Miles ya había bajado de la cama y estaba a medio vestir antes de que su cerebro adormecido comprendiera que la estridente bocina no era la que anunciaba el wah-wah. Se detuvo con una bota en la mano. Tampoco se trataba de un incendio ni de un ataque enemigo. Entonces la rítmica sirena se detuvo. Tenía razón: el silencio valía oro.
Miles observó el resplandeciente reloj digital. Sólo había dormido un par de horas. Bajo una tempestad de nieve, había viajado hasta la Estación Once para reparar unos daños causados por el viento, y al llegar había caído exhausto en la cama. El intercomunicador junto a su lecho no mostraba su luz roja intermitente para informarle de alguna tarea inesperada que debía realizar. Podía volver a la cama.
El silencio era desconcertante.
Miles se puso la otra bota y asomó la cabeza al pasillo. Un par de oficiales más habían hecho lo mismo, y especulaban entre ellos sobre el motivo de la alarma. El teniente Bonn emergió de sus habitaciones y atravesó el pasillo, mientras se ponía la chaqueta. Su rostro se veía tenso, mitad preocupado y mitad fastidiado.
Miles cogió su propio abrigo y galopó tras él.
—¿Necesita ayuda, teniente?
Bonn lo miró desde su altura superior y frunció los labios.
—Es posible —admitió.
Miles lo alcanzó y continuó caminando a su lado, secretamente complacido por la suposición implícita de que podía llegar a ser útil.
—¿Y qué ocurre?
—Una especie de accidente en un depósito de sustancias tóxicas. Si es el que pienso, podemos tener un verdadero problema.
Traspusieron la puerta doble del caldeado vestíbulo y salieron a la noche cristalizada de frío. La nieve crujía bajo las botas de Miles y era barrida por una ligera brisa del este. Las estrellas más brillantes competían con las luces de la base. Los dos hombres se introdujeron en el gato-veloz de Bonn, produciendo vapor con el aliento hasta que el descongelante del vehículo comenzó a funcionar. Bonn aceleró a toda velocidad y se alejó de la base con rumbo hacia el oeste.
A unos pocos kilómetros pasando los campos de práctica, una hilera de montículos cubiertos de pastos asomaban entre la nieve. Había varios vehículos estacionados frente a uno de los búnkers: un par de gatos-veloces, incluyendo el que pertenecía al jefe de bomberos de la base, y un transporte médico. Varias linternas se movían entre ellos. Bonn se detuvo y abrió su puerta. Miles lo siguió, caminando rápidamente sobre el hielo.
El cirujano estaba dando instrucciones a un par de enfermeros, quienes trasladaban un cuerpo cubierto por una tela metálica y ayudaban a un segundo soldado que entraba en el transporte médico temblando y tosiendo.
—Todos vosotros, colocad lo que lleváis puesto en el cesto destructor al atravesar la puerta —les gritó—. Mantas, ropa de cama, tablillas, todo. Debéis pasar por la ducha descontaminante antes de empezar a preocuparos por esa pierna rota. El calmante os ayudará a soportarlo y, si no es así, ignoradlo y ocupaos de vuestra limpieza. Yo iré enseguida. —El cirujano se estremeció y les dio la espalda, emitiendo un silbido de consternación.
Bonn se dirigió a la puerta del búnker.
—¡No la abra! —exclamaron al unísono el cirujano y el jefe de bomberos—. No queda nadie dentro —agregó el primero—. Todos han sido evacuados.
—¿Qué es lo que ocurrió exactamente? —Bonn frotó la ventanilla escarchada de la puerta, tratando de ver el interior.
—Un par de sujetos movían pertrechos. Debían hacer espacio para un nuevo cargamento que llegará mañana —le explicó rápidamente el jefe de bomberos, un teniente llamado Yaski—. Se les volcó la cargadora, y uno quedó atrapado debajo de ella con una pierna rota.
—Hace falta ingeniárselas para ello —dijo Bonn. Era evidente que estaba pensando en el mecanismo de la cargadora.
—Seguramente estaban bromeando —dijo el cirujano con impaciencia—. Pero ésa no es la peor parte. Hicieron caer varios barriles de fetaína, y al menos dos de ellos se abrieron. La sustancia está desparramada por todo el lugar. Hemos sellado el búnker lo mejor que hemos podido. —El cirujano suspiró—. La limpieza es problema de ustedes. Yo me voy. —Parecía querer arrancarse la piel, al igual que las ropas. Agitó una mano y se alejó rápidamente en su gato-veloz hacia el sector de descontaminación.
—¡Fetaína! —exclamó Miles, alarmado. Bonn se había apartado rápidamente de la puerta. La fetaína era una sustancia mutagénica inventada como arma de disuasión, pero, hasta donde Miles sabía, nunca había sido utilizada en combate—. Pensé que esa cosa estaba obsoleta, que ya no se utilizaba. —En su curso de Química y Biología de la Academia apenas si la habían mencionado.
