Ahora que las reverberaciones de los golpes comenzaban a ceder, Miles pudo reflexionar y comprendió que debía esconderse. En su calidad de esclavo, Gregor estaría abrigado, alimentado y seguro hasta llegar a la Estación Aslund, pero él no debía ponerlo en peligro. Tal vez. Miles la añadió a su lista de lecciones de vida. La llamaría «Regla 27B: Nunca tomar decisiones tácticas mientras se sufren accesos electroconvulsivos».
Miles comenzó a examinar la cabina. La nave no era una prisión, y había sido diseñada como un transporte barato, no como una celda inexpugnable. Los dos compartimientos vacíos debajo de las literas dobles eran demasiado grandes y evidentes. En el suelo había una tapa que ocultaba tuberías refrigerantes, cables y la rejilla gravitatoria. La concavidad era larga y estrecha. Unas voces en el corredor apresuraron la decisión de Miles. Se introdujo en el ajustado espacio con el rostro hacia arriba, los brazos apretados al cuerpo, y exhaló.
—Siempre fuiste bueno para jugar al escondite —dijo Gregor con admiración, y cerró la tapa.
—En aquel entonces era más pequeño —murmuró Miles con las mejillas aplastadas. Los tubos y las cajas de circuitos se clavaban en su espalda y sus nalgas. Gregor colocó los cerrojos y por unos momentos todo quedó a oscuras y en silencio. Como un ataúd. Como una flor en un libro. Él era una clase de espécimen biológico, de todos modos—. Un alférez en lata.
La puerta se abrió y unos pasos se detuvieron sobre el cuerpo de Miles, oprimiéndolo todavía más. ¿Notarían el eco apagado de esa franja del suelo?
—De pie, técnico. —La voz de un guardia se dirigía a Gregor. Entonces se escucharon unos ruidos sordos. El hombre daba la vuelta a los colchones y abría las puertas de los compartimientos. Había hecho bien en no ocultarse dentro de ellos.
—¿Dónde está, técnico? —A juzgar por los movimientos encima suyo. Miles dedujo que Gregor estaba junto a la pared, probablemente con un brazo retorcido en la espalda.
—¿Dónde está quién? —dijo Gregor con dificultad. El rostro contra la pared, por supuesto.
—Tu pequeño compañero, el mutante.
—¿Ese hombrecito extraño que me siguió? No es ningún compañero mío. Se fue.
Más movimientos…
—¡Ay! —El brazo del emperador había sido levantado otros cinco centímetros, calculó Miles.
—¿Adónde fue?
—¡No lo sé! No tenía buen aspecto. Alguien lo había golpeado con una cachiporra eléctrica. Hacía poco. No quería verme envuelto en ello. Se fue pocos minutos después de que despegara.
Bien por Gregor; podía estar deprimido, pero no era estúpido. Miles frunció los labios. Tenía la cabeza vuelta hacia un costado, con una mejilla contra la tapa y la otra apretada contra algo que se parecía a un rallador de queso.
Más ruidos sordos.
—¡Basta! ¡Se fue! ¡No me peguen!
Unos gruñidos ininteligibles de los guardias, el crujido de una cachiporra eléctrica, una exclamación ahogada y el sonido de un cuerpo que caía sobre una litera.
La voz de un segundo guardia, teñida por la incertidumbre.
—Debe de haber escapado de vuelta al Consorcio, antes del despegue.
—Bueno, es problema de ellos. Pero será mejor que registremos toda la nave para estar seguros. Los de Detenciones parecían dispuestos a romperle el culo a ese sujeto.
—Al final parece que se lo romperán a ellos.
—Ja. No pienso apostar.
Los dos pares de botas abandonaron la cabina. La puerta se cerró suavemente. Silencio.
Miles sabía que para cuando Gregor se decidiese a levantar la tapa, su espalda luciría una notable colección de moretones. Le estaba costando mucho trabajo respirar y necesitaba ir al baño. Vamos, Gregor…
Debía liberar a Gregor lo antes posible de su esclavitud en cuanto llegaran a la Estación Aslund. Los operarios de esa clase se veían expuestos a los trabajos más sucios y peligrosos, a toda clase de radiaciones, a difíciles condiciones de vida y a infinidad de accidentes. Aunque, a decir verdad, también era un buen disfraz para ocultarse de los enemigos. Cuando estuvieran en libertad debían buscar a Ungari, el hombre con las tarjetas de crédito y los contactos; después de eso… bueno, después de eso Gregor sería problema de Ungari. Sí, todo sería muy simple. No tenía por qué asustarse. ¿Se habrían llevado a Gregor? ¿Él habría tratado de escapar por su cuenta y…?
Se oyeron unos pasos; la luz comenzó a penetrar en el nicho y la tapa se levantó.
—Se han ido —susurró Gregor. Miles se desencajó lentamente, centímetro a centímetro, y se sentó en el suelo. Muy pronto trataría de levantarse.
Gregor tenía una marca roja en la mejilla y se la apretaba con la mano.
