Para sorpresa de Miles, cuando a la mañana siguiente se presentó en la oficina de Ahn a una hora en que, según sus cálculos, podía comenzar un turno, encontró al teniente despierto, sobrio y vestido de uniforme. En realidad, el hombre no tenía muy buen aspecto. Tenía el rostro demacrado, respiraba con estertores y estaba sentado con el cuerpo encogido, mirando la colorida pantalla del ordenador con los ojos entrecerrados. La imagen se acercaba y se alejaba vertiginosamente ante las órdenes del control remoto que tenía apretando en su palma húmeda y temblorosa.
—Buenos días, señor. —Miles suavizó al voz movido por la piedad, y cerró la puerta a sus espaldas sin golpearla.
—¿Eh? —Ahn alzó la vista y le devolvió el saludo de forma automática—. ¿Quién diablos es, eh… alférez?
—Soy su relevo, señor. ¿Nadie le avisó que vendría?
—¡Ah, sí! —Ahn se iluminó—. Muy bien, entre.
Miles, quien ya se encontraba adentro, sólo esbozó una sonrisa.
—Pensaba ir a buscarlo a la pista —continuó Ahn—. Ha llegado temprano. Pero parece que ha encontrado el camino, de todos modos.
—Llegué ayer, señor.
—¡Oh! Debió haberse presentado entonces.
—Lo hice, señor.
—¡Oh! —Ahn miró a Miles con expresión preocupada—. ¿De veras?
—Usted prometió que esta mañana me daría una orientación técnica completa —agregó Miles, aprovechando la oportunidad.
—¡Oh! —Ahn parpadeó—. Bien. —La expresión preocupada de su rostro se desvaneció un poco—. Bueno, eh… —Ahn se frotó el rostro y miró a su alrededor. Limitó su reacción ante el aspecto físico de Miles a una mirada furtiva, y tal vez decidiendo que debían haber cumplido con las presentaciones formales el día anterior, se zambulló de inmediato en una descripción de los equipos alineados contra la pared, en orden de izquierda a derecha.
Literalmente a modo de presentación, resultó que todos los ordenadores tenían nombres de mujer. Exceptuando una tendencia a hablar sobre sus maquinas como si fuesen seres humanos, Ahn se mostró bastante coherente mientras explicaba los detalles del trabajo; se iba por las ramas y guardaba unos momentos de silencio al comprender que se había apartado del tema. Con suavidad, Miles lo traía de vuelta a la meteorología con preguntas pertinentes mientras tomaba notas. Después de un confuso recorrido browniano por la habitación, al fin Ahn logró encontrar sus discos con las instrucciones de procedimiento, debajo de sus respectivos equipos. Preparó café en una tetera automática llamada Georgette, situada discretamente en un rincón, y luego se llevó a Miles al techo del edificio para enseñarle el centro de recopilación de datos que funcionaba allí.
Ahn repasó la colección de medidores, colectores y aparatos para tomar muestras con cierta indiferencia. Su jaqueca pareció ir empeorando con los esfuerzos de la mañana. Se apoyó contra la baranda inoxidable que rodeaba la estación automatizada y miró al horizonte lejano con los ojos entrecerrados. Miles lo siguió dócilmente mientras Ahn se detenía varios minutos en cada uno de los cuatro puntos cardinales y parecía meditar profundamente. O tal vez aquella expresión introspectiva sólo significaba que se sentía a punto de vomitar.
El cielo estaba pálido y despejado, con el sol en lo alto… aunque el sol había estado en lo alto desde dos horas después de la medianoche, recordó Miles. Acababan de pasar la noche más corta del año en aquellas latitudes. Desde ese sitio tan alto, Miles observó con interés la Base Lazkowski y la llanura que se extendía ante ella.
