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Miles llamó al cirujano de la base utilizando el intercomunicador del gato-veloz. Solicitó que se presentase con sus instrumentos de forense, una bolsa plástica y un transporte médico. Entonces, junto con sus ayudantes, cerró el extremo superior de la acequia con un letrero que arrancaron del desierto campo de práctica. Miles ya estaba tan empapado y tenía tanto frío que ni siquiera notó la diferencia cuando volvió a introducirse en la alcantarilla para atar una cuerda a los tobillos del cuerpo anónimo. Cuando emergió, ya había llegado el cirujano con su enfermero.

El cirujano, un hombre corpulento y casi calvo, espió con desconfianza en el caño de desagüe.

—¿Qué ha visto allí dentro, alférez? ¿Qué ha ocurrido?

—Desde este extremo sólo veo unas piernas, señor —le informó Miles—. Está encajado. El drenaje se obstruyó sobre él, supongo. Tendremos que ver lo que aparece cuando lo saquemos.

—¿Qué diablos estaba haciendo allí dentro? —El cirujano se rascó el cuero cabelludo. Miles extendió las manos.

—Parece una forma muy peculiar de suicidarse. Lenta y arriesgada si se trata de ahogarse.

El cirujano alzó las cejas, y tanto él como Miles tuvieron que tirar de la cuerda con Olney, Pattas y el enfermero hasta que el cuerpo rígido encajado en la alcantarilla comenzó a salir.

—Está atascado —observó el enfermero con un gruñido.

Finalmente, el cuerpo salió junto con un chorro de agua sucia. Pattas y Olney observaron desde lejos; Miles se pegó al hombro del cirujano. El cadáver, enfundado en un traje de fajina negro, estaba ceroso y azul. Las insignias del cuello y el contenido de sus bolsillos lo identificaron como un soldado raso de Suministros. El cuerpo no mostraba heridas evidentes, con excepción de unos moretones en los hombros y rasguños en las manos.

El cirujano apuntó unas breves notas preliminares negativas en su grabadora. No había huesos rotos ni tendones desgarrados. Hipótesis preliminar: muerte por asfixia, por hipotermia o por ambas causas, ocurrida en las últimas doce horas. Apagó su grabadora y agregó:

—Podré ser más preciso cuando lo tengamos en la enfermería.

—¿Esta clase de cosas ocurren con frecuencia por aquí? —preguntó Miles con suavidad.

El cirujano le dirigió una mirada dura.

—Rebano a varios idiotas por año. ¿Qué se puede esperar cuando se reúne a cinco mil muchachos de entre dieciocho y veinte años y se les dice que jueguen a la guerra? Admito que éste parece haber descubierto un método completamente nuevo para matarse. Supongo que uno nunca llega a verlo todo.

—¿Entonces cree que lo hizo solo? Realmente me parece muy difícil matar a un hombre y luego meterlo allí dentro.

El cirujano se acercó a la alcantarilla y se agachó para mirar adentro.

—Eso parece. Ah, ¿querría echar otro vistazo ahí dentro, alférez? Sólo por las dudas.

—Muy bien, señor. —Miles esperó que fuese el último viaje. Nunca hubiese imaginado que la limpieza de los drenajes iba a resultar tan… emocionante. Recorrió todo el largo de la alcantarilla revisando cada centímetro, pero sólo encontró la linterna que el hombre había dejado caer. Era evidente que el soldado había entrado en el conducto con un objetivo. ¿Qué objetivo? ¿Por qué introducirse en la alcantarilla durante la noche, en medio de una fuerte tormenta? Miles regresó y entregó la lámpara al cirujano.

Después de ayudar a embolsar y cargar el cuerpo. Miles hizo que Olney y Pattas devolvieran el letrero que bloqueaba el extremo superior de la acequia a su ubicación original. Las aguas pardas se derramaron con un rugido y desaparecieron por la alcantarilla. Miles y el cirujano se asomaron sobre la baranda del camino y observaron cómo descendía el nivel del agua en el pequeño lago.