—Me golpearon con una cachiporra eléctrica. No… no fue tan terrible como lo había imaginado. —En realidad, Gregor parecía sentirse algo orgulloso de sí mismo.
—Utilizaron la potencia mínima —le gruñó Miles. Gregor disimuló sus sentimientos de inmediato y le ofreció una mano para ayudarlo a levantarse. Miles la cogió y se puso de pie con dificultad, para luego dejarse caer sentado en una litera. Le habló a Gregor sobre sus planes de buscar a Ungari.
Gregor se encogió de hombros.
—Será más rápido que mi plan.
—¿Tu plan?
—Iba a comunicarme con el cónsul barrayarano de Aslund.
—Ah, bien —dijo Miles—. Entonces… tú no necesitas que yo te rescate.
—Si llegué hasta aquí, supongo que podría haberlo hecho por mi cuenta, pero… también está mi otro plan.
—¿Cuál?
—No comunicarme con el cónsul barrayarano. Tal vez sea mejor que hayas aparecido cuando lo hiciste. —Gregor se tendió en su litera y fijó la vista en el techo—. Hay algo que es seguro, una oportunidad como ésta no volverá a presentarse.
—¿De escapar? ¿Y cuántas personas morirán, allá en casa, tratando de comprar tu libertad?
Gregor frunció los labios.
—Considerando el alzamiento de Vordarian como un hito en los golpes palaciegos, digamos unos siete u ocho mil.
—No estás incluyendo a Komarr.
—Ah, sí, si incluimos a Komarr la cifra sería mayor —le concedió Gregor. Su boca se curvó en una expresión irónica carente de humor—. No te preocupes, no hablo en serio. Sólo… sólo quería saberlo. Podría haberlo logrado por mi cuenta, ¿no crees?
—¡Por supuesto! Ésa no es la cuestión.
—Lo era para mí.
—Gregor —dijo Miles con impaciencia, moviendo los dedos sobre la rodilla— esto es algo que te haces a ti mismo. Tú tienes poder. Papá peleó durante toda la regencia para preservarlo. ¡Sólo necesitas ser más firme!
—Bien, alférez. Si yo, tu comandante supremo, te ordenara que abandonases esta nave en la Estación Aslund y que te olvidases de que alguna vez me habías visto, ¿lo harías?
Miles tragó saliva.
—El mayor Cecil dijo que yo tenía problemas con la subordinación.
Gregor casi sonrió.
—El bueno de Cecil. Lo recuerdo. —Su sonrisa se desvaneció. Gregor se apoyó sobre un codo—. Pero si ni siquiera puedo controlar a un alférez bastante bajito, ¿cuánto menos a un ejército o a un gobierno? No se trata de poder. He asistido a todas las clases de tu padre sobre el poder, sus espejismos y usos. Lo tendré a su debido tiempo, lo quiera o no. ¿Pero poseo la fuerza necesaria para manejarlo? Piensa en la mala actuación que tuve durante el complot de Vordrozda y Hessman, hace cuatro años.
—¿Volverías a cometer ese error? ¿Confiar en un adulador?
—No, ése no.
—¿Y entonces?
—Bueno, debo superarme, o de otro modo a Barrayar le convendrá más no tener ningún emperador.
¿Hasta qué punto esa caída por el balcón había sido involuntaria? Miles apretó los dientes.
—No respondí a tu pregunta sobre las órdenes como un alférez. Lo hice como lord Vorkosigan. Como amigo.
—Ah.
—Mira, tú no necesitas que yo te rescate. Es posible que necesites a Illyan, pero no a mí. Sin embargo, hace que me sienta mejor.
—Siempre es agradable sentirse útil —dijo Gregor, y ambos sonrieron. La expresión de Gregor perdió su amargura—. Ah… y es agradable tener compañía.
Miles asintió con la cabeza.
—Ya lo creo.
Durante los dos días siguientes. Miles pasó bastante tiempo metido en el nicho o en los compartimientos bajo las literas, pero su cabina sólo fue registrada una vez más. En dos ocasiones otros prisioneros se acercaron para conversar con Gregor, y por sugerencia de Miles éste les devolvió la visita. El Emperador lo estaba haciendo bastante bien. Compartía sus raciones con Miles automáticamente, sin emitir una queja ni un comentario, y no quería aceptar porciones más grandes por más que Miles insistiera.
En cuanto la nave descendió sobre la Estación Aslund, Gregor fue desembarcado junto con el resto de la cuadrilla. Miles aguardó con nerviosismo. Debía esperar un poco para asegurarse de que los guardias habían descendido, pero no demasiado, ya que la nave podía volver a partir y llevarlo consigo.
Cuando Miles asomó la cabeza, el corredor estaba oscuro y desierto. La portilla estaba abierta de ese lado. Él todavía llevaba puesta la camisa celeste y los pantalones sobre su otra ropa, ya que de ese modo le resultaría más sencillo confundirse en la distancia.
Miles descendió con pasos firmes y quedó paralizado al encontrarse con un hombre vestido de negro y dorado. Su aturdidor estaba enfundado, y entre las manos tenía una taza humeante. Sus ojos rojizos miraron a Miles con indiferencia. Miles le dirigió una leve sonrisa, y continuó caminando. El hombre también le sonrió. Evidentemente su tarea era evitar que los extraños entrasen a la nave, no que saliesen de ella.
