Antes de abandonar el salón táctico, Miles habló con Seguridad del Triumph para averiguar cómo progresaba la investigación sobre los prisioneros fugados. Todavía figuraban como desaparecidos Oser, el capitán del Peregrine y otros dos oficiales leales oseranos: la comandante Cavilo y el general Metzov.
Miles estaba bastante seguro de haber visto cómo Oser y sus oficiales se convertían en cenizas radiactivas, ¿pero Metzov y Cavilo estaban también a bordo de esa lanzadera? Qué ironía si, después de todo, Cavilo había muerto a manos de los cetagandanos. Aunque, había que admitirlo, hubiese sido igualmente irónico si moría a manos de los vervaneses, los Guardianes de Randall, los aslundeños, los barrayaranos o cualquiera a quien hubiese traicionado en su breve y fugaz carrera por el Centro Hegen. Su muerte había sido muy oportuna en caso de ser cierta, pero… a Miles no le agradaba pensar que sus últimas y furiosas palabras habían adquirido el peso profético de una maldición. Supuestamente, debía temerle más a Metzov que a Cavilo, pero no era así. Miles se estremeció y llamó a un guardia para que le acompañase a su cabina.
En el camino, se cruzó con varios heridos que estaban siendo transferidos a la enfermería del Triumph. Al encontrarse en el grupo de reserva, el Triumph no presentaba grandes averías, pero otras naves no habían sido tan afortunadas. En batallas espaciales, las listas de bajas mostraban una proporción inversa a las de las planetarias. Los muertos superaban en número a los heridos, y en ciertas circunstancias donde se preservaba el ambiente artificial, los soldados podían sobrevivir a sus heridas. Vacilante, Miles cambió de rumbo y siguió a la procesión. ¿Qué podía hacer de utilidad en la enfermería?
Por lo visto, no se habían enviado los casos más fáciles al Triumph. Tres terribles quemaduras y una gran herida en la cabeza encabezaban la fila, y fueron recibidos por el personal que aguardaba con ansiedad. Algunos soldados estaban conscientes y aguardaban su turno en silencio, inmovilizados sobre sus camillas flotantes, con los ojos nublados por el dolor y los calmantes.
Miles trató de decir unas palabras a cada uno. Algunos lo miraron sin comprender, y otros parecieron apreciarlo; Miles permaneció unos momentos más con estos últimos, brindándoles todo el aliento posible. Entonces se apartó y permaneció en silencio varios minutos junto a la puerta, invadido por el conocido y terrible olor a enfermería después de la batalla, desinfectantes y sangre, carne quemada, orina y electrónica, hasta que comprendió que el cansancio lo estaba volviendo completamente estúpido e inútil, tembloroso y a punto de llorar. Se apartó de la pared y salió de allí. La cama. Si alguien necesitaba su presencia, que lo fuesen a buscar.
Abrió la cerradura codificada de la cabina de Oser. Ahora que la había heredado, tendría que cambiar los números de la clave. Miles suspiró y entró. En ese instante tomó conciencia de dos problemas. Primero, había despedido a su guardaespaldas al entrar en la enfermería, y segundo, no estaba solo. La puerta se cerró a sus espaldas antes de que Miles pudiera retroceder al corredor.
El rostro rojizo del general Metzov era aún más llamativo que el brillo plateado del disruptor nervioso que tenía en la mano, apuntado directamente al centro de su cabeza.
De algún modo, Metzov había conseguido un uniforme gris Dendarii, algo pequeño para él. La comandante Cavilo, quien se hallaba detrás del general, llevaba uno un poco grande. Metzov se veía enorme… y furioso. Cavilo parecía… extraña. Amarga, irónica, casi divertida. Tenía unos cardenales marcados en el cuello y no llevaba arma.
—Te tengo —susurró Metzov con tono triunfante—. Al fin. —Con un rictus por sonrisa, avanzó lentamente hacia Miles hasta que lo sujetó por el cuello con una mano y lo apretó contra la pared. Entonces dejó caer el disruptor nervioso y le rodeó el cuello con la otra mano también, no para rompérselo, sino para estrangularlo.
—Nunca logrará sobrevivir a… —fue todo lo que Miles logró decir antes de quedarse sin aire. Pudo sentir cómo su tráquea comenzaba a crujir, y su cabeza estuvo a punto de explotar al cortarse el flujo de sangre. No habría forma de convencer a Metzov para que no lo hiciese.
Cavilo avanzó agazapada, silenciosa como un gato, y después de recoger el disruptor nervioso retrocedió para colocarse a la izquierda de Miles.
—Stanis, querido —murmuró. Metzov, obsesionado con estrangular a Miles, no volvió la cabeza. En una evidente imitación del general. Cavilo continuó—: Abre las piernas para mí, perra, o te volaré el cerebro.
Entonces Metzov giró la cabeza, y sus ojos se abrieron de par en par. Ella le voló el cerebro. La descarga azul le dio justo entre los ojos. En su última convulsión, Metzov estuvo a punto de quebrar el cuello de Miles a pesar del refuerzo plástico de sus huesos, pero entonces cayó al suelo. El olor electroquímico de la muerte producida por un disruptor nervioso fue como una bofetada en el rostro de Miles.
Miles permaneció paralizado contra la pared, sin atreverse a moverse. Alzó la vista del cadáver a Cavilo. Ella tenía los labios curvados en una sonrisa de inmensa satisfacción. ¿Sus palabras habrían sido una cita textual y reciente? ¿Qué habían estado haciendo en la cabina de Oser durante las largas horas de espera? El silencio se extendió.
Miles tragó saliva tratando de aclarar su dolorida garganta. Al fin dijo con voz ronca:
—No se trata de una queja, por supuesto, ¿pero por qué no sigue adelante y me dispara a mí también?
Cavilo sonrió.
—Una venganza rápida es mejor que ninguna. Una lenta y dolorosa es mejor aún, pero para saborearla debo sobrevivir. Otro día, chico. —Bajó el disruptor nervioso como para enfundarlo, pero luego lo dejó pender hacia abajo en su mano—. Has jurado sacarme a salvo del Centro Hegen, señorito Vor. Y yo he llegado a creer que eres lo suficientemente estúpido para cumplir tu palabra. No se trata de una queja, por supuesto. Ahora bien, si Oser nos hubiese entregado más de un arma, o si me hubiese dado el disruptor nervioso a mí y la clave de la cabina a Stanis, o si nos hubiese llevado con él tal como le supliqué, las cosas habrían sido diferentes.
Muy diferentes.
Lentamente y con gran cautela, Miles se fue acercando a la consola y llamó a Seguridad. Cavilo lo observó con expresión pensativa. Después de unos segundos, cuando se acercaba el momento de que irrumpiesen en la cabina, ella se aproximó a él.
—Te subestimé, ¿sabes?
—Yo nunca la subestimé a usted.
