas, demasiada tinta. A los psicoanalistas, Baroja se lo puso demasiado fácil, y no es de extrañar que algunos se hayan encarnizado con el personaje (y, de paso, con su autor). La raíz filosófica de la ética barojiana está, como tantas veces se ha dicho, en el Zaratustra de Nietzsche; es decir, en la afirmación de una moral autónoma que no sea ya cuestión de ética sino de pura etiqueta: «Inconscientemente —dice Baroja de Aviraneta en el capítulo mencionado—, la moral era para él una cuestión de pulcritud, como la buena ropa o la buena caligrafía». Cuestión de pulcritud o moral teatral, como la llama también Baroja: «…moral un tanto inmoral; pero moral fuerte, al menos para él».
Entre los héroes inmorales de la literatura contemporánea, hay uno que se parece extraordinariamente a Aviraneta, aunque su existencia de papel transcurre en apenas unas líneas de una novela brevísima. Me refiero al niño hugonote de El barón rampante, de Italo Calvino. Este personaje, educado en la rigidez de una pequeña comunidad calvinista, se dedica a coleccionar pecados. Es, como Aviraneta, un coleccionista («Aviraneta —escribe Baroja— creía que trabajaba para los demás; pero, en el fondo, trabajaba para sí mismo, no por sentido utilitario práctico, sino porque era un coleccionista de empresas difíciles y peligrosas»). Al contrario que otros coleccionistas de ficción —desde el Peter Kien de Canetti al Utz de Bruce Chatwin— los personajes como Aviraneta y el pequeño puritano de Calvino (de Jean y de Italo a un tiempo) no atesoran objetos sino experiencias. Ellos mismos son su colección. Casi como los héroes del folletín: meros lugares donde ocurren cosas, hilos en que se ensartan microrrelatos, personajes que viven en la historia sin que la historia actúe sobre ellos si no es para confirmarlos en su ser, en su totalidad ya realizada antes de su primera aventura. Otra vez Baroja, a propósito de Aviraneta: «Estos hombres de acción se forjan, sin saberlo, motivos que salen de ellos y vuelven a ellos, y los toman como si vinieran del ambiente». Signos autorreferenciales, no hay verdadera relación entre ellos y su universo histórico, porque, sin saberlo, están encarnando un arquetipo: el del Übermensch, el del superhombre amoral sin otro motivo para la acción que la voluntad de poder. Es decir, la voluntad de obrar de acuerdo con un ideal que ya está inscrito en su misma definición prenarrativa: el hombre de acción.
Un texto ya clásico de Gramsci plantea la relación genética entre el superhombre nietzscheano y la novela folletinesca: «Parece posible afirmar que buena parte de la sedicente “superhumanidad” nietzscheana tiene como único origen y modelo doctrinal no Zaratustra sino El conde de Montecristo de Dumas. El tipo humano representado por Dumas de la manera más completa en Montecristo tiene numerosas réplicas en otras novelas del mismo autor: se puede identificar, por ejemplo, en el Athos de Los tres mosqueteros, en Joseph Balsamo y seguramente en otros personajes[3]». Umberto Eco ha desarrollado por extenso esta intuición gramsciana en una serie de artículos sobre los héroes del folletín. Merece la pena detenerse en uno de ellos, el dedicado a I Beati Paoli, la tardía novela folletinesca (1909-1910) del siciliano Luigi Natoli.
Según Eco, el héroe folletinesco al estilo de los de Natoli, «portador de una ley y de una moralidad que la sociedad aún no conoce o a la que incluso se opone […] no escoge para imponerla el método habitual entre los héroes revolucionarios, es decir, entre los intérpretes de las necesidades del pueblo: en ningún momento recurre a este pidiéndole que ratifique con su asentimiento y su participación activa la nueva ley y la nueva moralidad. Decide imponerlas por medios ocultos, pues el poder oficial al que se opone no acepta su justicia, y el pueblo por el que combate no es llamado a compartir la responsabilidad. Su instrumento sólo puede ser, por consiguiente, la sociedad secreta», y, algo más adelante, añade: «Lo cierto es que la sociedad secreta es la máscara del héroe y, al mismo tiempo, su brazo secular. El hecho de ser una sociedad le confiere a veces la apariencia legítima de un pacto social, si bien, al depender del capricho del héroe, se convierte en el artificio que permite a este último ampliar su radio de acción, aumentar su poder y contar de paso con un fundamento que lo legitime. Tanto si está al servicio del malo como si sirve al justiciero, la sociedad secreta de la novela popular no varía mucho sus rasgos formales ni los métodos empleados[4]». Acaso podría reconocerse a Aviraneta como una manifestación particular de este estereotipo folletinesco. Después de todo, Aviraneta evita recurrir al pueblo y confía, en cambio, en la eficacia de las tramas conspirativas y de las sociedades secretas. Él mismo funda algunas, desde la fratría adolescente de «El Aventino» hasta «La Isabelina», además de moverse en medios masónicos y carbonarios. Sin embargo, descontando algunos éxitos parciales, la carrera de conspirador de Aviraneta es una sucesión de fracasos. Y eso es precisamente lo que separa al héroe folletinesco como posible modelo del superhombre nietzscheano del héroe ruptural de la gran novela del XIX. Como observa el propio Eco, «por eso Balzac no es Dumas, porque Lucien de Rubempré se mata, porque Papá Goriot muere y Rastignac vence, eso sí, pero a un precio altísimo y miserable. Stendhal es revolucionario porque Julien Sorel no puede lograr su sueño de éxito en la sociedad de la Restauración. Dostoievski es revolucionario porque el fracaso de sus héroes supone una crítica al orden oficial del universo[5]». Pues bien, por análogas razones, Baroja no es Martínez Villergas.