En la zona de carga había seis empleados de mantenimiento vestidos con overoles. Trabajaban en silencio. Miles inspiró profundamente y atravesó la playa sin mirar atrás, como si hubiese estado muy seguro de lo que hacía. No era más que un obrero. Nadie lo detuvo.
Tranquilizado, Miles siguió caminando por el lugar. Una rampa ancha conducía a una gran obra en construcción llena de operarios vestidos de las formas más diversas. A juzgar por las máquinas que se veían allí, sería un galpón para reabastecer combustible y efectuar reparaciones en naves de combate. Justo lo que podría interesarle a Ungari. Miles no podía tener tanta suerte como para… No. No había ningún rastro de Ungari camuflado entre aquellos operarios. Había varios hombres y mujeres con el uniforme azul oscuro del ejército aslundeño, pero parecían ser ingenieros totalmente compenetrados con su trabajo, no guardias suspicaces. Miles continuó caminando con paso enérgico y se introdujo por otro corredor.
Encontró un mirador que ofrecía una vista panorámica, y al asomarse se contuvo para no maldecir en voz alta. Al algunos kilómetros de distancia se veían las luces de la estación transbordadora comercial. Una nave estaba descendiendo en ese momento, y de ella sólo se veía un punto brillante. Al parecer, la estación militar era una unidad separada, o al menos aún no había sido comunicada. Con razón los de camisa celeste podían deambular a voluntad. Miles observó el panorama con frustración. Bueno, primero buscaría a Ungari en este lugar y luego cruzaría al otro. De algún modo. Se volvió y se dispuso a…
—¡Hey, tú! ¡El técnico pequeñín!
Miles se paralizó y contuvo el impulso de correr; esa técnica no había funcionado bien la última vez. Entonces se volvió tratando de que su rostro mostrase una expresión amable e interrogante. El hombre que lo había llamado era fornido, pero estaba desarmado, y llevaba puesto el overol pardo de los supervisores. Parecía preocupado.
—¿Sí, señor? —dijo Miles.
—Tú eres justo lo que necesitaba. —Su mano cayó pesadamente sobre el hombro de Miles—. Ven conmigo.
Miles no tuvo más remedio que seguirlo, tratando de parecer sereno y de proyectar un cierto fastidio a la vez.
—¿Cuál es tu especialidad? —le preguntó el hombre.
—Drenajes —respondió Miles.
—¡Perfecto!
Desalentado, Miles siguió al hombre hasta donde se intersectaban dos corredores a medio construir. Allí se abría la estructura desprovista de una arcada, a pesar de que el material se encontraba listo para ser colocado.
El supervisor le señaló un espacio estrecho entre los muros.
—¿Ves ese tubo?
A juzgar por su color, se trataba del conducto de aguas servidas, y desaparecía en la oscuridad.
—Sí.
—Hay una pérdida en alguna parte detrás del muro. Entra y encuéntralo, para que no tengamos que tirar abajo todo el entablado que acabamos de levantar.
—¿Tiene una linterna?
El hombre hurgó en el bolsillo de su overol y extrajo una linterna de mano.
—De acuerdo —dijo Miles—. ¿Ya está conectado?
—Justo íbamos a hacerlo. Esta maldita cosa falló en la última prueba de presión.
Sólo saldría aire del tubo. Miles se sintió un poco más animado.
Era posible que su suerte estuviese cambiando.
Miles se introdujo en la abertura y avanzó lentamente por la superficie curva y suave, escuchando y tanteando. A unos siete metros de la boca lo encontró: un soplo de aire frío que entraba por una grieta bien marcada bajo sus manos. Miles sacudió la cabeza, trató de girar en ese espacio tan estrecho, y atravesó el entablado con el pie.
Sorprendido, Miles asomó la cabeza por el agujero y observó el corredor de arriba abajo. Arrancó un trozo de madera del borde y lo miró, dándole vueltas entre sus manos.
Dos hombres que colocaban los artefactos de luz se volvieron para mirarlo.
—¿Qué diablos estás haciendo? —preguntó con enfado el que llevaba el overol pardo.
—Control de calidad —respondió Miles con soltura—, y vaya si tenéis un problema.
Miles consideró la posibilidad de ensanchar el agujero a puntapiés y regresar caminando a su punto de partida, pero al fin viró y regresó por el interior. Cuando emergió se encontró con el supervisor que lo aguardaba muy ansioso.
—Su pérdida está en la sección seis —le informó Miles, y le entregó el trozo de entablado—. Si se supone que esos paneles están hechos con tabla de fibra inflamable en lugar de ser de sílice, tal como se acostumbra en una instalación militar planeada para soportar el fuego enemigo, alguien ha contratado a un proyectista muy malo. Si no, le sugiero que llame a dos de esos grandes sujetos con las cachiporras eléctricas y vaya a ver a su proveedor.