—Lo sé. No estoy acostumbrada a… gracias. —Con desprecio, Cavilo arrojó el disruptor nervioso sobre el cuerpo de Metzov. Entonces, con un movimiento repentino, giró rodeando a Miles por el cuello y lo besó vigorosamente. Su cálculo del tiempo fue perfecto: Seguridad, Elena y el sargento Chodak entraron como una tromba justo antes de que Miles lograra quitársela de encima.
Miles descendió de la lanzadera del Triumph y atravesó el corto tubo flexible por el que se abordaba el Prince Serg. Con envidia, observó el corredor limpio, espacioso y bellamente iluminado, la fila de resplandecientes guardias de honor en posición de firmes, los oficiales que aguardaban vestidos con sus uniformes de etiqueta del imperio de Barrayar. Echó un rápido vistazo a su propio uniforme Dendarii gris y blanco. El Triumph, orgullo de la flota Dendarii, pareció convertirse en algo pequeño, sucio y estropeado.
Sí, pero vosotros no os veríais tan pulcros si nosotros no hubiésemos trabajado tan duro, se consoló Miles.
Tung, Elena y Chodak también lo miraban todo como turistas. Miles les ordenó ponerse firmes para recibir los saludos formales de sus anfitriones.
—Soy el comandante Natochini, segundo comandante del Prince Serg —se presentó el barrayarano de alto rango—. El teniente Yegorov los acompañará a usted y a la comandante Bothari-Jesek a su encuentro con el almirante Vorkosigan, almirante Naismith. Comodoro Tung, yo le guiaré personalmente en su visita por el Prince Serg y estaré encantado de responder cualquier pregunta que desee formular, si las repuestas no son reservadas, por supuesto.
—Por supuesto. —El rostro amplio de Tung parecía inmensamente complacido. En realidad, si llegaba a sentirse más orgullo, corría el riesgo de explotar.
—Después de su junta y nuestra visita, nos reuniremos con el almirante Vorkosigan para almorzar en el comedor de oficiales —continuó diciendo el comandante Natochini a Miles—. Nuestros últimos invitados fueron el presidente de Pol y su séquito, doce días atrás.
Seguro de que los mercenarios comprendían la magnitud del privilegio que les estaba siendo concedido, el oficial barrayarano condujo al alegre Tung y a Chodak por el corredor. Miles escuchó que Tung reía y murmuraba:
—Almorzar con el almirante Vorkosigan; vaya, vaya…
El teniente Yegorov condujo a Miles y a Elena en dirección opuesta.
—¿Usted es barrayarana, señora? —le preguntó a Elena.
—Mi padre fue escudero bajo juramento de lealtad al conde Piotr durante dieciocho años —respondió ella—. Murió al servicio del conde.
—Ya veo —dijo el teniente respetuosamente—. Entonces conoce a la familia. —Eso explica tu presencia, leyó Miles en su pensamiento.
—Ah, sí.
El teniente observó con un poco más de desconfianza al «almirante Naismith».
—Y… ¿Tengo entendido que usted es betano, señor?
—De origen —dijo Miles con su mejor acento betano.
—Es posible que… que encuentre nuestro modo de hacer las cosas un poco más formal de lo que acostumbra —le advirtió el teniente—. Como usted comprenderá, el conde está habituado a la deferencia y el respeto que le concede su rango.
Encantado, Miles observó como el serio oficial buscaba un modo amable de decirle: «Llámale “señor”, no te limpies la nariz en la manga y tampoco menciones tu condenado discurso igualitario betano».
—Es posible que le resulte bastante temible.
—Una persona verdaderamente estirada, ¿eh?
El teniente frunció el ceño.
—Es un gran hombre.
—Oh, le apuesto a que si le servimos el suficiente vino durante el almuerzo, se aflojará y contará chistes verdes como el mejor.
La sonrisa amable de Yegorov se paralizó. Con los ojos brillantes, Elena se inclinó hacia Miles y le susurró:
—¡Almirante! ¡Compórtate!
—Oh, está bien —susurró Miles apesadumbrado.
El teniente miró a Elena con expresión agradecida.
Miles admiró el lustre y la pulcritud de todo al pasar. Además de ser nuevo, el Prince Serg había sido diseñado tanto para la diplomacia como para la guerra, una nave capaz de llevar al Emperador en sus visitas de estado, sin perder eficiencia militar. Miles vio a un alférez en un corredor transversal. El joven dirigía a una cuadrilla de técnicos que efectuaban reparaciones menores. No, por Dios, eran instalaciones originales. El Prince Serg había abandonado la órbita con sus obreros todavía trabajando. Miles se volvió para mirar atrás.
Aquí estaría yo, de no haber sido por la gracia de Dios y del general Metzov. Si tan sólo se hubiese mantenido tranquilo en la isla Kyril durante esos seis meses… Sintió una ilógica punzada de envidia mirando a ese atareado alférez.
Entraron en el territorio de los oficiales. El teniente Yegorov los condujo por una antesala, hasta llegar a una oficina de aspecto espartano, dos veces más grande de lo que Miles jamás hubiese visto en una nave barrayarana. El conde almirante Aral Vorkosigan alzó la vista de su consola cuando las puertas comenzaron a abrirse lentamente.
Miles entró, sintiendo un repentino temblor en el vientre. Para ocultar y controlar sus emociones exclamó:
—¡Eh!, vais a poneros gordo y blando como un caracol imperial si seguís echado en medio de este lujo, ¿sabéis?
—¡Ah! —El almirante Vorkosigan abandonó el sillón y se golpeó contra el costado del escritorio en su prisa.
Bueno, no me extraña. ¿Cómo podría ver con todas esas lágrimas en sus ojos? Estrechó a Miles en un fuerte abrazo. Miles sonrió, parpadeó y tragó saliva, con el rostro apretado contra esa manga verde y fresca, y casi había recuperado el control de sus facciones cuando el conde Vorkosigan lo apartó sin soltarlo para inspeccionarlo con atención.
—¿Te encuentras bien, muchacho?
—Bien. ¿Qué tal ese salto por el agujero de gusano?
—Bien —respondió el conde Vorkosigan—. Aunque te diré que, en ciertos momentos, algunos de mis consejeros quisieron hacerte fusilar. Y también hubo momentos en que estuve de acuerdo con ellos.
El teniente Yegorov, interrumpido cuando comenzaba a anunciar su llegada (Miles no le escuchó hablar y dudaba de que su padre lo hubiese hecho), todavía tenía la boca abierta y parecía totalmente perplejo. Conteniendo una sonrisa, el teniente Jole se levantó de su sillón al otro lado de la consola y condujo a Yegorov fuera de la habitación con gran suavidad.
