6

En la ciudad de Vorbarr Sultana el otoño era una hermosa época del año, y ese día era un ejemplo de ello. El aire estaba límpido y azul, la temperatura fresca y perfecta, y hasta el olor de la neblina industrial era agradable. Las flores otoñales aún no se habían helado, pero los árboles importados de la Tierra habían mudado de color. Al bajar de la camioneta de Seguridad para entrar en el gran edificio macizo que era el Cuartel General de Seguridad Imperial, Miles alcanzó a ver uno de tales árboles. Un arce terrestre, con hojas cornalinas y un tronco gris plateado, en la acera de enfrente. Entonces la puerta se cerró. Miles retuvo la imagen de ese árbol, tratando de memorizarlo, por si acaso no llegaba a verlo nunca más.

El teniente presentó pases a los guardias de la puerta, y junto con Overholt, comenzaron a recorrer un laberinto de corredores hasta llegar a un par de tubos elevadores. Se introdujeron en el que subía, no en el que bajaba. Por lo tanto, Miles no estaba siendo conducido directamente a la prisión de alta seguridad debajo del edificio. Al comprender lo que esto significaba, lamentó profundamente no estar en el tubo que bajaba.

Les indicaron que entrasen en una oficina del nivel superior ocupada por un capitán de Seguridad, y de allí que pasaran a una oficina interior. Un hombre delgado, suave, con ropas de civil y las sienes encanecidas estaba sentado ante su enorme escritorio estudiando un vídeo en su consola. El hombre miró a los escoltas de Miles.

—Gracias, teniente, sargento. Pueden retirarse.

Overholt soltó a Miles de su muñeca y el teniente preguntó:

—Eh, ¿no correrá peligro, señor?

—Espero que no —dijo el hombre con frialdad.

Sí, ¿pero qué hay de mí?, gimió Miles por dentro. Los dos soldados partieron y lo dejaron solo. Miles estaba sucio, barbudo, todavía con el traje de fajina negro que se había puesto… ¿Justo la noche anterior? Tenía el rostro demacrado, y tanto sus manos como sus pies seguían untados de medicina y envueltos en plástico. Ahora los dedos de sus pies se movían en su blanda matriz. No llevaba botas. Había echado una cabezada en las dos horas de vuelo, pero no se sentía más descansado. Tenía la garganta irritada y la nariz cargada, y le dolía el pecho al respirar.

Simon Illyan, Jefe de Seguridad Imperial barrayarana, cruzó los brazos y recorrió a Miles con la mirada lentamente, de la cabeza a los pies y vuelta a empezar. Miles tuvo una vaga sensación de déjà vu.

Prácticamente todos en Barrayar temían su nombre, aunque muy pocos conocían su rostro. El efecto era cuidadosamente cultivado por Illyan, creado en parte, pero sólo en parte, sobre el legado de su formidable predecesor, el legendario Jefe de seguridad Negri. Illyan y su departamento habían proporcionado seguridad al padre de Miles durante los veinte años de su carrera política, y sólo habían fallado una vez, durante la noche del infame ataque con soltoxina. Por otro lado. Miles no sabía de ninguna persona que atemorizase a Illyan, con excepción de la madre del propio Miles. Una vez le había preguntado a su padre si esto se debía a la culpa por lo ocurrido con la soltoxina, pero el conde Vorkosigan le había respondido: «No, es sólo porque perdura el efecto de una primera impresión muy vívida». Miles había llamado a Illyan «tío Simon» hasta que ingresó en el Servicio, y «señor» después de eso.

Ahora, al mirar el rostro de Illyan, a Miles le pareció que finalmente comprendía la diferencia entre exasperación y absoluta exasperación.

Illyan terminó de inspeccionarlo, sacudió la cabeza y gimió:

—Maravilloso. Realmente maravilloso.

Miles se aclaró la garganta.

—Eh… ¿realmente estoy… bajo arresto, señor?

—Eso es lo que habremos de determinar en esta entrevista. —Illyan suspiró y se reclinó en su silla—. He estado levantado desde las dos de la mañana por este asunto. Los rumores corren por todo el Servicio llevados por la red de vídeo. Los hechos parecen mutar cada cuarenta minutos, como si fuesen bacterias. No creo que hayas podido encontrar una forma más pública para destruirte a ti mismo. Tratar de asesinar al emperador con tu navaja de bolsillo, tal vez, o violar a una oveja en la Gran Plaza a la hora más concurrida. —El sarcasmo se mezclaba con verdadero dolor—. Él tenía tantas esperanzas puestas en ti… ¿Cómo has podido traicionarlo de ese modo?

