9

Miles decidió que la principal diferencia entre la estación de enlace del Consorcio Jacksoniano y la de Pol era la colección de objetos que sus mercaderes ofrecían a la venta. Miles se detuvo frente al distribuidor automático de discos-libro en una plaza muy parecida a la de Pol Seis y repasó un enorme catálogo de pornografía utilizando el avance rápido del aparato. Bueno, casi todo el tiempo utilizó el avance rápido, ya que algunas veces colocó la pausa entre divertido y pasmado. Resistiendo con nobleza la curiosidad, llegó a la sección de historia militar y descubrió, para su gran decepción, que sólo contaba con una escasa colección de títulos.

Miles insertó su tarjeta de crédito y la máquina le entregó tres obleas. No era que estuviese muy interesado en el Bosquejo de la Estrategia Trigonal en las Guerras de Minos IV, pero le aguardaba un largo y tedioso camino hasta llegar a casa, y el sargento Overholt no prometía ser el más brillante de los compañeros de viaje. Miles guardó los discos en su bolsillo y suspiró. Qué pérdida de tiempo y de esfuerzo había constituido esta misión.

Ungari había hecho los arreglos para que la nave de Victor Rotha, su piloto y su ingeniero fuesen «vendidos» a un testaferro que, con el tiempo, los devolvería a Seguridad Imperial de Barrayar. Miles había continuado suplicando a su superior para que no dejase de utilizar a Rotha, a Naismith o incluso al alférez Vorkosigan, pero entonces había llegado un mensaje del cuartel general de Seguridad Imperial, dirigido a Ungari exclusivamente.

Éste se había retirado para descifrarlo, apareciendo media hora después con el rostro lívido.

Entonces había modificado su itinerario para partir una hora después con rumbo a la Estación Aslund en una nave comercial. Se había negado a comunicar el contenido del mensaje a Miles o al sargento Overholt. Se había negado a llevar consigo a Miles. Se había negado a permitir que Miles continuara realizando observaciones militares independientes en el Consorcio.

Ungari dejó a Overholt con Miles, o viceversa. Resultaba un poco difícil saber quién había quedado a cargo de quién. Overholt parecía haber abandonado un poco de su subordinación para actuar como una niñera, desalentando a Miles en sus intentos de salir a explorar el Consorcio e insistiendo para que permaneciese en su habitación del hotel.

Ahora esperaban el momento de abordar una nave comercial que se dirigía a Escobar sin escalas, donde se presentarían en la embajada barrayarana y serían enviados a casa sin demora. A casa, y sin haber obtenido nada valioso.

Miles miró su reloj. Faltaban veinte minutos para abordar. Bien podían sentarse mientras esperaban. Con una mirada irritada a su sombra, Overholt, se alejó por la plaza con pasos cansados. Overholt lo siguió con el ceño fruncido.

Miles reflexionó sobre Livia Nu. Al escapar de su invitación erótica, se había perdido la aventura más apasionante de su breve vida. Aunque la expresión en su rostro no había sido precisamente de amor. Bueno, no podía esperarse que una mujer se enamorara a primera vista de Victor Rotha, por cierto. El brillo de sus ojos se parecía más al de un gourmet contemplando un exquisito hors d’oeuvre recién presentado por el camarero. Se había sentido como si de sus orejas asomaran ramitas de perejil.

Ella podía haber ido vestida como una cortesana y moverse como tal, pero no había habido nada servil en su actitud. Los gestos del poder en las prendas del que nada puede. Inquietante.

Tan hermosa.

Una cortesana, una espía asesina, ¿qué era ella? Y por encima de todo, ¿a quién pertenecía? ¿Era la jefa de Liga o su adversaria? ¿O su destino? ¿Había matado ella misma al hombre con cara de conejo? Fuera lo que fuese, Miles cada vez estaba más convencido de que ella era una pieza clave en el rompecabezas del Centro Hegen. Debían haberla seguido en lugar de escapar de ella. El sexo no era la única oportunidad que se había perdido. El encuentro con Livia Nu lo perturbaría durante mucho tiempo.