El hombre lanzó una maldición. Con los labios apretados, cogió el borde más cercano del entablado y tiró de él. Un segmento del tamaño de un puño cedió de la pared.
—Coño. ¿Cuánta de esta basura ha sido instalada?
—Un montón —le respondió Miles alegremente, y se volvió para escapar antes de que al supervisor se le ocurriese otra tarea para él. Por el momento estaba muy ocupado deshaciendo los fragmentos y murmurando maldiciones. Ruborizado y sudoroso, Miles se escabulló y no se detuvo hasta que hubo dado la vuelta al segundo recodo.
Pasó junto a un par de hombres armados, con uniforme gris y blanco. Uno se volvió para mirarlo. Miles siguió caminando y se mordió el labio Inferior sin mirar atrás.
¡Dendarii! ¡U oseranos! Allí mismo, en la estación. ¿Cuántos serían? Aquellos dos eran los primeros que había visto. ¿No debían encontrarse fuera, en alguna patrulla? Hubiese querido evitar de vuelta entre los muros, como una rata en el enmaderado.
Pero si la mayoría de los mercenarios constituían un peligro para él, los verdaderos Dendarii, no los oseranos, podían serle de gran ayuda. Si lograse establecer contacto… Si se atreviese a establecer contacto… Elena, podía esperar a Elena… Su imaginación comenzó a volar.
Cuatro años atrás Miles había dejado a Elena como esposa de Baz Jesek y como aprendiz militar de Tung. En ese momento era la máxima protección que había podido brindarle. Pero no había recibido ningún mensaje de Baz desde el golpe efectuado por Oser. ¿Sería posible que este último los hubiese interceptado? Ahora que tanto Baz como Tung habían sido degradados, ¿qué posición ocupaba Elena en la flota mercenaria?
¿Qué posición ocupaba en su corazón? Miles se detuvo invadido por la incertidumbre. La había amado apasionadamente una vez. Y en ese entonces, ella lo había conocido mejor que ningún otro ser humano. Sin embargo, ahora ya no pensaba en ella todos los días. Aquello había pasado, como su dolor por la muerte del padre de Elena, el sargento Bothari. Sólo quedaba una punzada ocasional, como la producida por una antigua quebradura. Él quería volver a verla y, al mismo tiempo, no lo quería. Hablar con ella otra vez. Tocarla otra vez.
Pero yendo a las cuestiones prácticas, ella reconocería a Gregor, ya que habían sido amigos durante su infancia. ¿Una segunda línea de defensa para el Emperador? Restablecer contacto con Elena podía significar un impacto emocional, pero sería mejor y menos peligroso que continuar deambulando sin lograr nada. Ahora que había explorado las instalaciones, debía encontrar una forma para aplicar su destreza. ¿Cuánto respeto despertaba todavía el almirante Naismith? Una pregunta interesante.
Necesitaba encontrar un lugar donde observar sin ser visto. Existían muchas maneras de hacerse invisible sin necesidad de ocultarse, tal como lo demostraba su camisa celeste. Pero su altura inusitada… bueno, su pequeñez… le impedía confiar solamente en las ropas. Necesitaba… ¡claro, herramientas! Iguales a las que un hombre con overol pardo acababa de dejar en el corredor mientras él se ocultaba en el lavabo. Miles tomó el estuche en la mano y volvió a ocultarse en un abrir y cerrar de ojos.
Un par de niveles más abajo encontró un corredor que conducía a una cafetería. Hum… Todo el mundo debía de estar comiendo; por lo tanto, todos iban a tener que pasar por allí en algún momento. Los aromas de la comida estimularon su estómago, el cual protestó por las medías raciones que había recibido en los últimos tres días. Miles lo ignoró. Extrajo un panel de la pared, se puso unas gafas protectoras que encontró en el estuche, ocultando de esa manera su rostro, trepó a la pared para que no se notase su altura y comenzó a fingir que trabajaba en una caja de controles y algunos caños. Desde allí dominaba perfectamente todo el corredor.
A juzgar por los aromas que flotaban en el aire, debían de estar sirviendo carne con vegetales. Miles trató de no salivar en el haz del pequeño soldador láser que manipulaba mientras estudiaba a todos los que pasaban: Muy pocos iban vestidos de civil. Sin duda, la vestimenta de Rotha lo hubiese vuelto más llamativo que la camisa celeste. Había muchos overoles de distintos colores, cada uno con un código distinto, camisas celestes y verdes y vanos uniformes azules del ejército Aslundeño, casi todos de bajo rango. ¿Los mercenarios Dendarii —u oseranos— comerían en alguna otra parte? Miles ya había reparado los controles para siempre y comenzaba a pensar en abandonar su puesto cuando pasó una pareja de gris y blanco. Como no eran rostros que conociese, los dejó seguir sin llamarlos.