—¿Cree que habrá otro en el fondo? —preguntó Miles con morbosidad.

—Este hombre era el único inscrito como desaparecido en el informe de la mañana —respondió el cirujano—, así que probablemente no. —Sin embargo, no parecía dispuesto a apostarlo.

Cuando bajaron las aguas, lo único que apareció fue la chaqueta empapada del soldado. Evidentemente, la había colgado sobre la baranda antes de entrar en la alcantarilla, y desde allí había caído, o el viento la había arrastrado hasta el agua. El cirujano la llevó consigo.

—Parece no impresionarse mucho —observó Pattas cuando se hubo alejado el transporte médico con el cirujano y el enfermero. Pattas no era mucho mayor que Miles.

—¿Nunca había tenido que manipular un cadáver?

—No. ¿Y usted?

—Sí.

—¿Dónde?

Miles vaciló. Los eventos ocurridos tres años antes aparecieron en su memoria. Los meses en que se había visto envuelto en un desesperado combate lejos de casa, después de haberse encontrado por accidente con un cuerpo mercenario espacial, eran un secreto que no podía mencionar, ni siquiera insinuar, aquí. De todos modos, las tropas imperiales permanentes despreciaban a los mercenarios, vivos o muertos. Pero la campaña de Tau Verde le había enseñado la diferencia entre la «práctica» y la «realidad», entre la guerra y los simulacros de guerra, y también que la muerte tenía vectores más sutiles que el contacto directo.

—Antes de venir aquí —dijo Miles con indiferencia—. Un par de veces.

Pattas se encogió de hombros y comenzó a alejarse.

—Bueno —admitió de mala gana por encima del hombro—, al menos no tiene miedo de ensuciarse las manos, señor.

Miles alzó las cejas pensativo.

No. No es a eso a lo que le temo.

Miles marcó el drenaje como «destapado» en su panel de informe. Luego devolvió el gato-veloz, todo el equipo y a sus dos amansados ayudantes al sargento Neuve de Mantenimiento, y se dirigió a las barracas de los oficiales. Nunca en su vida había deseado más una ducha caliente.

Estaba caminando por el corredor en dirección a sus habitaciones cuando otro oficial abrió una puerta y asomó la cabeza.

—Eh… ¿alférez Vorkosigan?

—¿Sí?

—Hace un rato recibió una videollamada. Yo inscribí el código de respuesta para usted.

—¿Una llamada? —Miles se detuvo—. ¿De dónde?

—Vorbarr Sultana.

Miles sintió un escalofrío en el estómago. ¿Alguna emergencia allá en casa?

—Gracias. —Dio media vuelta y se dirigió al final del corredor, donde estaba la cabina con la videoconsola compartida por los oficiales de ese piso.

Con las ropas húmedas, se acomodó en el asiento y pulsó el mensaje. El número no le resultó conocido. Lo introdujo junto con el código de su cuenta y esperó. Sonó varias veces, y entonces la pantalla cobró vida. El rostro apuesto de su primo Iván se materializó con una sonrisa.

—¡Ah, Miles, estás ahí!

—¡Iván! ¿Dónde diablos estás tú? ¿Qué es esto?

—Oh, estoy en casa. Y no me refiero a la de mi madre. Pensé que te gustaría ver mi nuevo apartamento.

Miles se sintió desorientado, como sí de alguna manera hubiese interceptado la línea de un universo paralelo, o de un plano astral alterno. Vorbarr Sultana… sí. Él mismo había vivido en la capital, en una encarnación anterior. Eones atrás.

Iván alzó la cámara y la hizo dar una rápida vuelta por el lugar.

—Está completamente amueblado. Me pasó la renta un capitán que fue transferido a Komarr. Una verdadera ganga. Acabo de mudarme. ¿Puedes ver el balcón?

Miles podía ver el balcón, bañado en el sol color miel del atardecer. La silueta de Vorbarr Sultana se alzaba en el horizonte como una ciudad de un cuento de hadas, flotando en la bruma estival.

Las flores carmesí trepaban por la reja, tan rojas que casi herían los ojos. Miles sintió que estaba a punto de derretirse o de romper a llorar.