Al alzar la vista, Miles se encontró con que su paso había sido cerrado por un par de mercenarios del Consorcio. Oficiales de seguridad civil, se corrigió con ironía. Miles alzó el mentón. ¿Y ahora qué?

—¿Sí, caballeros?

El fornido se volvió hacia el enorme, quien se aclaró la garganta.

—¿Señor Victor Rotha?

—¿Y sí lo soy, qué?

—Existe una orden de busca y captura con recompensa en contra suya. Está acusado del asesinato de un tal Sydney Liga. ¿Desea mejorar la oferta?

—Probablemente. —Miles hizo un gesto de exasperación—. ¿Quién paga por mi arresto?

—El nombre es Cavilo.

Miles sacudió la cabeza.

—Ni siquiera lo conozco. ¿Pertenece a la Seguridad Civil de Pol, por casualidad?

El oficial miró su panel.

—No —le dijo, y agregó con locuacidad—: Los polenses casi nunca hacen negocios con nosotros. Piensan que deberíamos entregarles criminales gratis. ¡Como si nos importara que volviesen!

—Mm… La ley de la oferta y la demanda. —Miles suspiró. A Illyan no le alegraría encontrarse con esto en su cuenta de gastos—. ¿Cuánto ha ofrecido Cavilo por mí?

El oficial volvió a revisar su panel y alzó las cejas.

—Veinte mil dólares betanos. Debe tener mucho interés en usted.

Miles emitió una risita.

—Pero yo no traigo tanto dinero conmigo.

El oficial extrajo su cachiporra eléctrica.

—Muy bien entonces.

—Tendré que hacer algunos arreglos.

—Los hará desde Detenciones, señor.

—¡Pero perderé mi vuelo!

—Probablemente ésa sea la idea —respondió el oficial.

—Supongamos… que después Cavilo retira su oferta.

—Perdería un depósito considerable.

La justicia jacksoniana era verdaderamente ciega. Se la vendían a cualquiera.

—Eh…, ¿puedo hablar un momento con mi asistente?

El oficial frunció los labios y estudió a Overholt con desconfianza.

—Que sea rápido.

—¿Usted qué piensa, sargento? —le preguntó Miles en voz baja volviéndose hacia él—. No parecen tener una orden para usted.

Overholt se veía tenso, y sus ojos casi aterrados.

—Si pudiéramos llegar hasta la nave…

El resto no hacía falta decirlo. En Escobar compartían la opinión de los polenses sobre la «ley» del Consorcio Jacksoniano. Una vez a bordo de la nave. Miles estaría en «suelo» escobareño; el capitán no lo entregaría por su propia voluntad. Aunque… ¿ese Cavilo sería capaz de ofrecer lo suficiente como para convencer a todos los ocupantes de la nave? La suma necesaria sería enorme.

—Intentémoslo.

Miles se volvió hacia los oficiales del Consorcio y sonrió, presentando las muñecas en señal de rendición. Overholt se abalanzó sobre ellos.

El primer puntapié del sargento hizo que el hombre de la cachiporra saliera despedido. Entonces Overholt giró rápidamente y golpeó la cabeza del otro con ambas manos. Miles ya estaba en movimiento. Se agachó para esquivar los golpes y corrió con todas sus fuerzas por la plaza. En ese momento descubrió a un tercer mercenario, vestido de civil. Miles pudo reconocerlo por la red brillante que arrojó entre sus piernas. El hombre lanzó una carcajada mientras Miles caía hacia delante, tratando de rodar para salvar sus huesos frágiles. Al fin chocó contra el suelo con un golpe que dejó sin aire sus pulmones. Inhaló con los dientes apretados, sin gritar, mientras el dolor de su pecho competía con el ardor de la red que rodeaba sus tobillos. Miles se retorció en el suelo y miró hacia atrás.

El sujeto menos enorme estaba inclinado, con las manos en la cabeza, mareado. El otro acababa de recuperar su cachiporra. Por eliminación, la figura caída sobre el pavimento debía ser el sargento Overholt.

El sujeto con la cachiporra miró a Overholt y sacudió la cabeza. Entonces pasó por encima de él para dirigirse hacia Miles. El oficial mareado extrajo su propia cachiporra y golpeó en la cabeza al hombre caído para luego seguir al primero sin mirar atrás. Al parecer, nadie estaba interesado en comprar a Overholt.