Miles reflexionó sobre sus probabilidades. Habría unos dos mil mercenarios presentes en el sistema del conducto de agujero de gusano de Aslund. Tal vez él conociera a unos doscientos de vista, y a muchos menos por su nombre. La flota mercenaria sólo tenía algunas naves en esa estación militar a medio construir. Y de la porción de la porción, ¿en cuántas personas podía confiar por completo? ¿En cinco? Dejó pasar a otro cuarteto de hombres de gris y blanco, aunque estaba seguro de que la rubia mayor era un ingeniero del Triumph, nave que alguna vez había sido leal a Tung. Alguna vez. Comenzaba a sentirse famélico.
Pero el rostro curtido que se acercaba por el corredor hizo que Miles olvidara su estómago. Era el sargento Chodak. Su suerte había cambiado… tal vez. Por su cuenta se hubiese aventurado, ¿pero arriesgar a Gregor? Era demasiado tarde para arrepentirse, ya que Chodak acababa de verlo. Los ojos del sargento se abrieron de par en par por la sorpresa, y entonces su expresión se tornó impasible.
—¡Oh, sargento! —lo llamó Miles señalando una caja de controles—. ¿Querría echar un vistazo, aquí, por favor?
—Lo seguiré en un minuto —dijo Chodak a su compañero, un hombre del ejército aslundeño.
Cuando estuvieron juntos, de espaldas al corredor, Chodak susurró:
—¿Ha enloquecido? ¿Qué está haciendo aquí? —Como muestra de su agitación, omitió su habitual «señor».
—Es una larga historia. Pero ahora necesito ayuda.
—¿Pero cómo llegó aquí? El almirante Oser tiene guardias por toda la estación de transbordo, buscándolo a usted. No pudo haber pasado de contrabando.
Miles sonrió con presunción.
—Tengo mis métodos. —Y su siguiente plan era dirigirse a esa misma estación de transbordo. No cabían dudas, Dios protegía a los tontos y a los locos—. Por ahora necesito establecer contacto con la comandante Elena Bothari-Jesek. Urgentemente. O si no es con ella, con el comodoro ingeniero Jesek. ¿Ella se encuentra aquí?
—Debería estar. El Triumph está en la estación. Por lo que me han dicho, el comodoro Jesek ha salido a efectuar reparaciones con la nave nodriza.
—Bueno, si no es Elena, Tung. O Arde Mayhew. O la teniente Elli Quinn. Pero prefiero a Elena. Dígale a ella, y a nadie más, que nuestro viejo amigo Greg está conmigo. Dígale que se encuentre conmigo dentro de una hora en las habitaciones de los operarios, en el compartimiento de Greg Bleakman. ¿Podrá hacerlo?
—Podré, señor. —Chodak se alejó rápidamente, con expresión preocupada. Miles remendó esa pobre pared desmenuzada, coloco el panel en su lugar, recogió su caja de herramientas y se alejo con indiferencia, tratando de no sentirse como si tuviera una luz roja girando sobre su cabeza. Se dejó las gafas puestas y mantuvo la cabeza gacha, y eligió los corredores menos transitados que pudo encontrar. Su estómago gruñía.
Elena te dará de comer —le dijo con firmeza—. Más tarde.
Una mayor presencia de camisas celestes y azules le indicó que se estaba acercando a las habitaciones de los operarios.
Había un directorio. Después de vacilar unos segundos, pulsó «Bleakman, G.». Módulo B, compartimiento 8. Cuando encontró el módulo, miró su cronómetro. Gregor ya debía de haber finalizado su turno de trabajo. Ante la llamada, la puerta se abrió suavemente y Miles entró. Gregor estaba allí, sentado en su litera con expresión adormecida. Era un compartimiento privado, aunque apenas sí había espacio para moverse. La intimidad era un lujo psicológico mayor que la amplitud. Hasta los técnicos esclavos debían de sentirse mínimamente felices. Tenían demasiado poder como potenciales saboteadores y era mejor no presionarlos hasta el límite.
—Estamos salvados —le anunció Miles—. Acabo de establecer contacto con Elena. —Se sentó con fatiga en el borde de la litera. En ese lugar se encontraba a salvo y podía aflojar la tensión.
—¿Elena está aquí? —Gregor se pasó una mano por el cabello—. Pensé que querías a tu capitán Ungari…
—Elena es el primer paso para llegar a Ungari. O si no lo encontramos a él, para sacarnos de aquí. Si Ungari no hubiese sido tan porfiado en que la mano izquierda no supiese lo que hacía la derecha, todo sería mucho más sencillo. Pero esto servirá. —Estudió a Gregor con preocupación—. ¿Has estado bien?
—Un par de horas colocando artefactos de luz no afectará mí salud, te lo aseguro —dijo Gregor secamente.
—¿En eso te hicieron trabajar?
Había imaginado otra cosa… De todos modos, Gregor parecía encontrarse bien. A decir verdad, considerando lo malhumorado que solía estar el Emperador, se veía casi alegre en su condición de esclavo.
Quizá deberíamos enviarlo a las minas un par de semanas por año, para mantenerlo feliz y contento con su trabajo habitual. Miles se tranquilizó un poco.
—Resulta difícil imaginar a Elena Bothari como mercenaria —agregó Gregor en tono reflexivo.