—Está obsoleta —dijo Bonn con expresión sombría—. No la han fabricado en veinte años. Por lo que yo sé, ésta era la última reserva de Barrayar. Maldita sea, estos barriles no tenían por qué abrirse ni siquiera si se les caía una nave encima.
—Pero, por lo que usted dice, los barriles tienen al menos veinte años —señaló el jefe de bomberos—. ¿Corrosión?
—En ese caso —Bonn estiró el cuello—, ¿qué hay del resto?
—Exactamente. —Yaski asintió con la cabeza.
—¿La fetaína no se destruye con el calor? —preguntó Miles con nerviosismo, mirando a su alrededor para asegurarse de que no estaban discutiendo el asunto en contra del viento respecto al búnker—. He oído que se disocia en componentes inofensivos.
—Bueno, no exactamente inofensivos, pero al menos no le desharán todo el ADN de los testículos.
—¿Hay explosivos almacenados allí, teniente Bonn? —preguntó Miles.
—No, sólo está la fetaína.
—Si arrojara un par de minas de plasma por la puerta, ¿la fetaína se descompondría químicamente antes de que se derritiera el techo?
—Sería desastroso que se derritiera el techo. O el suelo. Si esa cosa se esparciera por el Permafrost… Pero si colocáramos minas que liberasen el calor lentamente, y arrojáramos con ellas unos cuantos kilos de sustancia de cierre, es posible que el búnker quedara sellado… —Bonn movió los labios en unos cálculos silenciosos—. Sí, eso podría funcionar. En realidad creo que sería la mejor manera de controlar este disparate. Especialmente si el resto de los barriles también comienzan a perder integridad.
—Dependerá de la dirección en que esté soplando el viento —intervino el teniente Yaski, quien se volvió para mirar a la base y luego a Miles.
—Esperamos un ligero viento del este con temperatura en descenso hasta cerca de las siete de la mañana —respondió Miles a su mirada—. Entonces rotará al norte y soplará más fuerte. Alrededor de las dieciocho se iniciarán las condiciones potenciales para el wah-wah.
—Si vamos a intentarlo, será mejor que lo hagamos esta noche entonces —dijo Yaski.
—Muy bien —se decidió Bonn—. Reuniré a mi gente, y usted haga lo mismo con su dotación. Conseguiré los planos del búnker y calcularé la velocidad de liberación del calor. Nos encontraremos con el jefe de Artillería en el edificio administrativo dentro de una hora.
Bonn apostó allí al sargento de Yaski para que nadie se acercase al búnker. Era una tarea poco envidiable, pero no resultaba insufrible en las condiciones presentes. Además, el guardia podía refugiarse en el gato-veloz cuando bajase la temperatura, alrededor de la medianoche. Miles regresó con Bonn al edificio administrativo de la base para verificar sus predicciones sobre la dirección del viento.
Miles examinó los últimos datos en los ordenadores meteorológicos. Quería entregarle a Bonn la mayor información posible sobre la dirección de los vientos en las siguientes 26,7 horas, día de Barrayar. Pero antes de que tuviera la impresión en las manos, vio a Bonn y a Yaski por la ventana, alejándose del edificio administrativo en medio de la oscuridad. ¿Tal vez se encontrarían con el jefe de Artillería en alguna otra parte? Miles consideró la posibilidad de ir tras ellos, pero el nuevo pronóstico no difería de forma significativa del anterior. ¿Realmente necesitaba ir a observar cómo cauterizaban el depósito envenenado? Podía resultar interesante… instructivo… pero, por otro lado, él ya no sería de ninguna utilidad allí. Como hijo único de sus padres, como posible padre de un futuro conde Vorkosigan, era discutible si tenía el derecho de exponerse a una sustancia mutagénica tan nociva por simple curiosidad. Y de todos modos, hasta que el viento cambiara no parecía haber ningún peligro inmediato en la base. ¿O era cobardía disfrazada de lógica? La prudencia era una virtud, había escuchado decir.
Ahora ya estaba completamente despierto, y se sentía demasiado inquieto como para pensar en dormir, así que dio vueltas por la oficina meteorológica, poniéndose al día con todos los archivos de rutina que había dejado de lado esa mañana para realizar el viaje de reparaciones. Al cabo de una hora terminó con todo aquello que incluso remotamente formaba parte de su trabajo. Cuando se encontró limpiando compulsivamente el polvo de equipos y estantes, decidió que era hora de volver a la cama, se durmiese o no. Pero una luz en la ventana atrajo su atención. Se trataba de un gato-veloz que se detenía frente al edificio.
Ah, Bonn y Yaski habían vuelto. ¿Ya? Lo habían hecho muy rápido, ¿o todavía no habían empezado? Miles arrancó el listado plástico con las nuevas lecturas de los vientos y bajó la escalera para dirigirse a la oficina de Ingeniería al final del corredor.
La oficina de Bonn estaba oscura, pero la del comandante de la base tenía la luz encendida. Unas voces airadas subían y bajaban de tono. Aferrado a la impresión, Miles se aproximó.