La isla Kyril era una protuberancia en forma de huevo, con unos setenta kilómetros de ancho por ciento sesenta de largo, y se encontraba a más de quinientos kilómetros de cualquier otra clase de tierra firme. Parda y llena de protuberancias constituía una buena descripción, tanto para la base como para la isla. La mayoría de los edificios, incluyendo las barracas para oficiales donde se alojaba Miles, estaban enterrados y cubiertos de turba. Nadie se había molestado en aplicar el terraformismo agrícola allí. La isla conservaba su ecología barrayarana original, deteriorada por el uso y abuso.
Gruesos fardos de turba cubrían las barracas de los soldados, desiertas y silenciosas hasta la llegada del invierno. Unos surcos llenos de agua fangosa se abrían en abanico hacia los desiertos campos de tiro al blanco, las pistas de obstáculos y las zonas de práctica con municiones, cubiertas de orificios.
Hacia el sur, el mar plomizo se henchía, opacando los esfuerzos del sol por brillar. Hacia el norte distante, una línea gris marcaba la orilla de una tundra en una cadena de volcanes apagados.
Miles había tomado un curso breve para oficiales sobre maniobras invernales en la Escarpa Negra, un terreno montañoso internado en el segundo continente de Barrayar; allí había mucha nieve, sin duda, y también grandes peligros, pero el aire era seco, tonificante y estimulante. Incluso hoy, en pleno verano, la humedad del mar parecía escurrirse bajo sus abrigo para roerle los huesos. Miles encogió los hombros tratando de combatirla pero no obtuvo ningún movimiento.
—Y bien, dígame… eh…, alférez. ¿Tiene usted alguna relación con ese Vorkosigan? Me llamó la atención cuando el otro día vi su nombre en las órdenes.
—Mi padre —dijo Miles brevemente.
—¡Buen Dios! —Ahn parpadeó y se enderezó, pero luego volvió a dejarse caer apoyado sobre los codos—. ¡Buen Dios! —repitió. Se mordió el labio fascinado, y por unos momentos sus ojos brillaron en la oscuridad—. ¿Cómo es él realmente?
¡Qué pregunta imposible!, pensó Miles, exasperado. El conde almirante Aral Vorkosigan. El coloso de la historia de Barrayar en esta última mitad de siglo. El conquistador de Komarr, héroe de la terrible retirada de Escobar. Durante dieciséis años, hasta que el Emperador Gregor alcanzara la mayoría de edad, lord gobernador de Barrayar, y su hombre de confianza como primer ministro en los cuatro años que habían pasado desde entonces. Destructor de las pretensiones al trono por parte de Vordarian, artífice de la peculiar victoria obtenida en la tercera guerra cetagandana, firme superviviente de las sanguinarias luchas internas políticas de Barrayar durante las dos últimas décadas. Ese Vorkosigan.
Lo he visto reír alegremente en el muelle del Vorkosigan Surleau, gritando instrucciones, la mañana en que maniobré un velero por primera vez y logré enderezar la embarcación por mis propios medios. Lo he visto llorar hasta chorrearle la nariz, más borracho que ayer Ahn, la noche que supimos que el mayor Duvallier había sido ejecutado por espionaje. Lo he visto enrojecer de ira, tanto que temimos por su corazón, cuando llegaron los informes detallando las estupideces que condujeron a los últimos motines en Solstice. Lo he visto deambulando en ropa interior por la residencia Vorkosigan al amanecer, bostezando y despertando a mi madre para que lo ayudase a encontrar dos calcetines iguales. Él no se parece a nada, Ahn. Es el original.
—Se preocupa por Barrayar —dijo Miles al fin, cuando el silencio se tornó incómodo—. Es… es difícil de emular. —Ah, y sí, su único hijo es un mutante deforme. Eso también.
—Lo imagino. —Ahn exhaló con expresión de simpatía, o tal vez se trataba de una náusea.
Miles decidió que podía tolerar la simpatía de Ahn. En ella no parecía haber rastro alguno de la maldita lástima condescendiente, ni tampoco de repugnancia, la cual era todavía más habitual.