No había necesidad de preguntar quién era «él». El gran Vorkosigan.

—No… no creo haberlo hecho, señor. No lo sé.

Una luz titiló en la consola de Illyan. Éste exhaló mirando a Miles con dureza y accionó un control. La segunda puerta de su oficina, camuflada en la pared a la derecha de su escritorio, se abrió para dar paso a dos hombres con uniforme verde.

El Primer Ministro, conde almirante Aral Vorkosigan llevaba su uniforme con tanta naturalidad como un animal lleva su piel. Era un hombre de altura mediana, cabellos grises, mandíbula fuerte y cicatrices. Tenía el cuerpo de un bandolero y, sin embargo, sus ojos grises eran los más penetrantes que Miles jamás hubiese visto. A su lado estaba su asistente, un teniente alto y rubio llamado Jole. Miles lo había conocido durante su última licencia. Ahora se había convertido en un oficial perfecto, valeroso y brillante… Había servido en el espacio, había sido condecorado por alguna valiente y rápida acción durante un horrendo accidente de a bordo, había paseado por todo el cuartel general mientras se reponía de sus heridas y muy pronto había sido ascendido a secretario militar por el Primer Ministro, quien tenía muy buen ojo para los nuevos talentos. Y, para colmo, era tan apuesto que debía estar filmando vídeos de reclutamiento. Miles suspiraba de celos cada vez que se cruzaba con él. Jole era incluso peor que Iván, quien a pesar de ser terriblemente atractivo, nunca había sido tildado de brillante.

—Gracias, Jole —murmuró el conde Vorkosigan mientras sus ojos se encontraban con los de Miles—. Lo veré luego en la oficina.

—Sí, señor. —Jole se retiró, no sin antes dirigir una mirada de preocupación a Miles y a su superior. Entonces la puerta volvió a cerrarse.

Illyan todavía mantenía apretado un control en su consola.

—¿Se encuentra aquí de forma oficial? —le preguntó al conde Vorkosigan.

—No.

Illyan apagó algo… un grabadora, comprendió Miles.

—Muy bien —dijo con un tono de duda.

Miles hizo la venia a su padre. Éste lo ignoró y lo abrazó con expresión muy seria, sin hablar. Entonces se sentó en la única silla que quedaba libre, cruzó los brazos y los pies y dijo:

—Continúe, Simon.

Illyan, quien había sido interrumpido en la mitad de lo que, según Miles, amenazaba con convenirse en un sermón, se mordió el labio con frustración.

—Aparte de los rumores —le dijo al fin—, ¿qué fue lo que ocurrió realmente en esa maldita isla anoche?

Con las palabras más neutrales y sucintas que pudo encontrar, Miles describió los eventos de la noche anterior, comenzando por el derrame de fetaína y terminando por su arresto. Su padre no hizo ningún comentario durante todo el relato, pero no dejaba de dar vueltas al lápiz óptico que tenía en la mano.

Cuando Miles terminó, se hizo un silencio. El lápiz estaba volviendo loco a Miles. Deseó fervientemente que su padre guardara esa maldita cosa o que la arrojara a la basura.

Por fortuna, su padre guardó el lápiz óptico en el bolsillo de su chaqueta, se reclinó en la silla y unió las yemas de los dedos con el ceño fruncido.

—Déjame entender bien esto. ¿Dices que Metzov ignoró la cadena de mando y ordenó a sus soldados bisoños que formasen un pelotón de fusilamiento?

—A diez de ellos. No sé si fueron voluntarios o no.

—Soldados reclutas. —El rostro del conde Vorkosigan estaba sombrío—. Muchachos.

—Dijo algo respecto a que era como el ejército contra la marina, allá en la vieja Tierra.

—¿Eh? —dijo Illyan.

—Creo que Metzov no se encontraba muy estable cuando fue exiliado a la isla Kyril después de sus problemas en la revuelta de Komarr, y quince años de rumiar el asunto no han mejorado las cosas, —Miles vaciló—. El general Metzov… ¿será interrogado por todo esto, señor?