La puerta de la antesala a la oficina estaba abierta, Metzov se hallaba sentado ante su consola, con el puño cerrado y apoyado sobre la titilante superficie de colores. Bonn y Yaski estaban frente a él en una postura tensa. Miles hizo crujir el listado para anunciar su presencia.
Yaski giró la cabeza y lo vio.
—Envíe a Vorkosigan. Él ya es un mutante de todos modos.
Miles hizo la venia y respondió de inmediato:
—Discúlpeme, señor, pero no, no lo soy. El veneno que me afectó causó un daño teratógeno, no genético. Mis futuros hijos tienen tantas probabilidades de ser saludables como los de cualquiera. Ah, ¿y enviarme adónde, señor?
Metzov le dirigió una mirada iracunda, pero no insistió en la inquietante sugerencia de Yaski. Sin decir palabra, Miles entregó el listado a Bonn. Éste lo miró, hizo una mueca y se lo metió bruscamente en el bolsillo del pantalón.
—Obviamente, pretendía que utilizaran equipos de protección —continuó Metzov para irritación de Bonn—. No estoy loco.
—Yo lo comprendo, señor. Pero los hombres se niegan a entrar en el búnker incluso con trajes especiales —le informó Bonn con una voz firme e inexpresiva—. No puedo culparlos. Según mis cálculos, las precauciones normales no son suficientes para la fetaína. Esa sustancia tiene un nivel de penetración increíblemente alto, por su peso molecular. Atraviesa cualquier cosa permeable.
—¿No puede culparlos? —repitió Metzov, con asombro—. Teniente, usted ha dado una orden. O se supone que debió hacerlo.
—Lo hice, señor, pero…
—Pero dejó que percibieran su propia indecisión. Su miedo. Maldita sea, cuando da una orden debe hacerlo con firmeza.
—¿Por qué debemos salvar esa cosa? —se quejó Yaski.
—Ya hemos hablado de eso. Es nuestra obligación —le gruñó Metzov—. Son órdenes. No se puede pedir obediencia a los hombres cuando uno no está dispuesto a brindarla.
—¿Obediencia ciega? Seguramente Investigaciones todavía tiene la receta —intervino Miles, quien al fin comenzaba a comprender lo alarmante de aquella discusión—. Podrán preparar más si lo desean. Y fresca.
—Cállese, Vorkosigan —gruñó Bonn con desesperación, mientras el general Metzov le replicaba:
—Si vuelve a abrir la boca para brindarnos un ejemplo más de su humor, alférez, le levantaré cargos.
Miles cerró la boca con una sonrisa tensa y petrificada. Subordinación. El Prince Serg, recordó. Por lo que a él le importaba, Metzov podía beberse la fetaína.
—¿Ha oído hablar alguna vez de la antigua costumbre practicada en el campo de batalla, teniente? ¿De dispararle al hombre que desobedece sus órdenes? —continuó Metzov dirigiéndose a Bonn.
—No… no creo poder amenazarlos con eso, señor —respondió Bonn con rigidez.
Y además, pensó Miles, no estamos en un campo de batalla, ¿verdad?
—¡Los técnicos! —dijo Metzov con desprecio—. Yo no hablé de amenazar, hablé de disparar. Con un ejemplo, los demás entrarán en razón.
Miles decidió que a él tampoco le interesaba mucho la veta humorística de Metzov. ¿O el general estaría hablando en serio?
—Señor, la fetaína es un mutágeno violento —dijo Bonn con obstinación—. No estoy para nada seguro de que los demás entren en razón, no importa cuál sea la amenaza. Se trata de un tema bastante irracional. Yo… yo mismo soy un poco irracional al respecto.
—Ya lo veo. —Metzov lo miró con frialdad. Su mirada se deslizó hacia Yaski, quien tragó saliva y enderezó la espalda, aunque su columna no le ofreció ninguna concesión. Miles trató de hacerse invisible.
—Si pretenden continuar como oficiales militares, ustedes los técnicos necesitan una lección sobre cómo lograr obediencia de sus hombres —decidió Metzov—. Quiero que ambos reúnan a sus dotaciones frente al edificio administrativo en veinte minutos. Pasaremos una pequeña revista disciplinaria al viejo estilo.
—Usted no… no estará pensando seriamente en dispararle a ninguno, ¿verdad? —dijo el teniente Yaski, alarmado. Metzov sonrió con Ironía.
—Dudo que tenga que hacerlo. —Se volvió hacia Miles—. ¿Cuál es la temperatura en este momento, oficial de meteorología?
—Cinco grados bajo cero, señor —respondió Miles, cuidando de no hablar más que cuando se dirigían a él.
—¿Y el viento?
—Ráfagas del este a nueve kilómetros por hora, señor.
—Muy bien. —Los ojos de Metzov brillaron con ferocidad—. Pueden retirarse, caballeros. Veamos si esta vez son capaces de cumplir sus órdenes.