Es porque soy su relevo, decidió Miles. Yo podría tener dos cabezas e igual estaría encantado de conocerme.
—¿Eso es lo que hace? ¿Seguir los pasos de su padre? —dijo Ahn con calma. Pero entonces miró a su alrededor con incertidumbre—. ¿Aquí?
—Soy un Vor —respondió Miles con impaciencia—. Presto servicio. O, en todo caso, eso intento. Dondequiera que me envíen. Ése fue el trato.
Ahn se encogió de hombros desconcertado, aunque Miles no alcanzó a advertir si era por él o por los caprichos del Servicio, que lo había enviado a la isla Kyril.
—Bueno. —Ahn se enderezó con un gruñido—. Por lo visto no tenemos ninguna advertencia de wah-wah.
—¿Ninguna advertencia de qué?
Ahn bostezó e introdujo varias cifras en le panel donde estaba representado el pronóstico meteorológico del día, hora por hora.
—Wah-wah. ¿Nadie le habló del wah-wah?
—No…
—Debieron haberlo hecho, antes que nada. Es terriblemente peligroso.
Miles se preguntó si Ahn estaría tratando de ponerlo nervioso. Las bromas pesadas podían convertirse en una forma de tortura lo bastante sutil como para penetrar cualquier defensa. El odio franco de una zurra sólo causaba dolor físico.
Ahn volvió a apoyarse contra la baranda para señalar.
—¿Ve todas esas cuerdas, extendidas de puerta a puerta entre los edificios? Están allí por si se presenta el wah-wah. Hay que aferrarse a ellas para evitar ser arrastrado. Si se suelta, no abra los brazos tratando de sujetarse a algo. He visto a muchos romperse las muñecas de esa forma. Debe colocarse en posición fetal y rodar.
—¿Qué diablos es el wah-wah, señor?
—Un viento muy fuerte. Y repentino. He visto cómo en sólo siete minutos pasaba de calma chicha a ráfagas de ciento sesenta kilómetros por hora, mientras la temperatura bajaba de diez grados centígrados a veinte bajo cero. Puede durar desde diez minutos a dos días. Casi siempre sopla desde el noroeste, cuando las condiciones son las adecuadas. La remota estación de la costa nos envía el aviso con unos veinte minutos de anticipación. Hacemos sonar una sirena. Eso significa que nunca debe dejarse sorprender sin su equipo para el frío, ni tampoco a más de quince minutos de un refugio. Los hay por todas partes alrededor de los campos de prácticas. —Ahn agitó el brazo en aquella dirección. Se le veía muy serio, incluso grave—. Cuando escuche la sirena, corra lo más rápido que pueda hacia un refugio. Con su tamaño, si el viento lo arrastra hacia el mar, nunca volverán a encontrarlo.
—Está bien —dijo Miles, decidido a verificar todo aquello en los registros meteorológicos de la base en cuanto tuviera oportunidad. Estiró el cuello para mirar el panel de Ahn—. ¿De dónde sacó todos esos números que acaba de introducir?
Ahn miró su panel sorprendido.
—Bueno… son las cifras correctas.
—No estaba cuestionando su exactitud —dijo Miles con paciencia—. Quiero saber dónde las ha obtenido. Así podré hacerlo mañana. Mientras usted todavía esté aquí para corregirme.
Ahn agitó la mano libre en un gesto de frustración.
—Bueno…
—Usted no las está inventando, ¿verdad? —preguntó Miles con desconfianza.
—¡No! —dijo Ahn—. No lo había pensado, pero… creo que es por la forma en que huele el día. —Inhaló profundamente, a modo de demostración.
Miles frunció la nariz y olfateó el aire. Frío, sal marina, fango de la costa, humedad y moho. El calor de los circuitos en la colección de instrumentos que había a su lado. Pero por su nariz no llegaba ninguna información sobre la temperatura media, la presión barométrica y la humedad del momento, y mucho menos sobre las de las dieciocho horas siguientes. Miles señaló el instrumental meteorológico con el pulgar.