A propósito de I Beati Paoli, observa Leonardo Sciascia que, según el primer historiador de esta sociedad secreta, el marqués de Villabianca —fuente explotada por el folletinista Natoli—, la secta se configuraba como un hecho de clases. «Personas de mediana y baja posición que se unen para hacer lo que hacen los poderosos, lo que hacen los barones. Por lo que, analizando una leyenda, el marqués insinúa las conclusiones a las que llegará doscientos años después el inglés Hobsbawm al analizar la mafia: que el fenómeno debe ser considerado como un conato de formación y de ascenso de una clase a la que la historia ha negado en Sicilia hasta el más lejano reflejo de revolución, es decir, la clase burguesa. Y lúcidamente, en efecto, el marqués anota que en su época pueden ser considerados Beati Paoli los “no pocos incrédulos que imbuidos de las máximas heréticas que les han sido propiciadas tal vez por los libros franceses” conspiran ocultamente contra el orden establecido[6]». ¿Cómo no pensar en la España de la primera mitad del siglo XIX al leer estas líneas? ¿Cómo no advertir que algo semejante a esto es lo que se desprende del repaso en clave novelesca que hace Baroja del período glorificado en los episodios galdosianos? La presencia de las sociedades secretas es una consecuencia histórica de la debilidad de la burguesía revolucionaria, no un truco de folletín que Baroja incorpore en sus novelas para producir una «catarsis optimista» y consoladora (Eco).
En sus memorias («Desde la última vuelta del camino», II, cuarta parte) se refiere Baroja al crimen de la calle Fuencarral, acaecido en el verano de 1888, como el acontecimiento que produjo en España una división de la opinión pública similar a la que seis años después partiría en dos la sociedad francesa, a raíz del asunto Dreyfus. Y exclama, significativamente: «¡El crimen de la calle de Fuencarral! ¡Qué folletín! ¡Qué novela por entregas viva! ¡Qué apodos más clásicos de algunos comparsas de la tragedia!». En estas frases, efectivamente, se resume el juicio de Baroja sobre la historia española del XIX, una historia truculenta y vulgar, que parecía imitar la novela folletinesca, cuando no las coplas de ciego del tipo de El bonito tango del brigadier Villacampa. A medida que la serie novelesca de Aviraneta progresa, la visión barojiana de la historia se vuelve más pesimista, más sensible ante las dimensiones grotescas del pasado. En los títulos de las escritas entre 1924 y 1928, en el momento de ascenso de las tendencias literarias deshumanizadas que anunciara Ortega, y en una Europa ya asediada por los totalitarismos, se refleja ya ese carácter de carnaval trágico que, para el escritor, va adquiriendo la historia: Las figuras de cera, La nave de los locos, Las mascaradas sangrientas. Pero no hay que olvidar que fue mucho antes, en 1912, en ese año que Apollinaire había saludado como el del nacimiento de las vanguardias y el de la muerte del viejo mundo, cuando Baroja dio comienzo a una de las aventuras literarias más arriesgadas de la modernidad española: novelar la historia de los orígenes de dicha modernidad y conseguir que esa visión novelesca del pasado fuese también una visión metaliteraria, un nuevo bucle de la forma artística que llamamos novela y que se constituía, con las «Memorias de un hombre de acción», en una crítica de la autovisión romántica, folletinesca, que los españoles tenían de sí mismos. Y así resume Aviraneta la posición barojiana respecto de tal visión romántica de la historia, al despachar en una sola frase las dudas ontológicas de su amigo inglés, en La ruta del aventurero: «¡Bah! Literatura, amigo Thompson. ¡Sueños!».