—Gracias, teniente. El almirante agradece sus servicios; eso será todo… —Jole volvió la cabeza con expresión pensativa y siguió a Yegorov. Antes de que se cerrara la puerta, Miles alcanzó a ver cómo el teniente rubio se acomodaba en un sillón de la antesala y echaba la cabeza hacia atrás en la postura de un hombre al que le aguardaba una larga espera. Algunas veces, la cortesía de Jole alcanzaba lo sobrenatural.
—Elena. —Con un esfuerzo, el conde Vorkosigan se separó de Miles para sujetar sus dos manos con fuerza—. ¿Te encuentras bien?
—Sí, señor.
—Eso me complace… más de lo que puedo expresar. Cordelia te envía todo su amor. Si te veía debía recordarte que… ah, tengo que encontrar la frase exacta… fue una de sus máximas betanas: «Tu casa es el sitio al que, si necesitas ir, tienen que permitirte entrar».
—Puedo escuchar su voz —sonrió Elena—. Dígale que se lo agradezco. Dígale que… lo recordaré.
—Bien. —El conde Vorkosigan no continuó presionándola—. Sentaos, sentaos. —Les señaló dos sillas cerca de la consola, y luego él también fue a sentarse. Por un instante, sus facciones se relajaron, pero entonces volvieron a concentrarse.
Dios, parece cansado, notó Miles; por una fracción de segundo, lo vio casi espectral. Gregor, tendrás que responder por muchas cosas. Pero Gregor ya sabía eso.
—¿Cuáles son las últimas noticias sobre el cese del fuego? —preguntó Miles.
—Todo marcha bien, gracias. Las únicas naves cetagandanas que no han regresado por donde vinieron tienen averiados los sistemas de control o sus pilotos se encuentran heridos. Les estamos permitiendo efectuar reparaciones y regresar con su tripulación mínima. El resto no tiene salvación. Estimo que el trafico comercial controlado podrá reanudarse en seis semanas.
Miles sacudió la cabeza.
—Así termina la Guerra de los Cinco Días. En ningún momento vi a un cetagandano frente a frente. Todo ese esfuerzo y esa sangre derramada sólo para regresar al status quo.
—No para todos. Varios oficiales cetagandanos han sido llamados a su capital. Allí tendrán que explicar esta «aventura no autorizada» a su emperador, y serán castigados con la muerte.
Miles emitió un bufido.
—En realidad, tendrán que expiar la derrota. «Aventura no autorizada». ¿Alguien cree en eso? ¿Por qué se toman la molestia, siquiera?
—Es un truco, muchacho. El enemigo en retirada debe pagar todos los platos rotos.
—Tengo entendido que vosotros habéis burlado a los polenses. Todo este tiempo pensé que sería Simon Illyan quien vendría en persona para llevarnos a casa.
—Él quería venir, pero no podíamos ausentarnos los dos al mismo tiempo. La pantalla que creamos para ocultar la ausencia de Gregor podía desmoronarse en cualquier momento.
—¿Y cómo lo hicisteis?
—Escogimos a un oficial joven que se parece mucho a Gregor. Le dijimos que se preparaba un complot para asesinar al emperador y que él sería la carnada. Bendito sea, de inmediato se ofreció a cooperar. Él y su guardaespaldas, a quien se había contado la misma historia, pasaron las siguientes semanas viviendo cómodamente en Vorkosigan Surleau, comiendo los mejores platos… pero sufriendo de indigestión. Al fin, cuando desde la capital comenzaron a presionar con sus preguntas, lo enviamos de viaje. La gente lo averiguará muy pronto, estoy seguro, si es que aún no lo han hecho. Pero ahora que Gregor ha regresado, podremos explicarlo como nos plazca. Como a él le plazca. —El conde Vorkosigan frunció el ceño unos momentos, aunque no con disgusto.
—Me sorprendí, y al mismo tiempo me alegré mucho —dijo Miles—, de que vuestras fuerzas hubiesen logrado pasar tan rápido a través de Pol. Temía que no os lo permitieran hasta que los cetagandanos estuviesen en el Centro. Y entonces, ya sería demasiado tarde.
—Sí, bueno, ése es otro motivo por el cual estoy yo en lugar de Simon. Como Primer Ministro y antiguo Regente, era perfectamente razonable que realizase una visita de estado a Pol. Nos presentamos con una lista de las cinco principales concesiones diplomáticas que nos han estado pidiendo durante años, y sugerimos sentarnos a conversar.
»Siendo todo tan formal, tan abierto y oficial, era perfectamente razonable combinar mi visita con el crucero de prueba del Prince Serg. Nos encontrábamos en órbita alrededor de Pol, subiendo y bajando en lanzadera para recepciones oficiales y fiestas. —De forma inconsciente se llevó una mano al vientre, como para aliviarse un dolor—. Yo seguía tratando desesperadamente de entrar en el Centro sin necesidad de disparar a nadie, cuando llegó la noticia del ataque cetagandano sobre Vervain. El permiso para proceder fue despachado de inmediato, y nos encontrábamos a días de donde se desarrollaba la acción, no a semanas. Lograr que los aslundeños se aliaran a los polenses fue un asunto más delicado. Gregor me sorprendió por la forma en que manejo el asunto. Los vervaneses no presentaron problemas ya que, para ese entonces, estaban ansiosos por encontrar aliados.
—He oído que ahora Gregor es bastante popular en Vervain.
—En este mismo momento están brindando en su honor. —El conde Vorkosigan miró su cronómetro—. Han enloquecido por él. Dejarlo trabajar en el salón táctico del Prince Serg puede haber sido mejor idea de lo que pensé. Desde un punto de vista puramente diplomático. —El conde Vorkosigan parecía algo absorto.
—Me… me sorprendió que le permitierais saltar con vos en la zona de fuego. No lo esperaba.
—Bueno, si lo piensas, el salón táctico del Prince Serg debe de haber estado entre los metros cúbicos más defendidos de todo el espacio local vervanés. Era, era…
Miles observó con fascinación cómo su padre trataba de pronunciar las palabras perfectamente seguro y no lograba hacerlo. Entonces comprendió.
—¿No fue idea vuestra, verdad? ¡El mismo Gregor lo ordenó, estando a bordo!
—Tuvo varios buenos argumentos para sustentar su posición —dijo el conde Vorkosigan—. La propaganda parece estar dando sus frutos.
—Pensé que seríais demasiado… prudente como para permitirle correr el riesgo.
El conde Vorkosigan se estudió las manos.
—No puedo decirte que estaba enamorado de la idea. Pero una vez juré servir a un emperador. El momento más peligroso de un guardián es cuando la tentación de convertirse en titiritero se vuelve racional. Siempre supe que llegaría. No. Siempre supe que si el momento no llegaba, habría faltado a mi promesa. —Se detuvo—. De todos modos, desprenderse resulta difícil.
¿Gregor os hizo frente? Oh, cómo hubiese querido ser una mosca en la pared de esa habitación.