—¿Esta cosa tiene alguna especie de «medidor olfativo» que reproduzca lo que usted está haciendo?
Ahn pareció verdaderamente perplejo. Era como si su sistema interno, cualquiera que éste fuese, hubiera sido trastornado por una repentina toma de conciencia de su existencia.
—Lo siento, alférez Vorkosigan. Tenemos los pronósticos corrientes por ordenador, por supuesto, pero, a decir verdad, no los he utilizado en muchos años. No son lo bastante precisos.
Miles miró a Ahn y tuvo una terrible revelación. El hombre no mentía ni bromeaba ni estaba inventado todo aquello. Eran los quince años de experiencia los que, en forma subliminal, le permitían llevar a cabo mediciones tan sutiles. Una reserva de experiencia que Miles no podía reproducir.
Ni tampoco querría hacerlo, admitió para sí.
Más tarde, ese mismo día, mientras se decía a sí mismo que sólo se estaba familiarizando con los sistemas, Miles verificó todas las sorprendentes afirmaciones de Ahn en los archivos meteorológicos de la base. Ahn no había estado bromeando respecto al wah-wah. Y, peor aún, tampoco había estado bromeando sobre los pronósticos por ordenador. El sistema proporcionaba predicciones locales con un 86% de exactitud, descendiendo a un 73% cuando se trataba de un pronóstico con una semana de anticipación. Ahn y su nariz mágica alcanzaban una precisión del 96%, descendiendo a un 94% en el segundo caso.
Cuando Ahn se vaya, esta isla experimentará un descenso del 11 al 21% en la precisión de los pronósticos. Sin duda, lo notarán.
Evidentemente, oficial de Meteorología, Campamento Permafrost, era un puesto con mucha más responsabilidad de lo que Miles había supuesto. El clima allí podía ser mortífero.
¿Y este sujeto me dejará solo en esta isla, con seis mil hombres armados, diciéndome que salga a husmear por si viene el wah-wah?
En el quinto día, cuando Miles casi acababa de decidir que su primera impresión había sido demasiado dura, Ahn sufrió una recaída. Miles aguardó una hora a que el teniente y su nariz se presentasen en la oficina meteorológica para comenzar las tareas del día. Finalmente extrajo las mediciones rutinarias del ordenador secundario, las introdujo de todos modos, y salió de expedición.
Después de un rato encontró a Ahn todavía en su litera, en las barracas de oficiales, roncando empapado de sudor, oliendo a… ¿aguardiente de frutas? Miles se estremeció. Intentó despertarlo con sacudidas, pellizcos y gritos en su oído, pero no logró nada. Ahn sólo se acurrucó aún más entre las mantas y las emanaciones nocivas, gimiendo. Con pesar, Miles apartó las imágenes de violencia que se agolpaban en su mente y se dispuso a seguir adelante. De todos modos, muy pronto tendría que arreglárselas por sus cuenta.
Miles marchó cojeando hasta el centro de vehículos motorizados. El día anterior, Ahn lo había llevado a una patrulla de reparaciones de las cinco estaciones meteorológicas más cercanas a la base, todas las cuales operaban mediante sensores a distancia. La sexta y más lejana estaba programada para ese día. Los desplazamientos por la isla Kyril se realizaban en un vehículo todo terreno llamado gato-veloz, el cual había resultado casi tan divertido de conducir como un trineo antigravitatorio. Los gatos-veloces eran unas lágrimas tornasoladas adheridas al suelo que atravesaban la tundra, pero ofrecían la garantía de no ser arrastradas por los vientos wah-wah. Según le habían explicado a Miles, el personal de la base se había cansado de sacar trineos antigravitatorios del mar helado.