—Bonitas flores —dijo con voz ahogada.

—Sí. Me las trajo mi novia.

—¿Novia? —Ah sí, había una vez dos sexos en los cuales se dividían los seres humanos. Uno olía mucho mejor que el otro. Mucho mejor—. ¿Cuál?

—Tatya.

—¿La conozco? —Miles se esforzó por recordar.

—No. Es nueva.

Iván dejó de mover la cámara y volvió a aparecer en la pantalla. Los sentidos exacerbados de Miles se calmaron un poco.

—¿Y cómo está el clima por allí? —Iván lo miró con más atención—. ¿Estás mojado? ¿Qué has estado haciendo?

—Fontanería… forense —respondió Miles, después de una pausa.

—¿Qué? —Iván frunció el ceño.

—No importa. —Miles estornudó—. Mira, me alegro de ver un rostro familiar y todo eso… —Era cierto, aunque se trataba de una alegría extraña y dolorosa—. Pero estoy en pleno trabajo en este momento.

—Yo he terminado mi turno hace un par de horas —le explicó Iván—. Llevaré a Tatya a cenar dentro de un rato. Un poco más y no me hubieses encontrado. Así que cuéntame rápido, ¿cómo es la vida en la infantería?

—¡Oh, grandiosa! La Base Lazkowski es algo diferente, sabes. No es un alojamiento para los señoritos Vor como el Cuartel General.

—¡Yo cumplo con mi trabajo! —dijo Iván algo ofendido—. A decir verdad, a ti te gustaría lo que hago. Procesamos información. Te sorprendería ver la cantidad de datos que introducen en un día. Es como estar en la cima del mundo. Sería perfecto para ti.

—Qué curioso. He pensado que la Base Lazkowski sería perfecta para ti, Iván. ¿No habrán invertido nuestras órdenes?

Iván se tocó la nariz y emitió una risita.

—No lo sé. —Su expresión risueña desapareció para dar paso a una sincera preocupación—. Cuídate, ¿quieres? En realidad no tienes muy buen aspecto.

—He tenido una mañana fuera de lo normal. Si me lo permites, podría ir a darme una ducha.

—Oh, está bien. Cuídate.

—Disfruta tu cena.

—Sí. Adiós.

Voces de otro universo. Aunque Vorbarr Sultana sólo estaba a un par de horas de vuelo suborbital. En teoría. Para Miles fue un oscuro consuelo recordar que todo el planeta no se había reducido al horizonte gris plomizo de la isla Kyril, aunque su porción de él parecía haberlo hecho.

A Miles le resultó difícil concentrarse en el clima durante el resto de aquella jornada. Afortunadamente, su superior no hizo ninguna observación al respecto. Desde el hundimiento del gato-veloz, Ahn había tendido a mantener un silencio culpable y nervioso con Miles, salvo cuando debía brindarle alguna información específica. Al terminar su horario de trabajo. Miles se dirigió directamente a la enfermería.

El cirujano continuaba trabajando, o al menos estaba sentado frente a su consola cuando Miles asomó la cabeza y lo saludó.

—Buenas noches, señor.

El cirujano alzó la vista.

—¿Sí, alférez? ¿Qué ocurre?

Miles tomó sus palabras como una invitación a entrar, a pesar del tono poco alentador de su voz.

—Me preguntaba qué habría averiguado sobre ese sujeto que sacamos de la alcantarilla esta mañana. El cirujano se encogió de hombros.

—No hay mucho que averiguar. Se verificó su identificación. Murió por asfixia. Todas las evidencias físicas y metabólicas: estrés, hipotermia, hematomas… indican que quedó atascado allí una media hora antes de morir.

Lo he clasificado «muerte por accidente».

—Sí, pero ¿por qué?

—¿Por qué? —El cirujano alzó las cejas—. Eso tendrá que preguntárselo a él.

—¿No quiere averiguarlo?

—¿Con qué fin?

—Bueno… para saberlo. Para estar seguro de que ha sido así.