—Según tu relato —dijo el almirante Vorkosigan—, el general Metzov arrastró a un pelotón de jovencitos a lo que estuvo cerca de convenirse en un asesinato en masa.

Miles asintió con la cabeza. En su cuerpo dolorido todavía vivía el recuerdo de aquella experiencia.

—Por ese pecado, no habrá pozo lo bastante profundo para protegerlo de mi ira. Ya lo creo que nos ocuparemos de Metzov. —Su rostro estaba espantosamente sombrío.

—¿Qué hay de Miles y los amotinados? —preguntó Illyan.

—Me temo que deberemos tratarlo como una cuestión aparte.

—O dos cuestiones aparte —precisó Illyan de forma significativa.

—Hmm… Miles, háblame de los hombres al otro extremo de las pistolas.

—Técnicos, señor, en su mayoría. Unos cuantos, griegos.

Illyan hizo una mueca.

—Buen Dios, ¿ese hombre no tiene ningún sentido político?

—No que yo le haya podido observar. Pensé que traería problemas. —Bueno, lo había pensado después, tendido en el catre de su celda después de que partiera el equipo médico. Había pensado en las otras consecuencias políticas. Más de la mitad de los técnicos pertenecían a la minoría grecoparlante. De haberse convenido en una masacre, sin duda los separatistas se hubiesen echado a la calle, acusando al general de matar a los griegos por cuestiones raciales. ¿Más muertes y más caos, como después de la Masacre de Solstice?—. Se… se me ocurrió pensar que, al menos, si moría con ellos, quedaría claro que no había sido una confabulación de su gobierno ni de la oligarquía Vor. Por lo tanto, si vivía, vencía, y si moría, también. O al menos habría prestado un servicio. Fue algo así como una estrategia.

El mayor estratega de Barrayar se frotó las sienes, como si le dolieran.

—Bueno… algo así.

Miles tragó saliva.

—¿Y qué pasará ahora, señores? ¿Seré acusado de alta traición?

—¿Por segunda vez en cuatro años? —preguntó Illyan—. Diablos, no. No pienso pasar por eso otra vez. Simplemente te haré desaparecer hasta que esto se haya disipado. Aún no he decidido adónde. A la isla Kyril es imposible.

—Me alegra escucharlo. —Miles lo miró unos momentos—. ¿Qué hay de los otros?

—¿Los soldados? —dijo Illyan.

—Los técnicos. Mis… mis compañeros amotinados.

Illyan hizo una mueca ante el término.

—Sería muy injusto que yo aprovechara mi privilegio de ser un Vor y los dejara a ellos enfrentando solos las acusaciones —agregó Miles.

—El escándalo público de tu proceso dañaría la coalición centrista de tu padre. Tus escrúpulos morales podrán ser admirables, Miles, pero no estoy seguro de poder permitírmelos.

Miles clavó los ojos en el Primer Ministro, conde Vorkosigan.

—¿Señor?

El conde Vorkosigan se mordió el labio inferior con expresión pensativa.

—Sí, yo podría hacer que se levanten los cargos contra ellos, por edicto imperial. Sin embargo, eso tendría un precio. —Se inclinó hacia delante y miró a Miles con expresión muy seria—. Nunca podrías volver a prestar servicio. Los rumores se esparcirán aunque no haya un Juicio. Ningún comandante querrá tenerte a sus órdenes. Nadie confiará en ti ni creerá que llegues a ser un verdadero oficial, no un tipo protegido por privilegios especiales.

Miles exhaló un largo suspiro.

—En un extraño sentido, ésos eran mis hombres. Hágalo. Anule los cargos.

—Entonces, ¿renunciarás a tu grado? —preguntó Illyan, lívido.

Miles tenía frío y sentía ganas de vomitar.

—Lo haré —dijo con voz débil.

Con expresión abstraída, Illyan miró su consola unos momentos, pero de pronto alzó la cabeza.

—Miles, ¿cómo supiste que el general Metzov fue cuestionado por sus acciones durante la revuelta de Komarr? Es un asunto secreto.

—Ah, ¿Iván no les habló sobre la pequeña filtración en los archivos de Seguridad Imperial, señor?

—¿Qué?

