Flotando en el tanque calórico en la enfermería de la base, Miles consideró desde varios ángulos la crucifixión de los dos saboteadores del centro de vehículos motorizados. Una era hacerlo cabeza abajo. Colgados a poca altura sobre el mar desde un trineo antigravitatorio. Mejor aún, empalados boca arriba en un pantano en medio de una ventisca… Pero para cuando su cuerpo estuvo caliente y el enfermero lo hubo sacado del tanque para secarlo, examinarlo nuevamente y alimentarlo de manera apropiada, su cabeza se había enfriado.
No había sido un intento de asesinato. Y, por lo tanto, no estaba obligado a informar del asunto a Simon Illyan, el temido Jefe de Seguridad Imperial y la mano derecha de su padre. La idea de que los siniestros oficiales de Seguridad Imperial viniesen para llevarse a esos dos bufones era adorable, pero resultaba tan poco práctica como matar ratones con un cañón. Y, de todos modos, ¿a qué sitio peor que ése podía enviarlos Seguridad Imperial?
Sin duda su intención había sido que el gato-veloz se hundiese un poco mientras él efectuaba las reparaciones en la estación, haciéndole pasar por el embarazoso trance de llamar a la base pidiendo maquinaria pesada para sacarlo de allí. Embarazoso, no mortal. Ni ellos ni nadie podían haber previsto su inspirada precaución de atar el refugio al vehículo con una cadena, que en el análisis final había sido lo que había estado a punto de matarlo. A lo sumo era un asunto para Seguridad del Servicio, o de disciplina corriente.
Miles descolgó los pies por el costado de la cama, la única ocupada de toda la enfermería, y dio vueltas a la comida que quedaba en su bandeja. El enfermero entró y observó las sobras.
—¿Ya se siente bien, señor?
—Sí —dijo Miles de mal humor.
—Eh… no ha terminado su comida.
—No suelo hacerlo. Siempre me dan demasiada.
—Sí, supongo que se sentirá bastante… —El enfermero anotó algo en su visor y se acercó para inspeccionar las orejas de Miles. Luego revisó sus píes, observando dedo por dedo—. Parece que no perderemos ninguna pieza aquí. Por suerte.
—¿Trata con frecuencia casos de congelación? —¿O soy el único idiota? Las evidencias presentes parecían sugerirlo.
—Oh, cuando lleguen los soldados, este lugar estará atestado. Congelaciones, neumonías, huesos rotos, contusiones, concusiones… Se vuelve muy bullicioso durante el invierno. Se llena de infortunados soldados de pared a pared. Y también de algunos desafortunados oficiales que arrastran consigo. —El enfermero se levantó e introdujo algunos datos más en su ordenador—. Temo que ahora tendré que darle el alta, señor.
—¿Teme? —Miles alzó las cejas con expresión interrogante. El enfermero enderezó la espalda adoptando el gesto inconsciente de alguien que debe transmitir una mala noticia. Esa vieja expresión de «Me dijeron que le dijese esto, yo sólo cumplo órdenes».
—Se le ha ordenado presentarse en la oficina del comandante en cuanto yo le dé el alta, señor.
Miles consideró la posibilidad de sufrir una recaída inmediata. No. Sería mejor terminar lo antes posible con esto.
—Dígame, enfermero, ¿alguna vez alguien ha hundido un gato-veloz?
—Desde luego. Los soldados bisoños suelen perder cinco o seis por temporada. Sin contar los empantanamientos menores. Los ingenieros se fastidian mucho con ello. El comandante les prometió que la próxima vez él… ¡Ejem! —El enfermero se detuvo.
Fantástico, pensó Miles. Realmente fantástico. Ya podía imaginar lo que le esperaba.
Miles regresó rápidamente a sus habitaciones para cambiarse de ropa. La bata del hospital no era lo más adecuado para la entrevista que tenía por delante. De inmediato se encontró con un pequeño problema. Su traje de fajina parecía demasiado informal, pero el uniforme de etiqueta estaba fuera de lugar en cualquier parte que no fuese el cuartel general imperial de Vorbarr Sultana. Los pantalones verdes y las botas de media caña seguían en el fondo del pantano. Sólo había traído un uniforme de cada clase consigo; el resto de su ropa todavía no había llegado.