—Habrá un diez por ciento de recargo por resistirse al arresto —dijo el portavoz de los mercenarios mirando a Miles. Éste observó sus botas brillantes. La cachiporra cayó sobre él como un palo.

Al tercer golpe Miles comenzó a gritar. Al séptimo, perdió el conocimiento.

Miles recuperó la conciencia demasiado pronto, cuando todavía era arrastrado entre los dos hombres uniformados. Temblaba de un modo incontrolable. Le costaba trabajo respirar y no lograba aspirar el aire suficiente. Unas oleadas de pinchazos pulsaban por su sistema nervioso. Tenía la impresión caleidoscópica de tubos luminosos y corredores, y más pasillos desiertos. Al fin se detuvieron bruscamente. Cuando los mercenarios le soltaron los brazos cayó en cuclillas sobre el suelo frío.

Otro oficial de seguridad civil lo espió por encima de una consola. Una mano lo sujetó por el cabello y lo obligó a echar la cabeza hacia atrás; el destello rojizo de un examinador retinal lo cegó unos momentos. Sus ojos parecían extraordinariamente sensibles a la luz. Sus manos temblorosas fueron apretadas contra una especie de almohadilla de identificación. Cuando lo soltaron, Miles volvió a caer acurrucado. Sus bolsillos fueron vaciados: aturdidor, documentos de identidad, pases, dinero en efectivo, todo fue colocado en una bolsa de plástico. Miles emitió un leve gemido cuando también introdujeron en la bolsa su chaqueta blanca con todos sus secretos tan útiles. El cerrojo fue cerrado con su propio pulgar apretado contra él.

El oficial de Detenciones estiró el cuello.

—¿Desea hacer una oferta?

—Ughh… —logró responder Miles, cuando su cabeza fue echada hacia atrás otra vez.

—Dijo que sí —le socorrió el mercenario que lo había arrestado.

El oficial de Detenciones sacudió la cabeza.

—Tendremos que esperar hasta que se le pase la conmoción. Creo que han exagerado, muchachos. No es más que un enano.

—Sí, pero con él había un sujeto bien grande que nos causó problemas. El pequeño mutante parece ser el que manda, así que le hicimos pagar por ambos.

—Me parece justo —le concedió el oficial de Detenciones—. Bueno, tardará un rato en recuperarse. Arrójenlo en el calabozo hasta que deje de temblar lo suficiente como para hablar.

—¿Está seguro de que eso es una buena idea? Por más raro que se vea, el muchacho todavía puede querer hacernos alguna jugarreta.

—Mm… —El oficial de Detenciones observó a Miles atentamente—. Déjenlo en la sala de espera junto a los técnicos de Marda. Son sujetos callados y lo dejarán tranquilo. Y pronto se habrán ido.

Miles fue arrastrado otra vez. Las piernas no le respondían, sólo se sacudían de forma espasmódica. Los refuerzos de sus piernas parecían amplificar el efecto de los golpes recibidos allí, o tal vez era la combinación con la red. Una larga habitación parecida a una barraca, con catres alineados a ambos lados, pasó frente a sus ojos. Los oficiales lo depositaron sobre un catre vacío en el extremo menos poblado de la habitación. Uno de ellos trató de enderezarlo, pero luego arrojó una manta sobre su cuerpo, que no dejaba de retorcerse, y se marchó con los demás.

Pasó un buen rato sin que nada le impidiese disfrutar de toda la colección de nuevas sensaciones físicas. Él creía que ya había experimentado toda clase de dolores posibles, pero las cachiporras de los oficiales habían descubierto nervios, sinapsis y ganglios que jamás había imaginado poseer. Nada como el dolor para concentrar la atención en el propio ser. Era casi solipsista. Pero parecía estar pasando… Si tan sólo se calmasen esas sacudidas epilépticas que lo tenían extenuado…

Un rostro onduló frente a sus ojos. Un rostro familiar.