—Incluso habiendo practicado contigo todos estos años —agregó el conde Vorkosigan en forma reflexiva.
—Eh… ¿cómo está vuestra úlcera?
El conde Vorkosigan hizo un mueca.
—No preguntes. —Se iluminó un poco—. Mejor, en estos tres últimos días. Hasta es posible que ordene comida para el almuerzo, y no esa miserable pasta médica.
Miles se aclaró la garganta.
—¿Cómo está el capitán Ungari?
El conde Vorkosigan frunció los labios.
—No se siente muy complacido contigo.
—Yo… no puedo disculparme. Cometí muchos errores, pero no obedecer su orden de aguardar en la estación Aslund no fue uno de ellos.
—Aparentemente, no. —El conde Vorkosigan miró la pared opuesta con el ceño fruncido—. Y, sin embargo, más que nunca estoy convencido de que el Servicio regular no es sitio para ti. Es como tratar de encajar una clavija cuadrada. No, peor que eso: es como tratar de encajar un mosaico en un agujero redondo.
Miles sintió una punzada de pánico.
—¿No seré licenciado, verdad?
Elena se miró las uñas e intervino.
—En ese caso, podrías tener trabajo como mercenario. Igual que el general Metzov. Tengo entendido que la comandante Cavilo está buscando hombres aptos. —Elena soltó una risita al ver la expresión exasperada de Miles.
—Lamenté enterarme de que Metzov había muerto —observó el conde Vorkosigan—. Habíamos planeado extraditarlo antes de que las cosas se pusieran difíciles con la desaparición de Gregor.
—¡Ah! ¿Finalmente decidieron que la muerte de ese prisionero komarrarés durante la revuelta fue asesinato? Pensé que…
El conde Vorkosigan alzó dos dedos.
—Fueron dos asesinatos.
Miles se detuvo.
—Dios mío, no habrá tratado de atrapar al pobre Ahn antes de partir, ¿verdad? —Casi se había olvidado de Ahn.
—No, pero nosotros lo rastreamos a él. Aunque para ese entonces Metzov ya había dejado Barrayar. Y, sí, el rebelde komarrarés había sido torturado hasta morir. Su muerte no fue del todo intencionada, pero parece ser que había alguna deficiencia en su salud. Sin embargo, no fue en venganza por la muerte del guardia, tal como había sospechado el investigador original. Fue al revés. El cabo de guardia barrayarano, que había participado en la tortura o al menos la había consentido con una débil protesta, según Ahn, terminó por rebelarse y amenazó con delatar a Metzov.
»Metzov lo asesinó en uno de sus ataques de ira y luego hizo que Ahn lo ayudase, atestiguando que el hombre había escapado. Por lo tanto, Ahn debió de corromperse dos veces con el mismo asunto. Metzov le aterrorizaba, aunque, sí alguna vez llegaban a saberse las cosas, él también estaría en manos de Ahn; un extraño lazo entre ambos. Cuando los agentes de Illyan llegaron a buscarlo, Ahn pareció casi aliviado y se ofreció voluntariamente a ser inyectado para un interrogatorio.
Miles recordó al meteorólogo con pesar.
—¿Qué le ocurrirá ahora?
—Habíamos planeado utilizarlo como testigo en el juicio de Metzov. Illyan pensó que incluso podíamos beneficiarnos con ello, en relación con los komarrareses. Presentarles a ese pobre idiota que era el guardia como un héroe olvidado. Colgar a Metzov como prueba de la buena fe del Emperador, en un compromiso de impartir justicia a barrayaranos y komarrareses por igual; una bonita puesta en escena. —El conde Vorkosigan frunció el ceño—. Creo que ahora tendremos que olvidarlo.
Miles soltó el aire de los pulmones.
—Metzov. Una cabeza de turco hasta el final. Debe haber sido algún mal karma que debía llevar; aunque seguramente se lo ha ganado.
—Cuídate de pedir justicia. Puedes llegar a obtenerla.
—Eso ya lo he aprendido, señor.
—¿Ya? —El conde Vorkosigan lo miró alzando una ceja—. Mm.
—Y hablando de justicia… —Miles aprovechó la oportunidad—. Estoy preocupado por la paga de los Dendarii. Sufrieron grandes daños, más de los que un mercenario suele tolerar. Su único contrato fue mi palabra. Si… si el Imperio no me respalda, habré cometido perjurio.
El conde Vorkosigan esbozó una leve sonrisa.
—Ya hemos considerado la cuestión.
—¿El presupuesto de Illyan para asuntos reservados alcanzará a cubrir esto?
—El presupuesto de Illyan moriría en el intento, pero tú pareces tener un amigo muy influyente. Te extenderemos una nota de crédito de Seguridad Imperial, te entregaremos las reservas de esta flota y te daremos los fondos personales del Emperador. Esperamos recuperarlo todo más tarde, de una asignación especial obtenida a través del Consejo de Ministros y el Consejo de los Condes. Presenta una cuenta.
Miles extrajo un disco de su bolsillo.
—Aquí está. La calculadora de la flota Dendarii estuvo despierta toda la noche preparándola. Algunas estimaciones de daños todavía son preliminares. —Lo dejó sobre el escritorio de la consola.
El conde Vorkosigan esbozó una sonrisa.
—Estás aprendiendo, muchacho… —Insertó el disco para revisarlo rápidamente—. Haré que te preparen una nota de crédito para la hora del almuerzo. Podrás llevártela al marcharte.
—Gracias.
—Señor —dijo Elena—, ¿qué ocurrirá ahora con la flota Dendarii?
—Lo que ella decida, supongo. Aunque no pueden quedarse aquí, tan cerca de Barrayar.
—¿Seremos abandonados otra vez? —preguntó Elena.
—¿Abandonados?
—Una vez usted nos convirtió en una fuerza imperial. Yo pensé, y Baz también… Luego Miles nos abandonó. Y entonces… nada.
—Igual que en la isla Kyril —observó Miles—. Ojos que no ven, corazón que no siente. —Se encogió de hombros tristemente—. Creo que ellos sufrieron un deterioro semejante en su espíritu.
El conde Vorkosigan le dirigió una mirada aguda.
—El destino de los Dendarii, así como tu carrera militar futura, todavía es tema de discusión.
—¿Participaré yo en esa discusión? ¿Y ellos?
—Te lo haremos saber. —El conde Vorkosigan apoyó las manos sobre el escritorio y se levantó—. Por ahora, es todo lo que puedo deciros. ¿Almorzamos, oficiales?
Miles y Elena no tuvieron más remedio que levantarse también.
—El comodoro Tung aún no sabe nada sobre nuestra verdadera relación —le advirtió Miles—. Os pido que lo mantengáis en secreto, ya que tendré que interpretar al almirante Naismith cuando nos reunamos con él.
La sonrisa del conde Vorkosigan se tornó peculiar.