El cirujano le dirigió una mirada fría.

—No estoy cuestionando sus informes médicos, señor —agregó Miles rápidamente—. Pero es que todo resulta tan extraño… ¿No siente curiosidad?

—Ya no —respondió el cirujano—. Estoy satisfecho con saber que no fue suicidio ni asesinato, así que sean cuales sean los detalles, al final el resultado es muerte por estupidez, ¿verdad?

Miles se preguntó si ése habría sido el epitafio del cirujano para él en caso de que se hubiese hundido con el gato-veloz.

—Supongo que sí, señor.

Cuando estuvo fuera de la enfermería, azotado por el viento húmedo. Miles vaciló. Después de todo, el cadáver no le pertenecía. No era un caso en que la propiedad fuese del descubridor. Había puesto la situación en manos de las autoridades correspondientes. Ahora ya no era asunto suyo. Y sin embargo…

Todavía quedaban varias horas de luz, y de todos modos a él le resultaba difícil dormir en aquellos días interminables. Regresó a sus habitaciones y, después de ponerse los pantalones de entrenamiento, una camisa y zapatos deportivos, salió a correr.

El camino junto a los campos de práctica estaba desierto. El sol se arrastraba como un cangrejo hacia el horizonte. Miles dejó de correr para comenzar a caminar, y luego avanzó aún más despacio. Los refuerzos de sus piernas le irritaban la piel. Algún día, no muy lejano, se tomaría el tiempo necesario para reemplazar los huesos frágiles y largos de sus piernas por otros de material sintético. Y, de paso, someterse a una cirugía podía servirle para abandonar la isla Kyril, si la situación era demasiado insostenible, antes de que se cumpliesen los seis meses. Aunque eso sería hacer trampa.

Miles miró a su alrededor, tratando de imaginar el lugar en la oscuridad y bajo la lluvia. Si él hubiese sido soldado, chapoteando por ese camino a medianoche, ¿qué habría visto? ¿Qué podía haber hecho que el hombre fijase su atención en la alcantarilla? Antes que nada, ¿por qué diablos había ido hasta allí en medio de la noche? Por ese camino sólo se llegaba a una pista de obstáculos y a un campo de tiro.

Allí estaba la acequia… No, la suya era la siguiente, un poco más adelante. Había cuatro alcantarillas en ese medio kilómetro de camino recto y elevado. Miles encontró la acequia que buscaba y se inclinó sobre la baranda, observando el hilo de agua que corría debajo. Ahora no había nada de atractivo en ello, de eso estaba seguro. ¿Por qué, por qué, por qué…?

Miles trepó la parte superior del camino, examinando la superficie de la ruta, la baranda, los helechos húmedos que lo rodeaban. Llegó a la curva y regresó, estudiando el lado opuesto. Al fin llegó a la primera acequia, en el extremo del tramo recto, sin descubrir nada que le resultase interesante.

Miles se apoyó contra la baranda y reflexionó. Muy bien, era hora de intentar usar un poco la lógica. ¿Qué sentimiento abrumador había hecho que el soldado se introdujese en el desagüe? ¿Ira? ¿Qué había estado persiguiendo? ¿Miedo? ¿Qué podía haberlo perseguido a él? ¿Un error? Miles lo sabía todo respecto a errores. ¿Y si el hombre se había equivocado de alcantarilla?

De forma impulsiva. Miles descendió a la primera acequia. El hombre podía haber estado atravesando metódicamente todas las alcantarillas… y, de ser así, ¿lo habría hecho desde la base hacia fuera o desde los campos hacia la base? Otra posibilidad era que se hubiese equivocado en la oscuridad y bajo la lluvia y bajado a otra acequia. Miles las recorrería todas si era necesario, pero prefería acertar en el primer intento. Incluso aunque no hubiese nadie observando. Esta alcantarilla era de un diámetro algo más ancho que la segunda, la que resultara mortal. Miles extrajo la linterna de su cinturón, se introdujo en el caño y comenzó a examinarlo, centímetro a centímetro.