Para él no era posible pedirle prestado algo a un vecino. Sus uniformes estaban hechos discretamente a medida y costaban casi cuatro veces más que los estándar. Parte de ese coste era por el esfuerzo de confeccionarlos con un aspecto indistinguible por fuera, y a la vez logrando que disimulasen las imperfecciones de su cuerpo mediante sutiles costuras hechas a mano. Miles murmuró una maldición y se puso su traje de etiqueta completo, con las lustrosas botas hasta las rodillas. Al menos estas últimas evitaban los bragueros en sus piernas.
«General Stanis Metzov», rezaba el cartel sobre la puerta, «Comandante de la Base». Desde su primer encuentro desafortunado, Miles se había ocupado asiduamente de evitar al comandante. Esto no resultaba algo difícil de lograr en compañía de Ahn, a pesar de la reducida población en la isla Kyril durante ese mes; Ahn evitaba a todo el mundo. Ahora Miles lamentó no haber conversado más con los otros oficiales. Permanecer aislado, incluso para concentrarse en sus nuevas tareas, había sido un error. En cinco días, sin duda alguien le hubiese mencionado los voraces pantanos asesinos de la isla.
Un cabo que manejaba el tablero de mando en una antesala lo hizo pasar a la oficina. Ahora debía esforzarse por encontrar el lado bueno de Metzov, suponiendo que el general lo tuviese. Miles necesitaba aliados. El general Metzov lo miró desde su escritorio sin sonreír, mientras él saludaba y aguardaba.
Hoy el general estaba agresivamente vestido con un traje de fajina negro. A la altura de Metzov en la jerarquía, este estilo de ropa solía indicar una deliberada identificación con El Combatiente. La única concesión hecha a su grado era la pulcritud absoluta de la prenda. Sólo llevaba tres de sus condecoraciones, todas ganadas en combate. Su seudomodestia lo había llevado a podar el resto del follaje. Mentalmente, Miles aplaudió e incluso envidió el efecto. De forma inconsciente y natural, Metzov tenía todos los requisitos del jefe de combate.
Estaban al cincuenta por ciento las probabilidades con el uniforme, y yo tenía que equivocarme, pensó Miles irritado mientras los ojos de Metzov lo recorrían con sarcasmo, de arriba abajo, observando el brillo contenido de su uniforme de etiqueta. Muy bien, señalaban las cejas de Metzov, ese Miles tenía todo el aspecto de uno de esos estúpidos Vor acostumbrados al cuartel general. Aunque no era nada raro encontrarse con uno de los de su tipo. Miles decidió interrumpir la crítica y abrir el fuego.
—¿Sí, señor…?
Metzov se apoyó contra el respaldo del sillón, y sus labios se curvaron.
—Veo que ha encontrado unos pantalones, alférez Vorkosigan. Y también, eh… unas botas de montar. No sé si sabe que no hay caballos en esta isla.
Ni tampoco en el cuartel general imperial, pensó Miles con irritación. Yo no diseñé estas malditas botas. Una vez su padre había sugerido que sus oficiales de estado mayor las necesitaban para montar caballos de batalla. Incapaz de pensar en una respuesta ingeniosa para la humorada del general. Miles permaneció en un decoroso silencio, con el mentón levantado y en posición de firmes.
—Señor.
Metzov se inclinó hacia delante, uniendo las manos, y sus ojos volvieron a tornarse duros.
—Ha perdido un valioso gato-veloz, con todo su equipo, por haberlo dejado estacionado en un área claramente marcada como Zona de Inversión de Permafrost. ¿Ya no enseñan a leer los mapas en la Academia Imperial? ¿Sólo se aprenden cuestiones de diplomacia… a beber el té con las damas?
Miles reprodujo el mapa en su mente. Podía verlo con claridad.