—No la subestimes. —Miles ocultó un momento de duda. Casi cuatro años. Él sabía cuánto había cambiado en cuatro años. ¿Qué había sido de Elena? No creía que aquellos años hubiesen sido menos turbulentos para ella. Los tiempos cambian, y la gente cambia con ellos… No. Podía dudar de sí mismo antes que de Elena.
La media hora de espera fue difícil. Miles aflojó la tensión y se dejó invadir por la fatiga, pero no logró descansar. Ahora que necesitaba desesperadamente mantenerse bien despierto, comenzaba a sentirse embotado, y la lucidez se escapaba como arena entre sus dedos. Miles volvió a mirar su cronómetro. Una hora había sido demasiado vago. Debía haber especificado mejor el momento del encuentro. ¿Pero quién sabía qué dificultades o demoras podía sufrir Elena para llegar?
Miles parpadeó varias veces. Por la forma en que sus pensamientos fluctuaban, era evidente que se estaba quedando dormido sentado. La puerta se abrió sin intervención de Gregor.
—¡Aquí está!
Varios mercenarios vestidos de gris y blanco ocupaban el corredor. Cuando se acercaron a él, Miles no necesitó ver los aturdidores ni las cachiporras eléctricas para comprender que éstos no eran los hombres de Elena. La oleada de adrenalina despejó la fatiga de su cabeza.
¿Y ahora qué fingiré ser? ¿Un blanco móvil? Miles se dejó caer contra una pared, sin siquiera resistirse, aunque Gregor se levantó de un salto y efectuó un valiente intento en aquel espacio tan pequeño, una precisa patada de karate que despojó a un mercenario del aturdidor que tenía en la manos. Como respuesta, dos hombres arrojaron a Gregor contra la pared.
Entonces Miles fue arrancado de la litera donde se había acurrucado y lo envolvieron varias veces con una red. El campo eléctrico ardía contra su piel. Estaban utilizando la suficiente energía como para inmovilizar a un caballo.
¿Qué piensan que soy, muchachos?
Con gran entusiasmo, el líder del escuadrón gritó en el intercomunicador que llevaba en la muñeca:
—¡Lo tengo, señor!
Miles alzó una ceja con ironía. El líder del escuadrón se ruborizo y enderezó la espalda, conteniéndose para no hacer la venia. Miles esbozó una sonrisa. El hombre apretó los labios.
Ja, casi te pesco, ¿verdad?
—Llévenselo —ordenó el líder del escuadrón.
Entre dos hombres lo sacaron del compartimiento. Sus pies colgaban ridículamente a varios centímetros del suelo. Detrás de él se llevaron a Gregor, quien gemía. Al pasar por un corredor, Miles vio el rostro consternado de Chodak por el rabillo del ojo, flotando entre las sombras.
Entonces maldijo su propio criterio.
Pensaste que eras capaz de conocer a las personas. Tu único talento demostrable. Por supuesto. Debi haber, debí haber, debí haber…, se burló su mente, como el graznido de un ave de presa.
Cuando después de ser arrastrados un buen rato fueron introducidos por una escotilla. Miles supo de inmediato dónde se encontraba. El Triumph, la nave acorazada que algunas veces portaba la insignia de la flota, volvía a estar en funciones. Hacía mucho, antes de Tau Verde, Tung había sido el capitán y el dueño del Triumph. Oser solía utilizar su Peregrine como insignia. ¿Este cambio se debería a cuestiones políticas?
Los corredores de la nave eran extraña y dolorosamente familiares. Los olores de los hombres, de los metales y de las maquinarias. Esa arcada torcida, legado del lunático ataque en que había sido capturada cuando Miles la viera por primera vez, todavía sin enderezar.
Pensé que había olvidado más cosas.
Para asegurarse de que nadie los veía, un par de hombres se adelantaron a ellos, despejando el corredor de posibles testigos. Ésta iba a ser una conversación muy íntima. En lo que a Miles se refería, no tenía inconveniente. Hubiese preferido no encontrarse nunca con Oser, pero si debían volver a verse, simplemente tendría que hallar un modo para sacarle provecho. Puso en orden su personalidad como si se arreglara los puños… Miles Naismith, mercenario espacial y misterioso empresario, llegado al Centro Hegen para… ¿para qué? Y su leal compañero Greg… Por supuesto, tendría que encontrar una explicación apropiada para justificar la presencia de Gregor.
Atravesaron el corredor dejando atrás el salón táctico, el centro neurálgico del Triumph, y entraron en una pequeña sala de reuniones que había frente a él. La pantalla de holovídeo ubicada en el centro de la mesa estaba oscura y silenciosa. El almirante Oser se hallaba sentado, igual de oscuro y silencioso, en la cabecera de la mesa. A su lado había un hombre pálido y rubio que Miles supuso que sería un teniente leal. Nunca antes había visto a ese sujeto. Miles y Gregor fueron obligados a sentarse en dos sillas alejadas de la mesa, de tal modo que sus manos y pies quedaran a la vista. Oser hizo que todos, con excepción de un guardia, aguardasen en el corredor.