El centro de vehículos motorizados era otro refugio semienterrado como casi todos los de la Base Lazkowski, sólo que más grande. Miles logró encontrar al cabo Olney, quien les había entregado un vehículo el día anterior. El técnico que lo asistía trajo el gato-veloz desde el depósito subterráneo hasta la entrada, y a Miles le resultó de un aspecto vagamente familiar. Alto, con traje de faena negro, cabello oscuro… aunque eso describía al ochenta por ciento de los hombres de la base. Cuando habló con su pronunciado acento, Miles lo reconoció al instante. Era uno de los que comentaba en voz baja en la pista el día de su llegada. Con un esfuerzo se obligó a no reaccionar.
Miles revisó la lista de suministro de que estaba provisto el vehículo antes de firmar por él, tal como Ahn le había enseñado. Todos los gatos-veloces debían contar con un equipo completo de supervivencia en el frío. Con cierto desprecio, el cabo Olney observó cómo Miles se movía torpemente mientras realizaba la inspección.
Está bien, soy lento, pensó Miles con irritación. Nuevo e inexperto. Ésta es la única forma de llegar a ser menos nuevo e inexperto. Paso a paso. Controló su timidez con un esfuerzo. Dolorosas experiencias le habían enseñado que la timidez era una actitud muy peligrosa. Concéntrate en la tarea, no en los malditos mirones. Siempre has tenido «público». Es probable que siempre vayas a tenerlo.
Miles desplegó el mapa sobre el capó del vehículo y señaló al cabo el itinerario que pensaba realizar. Según Ahn, esta información era un asunto de seguridad. Olney acusó recibo con un gruñido, mostrando una expresión de profundo aburrimiento, palpable pero no demasiado evidente como para que Miles se viera forzado a notarlo.
El técnico vestido de negro, Pattas, se asomó sobre el hombro enjuto de Miles, frunció los labios y habló.
—Oh, alférez, señor. —Nuevamente, el énfasis se acercó bastante a la ironía—. ¿Se dirige a la Estación Nueve?
—¿Sí?
—Para estar seguro tendría que estacionar su vehículo protegido del viento, eh… en esa hondonada, justo abajo de la estación. —Un dedo grueso señaló una zona marcada en azul sobre el mapa—. La verá al llegar. De ese modo no tendrá problemas cuando quiera volver a poner en marcha su gato-veloz.
—La potencia de esos motores es suficiente para el espacio —dijo Miles—. ¿Cómo podría tener problemas?
Los ojos de Olney se encendieron y, de pronto, se tornaron indiferentes.
—Sí, pero en caso de que se levante el wah-wah, usted no querrá que se lo lleve.
Me llevaría a mí antes que a nada.
—Pensé que estos vehículos eran lo bastante pesados como para no ser arrastrados.
—Bueno, tal vez no puedan ser arrastrados, pero se ha sabido de casos en que el viento los ha hecho volcar —murmuró Pattas.
—¡Oh! Bueno. Gracias.
El cabo Olney tosió. Miles se alejó con el vehículo mientras Pattas lo despedía alegremente agitando una mano.
La barbilla de Miles se contrajo en un antiguo tic nervioso. Inspiró profundamente para relajarse y abandonó la base para continuar a campo traviesa. Entonces aumentó la velocidad, atravesando la vegetación similar a un helechal oscuro. ¿Cuánto tiempo había pasado? ¿Un año y medio, dos… tratando de demostrar su competencia ante cada hombre con quien se cruzaba en la Academia Imperial, cada vez que hacía alguna cosa? Tal vez se había relajado durante el tercer año, y ahora había perdido la práctica. ¿Sería de este modo cada vez que llegase a un nuevo puesto? Probablemente, reflexionó con amargura, y aceleró un poco más. Pero él sabía que esto era parte del juego cuando exigió su derecho a jugar.