—Las áreas azules estaban marcadas ZIP. Esas siglas no estaban definidas. Ni en la clave ni en ninguna otra parte.
—Entonces deduzco que tampoco leyó su manual.
Había estado sumergido en manuales desde su llegada. Funciones del meteorólogo, equipos técnicos especiales…
—¿Cuál de ellos, señor?
—Reglamentos de la Base Lazkowski.
Miles trató desesperadamente de recordar si alguna vez había visto un disco semejante.
—Es… es posible que el teniente Ahn me haya dado una copia. Anteanoche. —La verdad era que Ahn había arrojado toda una caja de discos sobre su cama, en la barraca de oficiales. Había comenzado a empaquetar sus cosas, le dijo, y quería que Miles se quedase con su biblioteca. Esa noche Miles había leído dos de los discos antes de dormirse y, por lo visto, Ahn había regresado a su propio compartimento para comenzar a celebrar su marcha. A la mañana siguiente, Miles había partido con el gato-veloz…
—¿Y aún no lo ha leído?
—No señor.
—¿Por qué?
Me tendieron una trampa, gimió la mente de Miles. Podía sentir la atenta presencia del secretario de Metzov, quien permanecía a sus espaldas junto a la puerta, conviniendo la reprimenda en algo público. Y si él hubiese leído el maldito manual, ¿esos dos canallas del centro de vehículos hubieran logrado engañarlo de todos modos? Ya no tenía importancia, sería castigado por esto.
—No tengo excusa, señor.
—Bien, alférez, en el capítulo tres de los Reglamentos de la Base Lazkowski encontrará una descripción completa de todas las zonas Permafrost, junto con las normas para evitarlas. Es posible que quiera leerlos, cuando no esté muy ocupado… tomando el té.
—Sí, señor. —El rostro de Miles parecía vitrificado. El general tenía derecho a desollarlo con un cuchillo vibratorio…, pero en privado. El uniforme confería a Miles autoridad, pero ésta apenas si alcanzaba para compensar las deformidades que lo convertían en blanco de los arraigados prejuicios genéticos de Barrayar. Una humillación pública que rebajaba esa autoridad ante hombres a quienes también debía mandar, se acercaba mucho a un acto de sabotaje. ¿Deliberado o inconsciente?
El general apenas comenzaba a tomar bríos.
—Es posible que el Servicio todavía proporcione alojamiento a los señoritos Vor en el Cuartel General, pero aquí, en el mundo real, donde existen cosas por las cuales luchar, no necesitamos zánganos. Yo he peleado mucho para alcanzar el grado que tengo. Yo vi las víctimas en el alzamiento de Vordarian antes de que usted naciera…
Yo fui una víctima en el alzamiento de Vordarian antes de nacer, pensó Miles, cada vez más irritado. El gas de soltoxina que casi había matado a su madre embarazada y convertido a Miles en lo que era había sido un veneno puramente militar.
—… y combatí en la revuelta de Komarr. Vosotros, los chiquillos criados en la última década, no tenéis noción de lo que es el combate. Estos largos períodos de paz debilitan el Servicio. Sí continúan mucho tiempo más, cuando llegue una crisis no habrá nadie con verdadero adiestramiento en combate.
La presión interna hizo que los ojos de Miles se torcieran un poco.
¿Entonces, Su Majestad Imperial debería suministrar una guerra cada cinco años, para apoyar las carreras de sus oficiales? Su mente vaciló un poco sobre el concepto de verdadero adiestramiento. ¿Sería un primer indicio sobre el motivo por el cual este oficial de aspecto soberbio había ido a parar a la isla Kyril?
Metzov continuaba explayándose, estimulado por sus propias palabras.
—En una verdadera situación de combate, el equipo de un soldado resulta vital. Puede significar la diferencia entre la victoria y la derrota. Un hombre que pierde su equipo pierde su eficacia como soldado. En una guerra tecnológica, un hombre desarmado es tan inútil como una mujer. ¡Y usted se ha dejado desarmar!
Miles se preguntó con acidez si, por lo tanto, el general consideraría que en una guerra tecnológica una mujer armada podía ser tan útil como un hombre… No, probablemente no. No tratándose de un barrayarano de su generación.