Enfundado en su abrigo y con las manos enguantadas, Metzov se detuvo frente al edificio administrativo y observó el camino iluminado. ¿Buscando qué?, se preguntó Miles. Ya era casi medianoche. Yaski y Bonn alineaban a sus respectivas dotaciones de técnicos, unos quince hombres vestidos con overoles térmicos y gruesos abrigos, en posición de revista.
Miles se estremeció, y no tan sólo por el frío. El rostro curtido de Metzov se veía furioso. Y cansado. Y viejo. Y temeroso. Le hizo recordar un poco a su abuelo en un mal día. Aunque en realidad Metzov era más joven que su padre, éste ya era un hombre maduro cuando Miles nació. En ocasiones, su abuelo, el anciano conde general Piotr, parecía un refugiado procedente de otro siglo. Ahora bien, las viejas revistas disciplinarias incluían grandes cachiporras de goma. ¿Hasta dónde llegaba la memoria de Metzov en la historia de Barrayar?
Metzov sonrió disimulando su ira y giró la cabeza ante un movimiento en el camino. Con una voz horriblemente cordial le confió a Miles:
—¿Sabe, alférez? Había un secreto en esa rivalidad entre servicios que tanto cultivaban en la vieja Tierra. En el caso de producirse un motín, uno siempre podía persuadir al ejército para que disparase sobre la marina, o viceversa. Una desventaja oculta para un Servicio combinado como el nuestro.
—¡Un motín! —exclamó Miles, olvidando su decisión de no hablar a menos que se lo pidieran—. Pensé que la cuestión era un derrame de sustancias tóxicas.
—Lo era. Por desgracia, a causa del mal manejo de Bonn, ahora es una cuestión de principios. —Un músculo se contrajo en la mandíbula de Metzov—. Tenía que ocurrir alguna vez en el nuevo Servicio. En el Servicio blando.
Típicas palabras de un hombre perteneciente al viejo Servicio, los ancianos que alardeaban entre ellos sobre lo rudos que habían sido en los viejos tiempos.
—¿Principios, señor? ¿Qué principios? Es neutralización de desperdicios —dijo Miles con voz ahogada.
—Es una negativa en masa a obedecer una orden directa, alférez. Un motín, según la definición de cualquier abogado militar. Afortunadamente, resulta sencillo desarticular esta clase de cosas. Uno debe moverse rápido, cuando todavía no ha crecido mucho y reina la confusión.
El movimiento en el camino resultó ser un pelotón de soldados con su equipo blanco de camuflaje invernal, marchando bajo la dirección de un sargento de la base. Miles reconoció a este último como a un hombre del entorno personal de Metzov, un viejo veterano que había servido bajo sus órdenes durante la revuelta de Komarr y que luego había continuado junto a su maestro. Miles pudo notar que los soldados estaban armados con mortíferos disruptores nerviosos. Considerando el tiempo que pasaban aprendiendo cosas sobre aquellas armas, era muy raro que lograsen tener una entre la manos, y Miles pudo percibir su nerviosismo y excitación desde donde estaba.
El sargento formó a los soldados alrededor de los técnicos y ladró una orden. Todos presentaron sus armas y las apuntaron. Los orificios acampanados brillaron con la luz tenue del edificio administrativo. Se escuchó un murmullo nervioso entre los hombres de Bonn. El rostro de este último estaba lívido, y sus ojos rutilaban como el azabache.
—Desvístanse —ordenó Metzov con los dientes apretados. Incredulidad, confusión; sólo un par de los técnicos comprendieron lo que se les estaba ordenando y comenzaron a desvestirse. Los otros, dirigiendo miradas inciertas a su alrededor, lo hicieron después.
—Cuando vuelvan a estar dispuestos a obedecer sus órdenes —continuó Metzov en una voz impostada que alcanzó a cada hombre—, podrán vestirse y comenzar a trabajar. Depende de ustedes. —Dio un paso atrás, hizo una seña al sargento y adoptó una posición de descanso—. Esto los refrescará —murmuró para sí mismo, apenas lo bastante fuerte como para que Miles alcanzara a escucharlo. Metzov parecía seguro de que no estaría allí más de cinco minutos; era como si ya hubiese estado pensando en las habitaciones caldeadas y un trago caliente.
Miles pudo ver que Olney y Pattas estaban entre los técnicos, junto con casi todo el cuadro grecoparlante que lo había fastidiado cuando llegó. A otros los había visto por ahí, o había hablado con ellos cuando investigaba el pasado del hombre ahogado, o apenas sí los conocía. Quince hombres desnudos que comenzaban a temblar violentamente mientras la nieve susurraba alrededor de sus tobillos. Quince rostros atónitos que comenzaban a mostrar su terror. Los ojos se dirigían hacia los disruptores nerviosos, que apuntaban hacia ellos.
Rendíos, los alentó Miles en silencio. No vale la pena. Pero más de un par de ojos se posaron sobre él y se cerraron con determinación.