El aspecto de Oser no había cambiado mucho en cuatro años, decidió Miles. Todavía era delgado y tenía rostro de halcón, con un cabello oscuro que tal vez había encanecido un poco en las sienes. Miles lo recordaba más alto, pero en realidad era más bajo que Metzov. Por algún motivo, Oser le recordaba al general. ¿Sería la edad o la contextura física? ¿O el brillo hostil y asesino que asomaba a sus ojos con un reflejo rojizo?
—Miles —susurró Gregor—, ¿qué has hecho para enfadar a este sujeto?
—¡Nada! —protestó Miles en voz baja—. Nada intencional, al menos.
Gregor no pareció tranquilizarse.
Oser apoyó las palmas sobre la mesa y se inclinó hacia delante, mirando a Miles con ojos rapaces. Si el almirante hubiese tenido cola, fantaseó Miles, ésta se habría estado meneando.
—¿Qué está haciendo aquí? —preguntó Oser abruptamente sin preámbulos.
Tú me has traído, ¿no lo sabes? Aunque no era momento para exhibir su ingenio. Miles era muy consciente de que su aspecto no era precisamente el mejor. Pero al almirante Naismith no debía importarle. Él sólo estaba interesado en cumplir su objetivo y, de ser necesario, lo haría aunque estuviese pintado de azul, Miles respondió con la misma brusquedad.
—Fui contratado por un no combatiente que efectúa despachos a través del Centro Hegen. Se me pidió que realizara una evaluación militar del lugar. —Lo mejor era decir la verdad desde un principio, ya que sin duda no le creerían—. Como no están interesados en enviar expediciones de rescate, quieren contar con el tiempo suficiente para sacar a sus ciudadanos del Centro antes de que estallen las hostilidades. Aparte de eso, estoy efectuando algún tráfico de armas. Una pantalla que me produce beneficios.
Oser lo miró con más intensidad.
—No será Barrayar…
—Barrayar tiene sus propios operativos.
—Al igual que Cetaganda. Aslund teme las ambiciones de Cetaganda.
—Hacen bien.
—Barrayar está equidistante.
—En mi opinión profesional… —Todavía envuelto en la red, Miles le dedicó una pequeña reverencia desde su silla. Oser estuvo a punto de responderle, pero se contuvo—. En mi opinión profesional, Barrayar no representa ninguna amenaza para Aslund en esta generación. Para controlar el Centro Hegen, Barrayar debe controlar a Pol. Con el terramorfismo de su propio segundo continente, además de la apertura del planeta Sergyar, por el momento Barrayar tiene demasiadas fronteras que cuidar. Y también está el problema de controlar al ingobernable Komarr. Una aventura militar hacia Pol podría constituir un serio exceso para sus recursos humanos. Resulta más barato ser amigos, o al menos neutrales.
—Aslund también teme a Pol.
—No es muy probable que luchen a menos que sean atacados, Mantener la paz con Pol es barato y sencillo. Sólo hay que quedarse sin hacer nada.
—¿Y Vervain?
—Aún no he evaluado Vervain. Es el siguiente en mi lista.
—¿De veras? —Oser se reclinó en su silla y cruzó los brazos—. Como espía, podría hacerlo ejecutar.
—Pero yo no soy un espía enemigo —respondió Miles fingiendo serenidad—. Un neutral amistoso o, ¿quién sabe?, tal vez un potencial aliado.
—¿Y cuál es su interés en mi flota?
—Mi interés en los Denda…, en los mercenarios es puramente académico, se lo aseguro. Ustedes no son más que una parte del cuadro. Dígame, ¿cómo es su contrato con Aslund? —preguntó Miles ladeando la cabeza.
Oser estuvo a punto de responder, pero entonces hizo una mueca de fastidio. Si Miles hubiera sido una bomba de tiempo no habría suscitado más atención de parte del mercenario.
—¡Oh, vamos! —se mofó Miles al ver que el silencio se extendía—. ¿Qué podría yo hacer con un solo hombre?
—Recuerdo la última vez. Se introdujo en el espacio local de Tau Verde con cuatro hombres. Cuatro meses más tarde estaba imponiendo condiciones. ¿Qué es lo que planea ahora?
—Sobrestima mi poder. Sólo ayudé a algunas personas para que se encaminasen en la dirección que deseaban tomar. Fui un coordinador, por así decirlo.
—No para mí. Yo pasé tres años recuperándome del terreno que había perdido. ¡En mi propia flota!
—Resulta difícil complacer a todos. —Miles interceptó la mirada horrorizada de Gregor y moderó el tono. Ahora que lo pensaba, Gregor nunca se había encontrado con el almirante Naismith—. El daño que sufrió no fue tan serio.
La mandíbula de Oser se tensó aún más.
—¿Y él quién es? —preguntó señalando a Gregor con el pulgar.
—¿Greg? Es sólo mi ordenanza —dijo Miles rápidamente al ver que Gregor abría la boca.
—No parece un ordenanza. Parece un oficial.
—No se deje guiar por las apariencias. El comodoro Tung parece un luchador.
De pronto, la mirada de Oser se tornó helada.