La voz de Metzov volvió a descender, pasando de la filosofía militar a lo práctico e inmediato. Miles se sintió aliviado.
—El castigo acostumbrado para un hombre que pierde su vehículo en un pantano es sacarlo de allí por sus propios medios. A mano. Tengo entendido que eso no será factible, ya que la profundidad a la que se hundió el suyo ha marcado un nuevo récord en el campamento. No obstante, se presentará a las catorce horas ante el teniente Bonn, de Ingeniería, para asistirlo según él lo disponga.
Bueno, eso era justo, sin duda. Y probablemente también resultase educativo. Miles rezó para que aquella entrevista estuviese llegando a su fin.
¿Ya me puedo retirar? Pero el general guardó silencio y adoptó una expresión pensativa.
—Por los daños que ha causado en la estación meteorológica… —comenzó Metzov lentamente; pero entonces enderezó la espalda con firmeza. Miles casi hubiese podido jurar que sus ojos se iluminaron con un ligero resplandor rojizo, y que sus labios se curvaron en una sonrisa—. Usted supervisará las tareas de limpieza durante una semana. Cuatro horas diarias. Eso además de sus otras obligaciones. Preséntese ante el sargento Neuve de Mantenimiento todos lo días a las cinco de la mañana.
El cabo que se hallaba junto a la puerta emitió una leve exclamación. Miles no supo cómo interpretarla. ¿Risa? ¿Horror?
Pero… ¡era injusto! Perdería una parte significativa del precioso tiempo que le quedaba para asimilar las enseñanzas de Ahn…
—¡El daño que he causado en la estación meteorológica no se debió a un estúpido accidente como el ocurrido con el vehículo, señor! Era necesario para mi supervivencia.
El general Metzov le dirigió una mirada muy fría.
—Que sean seis horas diarias, alférez Vorkosigan.
Miles habló con los dientes apretados, y las palabras salieron como pinzas.
—¿Hubiese preferido la entrevista que estaría manteniendo en este mismo momento si yo me hubiese dejado morir de frío, señor?
El silencio cayó sobre ellos y se hinchó como un animal muerto en la ruta bajo el sol del verano.
—Puede retirarse, alférez —dijo el general Metzov al fin. Sus ojos eran dos hendiduras brillantes.
Miles saludó, dio media vuelta y se marchó, rígido como un fusil antiguo. O como una tabla. O como un cadáver. La sangre latía en sus ojos, y tenía el mentón levantado. Pasó junto al cabo, quien se hallaba en posición de firmes, logrando una buena imitación de una estatua de cera. Traspuso la puerta, atravesó la antesala y, al fin, se encontró a solas en el corredor del edificio administrativo.
Miles se maldijo en silencio, y luego lo hizo en voz alta. Realmente debía tratar de cultivar una actitud más normal hacia sus oficiales superiores. La raíz del problema estaba en la forma en que había sido educado. Demasiados años de andar entre generales, almirantes y otros oficiales de alto rango en la residencia Vorkosigan, en el almuerzo, durante la cena y a todas horas. Demasiado tiempo sentado en silencio como un ratón, cultivando la invisibilidad, teniendo ocasión de escuchar sus enardecidas discusiones y debates sobre cientos de temas. Los veía tal como se veían entre ellos, quizá. Cuando un alférez normal miraba a su comandante, debía ver a un ser divino, no a un… a un futuro subordinado. Se suponía que un nuevo alférez pertenecía a una especie infrahumana de todos modos.
Y, sin embargo… ¿qué ocurría con ese sujeto, Metzov? Ya había conocido a otros de su calaña. Muchos eran soldados joviales y eficaces, siempre y cuando no se metieran en política. Como partido, los militares conservadores habían quedado eclipsados desde la desastrosa invasión a Escobar, cuando la camarilla de oficiales que la había planeado sufriera una sangrienta derrota. Pero Miles sabía que en la mente de su padre no había desaparecido la amenaza de una revolución de extrema derecha, de una facción decidida a salvar al emperador de su propio gobierno.