Maldito Iván.

—¿Puedo sentarme, señor? —murmuró Miles. La habitación daba vueltas, y le dolía la cabeza. Sin aguardar el permiso, se sentó con las piernas cruzadas sobre la alfombra, parpadeando. Su padre se movió hacia él con preocupación, pero entonces se contuvo—. Estuve haciendo averiguaciones sobre el pasado de Metzov a raíz de algo que me dijo Ahn. De paso, cuando se ocupen de Metzov, les sugiero que interroguen primero a Ahn. Él sabe más de lo que ha dicho. Lo encontrarán en alguna parte del ecuador, espero.

—Mis archivos, Miles.

—Ah, sí. Bueno, resulta que si uno encara una consola protegida con una de salida, se pueden leer archivos de Seguridad desde cualquier parte de la red de vídeo. Por supuesto, uno debe tener a alguien en el cuartel general para enfrentar las consolas y mostrar los archivos. Pero… bueno, pensé que usted debía saberlo, señor.

—Seguridad perfecta —dijo el conde Vorkosigan con voz ahogada. Reía entre dientes, notó Miles con sorpresa. Illyan parecía estar chupando un limón.

—¿Cómo…? —comenzó Illyan. Se detuvo para mirar con dureza al conde, y volvió a comenzar—: ¿Cómo lo descubriste?

—Era obvio.

—Seguridad hermética, dijo usted —murmuró el conde Vorkosigan, sin poder contener la risa—. La más costosa que se ha ideado. A prueba de los virus más inteligentes. El equipo más sofisticado, ¿y dos alféreces son capaces de violarlo?

Aguijoneado, Illyan replicó:

—¡Yo no prometí que fuera a prueba de idiotas!

El conde Vorkosigan se enjugó los ojos y suspiró.

—Ah, el factor humano. Corregiremos el defecto, Miles, gracias.

—Eres un cañón sin amarrar, muchacho, disparando en todas direcciones —le gruñó Illyan, estirando el cuello para verlo por encima del escritorio.

Miles todavía estaba en el suelo, encorvado y sin fuerzas.

—Esto, junto a tu travesura anterior con esos malditos mercenarios… Un arresto domiciliario no sería suficiente. No volveré a dormir tranquilo hasta que te tenga encerrado en una celda con las manos atadas a la espalda.

Miles, quien en ese momento hubiese asesinado a alguien con tal de dormir decentemente una hora, sólo se encogió de hombros. Tal vez lograse persuadir a Illyan para que lo dejara ir a esa bonita celda sin más demora.

El conde Vorkosigan había guardado silencio, y en sus ojos se veía un extraño brillo pensativo. Illyan también notó su expresión y se detuvo.

—Simon —dijo el conde Vorkosigan—, no cabe duda de que Seguridad Imperial tendrá que continuar vigilando a Miles. Tanto por su bien como por el mío.

—Y por el del Emperador —agregó Illyan, con malhumor—. Y por el de Barrayar. Y por el de los espectadores inocentes.

—¿Pero existe un modo mejor y más eficiente para vigilarlo que ser asignado a Seguridad Imperial?

—¿Qué? —exclamaron Illyan y Miles a la vez, en el mismo tono horrorizado.

—No hablará en serio —dijo Illyan.

—Seguridad nunca estuvo entre mis diez asignaciones preferidas —señaló Miles.

—No se trata de una preferencia, sino de una aptitud. Recuerdo que el mayor Cecil lo discutió conmigo en cierta ocasión. Pero tal como dice Miles, no lo incluyó en su lista.

Tampoco había puesto meteorólogo polar en su lista, recordó Miles.

—Usted lo dijo antes —observó Illyan—. Ahora ningún comandante del Servicio lo querrá. Y yo no soy una excepción.

—A decir verdad, no hay ninguno a quien yo pueda confiárselo. Con excepción de usted. —El conde Vorkosigan esbozó una sonrisa particular—. Siempre he confiado en usted. Simon.

Illyan pareció algo aturdido, como un gran táctico que comenzaba a verse vencido por otra estrategia.

—Supondrá matar varios pájaros de un tiro —continuó el conde Vorkosigan con la misma voz persuasiva—. Podemos decir que se trata de un exilio interno no oficial, de una degradación. Eso nos librará de mis enemigos políticos, quienes de otro modo intentarían sacar algún provecho de este asunto. Suavizará la imagen de que estamos perdonando un motín, cosa que ningún servicio militar puede permitir.