—¡Ah! —exclamó con satisfacción cuando se hallaba a mitad de camino bajo la ruta. Allí estaba su recompensa, pegada a la pared superior de la alcantarilla con cinta engomada. Un paquete envuelto en plástico impermeable. Qué interesante.

Miles salió y se sentó en la boca de alcantarilla, sin preocuparse por la humedad, pero cuidando de no resultar visible desde el camino.

Colocó el paquete sobre sus piernas y lo estudió con gran expectación, como si fuera un regalo de cumpleaños. ¿Serían drogas, contrabando, documentos secretos, dinero robado? Personalmente, Miles deseaba encontrar documentos secretos, aunque resultaba difícil imaginar que alguien los tuviese en la isla Kyril, exceptuando tal vez unos informes de rendimiento. Unas drogas estarían bien, pero una red de espionaje sería simplemente maravilloso. Él se convertiría en un héroe de Seguridad… Su mente avanzaba a toda velocidad y ya comenzaba a planear el próximo movimiento de su investigación secreta. Seguir el rastro del hombre muerto mediante las pistas más sutiles hasta llegar a algún cabecilla, quién sabía cuán importante. Los dramáticos arrestos, tal vez una recomendación del mismo Simon Illyan… El paquete era abultado, pero crujía un poco… ¿Telegramas plásticos?

Con el corazón acelerado, Miles lo abrió… y se desplomó aturdido y decepcionado. De sus labios salió una pequeña exclamación, mitad risa y mitad gemido.

Pasteles. Dos docenas de lisettes, una especie de panecillos glaseados y rellenos con fruta confitada. Tradicionalmente, estas golosinas se preparaban para los festejos del solsticio de verano. Unos panecillos rancios, hechos un mes y medio atrás. Vaya una causa por la cual morir…

La imaginación de Miles no tuvo dificultades para bosquejar el resto. El soldado había recibido este paquete de su madre, novia o hermana y había querido protegerlo de sus voraces compañeros, quienes lo hubiesen hecho desaparecer en pocos segundos. Tal vez el hombre añoraba su hogar, y había estado racionando los panecillos uno a uno en un rito masoquista, combinando placer y dolor en cada bocado. O quizá los había guardado para alguna ocasión especial.

Luego llegaron los dos días de intensas lluvias, y el hombre habría comenzado a temer por su tesoro secreto. Entonces debió salir en su rescate, pasando por alto la primera acequia en la oscuridad. Al ver que las aguas subían, posiblemente se había desesperado y entrado en la segunda, pero cuando hubo comprendido su error, ya era demasiado tarde…

Triste. Un poco deprimente. Pero nada útil. Miles suspiró, se colocó el paquete bajo el brazo y regresó a la base para entregárselo al cirujano.

El único comentario del cirujano cuando Miles le explicó lo que había descubierto fue:

—Sí. Muerte por estupidez. Lo que dije. —Con aire ausente, mordió un lisette y lo olió.

Al día siguiente, Miles terminó de cumplir sus tareas en mantenimiento sin encontrar nada interesante en las alcantarillas. Probablemente era mejor así. Al otro día llegó el cabo asistente de Ahn de su larga licencia. Miles descubrió que el cabo, quien había estado trabajando en la oficina meteorológica durante un par de años, manejaba gran parte de la información que él había obtenido en las últimas dos semanas devanándose los sesos. Aunque no contaba con la nariz de Ahn.

El teniente Ahn abandonó el Campamento Permafrost completamente sobrio, recorriendo la rampa que conducía al transporte por sus propios medios. Miles fue hasta la pista para despedirlo, aunque no sabía con certeza si le alegraba o le entristecía ver partir al meteorólogo. Ahn se veía feliz, sin embargo, y su rostro lúgubre estaba casi Iluminado.

—¿Adónde piensa ir una vez que haya entregado su uniforme? —le preguntó Miles.

—Al ecuador.

—Ah. ¿A qué parte del ecuador?

—A cualquier parte del ecuador —respondió Ahn con vehemencia.

Miles supuso que al menos escogería un lugar donde hubiese una gran área de tierra.