Por lo tanto, ¿era algún sutil olorcillo político el que había hecho erizar el vello en la nuca de Miles? Difícilmente. Un hombre con verdadera sutileza política hubiese tratado de utilizarlo, no de maltratarlo.
¿O sólo estas furioso porque te endilgó la humillante tarea de supervisar la recolección de desperdicios? No era necesario ser un extremista para hallar cierto placer sádico en imponérselo a un representante de la clase Vor. ¿Sería que el mismo Metzov habría sido maltratado por un arrogante miembro de la familia alguna vez? Políticas, sociales, genéticas… las posibilidades eran infinitas.
Miles se sacudió la electricidad estática de la cabeza y fue a ponerse su traje de faena para dirigirse a Ingeniería de la Base. Ya no había nada que hacer, estaba más enterrado que su gato-veloz. Simplemente tendría que evitar a Metzov todo lo posible durante los siguientes seis meses. Si Ahn era capaz de hacer las cosas tan bien, sin duda él también podría.
El teniente Bonn se preparaba para sondear en busca del gato-veloz. Se trataba de un hombre delgado, de unos veintiocho o treinta años, con un rostro fragoso recubierto por una piel amarillenta y picada de viruela, enrojecida por el clima. Ojos oscuros y calculadores, manos de aspecto competente y un aire sarcástico que, según le pareció a Miles, podía ser permanente y no estar dirigido sólo a él. Bonn y Miles chapotearon por el pantano mientras dos técnicos vestidos con overoles aislantes negros permanecían sentados sobre su pesado aerodeslizador, estacionado en tierra firme sobre unas rocas cercanas. El sol era débil, y el viento incesante era frío y húmedo.
—Pruebe por aquí, señor —sugirió Miles mientras señalaba, tratando de calcular ángulos y distancias en un sitio que sólo había visto en la oscuridad—. Creo que tendrá que bajar al menos dos metros.
El teniente Bonn le dirigió una mirada lúgubre, colocó su larga sonda metálica perpendicular al suelo y la hundió en el pantano. El instrumento se atascó casi de inmediato. Miles frunció el ceño confundido. El gato-veloz no podía haberse elevado…
Con expresión aburrida, Bonn apoyó su peso en la vara y la hizo girar. Ésta comenzó a descender lentamente.
—¿Con qué ha topado? —preguntó Miles.
—Hielo —gruñó Bonn—. De unos tres centímetros de espesor. Hay una capa de hielo bajo el lodo. Es igual que un lago congelado, sólo que en lugar de agua hay fango.
Miles pisó fuerte para comprobarlo. Mojado, pero sólido. Parecido a como estaba cuando decidió acampar allí.
Mientras lo observaba, Bonn agregó:
—El grosor del hielo varía con el clima. Puede ser de unos pocos centímetros o llegar hasta el fondo. En pleno invierno puede estacionarse una nave de carga sobre este pantano. Al llegar el verano, se debilita. Por más sólido que parezca, puede convertirse en líquido en cuestión de unas pocas horas, cuando sube la temperatura, y luego volver a endurecerse.
—Creo… creo haber descubierto eso.
—Apóyese —le ordenó Bonn lacónicamente, y Miles sujetó la vara para ayudarlo a cavar. Pudo sentir el crujido cuando atravesaron la capa de hielo. Si la noche en que se había hundido la temperatura hubiese bajado un poco más, y el lodo se hubiese congelado, ¿habría sido capaz de romper el sello de hielo? Miles se estremeció y alzó la cremallera de su chaqueta hasta la mitad.
—¿Tiene frío? —dijo Bonn.
—Pensaba.
—Bien. Conviértalo en un hábito. —Bonn accionó un control, y la vara sónica emitió su señal a una frecuencia que hacía rechinar los dientes. El visor mostró una silueta brillante con forma de lágrima a unos pocos metros—. Allí está. —Bonn observó las cifras en el visor—. Se encuentra bien abajo, ¿verdad? Le dejaría desenterrarlo con una cucharita de té, alférez, pero supongo que llegaría el invierno antes de que terminase. —Bonn suspiró y observó a Miles como imaginando la escena.