—¡Gregor! Me alegro de verte —farfulló Miles sin fuerzas. Sus ojos se abrieron de par en par a pesar del ardor. Sus manos se aferraron a la camisa de Gregor, una camisa celeste de prisionero—. ¿Qué diablos estás haciendo aquí?

—Es una larga historia.

—¡Ah! ¡Ah! —Miles se apoyó sobre un codo y miró a su alrededor en busca de asesinos, de alucinaciones, no sabía de qué—. Dios. ¿Dónde…?

Gregor posó una mano sobre su pecho y lo obligó a acostarse.

—Cálmate. —Y agregó en un susurro—: ¡Y cállate…! Será mejor que descanses un poco. No tienes muy buen aspecto.

En realidad, Gregor tampoco lo tenía, sentado en el borde de la cama de Miles. Su rostro estaba pálido y cansado, con la barba crecida. Su cabello, normalmente tan prolijo, estaba enmarañado. Sus ojos almendrados parecían nerviosos. Miles contuvo una oleada de pánico.

—Mi nombre es Greg Bleakman —le informó el emperador con tono apremiante.

—No logro recordar cómo me llamo en este momento —murmuró Miles—. Ah, sí… Victor Rotha. Creo. Pero ¿cómo llegaste de…?

Gregor miró a su alrededor.

—Las paredes oyen, ¿sabes?

—Sí, es posible. —Miles se serenó un poco. El hombre del catre contiguo sacudió la cabeza como diciendo: «Dios me ampare de estos idiotas». Entonces se dio la vuelta y se cubrió la cabeza con la almohada—. Pero, eh… ¿llegaste aquí por tus propios medios?

—Por desgracia, sí. ¿Recuerdas la noche en que estuvimos bromeando respecto a escapar de casa?

—Sí.

—Bueno… —Gregor suspiró—. Resultó ser muy mala idea.

—¿No podías haberlo imaginado?

—Yo… —Gregor se detuvo y observó el otro extremo de la larga habitación.

Un guardia había asomado la cabeza para gritar:

—¡Cinco minutos!

—Diablos.

—¿Qué? ¿Qué?

—Vienen por nosotros.

—¿Quién viene por quién? ¿Qué diablos está ocurriendo? Gregor, Greg…

—Tenía un camarote en un carguero, o al menos así creí, pero me desembarcaron aquí. Sin pagarme —le explicó Gregor rápidamente—. Estaba sin dinero y traté de conseguir trabajo en una nave que partía, pero antes de lograrlo me arrestaron por vagancia. La ley jacksoniana es demente —añadió con tono reflexivo.

—Ya lo sé. ¿Y entonces?

—Por lo visto estaban haciendo un barrido, al estilo de una patrulla de reclutamiento. Parece que cierto empresario se dedica a vender cuadrillas de técnicos aslundeños, para trabajar en su estación del Centro, que no progresa según lo planeado…

Miles parpadeó.

—¿Trabajo de esclavos?

—Algo así. Pero cuando termine el plazo, seremos liberados en la Estación Aslund. A la mayoría de estos técnicos no parece importarles demasiado. No nos pagan, pero seremos…, serán alojados y alimentados, y escaparán a los servicios de seguridad jacksonianos, por lo que al final no estarán peor que cuando empezaron, arruinados y sin trabajo. Casi todos parecen pensar que con el tiempo encontrarán una nave que salga de Aslund. Estar sin fondos no es un crimen tan infame allí.

A Miles le latía la cabeza.

—¿Te llevarán allá?

La tensión estaba contenida en los ojos de Gregor, sin invadir el resto de su rostro.

—Ahora mismo, creo.

—¡Dios, no puedo permitir…!

—¿Pero cómo me encontraste aquí…? —comenzó al mismo tiempo; pero entonces observó al resto de la gente, hombres y mujeres vestidos de celeste, que comenzaban a ponerse de pie—. ¿Estás aquí para…?

Miles miró a su alrededor con desesperación. El hombre del catre contiguo estaba tendido de costado, mirándolos con expresión aburrida. No era tan alto…

—¡Tú! —Miles bajó de la cama rápidamente y se agazapó junto al hombre—. ¿Quieres escapar de este viaje?

El hombre pareció un poco menos aburrido.