—Illyan y el capitán Ungari aprobarían el hecho de que no revelemos una identidad secreta potencialmente útil. Sin duda alguna.
—Os lo advierto, el almirante Naismith no es muy respetuoso.
Elena y el conde Vorkosigan se miraron y echaron a reír. Miles aguardó, tratando de conservar su dignidad, hasta que se calmaron. Al fin.
El almirante Naismith fue muy cortés durante el almuerzo. Ni siquiera el teniente Yegorov hubiese podido encontrarle alguna falta.
El mensajero del gobierno vervanés entregó la nota de crédito en la estación del planeta. Miles atestiguó el recibo con su huella dactilar, un examen de retina y la firma ilegible del almirante Naismith, en nada parecida a la cuidadosa rúbrica del alférez Vorkosigan.
—Es un placer tratar con caballeros tan honorables como ustedes —dijo Miles guardando la nota en su bolsillo con satisfacción.
—Es lo menos que podemos hacer —dijo el comandante de la estación de enlace—. No puedo narrarle mis emociones cuando los Dendarii se materializaron en nuestra ayuda. Sabíamos que el siguiente ataque cetagandano sería el último, y nos preparábamos para luchar hasta el final.
—Los Dendarii no podrían haberlo hecho solos —dijo Miles con modestia—. Sólo los ayudamos a conservar la cabeza de puente hasta que llegaron las verdaderas armas.
—Pero, de no haber sido así, las fuerzas de la Alianza Hegen, las grandes armas, como dice usted, jamás hubiesen podido introducirse en el espacio local vervanés.
—No sin un gran coste, seguramente —le concedió Miles.
El comandante de la estación miró su cronómetro.
—Bueno, dentro de poco mi planeta expresará su opinión de un modo más tangible. ¿Me permite acompañarle a la ceremonia, almirante? Ya es la hora.
—Gracias. —Miles se levantó y lo siguió fuera de la oficina, palpando el agradecimiento concreto que llevaba en el bolsillo. Medallas, ¡bah! Las medallas no pagan la reparación de una flota.
Miles se detuvo en el portal transparente, atrapado en parte por la vista de la estación de enlace y en parte por su propio reflejo. El uniforme de etiqueta Oserano-Dendarii estaba muy bien, decidió; la túnica de suave terciopelo gris adornada con ribetes blancos y botones plateados en los hombros, pantalones haciendo juego y botas de gamuza sintética. Miles fantaseó con que el traje lo que hacía parecer más alto. Tal vez adoptase el diseño.
Más allá del portal flotaban varias naves: Dendarii, Guardianes, vervanesas y pertenecientes a la Alianza. El Prince Serg no se encontraba entre ellas. Ahora estaba en órbita sobre Vervain, mientras continuaban las conversaciones a alto nivel, estableciendo los detalles del tratado permanente de amistad, comercio, reducción de tarifas, defensa mutua, etcétera, entre Barrayar, Vervain, Aslund y Pol. Miles había oído que Gregor se estaba mostrando brillante en las relaciones públicas.
Mejor tú que yo, amigo.
La estación de enlace vervanesa había retrasado sus propias reparaciones para prestar ayuda a los Dendarii. Baz trabajaba las veinticuatro horas. Miles se apartó de la vista panorámica y siguió al comandante de la estación.
Se detuvieron en el corredor ante el gran salón donde tendría lugar la ceremonia, y esperaron a que todos los concurrentes estuviesen acomodados. Al parecer, los vervaneses querían que los principales hiciesen una gran entrada. El comandante entró para efectuar los preparativos. La audiencia no era grande, ya que todavía había demasiado trabajo por hacer, pero los vervaneses habían conseguido suficientes personas para que pareciera respetable, y Miles había contribuido con un pelotón de convalecientes Dendarii para aumentar el número. Aceptaría el homenaje en nombre de ellos, decidió.
Mientras aguardaba, Miles vio llegar a la comandante Cavilo con su guardia de honor barrayarana. Hasta donde él sabía, los vervaneses aún no eran conscientes de que las armas de los guardias estaban cargadas y de que tenían órdenes de disparar a muerte si su prisionera intentaba escapar. Dos mujeres de rostro inflexible, vestidas con uniformes auxiliares barrayaranos, se ocupaban de que Cavilo estuviese vigilada día y noche. Cavilo parecía ignorar su presencia.
El uniforme de etiqueta de los Guardianes era una versión más elegante del de fajina. Sus colores pardo, negro y blanco hicieron que de forma subliminal Miles recordara la piel de un perro guardián. Esta perra muerde, recordó.
Cavilo sonrió y se acercó a él. Apestaba a ese ponzoñoso perfume que usaba; debía de haberse bañado en él. Miles inclinó la cabeza a modo de saludo, hurgó en su bolsillo y extrajo dos filtros nasales. Se introdujo uno en cada fosa, donde se expandieron suavemente para crear un sello, e inhaló profundamente para probarlos. Funcionaban bien. Serían capaces de filtrar moléculas mucho más pequeñas que las de ese nocivo perfume. Miles respiró por la boca. Cavilo observó su actuación con expresión furiosa.
—Maldito seas —murmuró.
Miles le enseñó las palmas como diciendo ¿Qué quieres que haga?
—¿Está lista para partir con sus supervivientes?
—En cuanto termine esta farsa idiota. Tengo que abandonar seis naves que están demasiado averiadas para realizar el salto.
—Muy sensato por su parte. Si los vervaneses no caen en la cuenta solos, pronto los cetagandanos les contarán la horrible verdad. No debería permanecer mucho más por aquí.
—No pienso hacerlo. Espero no volver a ver nunca este lugar. Y eso también vale para ti, mutante. De no haber sido por ti… —Sacudió la cabeza con amargura.
—Por cierto —agregó Miles—, ahora los Dendarii han recibido triple paga por esta operación. Una de sus jefes aslundeños, otra de los barrayaranos y otra de los agradecidos vervaneses. Todos acordaron hacerse cargo de nuestros gastos. Nos ha dejado una buena ganancia.
Ella pareció hervir.
—Será mejor que reces para que nunca volvamos a encontrarnos.
—Adiós, entonces.
Entraron en el salón para recibir los homenajes. ¿Cavilo tendría el descaro de recibir el suyo en nombre de los Guardianes, a quienes había destruido con sus intrigas? Resultó ser que sí. Miles contuvo la náusea.