Miles también podía imaginarla.
—Sí, señor —asintió con cautela.
Juntos extrajeron la sonda. El lodo negro se escurrió dentro de sus guantes. Bonn marcó el punto exacto y llamó a sus técnicos agitando una mano.
—¡Aquí, muchachos! —Ellos bajaron el aerodeslizador y avanzaron por el pantano. Bonn y Miles se apartaron de su camino y se dirigieron hacia las rocas donde estaba la estación meteorológica.
El aerodeslizador se elevó en el aire y se situó sobre el pantano. Su haz de tracción, diseñado para trabajos pesados en el espacio, horadó el suelo. Con un rugido, el lodo, la materia vegetal y el hielo saltaron por los aires en todas direcciones. En cuestión de minutos, el haz había creado un enorme cráter con una perla brillante en el fondo. De inmediato las paredes del cráter comenzaron a cerrarse, pero el operador de la máquina afinó el haz e invirtió su dirección, con lo cual el gato-veloz fue succionado hacia arriba hasta abandonar su útero. El refugio desinflado colgaba de forma repulsiva de su cadena. El aerodeslizador depositó su carga con sumo cuidado sobre las rocas y luego aterrizó a su lado.
Bonn y Miles se acercaron para observar los despojos cubiertos de lodo.
—Usted no se encontraba en ese refugio, ¿verdad alférez? —dijo Bonn, tocando la burbuja desinflada con el pie.
—Sí, señor. Esperaba que amaneciera. Yo… me quedé dormido.
—Pero saltó antes de que se hundiera.
—Pues… no. Cuando desperté ya estaba bien abajo.
Las cejas torcidas de Bonn se alzaron.
—¿Cuánto?
Miles se llevó una mano al mentón.
Bonn pareció sorprendido.
—¿Cómo logró salir con la succión?
—Con dificultad. Y adrenalina, supongo. Se me salieron las botas y los pantalones. Lo cual me recuerda que quisiera tomarme unos minutos para buscar mis botas, ¿me lo permite, señor?
Bonn agitó una mano y Miles regresó al pantano, rodeando el círculo de lodo vomitado por el haz de tracción, pero sin acercarse al cráter, que se llenaba rápidamente. Encontró una de sus botas recubiertas de fango, pero no pudo hallar la otra. ¿Debía guardarla por si alguna vez llegaban a amputarle una pierna? Aunque, en ese caso, probablemente se trataría de la otra. Miles suspiró y volvió a trepar hasta donde estaba Bonn.
El teniente observó la bota estropeada con el ceno fruncido.
—Pudo haber muerto —dijo, como si acabase de comprenderlo.
—En tres ocasiones. Asfixiado en el refugio, atrapado en el pantano o congelado mientras aguardaba que me rescatasen.
Bonn le dirigió una mirada penetrante.
—Ya lo creo. —Se alejó del refugio desinflado y miró a su alrededor, como observando el panorama. Miles le siguió. Cuando estuvieron lejos de los técnicos, Bonn se detuvo y escudriñó el pantano—. He escuchado, de manera extraoficial —comenzó—, que cierto técnico llamado Pattas se jactaba frente a uno de sus compañeros diciendo que él lo había hecho caer en esto. Y que usted era tan estúpido que ni siquiera sabía que había sido una trampa. Esa fanfarronada podía haber sido… bastante poco brillante si usted hubiese muerto.
—Si hubiese muerto, no habría importado si se jactaba o no. —Miles se encogió de hombros—. Si a una investigación del Servicio se le pasaba por alto, puedo garantizarle que una de Seguridad Imperial lo hubiese descubierto.
—¿Sabía que se trató de una trampa? —Bonn estudió el horizonte.
—Sí.
—Entonces me sorprende que no haya acudido a Seguridad Imperial.
—¿Sí? Piénselo un poco, señor.
La mirada de Bonn regresó a Miles, como haciendo un inventario de sus desagradables deformidades.