—¿Cómo?

—Canjear nuestras ropas. Canjear documentos de identidad. Tú ocupas mi lugar y yo ocupo el tuyo.

El hombre lo miró con desconfianza.

—¿Cuál es la trampa?

—No hay trampa. Tengo suficiente crédito. Iba a comprar mi libertad. —Miles se detuvo—. Aunque habrá un recargo por resistirme al arresto.

—¡Ah…! —Habiendo identificado una trampa, el hombre pareció un poco más interesado.

—¡Por favor! Debo ir con… con mi amigo. Ahora mismo. —El rumor de voces se hizo más alto, mientras los técnicos se iban acercando a la puerta de salida. Gregor caminó lentamente hasta colocarse detrás del catre.

El hombre frunció los labios.

—No —decidió—. Si vosotros dos estáis envueltos en algo peor que esto, yo no quiero tener nada que ver con ello. —Se sentó preparándose para levantarse y unirse a la fila.

Miles, quien todavía se encontraba arrodillado en el suelo, alzó las manos en actitud de súplica.

—Por favor…

Perfectamente situado, Gregor se abalanzó sobre el hombre. Lo cogió por el cuello y lo derribó del catre, ocultándolo de la vista. A Dios gracias, la aristocracia barrayarana aún insistía en que sus vástagos recibiesen instrucción militar. Miles se levantó rápidamente y se situó frente a ellos, para ocultarlos del resto de los técnicos. Unos ruidos sordos llegaron desde el suelo. En pocos momentos más, una camisa celeste se deslizó por debajo del catre para detenerse ante los pies de Miles. Éste se agachó y se la colocó encima de la ropa que llevaba puesta. Afortunadamente era bastante grande. Luego se vistió con los pantalones que le fueron arrojados. El cuerpo del hombre fue empujado debajo del catre y entonces Gregor se levantó, algo agitado y muy pálido.

—No logro atar este maldito cinturón —dijo Miles. Las tiras se deslizaban de sus manos temblorosas.

Gregor le ató el cinturón y le levantó un poco los pantalones.

—Necesitarás su identificación. De otro modo, no conseguirás comida ni te darán bonos de trabajo —susurró Gregor, y se reclinó sobre el catre en una postura displicente.

Miles revisó sus bolsillos y encontró la tarjeta reglamentaria.

—Muy bien. —Se acercó a Gregor desnudando los dientes en una extraña sonrisa—. Estoy a punto de desmayarme.

Gregor lo tomó por el codo.

—No lo hagas. Llamarás la atención.

Atravesaron la habitación y se unieron a la fila de hombres que se lamentaban y avanzaban arrastrando los pies. Ante la puerta, un guardia con expresión somnolienta los registró, pasando un escáner sobre la tarjeta de identidad.

—… veintitrés, veinticuatro, veinticinco. Están todos. Llevadlos.

Fueron entregados a otro grupo de guardias. Éstos no iban vestidos con el uniforme del Consorcio sino que llevaban libreas en dorado y negro, pertenecientes a una institución menor del Conjunto Jackson. Miles mantuvo la cabeza gacha mientras los sacaban de Detenciones. Sólo la mano de Gregor hacía que permaneciese de pie. Atravesaron un corredor, otro corredor, bajaron en un tubo elevador —Miles estuvo a punto de vomitar en el trayecto— y continuaron por otro corredor más.

¿Y si esta maldita tarjeta de identificación tiene un localizador?, pensó Miles de pronto. Al llegar al siguiente tubo elevador se deshizo de ella. La pequeña tarjeta cayó y se perdió en la distancia, sin que nadie la notara. Un compartimiento de abordaje, una portilla, la ligera ingravidez de un tubo flexible, y entonces abordaron una nave. Sargento Overholt, ¿dónde estas ahora?

Evidentemente se trataba de un transporte intrasistema, no de una nave de salto. Los hombres fueron separados de las mujeres y llevados al final de un corredor, donde había varias puertas que conducían a compartimientos de cuatro literas. Los prisioneros se dispersaron, eligiendo sus cabinas sin interferencia de los guardias.

Miles efectuó una cuenta rápida y una multiplicación.