Miles maldijo para sus adentros el anónimo cerebro que había inventado la fetaína como arma de disuasión, no por su química sino por su conocimiento de la psiquis barrayarana. La fetaína nunca hubiese podido ser utilizada. Cualquier facción que tratase de hacerlo se rebelaría contra ella misma y terminaría destruida por convulsiones mortales.
Yaski, quien se encontraba detrás de sus hombres, parecía completamente horrorizado. Bonn, con una expresión negra y frágil como la obsidiana, comenzó a quitarse los guantes y la chaqueta.
¡No, no, no!, gritó Miles en su cabeza. Si se une a ellos jamás cederán. Sabrán que tienen razón. Era un terrible error, un terrible… Bonn dejó caer sus ropas en una pila, marchó hacia delante, se unió a la fila, viró y clavó los ojos en los de Metzov, Éste lo observó con una furia renovada.
—Muy bien —susurró—, se condena solo. Entonces, congélese.
¿Cómo podía ser que las cosas hubiesen empeorado tanto y tan rápido?
Ahora era un buen momento para recordar alguna obligación en la oficina meteorológica y marcharse de allí. Si tan sólo esos malditos dejaran de temblar y se rindieran, Miles podría pasar por aquello sin una mancha en su registro. No cumplía ninguna función allí…
Los ojos de Metzov se posaron en él.
—Vorkosigan, puede coger un arma y ser útil en esto o considerarse despedido.
Podía partir. ¿Podía partir? Al ver que no hacía ningún movimiento, el sargento se acercó a él y le colocó un disruptor nervioso entre las manos. Miles lo cogió mientras trataba de pensar con un cerebro que de pronto parecía de serrín. Conservó la lucidez suficiente como para asegurarse de que el seguro estuviese puesto antes de apuntar el arma con imprecisión hacia los hombres formados.
Esto no se convertirá en un motín. Será una masacre.
Uno de los soldados armados emitió una risita nerviosa. ¿Qué les habían dicho que hicieran? ¿Qué creían que estaban haciendo? Muchachos de dieciocho, diecinueve años… ¿eran capaces tan siquiera de reconocer una orden criminal? ¿O de saber lo que hacer con ella en todo caso?
¿Y Miles?
La situación era ambigua, ése era el problema. No tenía sentido. Miles sabía sobre órdenes criminales, como cualquier hombre de la Academia. En el último año de la carrera, su padre había ido personalmente a dictar un seminario de un día sobre el tema. Lo había convertido en un requisito para graduarse, por edicto imperial, en sus días de Regente. Qué era exactamente lo que constituía una orden criminal, cuándo y cómo desobedecerla. Con vídeos de diversos casos históricos, incluyendo el desastre político causado por la Masacre de Solstice, se llevaba a cabo bajo la conducción del almirante en persona. Invariablemente uno o dos cadetes debían abandonar la habitación para vomitar durante esa parte. Los otros instructores odiaban el «día de Vorkosigan». Después de ello, sus clases quedaban desorganizadas durante semanas. Casi siempre el almirante Vorkosigan debía regresar un tiempo después, para disuadir a algún perturbado cadete de abandonar la carrera casi al final de la misma. Hasta donde Miles sabía, sólo los cadetes de la academia asistían a esta clase, aunque su padre hablaba de grabarla en un holovídeo y convertirla en parte del entrenamiento básico del Servicio. Algunas partes del seminario habían constituido una revelación incluso para Miles.
Por esto… Si los técnicos hubiesen sido civiles, habría estado claro que Metzov se equivocaba. Si se hubiesen encontrado en tiempos de guerra, asolados por los enemigos, Metzov podía haber estado ejerciendo su derecho, o incluso su deber. Esto transcurría en alguna parte intermedia. Soldados que desobedecían, pero de forma pasiva. Ningún enemigo a la vista. Ni siquiera una situación que amenazara necesariamente la condición física de aquéllos que vivían en la base (exceptuando las de ellos), aunque cuando virase el viento eso podía cambiar.
No estoy listo para esto, todavía no. Es demasiado pronto. ¿Qué era lo correcto?
Mi carrera… Un pánico claustrofóbico, como el que sentiría un hombre con la cabeza atrapada en una alcantarilla, subió por el pecho de Miles. El disruptor nervioso osciló un poco entre sus manos. Sobre el reflector parabólico podía ver a Bonn en la fila, demasiado helado para continuar discutiendo. Sus orejas comenzaban a volverse blancas, al igual que sus manos y sus pies. Un hombre cayó al suelo temblando, pero no hizo ningún movimiento para rendirse. ¿Había alguna sombra de duda en el cuello rígido de Metzov?
Por un lunático instante Miles imaginó que quitaba el seguro y le disparaba a Metzov. ¿Y entonces qué? ¿Dispararía contra los soldados? No podría acabar con todos antes de que lo acabasen a él.