—Un verdadero exilio —dijo Miles—. Aunque sea extraoficial e interno.

—¡Oh, sí! —dijo el conde Vorkosigan con suavidad—. Pero no será una verdadera deshonra.

—¿Podremos confiar en él? —preguntó Illyan con desconfianza.

—Parece que sí. —La sonrisa del conde era como el brillo de una navaja—. Seguridad podrá aprovechar sus talentos. Más que ningún otro departamento, seguridad necesita de sus talentos.

—¿Para ver lo obvio?

—Y lo que no es tan obvio. Existen muchos oficiales a quienes se les puede confiar la vida del emperador. No hay tantos a quienes se les pueda confiar su honor.

De mala gana, Illyan hizo un gesto vago de aceptación. Quizá por prudencia, el conde Vorkosigan no trató de obtener un mayor entusiasmo de su Jefe de Seguridad. Se volvió hacia Miles y le dijo:

—Pareces necesitar una enfermería.

—Necesito una cama.

—¿Qué tal una cama en la enfermería?

Miles tosió y parpadeó con fatiga.

—Sí, me parece bien.

—Vamos, buscaremos una.

Miles se levantó y salió apoyado en el brazo de su padre, con los pies chapoteando en sus bolsas de plástico.

—Aparte de todo, ¿cómo estaba la isla Kyril, alférez Vorkosigan? —inquirió el conde—. Tu madre ha notado que no te comunicabas muy seguido con casa.

—Estaba ocupado. El clima era brutal, el terreno era mortífero, y un tercio de la población, incluyendo a mi superior inmediato, estaba ebria la mayor parte del tiempo. El cociente intelectual promedio igualaba la temperatura media en grados centígrados, no había una mujer en quinientos kilómetros a la redonda y el comandante de la base era un psicópata homicida. Aparte de todo eso, era encantadora.

—Parece que no ha cambiado en lo más mínimo en veinte años.

—¿Ha estado allí? ¿Y de todos modos permitió que me enviaran a ?

—Comandé la Base Lazkowski durante cinco meses, mientras aguardaba la capitanía del crucero General Vorkraft. Durante ese período mi carrera sufría una especie de eclipse político.

—¿Y qué le pareció?

—No recuerdo demasiado. Estaba ebrio la mayor parte del tiempo. Cada uno encuentra su propia forma de soportar al Campamento Permafrost. Yo diría que a ti te ha ido mejor que a mí.

—Encuentro alentador saber que usted ha sobrevivido a ello, señor.

—Pensé que así sería. Por eso lo mencioné. De todos modos, no fue una experiencia que yo querría exhibir como ejemplo. Miles miró a su padre.

—¿Piensa… piensa que hice lo correcto, señor? Anoche.

—Sí —dijo el conde simplemente—. Algo correcto. Tal vez no haya sido la mejor de todas las actitudes correctas posibles. Quizá dentro de tres días encuentres una táctica que hubiese sido más adecuada, pero tú eras quien estaba allí y debía decidirlo. Yo trato de no mostrarme más listo que mis comandantes de campaña.

Por primera vez desde que abandonara la isla Kyril, Miles sintió que se le alegraba el corazón.

Miles pensó que su padre lo llevaría al Hospital Militar Imperial, el enorme complejo que le resultaba tan familiar y que se encontraba a unos pocos kilómetros de allí, pero hallaron una enfermería más cerca, tres pisos más abajo en el Cuartel General de Seguridad Imperial. El lugar era pequeño pero completo, equipado con un par de consultorios, habitaciones privadas, celdas para el tratamiento de prisioneros y testigos custodiados y una puerta con un rótulo inquietante: «Laboratorio Químico de Interrogaciones». Illyan ya debía haberlos llamado, porque un enfermero los estaba aguardando en la recepción para atenderlos. Momentos después, llegó un cirujano de Seguridad, con la respiración un poco agitada. El hombre se alisó el uniforme y saludó al conde Vorkosigan puntillosamente antes de volverse hacia Miles.