—Para mí lo suyo no tiene sentido, Vorkosigan. ¿Por qué lo admitieron en el Servicio?
—¿Por qué cree que fue?
—Por privilegio de ser un Vor.
—Acertó a la primera.
—¿Entonces por qué se encuentra aquí? Los privilegiados Vor van al Cuartel General.
—Vorbarr Sultana es hermoso en esta época del año —dijo Miles. ¿Y cómo lo estaría pasando su primo Iván en ese momento?—. Pero yo quiero embarcarme.
—¿Y no pudo arreglarlo? —dijo Bonn con escepticismo.
—Se me dijo que debía ganármelo. Por eso me encuentro aquí. Para demostrar que soy apto para el Servicio. O… que no. Solicitar una manada de lobos de Seguridad Imperial a una semana de mi llegada, para que registren la base de arriba abajo buscando conspiradores en un asesinato… cuando, según creo, no los ha habido… no me ayudara a alcanzar mi objetivo. No importa lo entretenido que pueda resultar.
Presentar cargos confusos con su palabra frente a la de ellos dos… Aunque Miles hubiese presionado para lograr una investigación formal, a la larga el alboroto le hubiese perjudicado más que a sus dos atormentadores. No. Ninguna venganza valía más que el Prince Serg.
—El centro de vehículos motorizados se encuentra en la cadena de mando de ingeniería. Si Seguridad Imperial cayera sobre él, también caerían sobre mí.
Los ojos de Bonn brillaron.
—Usted tiene derecho a caer sobre quien le plazca, señor. Pero si tiene formas extraoficiales de recibir información, deduzco que también debe tenerlas para transmitirla. Después de todo, sólo cuenta con mi palabra sobre lo que ocurrió. —Miles alzó su bota estropeada y volvió a arrojarla al pantano.
Con expresión pensativa, Bonn la observó surcar el aire y hundirse en las aguas densas y oscuras.
—¿La palabra de un señor de los Vor?
—No significa nada, en estos tiempos de degradación. —Miles descubrió los dientes en una especie de sonrisa—. Pregúntele a cualquiera.
—Hmm… —Bonn sacudió la cabeza y comenzó a caminar hacia el aerodeslizador.
A la mañana siguiente. Miles acudió al cobertizo de mantenimiento para cumplir con la segunda parte de su misión de rescate de gato-veloz, limpiando todo el lodo de los equipos. El sol estaba brillante, y Miles sabía que había salido hacía cuatro horas, pero sólo eran las cinco de la mañana. Después de una hora de trabajo comenzó a sentirse entusiasmado y a entrar en calor.
A las seis y media llegó el inexpresivo teniente Bonn y le proporcionó dos ayudantes.
—Hola, cabo Olney, técnico Pattas. Volvemos a encontrarnos. —Miles sonrió con ironía. Los dos hombres intercambiaron una mirada de inquietud. Miles mantuvo su actitud completamente serena.
Luego hizo que todos, incluyendo él mismo, trabajaran enérgicamente. De forma automática la conversación se limitó a breves cuestiones técnicas. Para cuando Miles tuvo que suspender el trabajo e ir a presentarse ante el teniente Ahn, tanto el gato-veloz como la mayoría del equipo se encontraban en mejores condiciones que cuando él los recibiera.
Miles deseó un buen día a sus dos ayudantes, quienes para entonces estaban casi crispados por la incertidumbre. Bueno, si todavía no lo habían comprendido, eran casos perdidos. Miles se preguntó amargamente por qué parecía tener mucha más suerte estableciendo afinidad con hombres brillantes como Bonn, Cecil había tenido razón. Sí no aprendía a mandar a los inferiores, jamás llegaría a ser un oficial del Servicio. No lo sería en el Campamento Permafrost, de todos modos.