Entre todos los soldados de menos de treinta aquí, yo podría ser el único que alguna vez haya matado a un enemigo, en batalla o fuera de ella. Los soldados eran capaces de disparar por ignorancia, o por pura curiosidad. No sabían lo bastante como para no hacerlo. Lo que hagamos en la próxima media hora permanecerá en nuestro recuerdo mientras sigamos con vida.
Podía tratar de no hacer nada. Sólo cumplir órdenes. ¿En cuántos problemas podía meterse si no hacía más que cumplir órdenes? Cada comandante por el que pasara le había dicho que necesitaba aprender a acatar una orden.
¿Cree que entonces disfrutará embarcándose, alférez Vorkosigan… junto con su pandilla de fantasmas congelados? Al menos nunca estará solo…
Sin soltar el disruptor nervioso. Miles retrocedió un poco. Desde allí ya no era visible para los soldados ni para Metzov. Las lágrimas le nublaron los ojos. Por el frío, sin duda. Miles se sentó en el suelo. Se quitó los guantes y las botas, Dejó caer el abrigo y la camisa. Después de colocar los pantalones y la ropa interior térmica sobre la pila, apoyó encima el disruptor nervioso con sumo cuidado. Entonces dio un paso adelante. Los bragueros de sus piernas eran como carámbanos contra sus muslos.
Odio la resistencia pasiva. La odio de verdad.
—¿Qué diablos cree que hace, alférez? —gruñó Metzov cuando Miles pasó cojeando a su lado.
—Termino con esto, señor —respondió Miles con firmeza. Incluso ahora algunos de los temblorosos técnicos se apartaron de él, como si sus deformidades pudieran ser contagiosas. Sin embargo, Pattas no se apartó. Ni Bonn.
—Bonn ya intentó esa fanfarronada. Ahora lo está lamentando. No funcionará con usted tampoco, Vorkosigan. —La voz de Metzov también temblaba, aunque no por el frío.
Debió haber dicho «alférez». ¿Qué había en su nombre? Miles pudo ver el murmullo de desaliento que corrió entre los soldados. No, esto no había funcionado con Bonn. Posiblemente él era el único allí para quien esa clase de intervención individual podía funcionar. Dependiendo de lo lejos que hubiese llegado Metzov en su locura.
Ahora Miles habló por el bien tanto de Metzov como de los soldados.
—Existe la posibilidad… aunque remota… de que Seguridad del Servicio no investigue las muertes del teniente Bonn y sus hombres, si usted altera los informes adjudicándoselas a algún accidente. Puedo garantizarle que Seguridad Imperial investigará la mía.
Metzov esbozó una sonrisa extraña.
—Suponga que no queda nadie vivo para denunciarla.
El sargento de Metzov parecía tan rígido como su superior. Miles pensó en Ahn, el ebrio Ahn, el silencioso Ahn. ¿Qué había visto él hacía mucho, cuando ocurrían cosas demenciales en Komarr? ¿Qué clase de testigo superviviente había sido? ¿Uno culpable, tal vez?
—Lo siento, señor, pero veo al menos a diez testigos detrás de esos disruptores nerviosos. —Las parábolas plateadas parecían enormes, como grandes bandejas, desde su nueva posición. El cambio de punto de vista era sorprendentemente esclarecedor. Ahora no había ambigüedad. Miles continuó—: ¿O se propone ejecutar a todo su pelotón de fusilamiento y luego suicidarse? Seguridad Imperial interrogará a cualquiera que tenga delante. No podrá silenciarme a mí. Vivo o muerto, a través de mi boca o de la suya… o de la de ellos… prestaré testimonio. —Los temblores convulsionaban el cuerpo de Miles. Era asombroso el efecto que producía una ligera brisa del este con esa temperatura. Luchó para que los temblores no afectasen su voz y el frío fuese interpretado como miedo.
—Pequeño consuelo si… si se deja morir de frío, alférez. —El sarcasmo de Metzov irritó los nervios de Miles. Ese hombre seguía pensando que gozaba de ventaja. Era un demente.
Miles sentía un extraño calor en los pies, a pesar de estar descalzo. Sus cejas se habían congelado. Estaba alcanzando rápidamente a los demás, en lo que se refería a morirse de frío, y esto se debía a que su cuerpo era más pequeño. Comenzaba a amoratarse.
La base cubierta de nieve estaba tan silenciosa… Casi podía escuchar cómo cada copo se deslizaba sobre la capa de hielo. Podía escuchar cómo vibraban los huesos de los hombres que lo rodeaban, y también la respiración temerosa de los soldados. El tiempo pasaba.
Podía amenazar a Metzov, quebrar su confianza con oscuras referencias a Komarr, la verdad será conocida… Podía apelar al grado y la posición de su padre. Podía… maldición, Metzov debía comprender que había ido demasiado lejos, no importaba lo loco que estuviese. Su revista disciplinaría no había funcionado y ahora quería defender su autoridad hasta la muerte. Puede llegar a resultar muy peligroso si se siente amenazado… Era difícil ver el miedo subyacente bajo ese sadismo, Pero tenía que estar allí, oculto… La presión no funcionaba. Metzov estaba prácticamente petrificado por la resistencia. ¿Y si probaba por otro camino?