La primera medalla que gano en mi vida, pensó Miles mientras el comandante de la estación le prendía la suya con empalagosas alabanzas. Y ni siquiera puedo mostrarla en casa. La medalla el uniforme, el mismo almirante Naismith, pronto deberían volver al armario. ¿Para siempre? En comparación, la vida del alférez Vorkosigan no resultaba demasiado atractiva. Y, sin embargo, la mecánica de la carrera militar era la misma, se la mirara desde donde se la mirara. Si existía alguna diferencia entre él y Cavilo debía de radicar en a quién decidían servir. Y cómo. No todos los caminos, sino un único camino…
Cuando, unas semanas después, Miles llegó a Barrayar en una licencia, Gregor le invitó a almorzar en la Residencia Imperial. Se sentaron ante una mesa de hierro forjado en los Jardines del Norte, los cuales eran famosos por haber sido diseñados por el Emperador Ezar, el abuelo de Gregor. En verano los árboles proyectaban toda su sombra sobre el lugar; ahora la luz se filtraba entre las hojas nuevas que murmuraban con el aire suave de la primavera. Los guardias custodiaban desde lejos; los criados no se acercaban a menos que Gregor los llamara. Repleto con los tres primeros platos, Miles bebió café caliente y planificó un ataque sobre el segundo postre, agazapado al otro lado de la mesa bajo un abundante camuflaje de crema. ¿O sería demasiado para sus fuerzas? Esto era mejor que las raciones que habían compartido alguna vez, por no mencionar el alimento para perros de Cavilo.
Hasta Gregor parecía verlo con nuevos ojos.
—Las estaciones espaciales son realmente aburridas, ¿sabes? Todos esos corredores —comentó, mientras observaba una fuente y su mirada seguía un sendero que se introducía entre las flores—. Al verla cada día, dejé de notar lo bella que es Barrayar. Tuve que olvidar para recordar. Es extraño.
—En algunos momentos yo ni siquiera recordaba en qué estación espacial estaba —dijo Miles con la boca llena de crema—. Las comerciales son otra cuestión, con todos sus lujos, pero las estaciones del Centro Hegen tienden a ser utilitarias.
Conversaron un rato sobre los acontecimientos recientes en el Centro Hegen. Gregor se iluminó al enterarse de que Miles tampoco había emitido una verdadera orden de batalla en el salón táctico del Triumph, salvo para manejar la crisis de seguridad interna que le delegara Tung.
—La mayoría de los oficiales terminan su trabajo cuando comienza la acción —le aseguró Miles—. Cuando dispones de un buen ordenador táctico, y si tienes suerte de contar con un hombre con buena nariz, será mejor que mantengas las manos en los bolsillos. Yo tenía a Tung; tú tenías a… bueno…
—Y tenía unos bolsillos bien profundos —prosiguió Gregor—. Aún lo estoy pensando. Hasta que hubo pasado todo y visité la enfermería, parecía casi irreal. Sólo entonces comprendí que tal o cual punto de luz significaba que el brazo de un hombre se había perdido y que los pulmones de otro habían dejado de funcionar.
—Hay que tener mucho cuidado con esas pequeñas luces. Cuentan grandes mentiras si las dejas —dijo Miles. Entonces comió otro almibarado bocado con café, se detuvo y observó—: No le dijiste a Illyan la verdad sobre tu pequeña caída del balcón, ¿verdad? —Era una observación, no una pregunta.
—Le dije que estaba ebrio y que caí. —Gregor observó las flores—. ¿Cómo lo supiste?
—No habla de ti con el terror oculto en los ojos.
—Ahora está un poco más… permisivo. No quiero estropearlo todo. Tú tampoco se lo dijiste, y te lo agradezco.
—De nada. —Miles bebió más café—. Hazme un favor a cambio. Habla con una persona.
—¿Con quién? No será con Illyan. Ni con tu padre.
—¿Qué te parece mi madre?
—Mm. —Gregor comió un bocado de su pastel, sobre el cual había estado trazando surcos con el tenedor.
—En todo Barrayar, es posible que ella sea la única en anteponer automáticamente a Gregor, el hombre, sobre Gregor, el Emperador. Creo que todas nuestras jerarquías son como una ilusión óptica para ella. Y tú sabes que puede guardar un secreto.
—Lo pensaré.
—No quiero ser el único que… El único. Sé cuándo estoy en aguas demasiado profundas.
—¿De veras? —Gregor alzó las cejas y esbozó una sonrisa.
—Oh, sí. Es sólo que por lo general no lo dejo ver.
—Muy bien, lo haré —dijo Gregor.
Miles aguardó.
—Tienes mi palabra —agregó Gregor.
Miles se sintió inmensamente aliviado.
—Gracias. —Observó un tercer trozo de pastel; estaba realmente exquisito—. ¿Te sientes mejor ahora?
—Mucho mejor, gracias. —Gregor regresó a la tarea de trazar surcos sobre la crema.
—¿De veras?
Líneas cruzadas.
—No lo sé. A diferencia de ese pobre tío al que hicieron desfilar fingiendo que era yo, no me ofrecí como voluntario para esto.
—Todos los Vor somos reclutas, en ese sentido.
—Cualquier otro Vor podría escapar sin que nadie lo notase.
—¿No me extrañarías un poco? —se quejó Miles. Gregor emitió una risita. Miles miró a su alrededor—. No parece un puesto tan difícil, comparado con la isla Kyril.
—Prueba a estar solo en la cama a medianoche, preguntándote cuándo tus genes comenzarán a generar monstruos en tu mente. Como el tío abuelo Yuri el Loco. O como el Príncipe Serg. —Le dirigió una mirada penetrante.
—Me enteré de los… problemas del Príncipe Serg —dijo Miles con cautela.
—Todos parecen haberlo sabido. Excepto yo.
Así que eso había sido lo que desencadenara la depresión que había resultado en un primer intento de suicidio. Llave y cerradura, ¡click! Miles trató de no mostrarse triunfante ante aquella repentina revelación.
—¿Cuándo lo averiguaste?
—Durante la conferencia de Komarr. Ya antes había escuchado insinuaciones, pero las deseché como propaganda enemiga.
Entonces, el ballet del balcón había sido una respuesta inmediata a la conmoción, Gregor no había tenido a nadie con quien desahogarse…
—¿Es cierto que se dedicaba a torturar…?
—No todo lo que se dice sobre el Príncipe Serg es cierto —lo interrumpió Miles rápidamente—. Aunque la verdad es… bastante terrible. Mamá lo sabe. Ella fue testigo de cosas dementes en la invasión de Escobar que ni siquiera yo sé. Pero ella te lo dirá. Pregúntaselo directamente, y te responderá del mismo modo.
—Eso parece ser un rasgo de familia —observó Gregor.
—Ella te contará lo diferente que eres de él; y de todos modos jamás he escuchado que hubiera nada malo en la sangre de tu madre. Es probable que yo tenga tantos genes de Yuri el Loco como tú, en todo caso.
Gregor sonrió.
—¿Se supone que eso debe tranquilizarme?
—Mm. Al menos no debes sentirte solo.
—Tengo miedo del poder… —confesó Gregor en voz baja y contemplativa.
—Tú no tienes miedo del poder: tienes miedo de lastimar a la gente si ejerces ese poder —dedujo Miles de pronto.
—Ajá. Casi das en el blanco.