Ahn vaciló unos momentos en la rampa y lo miró.

—Cuídese de Metzov —le advirtió al fin.

El consejo pareció llegar demasiado tarde, por no mencionar que era demasiado vago. Miles le dirigió una mirada de exasperación y alzó las cejas.

—Dudo mucho de que piense invitarme a participar en sus fiestas este año.

Ahn pareció incómodo.

—No me refería a eso.

—¿Y a qué se refería?

—Bueno… no lo sé. Una vez vi…

—¿Qué?

Ahn sacudió la cabeza.

—Nada. Fue hace mucho. Ocurrían cosas muy locas entonces, cuando culminaba la revuelta de Komarr. Pero será mejor para usted si se mantiene lejos de él.

—Ya antes he tenido que tratar con viejos ordenancistas.

—Oh, él no es exactamente un ordenancista. Pero tiene cierto rasgo… en ocasiones puede resultar peligroso. Que nunca llegue a sentirse verdaderamente amenazado por usted, ¿de acuerdo?

—¿Yo amenazar a Metzov? —El rostro de Miles mostró su desconcierto. A pesar de que no olía a alcohol, era posible que Ahn no estuviese tan sobrio después de todo—. Vamos, no puede ser tan terrible. De otro modo no lo hubiesen puesto a cargo de los reclutas.

—Ellos se rigen por su propia jerarquía… los instructores dependen de sus respectivos comandantes. Metzov sólo está a cargo de la planta física permanente de la base. Usted es un sujeto bastante agresivo, Vorkosigan. Nunca lo presione hasta el límite, o lo lamentará. Y eso es cuanto le diré. —Ahn cerró la boca y continuó subiendo la rampa.

Ya lo estoy lamentando, pensó gritarle Miles. Bueno, su semana de castigo ya había pasado. Era posible que Metzov se hubiese propuesto humillarlo con las tareas de mantenimiento, pero en realidad le habían resultado bastante interesantes. Lo que sí era humillante era haber hundido el gato-veloz. Eso lo había hecho por su cuenta. Miles saludó a Ahn con la mano antes de que el teniente desapareciera en el transporte. Entonces se encogió de hombros y cruzó la pista en dirección al edificio administrativo, lugar que ahora le resultaba familiar.

Después de que el cabo asistente de Miles abandonara la oficina para almorzar, Miles tardó como dos minutos en ceder a la tentación de satisfacer la curiosidad que Ahn había despenado en su mente. Al fin se sentó frente a la consola y pidió los antecedentes de Metzov. Las fechas, asignaciones y promociones del comandante de la base no eran terriblemente informativas, aunque entre líneas se podía leer un poco de su historia.

Metzov había entrado en el Servicio unos treinta y cinco años atrás. Sus principales promociones se habían producido durante la conquista del planeta Komarr, hacía unos veinticinco años. El rico sistema de Komarr, plagado de conductos de agujeros de gusano, era el único portal a las rutas que unían la galaxia. Komarr había probado su inmensa importancia estratégica para Barrayar a principios del siglo, cuando su oligarquía gobernante aceptó un soborno para dejar pasar una flota invasora cetagandana por sus agujeros de gusano y descender sobre Barrayar. Echar fuera a los cetagandanos había consumido toda una generación barrayarana. Barrayar había capitalizado su lección sangrienta con el padre de Miles, pero el inevitable efecto secundario de asegurar las puertas de Komarr había sido pasar a tener un poder galáctico menor pero significativo, y Barrayar continuaba pagando las consecuencias.

De algún modo, Metzov había logrado estar en el lado correcto durante el alzamiento de Vordarian, ocurrido dos décadas atrás, un intento puramente barrayarano de arrebatarle el poder al Emperador Gregor, quien entonces tenía cinco años, y a su regente. Para Miles, la única explicación lógica de que un oficial aparentemente competente como Metzov hubiera acabado en la isla Kyril era que había escogido el bando equivocado en aquella refriega civil. Pero la interrupción en la carrera de Metzov parecía haberse producido durante la revuelta de Komarr, unos dieciséis años atrás. En el archivo no había ningún indicio sobre las razones, con excepción de una referencia a otro archivo. Un código de Seguridad Imperial. Y allí acababa todo.