A la mañana siguiente, el tercero de sus siete días de castigo, Miles se presentó ante el sargento Neuve. Éste le entregó un gato-veloz con todo su equipo, un disco con los manuales que explicaban su funcionamiento y un programa para la limpieza de drenajes y alcantarillas en la Base Lazkowski. Evidentemente, ésta sería otra experiencia instructiva. Miles se preguntó sí el general Metzov habría escogido esta tarea personalmente. Se inclinaba a pensar que sí.
La buena noticia era que volvía a contar con sus dos ayudantes. Era evidente que ni Olney ni Pattas se habían ocupado antes de aquella faena y, por lo tanto, no podían mostrar ninguna superioridad ante Miles. Tuvieron que empezar por leer los manuales al igual que él. Miles estudió los procedimientos y dirigió las operaciones con una jovialidad que rayaba en lo maníaco, mientras sus ayudantes se volvían más y más sombríos.
Después de todo, había cierta fascinación en la tarea de limpiar los drenajes. Destapar cañerías utilizando presión podía producir ciertos efectos sorprendentes. Algunos compuestos químicos tenían propiedades bastante castrenses como, por ejemplo, la capacidad de disolver cualquier cosa al instante, incluyendo carne humana. En los tres días siguientes, Miles aprendió más de lo que jamás había imaginado que querría saber sobre la infraestructura de la Base Lazkowski. Incluso calculó el sitio exacto donde una carga bien colocada podía destruir todo el sistema, por si alguna vez decidía acabar con ese lugar.
El sexto día. Miles y su equipo fueron enviados a destapar una alcantarilla en el campo de práctica de los soldados. El lugar fue fácil de encontrar. Una orilla del camino elevado estaba cubierta por una capa de agua, mientras que en la otra sólo se veía un chorro delgado que discurría por el fondo de una profunda acequia.
Miles extrajo una larga vara telescópica de la parte trasera del vehículo y la hundió en la superficie opaca del agua. No parecía haber nada obstruyendo el extremo inundado de la alcantarilla. Lo que fuese debía estar atorado más adentro. Miles entregó la vara a Pattas y fue hasta el otro lado del camino para observar la acequia. La alcantarilla tenía poco más de medio metro de diámetro.
—Deme una luz —ordenó a Olney.
Miles se quitó el abrigo, lo arrojó dentro del gato-veloz y bajo a la acequia. Una vez allí dirigió el haz de luz hacia la abertura. Evidentemente, la alcantarilla era un poco curva, ya que no podía ver nada. Con un suspiro, comparó el ancho de los hombros de Olney y de Pattas con los suyos.
¿Existía algo más alejado que esto de su sueño de embarcarse? Lo más que se había acercado a algo parecido era cuando había salido de expedición como espeleólogo aficionado a las montañas Dendarii. Tierra y agua contra fuego y aire. Parecía estar acumulando una monstruosa provisión de yin, por lo que el yang que necesitaría para equilibrarlo tendría que ser grandioso.
Miles sujetó la luz con más fuerza, se colocó en cuclillas y comenzó a gatear por la alcantarilla.
El agua helada empapó las rodilleras de sus pantalones. El efecto era entumecedor. Unas gotas se introdujeron bajo sus guantes. Fueron como un corte de cuchillo en sus muñecas.
Miles meditó unos momentos sobre Olney y Pattas. En los últimos días habían establecido una relación laboral fría y razonablemente eficaz con él. Sin duda, ésta se basaba en un temor divino infundido en ambos por el ángel guardián de Miles, el teniente Bonn. ¿Cómo habría hecho Bonn para lograr ejercer esa serena autoridad? Tendría que averiguarlo. El hombre era bueno en su trabajo, pero ¿qué más había?
Miles dobló por la curva, iluminó el objeto que provocaba la obstrucción y se detuvo, maldiciendo. Cuando recuperó el aliento, examinó el bloqueo más de cerca y entonces retrocedió. Se puso de pie en el fondo de la acequia, enderezando su columna vértebra por vértebra. El cabo Olney asomó la cabeza sobre la baranda del camino.
—¿Qué hay allí dentro, alférez?
Miles le sonrió, todavía agitado.
—Un par de botas.
—¿Eso es todo? —dijo Olney.
—El dueño todavía las lleva puestas.