—Pero considere las ventajas de detenerse, señor —tartamudeó Miles con tono persuasivo—. Ahora tiene la evidencia de un motín, de una conspiración. Puede arrestarnos a todos, arrojarnos a la prisión. Sería una mejor venganza porque lo obtendría todo sin perder nada. Yo perdería mi carrera, sería licenciado con deshonra, tal vez encarcelado… ¿No cree que preferiría morir? Seguridad del Servicio nos castigaría a todos en su nombre. Usted lo obtendría todo.
Sus palabras lo habían enganchado. Miles pudo ver el resplandor rojizo que desaparecía de sus ojos, la ligera flexión de ese cuello rígido. Ahora sólo tenía que soltar el cordel, contenerse para no tirar con fuerza, renovando así la furia de Metzov.
Aguarda…
Metzov se acercó a él. Bajo la luz del reflector, su aliento helado formaba un halo alrededor de su cuerpo. Cuando habló, lo hizo en voz baja, sólo para Miles.
—La respuesta típica de un Vorkosigan. Su padre fue blando con la escoria de Komarr. Lo pagamos con nuestras vidas. Una corte marcial para el niñito del almirante… Eso podría hacer que el grandioso bribón agachase la cabeza, ¿verdad?
Miles tragó saliva helada.
Aquéllos que no conocen su historia, pensó, están condenados a continuar hollándola. Al parecer, aquéllos que lo hacían eran dignos de lástima.
—Controle ese maldito derrame de fetaína —susurró con voz ronca—. Y ya lo verá.
—Están todos bajo arresto —gritó Metzov de pronto, dejando caer los hombros—. Vístanse.
Los hombres parecieron aturdidos por el alivio. Después de una última mirada desconfiada a los disruptores nerviosos se lanzaron sobre sus ropas, vistiéndose desesperadamente con las manos ateridas de frío. Pero en los ojos de Metzov, Miles había visto como todo acababa sesenta segundos antes. Le recordó la definición de su padre: Un arma es un dispositivo para hacer que tu enemigo cambie de idea. La mente era el primer campo de batalla y el último. Lo que había entre ambos no era más que ruido.
Al ver que Miles ocupaba el centro de la atención, Yaski había aprovechado la oportunidad para introducirse silenciosa mente en el edificio administrativo y realizar varias llamadas desesperadas. Como resultado, llegaron el comandante de los soldados, el cirujano de la base y el segundo jefe de Metzov, preparados para persuadir, o tal vez sedar y confinar, al comandante de la base. Pero para ese entonces Miles, Bonn y los técnicos ya estaban vestidos y marchaban, con paso tambaleante y apuntados por los disruptores nerviosos, hacia el búnker que hacía las veces de prisión.
—¿S-se supone que debo darle las gracias por esto? —le preguntó Bonn a Miles, castañeteando los dientes. Sus manos y pies estaban casi paralizados; Miles y él se apoyaban el uno en el otro, avanzando Juntos por el camino.
—¿Obtuvimos lo que queríamos, eh? Va a eliminar la fetaína antes de que el viento cambie por la mañana. Nadie morirá. A nadie se le congelarán los testículos. Hemos vencido. Creo. —Miles emitió una risita extraña con los labios endurecidos.
—Nunca pensé —murmuró Bonn— que llegaría a conocer a alguien más loco que Metzov.
—Yo no hice nada que usted no hiciera —protestó Miles—. Salvo que logré que funcionara. Más o menos. De todos modos, las cosas se verán diferentes por la mañana.
—Sí. Peor —predijo Bonn tristemente.
Miles despertó de un sueño intranquilo al escuchar que se abría la puerta de su celda. Estaban trayendo a Bonn de vuelta. Miles se frotó el rostro barbudo.
—¿Qué hora es, teniente?
—Está amaneciendo. —Bonn se veía tan pálido, desaliñado y abatido como él mismo se sentía.
Bajó de su catre con un gruñido de dolor.
—¿Qué está ocurriendo?
—Seguridad del Servicio anda por todas partes. Enviaron a un capitán del continente. Metzov le ha estado calentando la cabeza, creo. Hasta el momento sólo se han prestado testimonios.
—¿Ya se han ocupado de la fetaína?
—Sí. —Bonn esbozó una sonrisa amarga—. Acaban de llevarme a verificar y firmar el cumplimiento del trabajo. El búnker se convirtió en un lindo horno.
—Alférez Vorkosigan, solicitan su presencia —dijo el guardia de seguridad que había traído a Bonn—. Venga conmigo.
Miles se puso de pie con dificultad y cojeó hasta la puerta de la celda.
—Lo veré luego, teniente.