Miles imaginó que el cirujano estaba más acostumbrado a poner nerviosa a la gente que a ser inquietado por ella, y no sabía muy bien cómo manejar la situación. ¿Quedaría algo de aquella antigua aura de violencia en su padre después de todos esos años? ¿El poder o la historia? ¿Algún carisma personal por el cual los hombres poderosos se arrastraban ante él como perros? Miles podía sentir ese calor que emanaba de él con perfecta claridad y, sin embargo, no parecía afectarle de la misma manera.

Aclimatación, tal vez. El antiguo Lord Regente era el hombre que solía tomarse dos horas para almorzar cada día, desapareciendo en el interior de su residencia, y sólo una guerra era capaz de impedir que lo hiciese. Sólo Miles sabía lo que ocurría durante aquellas horas, cómo el gran hombre con su uniforme verde tragaba un emparedado en cinco minutos y luego pasaba la siguiente hora y media sentado en el suelo con su hijo que no podía caminar, jugando, hablando o leyendo en voz alta. Algunas veces, cuando Miles mostraba una resistencia histérica a cierta dolorosa terapia física, espantando a su madre e incluso al sargento Bothari, su padre era el único con la firmeza suficiente como para insistir en que hiciese esas diez angustiosas flexiones con las piernas, en que se sometiese a la hipovaporización, a una nueva intervención quirúrgica o a los productos químicos que ardían en sus venas. Eres un Vor. No debes atemorizar a tus súbditos con esta muestra de descontrol. El olor penetrante de la enfermería, la tensión del médico, todo le trajo una avalancha de recuerdos. No era de extrañar, reflexionó Miles, que Metzov no hubiese logrado infundirle el temor suficiente. Cuando el conde Vorkosigan se marchó, la enfermería pareció quedar completamente vacía.

Al parecer no ocurría nada especial en el cuartel general esa semana. La enfermería estaba muy silenciosa, y sólo entraban en ella algunos miembros del personal aquejados de jaqueca o de desórdenes estomacales causados por un exceso de alcohol la noche anterior. Una tarde, dos técnicos pasaron tres horas trabajando en el laboratorio y luego partieron a toda prisa. El médico detuvo la pulmonía incipiente de Miles antes de que se convirtiera en pulmonía galopante. Durante ese tiempo. Miles reflexionó y aguardó a que la terapia de seis días con antibióticos siguiera su curso. También planificó lo que haría cuando los médicos lo dejasen partir. Solicitaría un permiso e iría a su casa en Vorbarr Sultana.

—¿Por qué no puedo ir a casa? —se quejó Miles ante su madre la siguiente vez en que ella lo visitó—. Nadie me dice nada. Si no estoy bajo arresto, ¿por qué no puedo pedir una licencia e ir a casa? Sí estoy bajo arresto, ¿por qué las puertas no están cerradas con llave? Me siento como en el limbo.

La condesa Cordelia Vorkosigan emitió un gruñido muy poco femenino.

—Estás en el limbo, hijito.

A pesar de la ironía de su tono, Miles sintió un gran placer al escuchar su fuerte acento betano. Ella sacudió la cabeza… Llevaba su cabellera ondulada echada hacia atrás y suelta sobre la espalda. Su tono rojizo brillaba contra una exquisita chaqueta otoñal color café, bordada con hilos de plata, y vestía una falda oscilante, típica de las mujeres pertenecientes a la clase Vor. Sus llamativos ojos grises y su semblante pálido eran tan inteligentes, que uno casi no notaba que no era hermosa. Durante veintiún años había pasado por una matrona Vor, a la sombra de su Gran Hombre y, sin embargo, no parecía haber sido afectada por las jerarquías barrayaranas… aunque sí había sido afectada por sus heridas, pensó Miles.

¿Por qué nunca pienso que ambiciono comandar una nave tal como lo hizo mi madre? La capitana Cordelia Naismith, de Estudios Astronómicos Betanos, se había dedicado a la arriesgada tarea de extender los conductos de enlace por agujeros de gusano paso a paso, por el bien de la humanidad, por el conocimiento puro, por el progreso económico de la Colonia Beta, por… ¿qué era lo que la había impulsado? Había dirigido una nave de inspección tripulada por sesenta personas, viajando muy lejos de casa y sin posibilidad alguna de recibir ayuda… Sin duda existían ciertos aspectos envidiables en su carrera. La cadena de mando, por ejemplo, podía haberse convertido en una ficción en el espacio remoto, los deseos del cuartel general betano, un asunto para realizar especulaciones y envites.