El día era casi cálido, el sol casi brillante, y Miles estaba casi animado para cuando llegó a la Estación Seis, sobre la costa este de la isla. Era un placer estar a solas un rato. Sólo él y su trabajo. Sin público. Tiempo para tomarse su tiempo y hacer las cosas bien. Miles trabajó alegremente revisando fuentes de alimentación, vaciando aparatos de muestreo, buscando señales de corrosión, averías o conexiones sueltas en el equipo. Y si dejaba caer una herramienta, no había nadie que hiciese comentarios sobre los espasmódicos mutantes. Con el relajamiento de la tensión, cometía menos torpezas, y el tic desapareció. Miles terminó, se estiró e inhaló el aire húmedo de buen humor, deleitándose con el desacostumbrado lujo de la soledad. Incluso se tomó algunos minutos para caminar por la playa y observar los detalles de los pequeños caracoles marinos arrastrados por las olas.
Uno de los aparatos de muestreo de la Estación Ocho estaba averiado, con un medidor de humedad destrozado. Para cuando lo hubo reemplazado comprendió que había sido muy optimista al calcular el tiempo que le demandaría su itinerario. El sol descendía hacia un crepúsculo verdoso cuando Miles abandonó la zona donde se combinaba la tundra con unos afloramientos rocosos cerca de la costa norte, casi había oscurecido.
Utilizando su haz de luz, Miles confirmó que la Estación Diez se encontraba arriba, en las montañas volcánicas entre los ventisqueros. Seria mejor no intentar una expedición en la oscuridad. Aguardaría las pocas horas que faltaban para el amanecer, e informó de sus cambios de planes a la base, distante ciento sesenta kilómetros al sur. El operador de turno no pareció terriblemente interesado. Mejor.
Sin observadores, Miles aprovechó la ocasión para probar todos esos fascinantes equipos acomodados en la parte trasera del gato-veloz. Era mucho mejor practicar ahora, cuando las condiciones eran buenas, que hacerlo luego en medio de una tempestad. Cuando estuvo montada, la pequeña burbuja protectora con capacidad para albergar a dos hombres fue casi como un palacio para Miles, considerando su tamaño y su soledad. Se suponía que en invierno debía ser aislada con nieve. Miles la situó a favor del viento, junto al vehículo, estacionado en el lugar que le habían recomendado: una depresión varios metros por debajo de la estación meteorológica, la cual estaba situada sobre un afloramiento rocoso.
Miles reflexionó sobre el peso relativo del refugio comparado con el del gato-veloz. En su mente todavía permanecía vivido un vídeo que Ahn le había enseñado sobre el wah-wah. El excusado portátil volando por el aire a más de cien kilómetros por hora le había causado particular impresión. Ahn no había sabido decirle si se encontraba ocupado por alguien en el momento en que se había hecho la filmación. Miles decidió tomar la precaución de atar el refugio al vehículo con una cadena corta. Satisfecho, se agachó y entró en la burbuja.
El equipo era de primer nivel. Descolgó un tubo calorífero y, sentado con las piernas cruzadas, se calentó bajo su resplandor. Los alimentos eran de la mejor calidad. Sobre la plancha extensible calentó una bandeja con varios compartimentos que contenían guisado, vegetales y arroz. Se preparó una buena cantidad de jugo de frutas con el polvo suministrado. Después de comer y guardar las sobras, se acomodó sobre el mullido cojín, insertó un disco-libro en su visor y se preparó para pasar la breve noche leyendo.
Había estado algo tenso en las últimas semanas. En los últimos años. El disco-libro, una novela que la condesa le había recomendado, no tenía nada que ver con las maniobras militares de Barrayar, con las mutaciones, con la política ni con el clima. Miles ni siquiera supo en qué momento se quedó dormido.
Miles despertó sobresaltado, parpadeando bajo la tenue luz cobriza del tubo calorífero. Sentía que había dormido mucho tiempo y, sin embargo, las paredes transparentes de la burbuja se veían oscuras. Un miedo irracional le obstruyó la garganta. Maldición, no importaba que se hubiese quedado dormido, no llegaría tarde para ningún examen. Observó el cronómetro que brillaba en su muñeca.