—Ya lo creo. ¿Y desde cuándo ha mantenido correspondencia con el capitán Tung?
Por el vuelco en su estómago. Miles comprendió que había cometido un grave error al mencionar a Tung. Trató de que su expresión permaneciera serena e irónica para que no reflejase su inquietud.
—Si hubiese mantenido correspondencia con Tung, no habría necesitado venir personalmente para realizar esta evaluación de la Estación Aslund.
Con los codos sobre la mesa y las manos unidas, Oser estudio a Miles durante todo un minuto. Al fin extendió una mano para señalar al guardia, quien enderezó la espalda de inmediato.
—Lanzadlos al espacio, —ordenó Oser.
—¿Qué? —aulló Miles.
—Usted. —El dedo señaló al silencioso teniente de Oser—. Vaya con ellos. Asegúrese de que mis órdenes sean cumplidas. Utilice la escotilla de acceso, es la más cercana. Si él comienza a hablar —agregó volviéndose hacia Miles—, córtenle la lengua. Es su arma más peligrosa.
El guardia desenredó la red de los pies de Miles y lo obligó a levantarse.
—¿Ni siquiera hará que me interroguen químicamente? —preguntó Miles, confundido por este giro repentino.
—¿Y contaminar a mis interrogadores? Lo último que deseo es darle rienda suelta para que hable. No se me ocurre nada mejor para que la semilla podrida de la deslealtad germine en mi propia sección de Inteligencia. Estuvo a punto de convencerme a mí. —Oser casi se estremeció.
Si, nos estaba yendo tan bien…
—Pero yo… —Se disponían a levantar a Gregor—. Pero usted no tiene que…
Al abrirse la puerta entraron dos miembros de la escuadra y se llevaron a Miles y a Gregor por el corredor.
—¡Pero…! —La sala de conferencias se cerró.
—Esto no marcha muy bien, Miles —observó Gregor. En su rostro pálido había una extraña combinación de indiferencia, exasperación y desaliento—. ¿Alguna otra idea brillante?
—Tú eras el que estaba experimentando volar sin alas. ¿Esto te parece peor que… digamos… caer a plomo?
—Eso fue porque quise. —La escotilla apareció frente a ellos y Gregor comenzó a arrastrar los pies—. No porque se les antoje a un puñado de… ¡malditos rufianes!
Miles comenzaba a desesperar. Al diablo con todo.
—¿Sabéis algo? —gritó—, estáis a punto de arrojar una verdadera fortuna en rescate por esa escotilla.
Dos guardias continuaron forcejeando con Gregor, pero el tercero se detuvo.
—¿Cuán grande es esa fortuna?
—Inmensa —le aseguró Miles—. Lo suficiente para comprarte tu propia flota.
El teniente abandonó a Gregor y se acercó a Miles, sacando una navaja vibratoria. El hombre cumplía sus órdenes al pie de la letra, comprendió Miles al ver que trataba de cortarle la lengua. Y estuvo a punto de lograrlo. El horrible zumbido de insecto se detuvo a escasos centímetros de su nariz. Miles mordió los dedos gruesos del teniente y se retorció tratando de soltarse del guardia que lo sujetaba. La red le ceñía los brazos y el torso, emitiendo pequeñas descargas eléctricas. Miles se lanzó hacia atrás contra la entrepierna del hombre que tenía a sus espaldas, y éste profirió un grito al ser tocado por la red. Sus manos lo soltaron y Miles se dejó caer, rodando para golpearle las rodillas. No era exactamente una toma de judo, pero el teniente tropezó y cayó sobre él.
Los dos oponentes de Gregor se distrajeron ante la sangrienta promesa de la navaja vibratoria y los forcejeos de Miles. No vieron al hombre de rostro curtido que aparecía por un pasillo, apuntaba su aturdidor y disparaba. Los hombres se retorcieron en convulsiones agitadas cuando las descargas les alcanzaron la espalda y se desplomaron de inmediato. El hombre que había sujetado a Miles trataba de atraparlo nuevamente, pero Miles se escurrió como un pez y el teniente giró de forma brusca, golpeándose el rostro con una viga.
Miles se abalanzó sobre él y, por unos momentos, lo sujetó contra el suelo. Entonces se retorció tratando de apretarle el rostro con la red, pero fue empujado con una maldición. El teniente estaba preparado para volver al ataque y giraba en busca de su blanco cuando Gregor saltó sobre él y le golpeó en la mandíbula. Una descarga del aturdidor dio en la nuca del teniente haciéndolo caer.
—Al diablo con el buen entrenamiento militar —dijo Miles, jadeante, al sargento Chodak cuando todo estuvo en silencio—. Creo que ni siquiera se han enterado de lo que les ha ocurrido.
Así que lo había juzgado bien la primera vez. No he perdido mi instinto, después de todo. Dios lo bendiga, sargento.
—Ustedes tampoco estuvieron tan mal, considerando que tenían las manos atadas a la espalda. —El sargento Chodak sacudió la cabeza con expresión algo risueña y se acercó a ellos para retirarles la red.
—Vaya equipo —dijo Miles.