—¿Casi?
—Tengo miedo de llegar a disfrutar. Del dolor ajeno. Como él.
Se refería al Príncipe Serg. Su padre.
—Tonterías —dijo Miles—. Durante años observé cómo mi abuelo trataba de hacerte disfrutar con la caza. Llegaste a ser bueno, supongo que porque era tu deber como Vor, pero estabas a punto de vomitar cada vez que herías a una bestia sin matarla y debíamos perseguirla para darle caza. Es posible que albergues alguna otra perversión, pero no el sadismo.
—Lo que he leído… y escuchado —dijo Gregor— es horrible y fascinante a la vez. No puedo evitar pensar en ello. No puedo quitármelo de la cabeza.
—Tu cabeza está llena de horrores porque el mundo está lleno de horrores. Mira los que causó Cavilo en el Centro Hegen.
—Si la hubiese estrangulado mientras dormía, lo cual tuve la ocasión de hacer, ninguno de estos horrores habría llegado a suceder.
—Si ninguno de estos horrores hubiese llegado a suceder, ella no habría merecido ser estrangulada. Es una especie de paradoja temporal, supongo. La flecha de la justicia vuela en un solo sentido. Uno solo. No puedes lamentar no haberla estrangulado al principio. Aunque quizá puedas lamentar no haberla estrangulado después…
—No… no. Dejaré eso para los cetagandanos, si logran atraparla ahora que ella tiene la ventaja inicial.
—Gregor, lo siento, pero realmente no creo que te conviertas en el Emperador Gregor el Loco. Son tus consejeros quienes van a enloquecer.
Gregor miró la bandeja de los postres y suspiró.
—Supongo que los guardias se inquietarían si te aplastara un pastel de crema en pleno rostro.
—Profundamente. Debiste de haberlo hecho cuando teníamos ocho o doce años. Entonces no habría pasado nada. El pastel de crema de la justicia vuela en un solo sentido. —Miles rió.
Ambos comenzaron a sugerir distintas cosas que podían hacerse con una bandeja llena de postres y acabaron riendo de buena gana. Gregor necesitaba una buena batalla de pasteles, decidió Miles, aunque sólo fuese verbal e imaginaria. Cuando al fin dejaron de reír y el café comenzaba a enfriarse, Miles dijo:
—Sé que las lisonjas te enfurecen, pero maldita sea, eres realmente bueno en tu trabajo. En alguna parte de tu interior debes de saberlo, después de las conversaciones con los vervaneses. Sigue trabajando, ¿eh?
—Lo intentaré. —Gregor hincó el cuchillo en el último bocado de su postre—. Tú también seguirás, ¿no?
—En lo que sea. Esta misma tarde me encontraré con Simon para hablar del tema —dijo Miles. Al fin decidió renunciar a ese tercer trozo de pastel.
—No pareces muy entusiasmado al respecto.
—No creo que pueda degradarme, ya que no existe ningún grado más bajo que el de alférez.
—Está complacido contigo; ¿qué más quieres?
—No parecía muy complacido cuando le entregué mi informe. Más bien parecía dispéptico. No dijo demasiado. —De pronto miró a Gregor con desconfianza—. Tú lo sabes, ¿verdad? ¡Dímelo!
—No debo interferir en la cadena de mando —sentenció Gregor—. Tal vez te asciendan. Creo que está vacante el puesto de mando en la isla Kyril.
Miles se estremeció.
En la capital barrayarana de Vorbarr Sultana, la primavera era tan bella como el otoño, decidió Miles. Se detuvo un momento antes de entrar en el gran edificio macizo que era el Cuartel General de Seguridad Imperial. El arce terrestre continuaba allí, calle abajo y a la vuelta de la esquina, con sus hojas nuevas iluminadas por el sol de la tarde. La vegetación natural de Barrayar era, en su mayoría, de tonos rojos opacos y pardos. ¿Visitaría algún día la Tierra? Tal vez.
Miles extrajo los pases que debía entregar a los guardias de la puerta. Sus rostros le resultaron familiares. Pertenecían al mismo grupo con que había trabajado durante aquel período interminable del último invierno. ¿Sólo unos meses atrás? Parecía haber pasado mucho más tiempo. Todavía era capaz de recitar sus nóminas de pago. Intercambiaron saludos, pero como eran buenos hombres de Seguridad Imperial no le formularon la pregunta que brillaba en sus ojos: ¿Dónde ha estado, señor? A Miles no le fue asignado un guardia de seguridad para que lo acompañase a la oficina de Illyan. Buena señal. Y, después de todo, para ese entonces ya conocía muy bien el camino.
Siguió las conocidas vueltas del laberinto y subió en los tubos elevadores. En la antesala de la oficina de Illyan, el capitán apenas si alzó la vista de su consola y le indicó que entrase con un movimiento de la mano. La oficina de Illyan estaba igual que siempre; el enorme escritorio de Illyan estaba igual que siempre; Illyan mismo estaba… con un aspecto algo cansado, más pálido. Debía salir y tomar un poco de ese sol primaveral, ¿eh? Al menos su cabello no había terminado de volverse blanco; seguía siendo una mezcla de castaño con gris. En cuestiones de ropa, su gusto aún era insulso.
Illyan le indicó un asiento, otra buena señal que Miles supo aprovechar rápidamente; terminó con lo que estaba haciendo y, al fin, alzó la vista. Se inclinó hacia delante para apoyar los codos sobre el escritorio y enlazar los dedos, mirando a Miles con cierta desaprobación clínica, como si se tratase de un dato que complicaba la curva en el ordenador e Illyan estuviese decidiendo si aún podía salvar la teoría y clasificarlo como un error experimental.
—Alférez Vorkosigan —suspiró Illyan—. Parece que aún tienes algunos problemas con la subordinación.
—Lo sé, señor. Lo lamento.
—¿Alguna vez piensas hacer algo al respecto, aparte de lamentarlo?
—No puedo evitarlo, señor; cuando la gente me da ordenes equivocadas.
—Si no puedes obedecer mis órdenes, no te quiero en mi sección.
—Bueno… pensé que lo había hecho. Usted quería una evaluación militar del Centro Hegen. Yo la realicé. Usted quería saber de dónde provenía la desestabilización. Yo lo averigüé. Usted quería que los mercenarios Dendarii salieran del Centro. Partirán dentro de tres semanas, aproximadamente. Usted pidió resultados, y los obtuve.
—Un montón de ellos —murmuró Illyan.
—Admito que no tenía la orden directa de rescatar a Gregor, pero supuse que querría que se hiciese, señor.
Illyan lo escudriñó, buscando algún rastro de ironía, y apretó los labios cuando al fin lo encontró. Miles trató de mantenerse inexpresivo.