O tal vez no. Con expresión pensativa, Miles introdujo otro código en la consola.

—Operaciones, oficina del comodoro Jollif —comenzó Iván con formalidad, mientras su rostro se materializaba en la pantalla. Y entonces—: ¡Oh, hola Miles! ¿Qué ocurre?

—Estoy haciendo una pequeña investigación. Pensé que podrías ayudarme.

—Debí haber supuesto que no me llamarías al cuartel general sólo para ser sociable. ¿Y qué es lo que quieres?

—Eh… ¿Te encuentras solo en la oficina en este momento?

—Sí, el viejo está en una junta. Se ha desatado una crisis… Un carguero barrayarano quedó detenido en el Centro Hegen… en la Estación Vervain… por sospecha de espionaje.

—¿Podemos recuperarlo? ¿Conminarlos para que lo liberen?

—No pasando Pol. Ninguna nave militar barrayarana debe atravesar sus agujeros de gusano.

—Pensé que nuestras relaciones con Pol eran amistosas.

—Lo eran. Pero los vervaneses han estado amenazando con romper las relaciones diplomáticas con Pol, por lo que los polenses están siendo muy cautelosos. Lo gracioso es que el carguero en cuestión ni siquiera es uno de nuestros verdaderos agentes. Al parecer, es una acusación completamente inventada.

Los intrincados caminos de la política. Justo la clase de desafíos que Miles había aprendido a enfrentar en la Academia Imperial. Y para colmo, probablemente la temperatura en esas naves y estaciones espaciales sería cálida. Miles suspiró con envidia.

De pronto, los ojos de Iván se mostraron desconfiados.

—¿Por qué me preguntas si estoy solo?

—Quiero que me consigas un archivo. Un asunto viejo, no actual —lo tranquilizó Miles, y le dictó el código.

—¡Ah! —La mano de Iván comenzó a marcarlo, pero entonces se detuvo—. ¿Estás loco? Es un archivo de Seguridad Imperial. ¡Nadie puede acceder a él!

—Por supuesto que puedes. Estás allí, ¿no?

Iván sacudió la cabeza.

—Ya no. Todo el sistema de archivos de Seguridad Imperial ha sido asegurado por completo. Sólo puedes extraer datos de ellos mediante un cable codificado, el cual debes unir físicamente. Para obtenerlo, yo tendría que poner mi firma, explicar por que lo quiero y mostrar una autorización. ¿Tú tienes una autorización? Ah, supuse que no.

Miles frunció el ceño, frustrado.

—Seguramente podrás llamarlo por el sistema interno.

—Oh sí. Lo que no podré hacer es conectar el sistema interno con ningún sistema externo que me muestre los datos. Por lo tanto, no tienes suerte.

—¿Tienes una consola del sistema interno en esa oficina?

—Claro.

—Entonces —dijo Miles con impaciencia—, pide el archivo, da la vuelta a tu escritorio y deja que los dos vídeos hablen entre ellos. Puedes hacer eso, ¿verdad?

Iván se rascó la cabeza.

—¿Funcionaría?

—¡Inténtalo! —Miles tamborileó los dedos, mientras Iván empujaba su escritorio y maniobraba con el foco. La señal era confusa pero legible—. Allí está, como pensé. Pásalo a medida que voy leyendo, ¿quieres?