Ahora se movía con tanta naturalidad entre la sociedad barrayarana… Sólo sus observadores más cercanos notaban lo indiferente que le resultaba. Ella no le temía a nadie, ni siquiera al temible Illyan, y no era controlada por nadie, ni siquiera por el propio almirante. Era esa falta de temor, decidió Miles, lo que volvía tan inquietante a su madre. La capitana del almirante. Seguir sus pasos sería como caminar sobre el fuego.

—¿Qué está ocurriendo allá afuera? —preguntó Miles—. Este lugar es casi tan divertido como una reclusión solitaria, ¿sabes? ¿Han decidido que soy un amotinado, después de todo?

—No lo creo —dijo la condesa—. Están licenciando a los demás, a tu teniente Bonn y a los otros, no precisamente con deshonra, pero sin los beneficios, las pensiones o el nivel social que tanto parece importar a los hombres de Barrayar…

—Considéralos como una clase particular de reservistas —le sugirió Miles—. ¿Qué hay de Metzov y los soldados?

—Él será licenciado del mismo modo. Es quien más ha perdido, creo.

—¿Simplemente lo dejarán suelto? —Miles frunció el ceño. La condesa Vorkosigan se encogió de hombros.

—Como no ha habido muertes, convencieron a Aral de que no podía enfrentarlo a una corte marcial. Decidieron no levantar cargos contra los soldados.

—Hum… Creo que me alegro. Ah… ¿y yo?

—Oficialmente continúas detenido por Seguridad Imperial. Indefinidamente.

—Se supone que el limbo es un sitio indefinido. —Su mano jugueteó con la sábana. Todavía tenía los nudillos hinchados—. ¿Cuánto tiempo?

—El que se necesite para lograr el efecto psicológico buscado.

—¿Y cuál es? ¿Volverme loco? Tres días más serán suficientes.

Ella hizo una mueca.

—Deben convencer a los militares barrayaranos de que estás siendo castigado de forma apropiada por tu… crimen. Mientras permanezcas confinado en este siniestro edificio, pensarán que estás sufriendo… lo que sea que ellos imaginen que ocurre aquí. Si se te permitiera salir a corretear por la ciudad, resultaría mucho más difícil mantener la ilusión de que has sido colgado cabeza abajo contra la pared del sótano.

—Todo parece tan… irreal. —Volvió a dejarse caer sobre la almohada—. Yo sólo quería servir.

Una breve sonrisa curvó los labios de la condesa, pero se desvaneció rápidamente.

—¿Estás listo para considerar un cambio de rumbo en tu trabajo, querido?

—Ser un Vor es algo más que un simple trabajo.

—Sí, es una patología. Un delirio obsesivo. Hay una gran galaxia allá fuera, Miles. Existen otras formas de servir, mayores… causas.

—Y entonces, ¿por qué permaneces aquí? —replicó él.

—¡Ah! —Ella esbozó una sonrisa triste—. Ciertas necesidades de la gente son más apremiantes que las armas.

—Y hablando de papá, ¿va a regresar?

—Hum… No. Debo decirte que se alejará por un tiempo. De ese modo no dará la impresión de que respalda tu actitud, aunque en realidad te esté salvando de la avalancha. Ha decidido fingir públicamente que está enfadado contigo.

—¿Y lo está?

—Por supuesto que no. Sin embargo… comenzaba a trazar algunos planes a largo plazo para ti, incluyéndote en sus proyectos de reforma sociopolítica. Si completabas una sólida carrera militar, pensaba que incluso tus lesiones congénitas podrían ayudar a la salvación de Barrayar.

—Sí, lo sé.

—Bueno, no te preocupes. Sin duda se le ocurrirá alguna forma para utilizar esto también. Miles suspiró con tristeza.

—Quiero hacer algo. Quiero que me devuelvan mis ropas.

Su madre frunció los labios y sacudió la cabeza.

Miles llamó a Iván esa tarde.

—¿Dónde estás? —le preguntó su primo con desconfianza.

—Atascado en el limbo.

—Bueno, no quiero quedar pegado yo también —dijo Iván con rudeza, y cortó la comunicación.