—De acuerdo. Si en el camino encuentra a alguien con un desayuno, ¿por qué no utiliza su influencia política y lo envía hacia aquí, eh?
Miles sonrió con tristeza.
—Lo intentaré.
Miles siguió al guardia a través del corto corredor. No podía decirse que la prisión de la Base Lazkowski fuese una cárcel de alta seguridad. En realidad no era más que un búnker con habitaciones que se cerraban desde el exterior y no tenían ventanas. El clima solía ser mejor guardián que cualquier reja, por no mencionar los 500 kilómetros de agua helada que rodeaban la isla.
La oficina de seguridad de la base estaba muy atareada aquella mañana. Junto a la puerta aguardaban dos extraños con el rostro sombrío, un teniente y un fornido sargento con la insignia de Seguridad Imperial en el uniforme. Seguridad Imperial, no Seguridad del Servicio. Los mismos que habían custodiado a su familia y toda la vida política de su padre. Miles los observó encantado.
El secretario de seguridad de la base parecía muy atareado, con la consola de su escritorio encendida y parpadeante.
—Alférez Vorkosigan, necesito la impresión de su palma en esto.
—Muy bien, ¿qué estoy firmando?
—Sólo las órdenes de traslado, señor.
—¿Qué? Ah… —Miles se detuvo con la mano levantada en su guante plástico—. ¿Cuál?
—La que corresponde, señor.
Con dificultad, Miles se quitó el guante derecho. Su mano estaba brillante por el gel medicinal que se suponía le estaban curando la congelación. Se la veía hinchada, enrojecida y deformada, pero el remedio debía de estar funcionando. Ya podía mover todos los dedos. Necesitó tres intentos, presionando sobre la plancha de identificación, antes de que el ordenador lo reconociera.
—Ahora la suya, señor. —El secretario señaló al teniente de Seguridad Imperial. El hombre apoyó la mano sobre la plancha y el ordenador emitió una señal de aprobación. El teniente retiró su mano y observó con desconfianza el brillo pegajoso. Entonces miró a su alrededor buscando una toalla, pero, al no encontrarla, se limpió con disimulo en el pantalón, Justo detrás de la pistola cargada con sedante. El secretario frotó la plancha con la manga de su camisa y tocó su intercomunicador.
—Me alegro de verlos, amigos —le dijo Miles al oficial de Seguridad Imperial—. Lamento que no hayan estado aquí anoche.
El teniente no le devolvió la sonrisa.
—Sólo soy un correo, alférez. No tengo autorización para discutir su caso.
El general Metzov apareció en la puerta de la oficina con un fajo de hojas plásticas en la mano. A su lado venía un capitán de Seguridad del Servicio, quien saludó al teniente con un cauteloso movimiento de cabeza.
El general casi sonreía.
—Buenos días, alférez Vorkosigan. —La presencia del hombre de Seguridad Imperial no pareció perturbarlo—. Al parecer, había un aspecto de este caso que no había considerado. Cuando un Vor se complica en un motín militar, automáticamente es acusado de alta traición.
—¿Qué? —Miles tragó saliva para recuperar la voz—. Teniente, yo no estoy siendo arrestado por Seguridad Imperial, ¿verdad?
El teniente extrajo un par de esposas y procedió a maniatarlo al robusto sargento. Overholt era el nombre escrito en la placa del hombre, y no tenía más que alzar el brazo para que Miles quedara colgando como un gatito.
—Está siendo detenido mientras se efectúa la investigación correspondiente —dijo el teniente con formalidad.
—¿Cuánto tiempo?
—Indefinidamente.
El teniente se dirigió hacia la puerta. El sargento hizo lo mismo y Miles no tuvo más remedio que seguirlo.
—¿Adónde? —preguntó Miles con desesperación.
—Cuartel General de Seguridad Imperial.
¡Vorbarr Sultana!
—Necesito recoger mis cosas…
—Sus habitaciones ya han sido vaciadas.
—¿Regresaré aquí?
—No lo sé, alférez.
El amanecer teñía el Campamento Permafrost de grises y amarillos cuando el gato-veloz los depositó en la pista de lanzamiento. La nave suborbital de Seguridad Imperial se encontraba posada sobre el cemento helado, como un ave de presa accidentalmente posada en un palomar. Pulida, negra e implacable, parecía romper la barrera del sonido sin moverse de allí. Su piloto estaba en posición de apresto, con los motores encendidos para el despegue.
Miles ascendió por la rampa con dificultad detrás del sargento Overholt, tironeado por el metal frío de las esposas. Diminutos cristales de hielo danzaban con el viento del noroeste. La temperatura sería estable durante la mañana, lo sabía por la sequedad particular de la humedad relativa en sus senos paranasales. ¡Dios santo, ya era hora de abandonar esa isla!
Miles inspiró profundamente por última vez, y entonces la puerta de la nave se cerró tras él con un susurro de serpiente. Dentro había un silencio profundo y denso que ni siquiera era penetrado del todo por el rugir de los motores.
Al menos no hacía frío.