Fascinante, completamente fascinante. El archivo era una colección de informes secretos de una investigación realizada por Seguridad Imperial. Se trataba de la misteriosa muerte de un prisionero a cargo de Metzov, un rebelde de Komarr que había muerto después de matar a su guardián en un intento de huida. Cuando Seguridad Imperial solicitó el cuerpo del komarrarés para realizarle una autopsia, Metzov apareció con los restos del cuerpo incinerado y una disculpa, diciendo que si tan sólo le hubiesen avisado unas horas antes de que querían el cuerpo, etcétera. El oficial a cargo de la Investigación intentó presentar cargos por tortura, ¿tal vez en venganza por la muerte del guardián…?, pero no logró reunir las evidencias suficientes para que le permitieran interrogar a los testigos barrayaranos, incluyendo a cierto alférez técnico Ahn. El oficial a cargo de la investigación presentó una protesta formal ante la decisión de su oficial superior de cerrar el caso, y allí terminó todo. Aparentemente. Si había algo más sólo existía en la extraordinaria cabeza de Simon Illyan, un archivo secreto al cual Miles no intentaría acceder. Y, sin embargo, la carrera de Metzov se había interrumpido.

—Miles —dijo Iván por cuarta vez—. Creo que no deberíamos estar haciendo esto. Podrían cortarnos el cuello.

—Si se tratase de algo que no deberíamos hacer, seguramente no podríamos hacerlo. Sería imprescindible la conexión del cable. Ningún espía de verdad sería tan tonto como para sentarse en el Cuartel General Imperial durante horas, pasando el archivo a mano, esperando que lo descubran y le disparen.

—Es suficiente. —Iván cerró el archivo de Seguridad y la imagen osciló bruscamente mientras él volvía a dar vuelta a su escritorio. Luego se escucharon unos ruidos provenientes de su bota, que frotaba la alfombra para borrar las huellas—. Yo nunca hice esto, ¿me escuchas?

—Ni tú ni yo somos espías —dijo Miles con displicencia—. No obstante… supongo que alguien podría hablarle a Illyan sobre este pequeño resquicio dejado abierto por Segundad.

—¡Yo no!

—¿Por qué no tú? Preséntala como una brillante sugerencia teórica. Tal vez te ganes una recomendación. No les digas que lo hicimos, por supuesto. O tal vez que sólo lo hicimos para probar tu teoría, ¿eh?

—Quieres arruinar mi carrera —dijo Iván con dureza—. Nunca vuelvas a oscurecer mi pantalla. Excepto la de casa, por supuesto.

Miles sonrió y dejó escapar a su primo. Permaneció sentado un rato en la oficina, observando cómo los coloridos hologramas meteorológicos fluctuaban y cambiaban. Pensaba en el comandante de la base y en la clase de accidentes que podían sufrir los prisioneros desafiantes.

Bueno, todo había ocurrido hacía mucho tiempo. Era muy probable que en cinco años más Metzov se retirase, con cuarenta años de servicio y una pensión, para convertirse en un anciano desagradable más. Al menos en lo que se refería a Miles, no era un problema por resolver sino al que sobrevivir. Su objetivo final en la Base Lazkowski, se recordó, era escapar de la Base Lazkowski. Cuando llegase el momento, dejaría atrás a Metzov.

Durante las semanas siguientes Miles se acomodó a una rutina tolerable. Un acontecimiento distinto fue la llegada de los soldados. Los cinco mil soldados.

La condición de Miles alcanzó un nivel casi humano. A medida que las jornadas se acortaban, la Base Lazkowski sufrió la primera nevada fuerte de la estación, junto con un wah-wah leve que duró medio día, y Miles logró predecir ambos fenómenos con bastante precisión.

Y, lo mejor de todo, fue desplazado de su lugar como idiota más famoso de la isla (notoriedad adquirida con el hundimiento del gato-veloz) por un grupo de soldados que lograron incendiar sus barracas una noche en que encendían llamas con pedos. Al día siguiente, el general Metzov fulminó a Miles con su mirada helada cuando éste sugirió a los bomberos que la mejor estrategia sería realizar un ataque logístico sobre las reservas de combustible del enemigo, esto es, eliminar el guisado de habas del menú. Aunque más tarde, en el pasillo, un capitán de Artillería detuvo a Miles y le agradeció por haberlo intentado.

Ésos eran los encantos del Servicio Imperial. Miles tomó el hábito de pasar largas hora a solas en la oficina meteorológica, estudiando la teoría del caos, sus manuales y las paredes. Habían pasado tres meses y faltaban tres más. Estaba oscureciendo.