—Podemos conseguir una para nosotros solos, si lo intentamos —le susurró a Gregor. Se introdujeron en la más cercana y cerraron la puerta rápidamente. Otro prisionero se dispuso a seguirlos, pero ambos le gritaron al unísono que se fuese. El hombre se retiró sin discutir. La puerta no volvió a abrirse.

La cabina estaba sucia y carecía de comodidades tales como ropa de cama, pero los grifos funcionaban. Mientras bebía un poco de agua tibia. Miles oyó cómo se cerraba la portilla y la nave despegaba. Estaban a salvo por el momento. ¿Cuánto les duraría?

—¿Cuándo crees que despertará ese sujeto al que estrangulaste? —le preguntó Miles a Gregor, quien estaba sentado en el borde de una litera.

—No estoy seguro. Nunca antes había estrangulado a un hombre. —Gregor parecía descompuesto—. Sentí… sentí algo extraño bajo mi mano. Tengo miedo de haberle roto el cuello.

—Todavía respiraba —dijo Miles. Se acercó a la litera opuesta y la tocó. No había rastros de sabandijas. Entonces se sentó con cautela. Los temblores fuertes estaban cediendo, pero todavía sentía las rodillas débiles—. Cuando despierte… o cuando lo encuentren, ya sea que despierte o no, tardarán muy poco en descubrir adónde fui. Debí haber esperado y luego seguirte. Suponiendo que hubiese podido comprar mi libertad. Esta idea fue una estupidez. ¿Por qué no me detuviste?

Gregor lo miró.

—Pensé que sabías lo que hacías. ¿Illyan no te está respaldando?

—No hasta donde yo sé.

—Pensé que trabajabas para él ahora. Supuse que te habían enviado a buscarme. ¿No te parece un rescate algo extravagante?

—¡No! —Miles sacudió la cabeza y de inmediato se arrepintió de haberlo hecho—. Tal vez sea mejor que comiences por el principio.

—Había estado en Komarr durante una semana. Bajo las cúpulas. Conversaciones de alto nivel sobre tratados referidos a los agujeros de gusano de enlace… Todavía tratamos de conseguir que los escobareños autoricen el paso de nuestras naves militares. Existe la propuesta de permitir que sus inspectores sellen nuestras armas durante el pasaje. Nuestra plana mayor piensa que es demasiado, la de ellos piensa que es demasiado poco. Yo firmé un par de acuerdos, todo lo que el Consejo de Ministros me puso delante…

—Papá te habrá hecho leerlos sin duda.

—Oh, sí. De todos modos, esa tarde había una revista militar. Y por la noche hubo una cena de gala que terminó temprano, ya que algunos de los negociadores debían abordar sus naves. Yo regresé a mis habitaciones, en una antigua residencia oligárquica. Una casa muy grande en la orilla de la cúpula, cerca de la pista de lanzamiento. Mi suite estaba en un piso alto. Salí al balcón, pero no me sirvió de mucho. Todavía me sentía claustrofóbico debajo de la cúpula.

—A los de Komarr no les agrada el aire libre —observó Miles—. Conocí a uno que cada vez que debía salir sufría problemas respiratorios… algo como asma. Es estrictamente psicosomático.

Gregor se encogió de hombros y se miró los zapatos.

—De todos modos noté que no había guardias a la vista. Supongo que habrán pensado que estaba dormido. Ya era pasada la medianoche y no podía dormir. Estaba inclinado sobre el balcón y pensaba: si cayera de aquí…

—Sería rápido —acotó Miles. Él conocía bien ese estado de ánimo. Gregor lo miró y sonrió con ironía.

—Sí. Estaba un poco borracho.

Estabas muy borracho.

—Sería rápido. Me rompería el cráneo. Dolería mucho, pero pasaría pronto. Tal vez ni siquiera eso. Tal vez sólo fuese un instante.

Miles se estremeció.

—Caí del balcón y me sujeté a esas plantas. Entonces comprendí que sería tan fácil descender como trepar. Más fácil. Me sentí libre, como si hubiese muerto. Comencé a caminar. Nadie me detuvo. Todo el tiempo, esperaba que alguien me detuviese.