—Si mal no recuerdo —dijo Illyan (y su memoria era eidética, gracias a un biochip de su invención)—, le di esas órdenes al capitán Ungari. A ti sólo te ordené una cosa. ¿Recuerdas lo que era? —La pregunta tenía el mismo tono alentador que se utilizaba con un niño de seis años que estaba aprendiendo a atarse los zapatos. Tratar de ser más irónico que Illyan era algo muy peligroso.
—Obedecer las órdenes del capitán Ungari —dijo Miles a regañadientes.
—Exactamente. —Illyan se reclinó—. El hombre era un agente bueno y de confianza. Si las cosas hubiesen salido mal, lo habrías arrastrado contigo. Ahora el hombre está prácticamente arruinado.
Miles hizo un expresivo movimiento de negación con ambas manos.
—Él tomó las decisiones correctas para su posición. No puede culparlo. Es sólo que… las cosas se volvieron demasiado importantes y no podía seguir jugando al alférez cuando el hombre que se necesitaba era lord Vorkosigan. —O el almirante Naismith.
—Mm —reconoció Illyan—. Y, sin embargo, ¿a quién debo asignarte ahora? ¿Cuál es el próximo oficial leal que verá destruida su carrera?
Miles lo pensó unos momentos.
—¿Por qué no me asigna directamente a usted, señor?
—Gracias —dijo Illyan secamente.
—No quise decir… —comenzó a balbucear Miles; pero se detuvo al notar el brillo risueño en los ojos color café de Illyan. Te diviertes conmigo, ¿verdad?
—En realidad, esa propuesta ya ha sido hecha. No por mí, obviamente. Pero un operativo galáctico debe funcionar con un alto grado de independencia. Estamos considerando hacer de la necesidad virtud… —Illyan se distrajo ante una luz que se encendió en su consola. Después de verificar algo, apretó un control. Sobre la pared derecha de su escritorio se abrió una puerta, y Gregor entró. El Emperador hizo que un guardia permaneciera en el corredor, mientras que el otro atravesaba la oficina en silencio para apostarse en la antesala. Todas las puertas se cerraron. Illyan se levantó para acercarle una silla al Emperador y movió la cabeza, como un vestigio de reverencia, antes de volver a sentarse, Miles, quien también se había levantado, le hizo la venia y se sentó otra vez.
—¿Ya le ha dicho lo de los Dendarii? —le preguntó Gregor a Illyan.
—Estaba buscando las palabras apropiadas.
Gradualmente.
—¿Qué pasa con los Dendarii? —preguntó Miles, incapaz de ocultar la ansiedad en su voz.
—Hemos decidido ponerlos en un servicio de reserva permanente —dijo Illyan—. Tú, en tu identidad secreta de almirante Naismith, serás nuestro oficial de enlace.
—¿Consultores mercenarios? —Miles parpadeó. ¡Naismith vive!
Gregor sonrió.
—Personales del Emperador. Creo que les debemos algo más que una paga por los servicios que nos han prestado en el Centro Hegen. Y, sin duda, nos han demostrado la utilidad de llegar a sitios que por barreras políticas están vedados a nuestras fuerzas regulares.
Miles interpretó la expresión de Illyan como una profunda aflicción por el presupuesto de su sección, no tanto porque desaprobara la idea.
—Simon estará alerta por si se presenta la oportunidad de utilizarlos de forma activa —continuó Gregor—. Después de todo, habrá que justificar lo que se les paga.
—Considero que nos serán más útiles en cuestiones de espionaje —dijo Illyan rápidamente—. Esto no es un permiso para salir de aventuras o en misiones de captura y represalia. En realidad, lo primero que quiero que hagas es fortalecer tu departamento de Inteligencia. Sé que tienes los medios para ello. Te prestaré a un par de mis expertos.
—¿No son guardaespaldas titiriteros otra vez, señor? —preguntó Miles con nerviosismo.
—¿Le pregunto al capitán Ungari si desea ofrecerse como voluntario? —preguntó Illyan conteniendo una sonrisa—. No. Operarás de forma independiente. Dios nos ayude. Después de todo, si no te envío a alguna otra parte, te quedarás aquí. Por lo tanto, el plan tiene sus propios méritos, aunque los Dendarii nunca hagan nada.
—Me temo que la falta de confianza que Simon muestra hacia ti se debe principalmente a tu juventud —murmuró Gregor, con sus veinticinco años de edad—. Sentimos que es hora de abandonar ese prejuicio.
Sí, ahora Gregor hablaba como todo un Emperador. Los oídos barrayaranos de Miles no le engañaban. Illyan lo había escuchado con la misma claridad.
En esta ocasión su ironía se combinó con cierta… ¿podríamos decir aprobación?
—Aral y yo nos hemos esforzado durante veinte años para dejar nuestros puestos. Es posible que vivamos lo suficiente para retirarnos, después de todo. —Se detuvo—. En mi empresa, eso se llama éxito, muchachos, así que no pondré objeciones. —Y entonces agregó en voz baja—: Al fin me sacarán ese condenado chip de la cabeza…
—Mm. Todavía no puede ir a buscar una cabaña junto al mar para disfrutar su retiro —dijo Gregor. En Illyan no se vio ninguna muestra de pesar ni de sumisión, sólo una expresión de confianza. Ni más ni menos. Gregor se volvió hacia Miles y miró… ¿su cuello? Los cardenales producidos por las manos de Metzov ya debían de haber desaparecido—. ¿También estaba buscando las palabras apropiadas para hablar de lo otro? —le preguntó a Illyan.
Illyan abrió una mano.
—Por favor. —Comenzó a hurgar en un cajón debajo de su consola.
—Hemos pensado que te debíamos algo más, Miles —dijo Gregor.
Miles vaciló entre hacerse el modesto y decirles que no había sido nada y saltar para preguntarles qué le iban a regalar. Al fin adoptó una expresión atenta e interrogante.
Illyan se enderezó y le arrojó algo pequeño y rojo por el aire.
—Aquí tienes. Eres un teniente. Lo que sea que eso signifique para ti.
Miles atrapó los rectángulos plásticos de su nuevo grado. Estaba tan sorprendido que dijo lo primero que le vino a la mente.
—Bueno, es un primer paso para solucionar el problema de la subordinación.
Illyan le dirigió una mirada furiosa.
—No te entusiasmes demasiado. Alrededor de un diez por ciento de los alféreces son promovidos después de su primer año de servicio. De todos modos, en tu círculo social pensarán que es nepotismo.
—Lo sé —dijo Miles con tristeza. Pero se abrió el cuello y comenzó a prender insignias.
Illyan se suavizó un poco.
—Aunque tu padre sabrá que no es así. Y Gregor. Y… y yo.
Miles alzó la cabeza y, por primera vez durante la entrevista, se miraron a los ojos.
—Gracias.
—Te lo has ganado. De mí no obtendrás nada que no te hayas ganado, y eso incluye las reprimendas.
—Las recibiré con gusto, señor.