»Terminé en el sector de carga de la pista de lanzamiento. Allí estaba ese sujeto, ese librecambista, y le dije que era un navegante espacial. Ya lo había hecho antes, cuando me embarqué para graduarme. Había perdido mi tarjeta de identificación y tenía miedo de ser atrapado por Seguridad de Barrayar. Él me creyó… o creyó algo de lo que le dije. De todos modos, me dio una litera. Probablemente para cuando mi ordenanza fue a despertarme esa mañana, ya nos encontrábamos en órbita.

Miles se mordisqueó los nudillos.

—Así que desde el punto de vista de Seguridad Imperial, te evaporaste de una habitación custodiada sin dejar rastro… y en Komarr.

—La nave se dirigió directamente a Pol, donde permanecía a bordo, y luego viajamos hasta el Consorcio. Al principio no me sentí muy bien en el carguero. Pensé que me iría mejor. Pero supuse que Illyan me estaría siguiendo los pasos, de todos modos.

—Komarr. —Miles se frotó las sienes—. ¿Tienes idea de lo que debe estar ocurriendo allí? Illyan debe de estar convencido de que ha habido alguna especie de secuestro político. Apuesto a que tiene cada operativo de Seguridad y medio ejército desarmando esas cúpulas tornillo por tornillo, tratando de encontrarte. No te buscarán fuera de Komarr hasta… —Miles contó los días utilizando los dedos—. Aunque Illyan debe de haber alertado a todos sus agentes hace… hace casi una semana. ¡Ja! Apuesto a que ése fue el mensaje que recibió Ungari y lo hizo partir deprisa. Se lo enviaron a Ungari, no a mí. —No a mí. Nunca nadie cuenta conmigo—. Pero la noticia debió de haberse difundido…

—Así fue, de alguna manera —le dijo Gregor—. Hubo un anuncio sentencioso diciendo que había estado enfermo y que ahora descansaba recluido en el Vorkosigan Surleau. Lo están ocultando.

Miles podía imaginarlo.

—¡Gregor, cómo has podido hacer esto! ¡Deben estar volviéndose locos allá en casa!

—Lo siento —dijo Gregor—. Supe que había sido un error… casi de inmediato. Incluso antes de que se me pasara la borrachera.

—¿Entonces por qué no bajaste en Pol y fuiste a la embajada barrayarana?

—Pensé que aún podría… ¡Maldición! —estallo—. ¿Por qué esas personas deben poseerme?

—Tonterías infantiles —dijo Miles con los dientes apretados. Gregor alzó la cabeza furioso, pero no dijo nada. Miles comenzaba a tomar conciencia de su posición.

Yo soy la única persona en todo el universo que sabe dónde se encuentra el emperador de Barrayar. Si algo le ocurre a Gregor, yo podría ser su heredero. En realidad, si algo llegara a ocurrirle, muchas personas pensaran que yo

Y si el Centro Hegen descubría quién era Gregor en realidad, se armaría un alboroto de proporciones épicas. Los jacksonianos se lo llevarían para cobrar un rescate. Aslund, Pol y Vervain lo harían para ganar poder. Y los cetagandanos… Si lograban atrapar a Gregor en secreto, ¿quién sabía la clase de sutiles tratamientos psicológicos que podrían aplicarle? Y si lo atrapaban públicamente, ¿cuáles serían sus amenazas? Y tanto él como Gregor se encontraban atrapados en una nave que no controlaban… Miles podía ser llevado por mercenarios del Consorcio en cualquier momento, o aún peor…

Por más joven o desacreditado que estuviese, ahora Miles era un oficial de Seguridad Imperial. Y como tal, había jurado velar por la seguridad del Emperador. El Emperador… El ídolo unificador de Barrayar. Aún en contra de su voluntad, Gregor debía adaptarse a ese molde. ¿Y a quién debía Miles su lealtad, al ídolo o al joven de carne y hueso?

A ambos. Él es mío. Un prisionero en fuga, perseguido por Dios sabe qué enemigos, deprimido hasta convertirse en un suicida potencial, y es todo mío.

Miles contuvo una carcajada demente.