Ya debía haber aclarado por completo.
Las paredes flexibles del refugio estaban hundidas hacia dentro. No quedaba ni un tercio del espacio original, y el suelo estaba arrugado. Miles empujó el plástico delgado y frío con un dedo. El material cedió lentamente, como mantequilla blanda, y retuvo la marca de su dedo. ¿Qué diablos…?
Sentía un fuerte latido en la cabeza y tenía la garganta obstruida; el aire era sofocante y húmedo. Era como… como una reducción de oxigeno y un exceso de CO2 en una emergencia espacial. ¿Allí? El vértigo de su desorientación pareció ladear el suelo.
El suelo estaba ladeado, comprendió con indignación, profundamente torcido hacia abajo, oprimiendo una de sus piernas. Miles se soltó con un movimiento brusco. Luchando contra el pánico inducido por el CO2, se tendió de espaldas y trató de respirar más despacio y pensar más rápido.
Estoy bajo tierra. Hundido en alguna clase de arena movediza. De lodo movedizo. ¿Esos malditos canallas del centro de vehículos motorizados se lo habrían hecho a propósito? Y él había caído directamente en la trampa.
Un pantano lento, tal vez. No habías notado que el vehículo se hundiera en el tiempo que le había llevado levantar el refugio. De otro modo, se hubiese percatado de la trampa. Claro que estaba oscuro en ese momento. Pero si se había estado hundiendo durante horas, mientras dormía…
Cálmate, se dijo con desesperación. Posiblemente la superficie de la tundra, el aire libre, se encontraba a no más de diez centímetros sobre su cabeza. O diez metros… ¡Cálmate! Tanteó por el refugio buscando algo que pudiese utilizar como sonda. Había visto un tubo largo y telescópico con punta de cuchillo que se empleaba para recoger muestras de hielo glaciar. Estaba en el vehículo. Junto al intercomunicador. Y, según el ángulo del suelo, el gato-veloz se encontraba un par de metros por debajo y al oeste de su situación actual. Era el vehículo el que lo estaba arrastrando. La burbuja sola bien podía haber flotado en ese pantano camuflado de la tundra. Si lograba soltar la cadena, ¿se elevaría? No lo bastante rápido. Sentía el pecho cargado de algodón. Si no respiraba pronto aire puro, se asfixiaría. Ese refugio se transformaría en su sepulcro. ¿Sus padres estarían allí mirando cuando finalmente fuese encontrado, cuando desenterrasen el vehículo y la burbuja de la ciénaga? Su cuerpo estaría paralizado con un rictus en la boca, dentro de esa odiosa parodia de un saco amniótico… Cálmate.
Miles se levantó y empujó el pesado techo con las manos. Sus pies se hundieron en el suelo blando, pero pudo soltar una de las costillas internas de la burbuja, ahora doblada en una forzada curva. Miles estuvo a punto de desmayarse por el esfuerzo. Cada vez le resultaba más difícil respirar. Entonces encontró la parte superior de la puerta del refugio y la abrió apenas unos centímetros tirando de la arandela lo suficiente para que pasase la vara. Había temido que el lodo negro entrase a borbotones, ahogándolo de inmediato, pero éste sólo se derramó en grandes burbujas que caían pesadamente. La comparación era obvia y repulsiva.
Dios, pensar que yo había creído estar sumergido en mierda antes de esto.
Miles empujó la varilla hacia arriba. Ésta se resistió, deslizándose entre sus palmas húmedas. No eran diez centímetros. Ni veinte. Un metro, un metro treinta, y la vara comenzaba a quedarle corta. Miles se detuvo, la sujetó de más abajo y volvió a intentarlo. ¿La resistencia era menor? ¿Había llegado a la superficie?
Tal vez había un poco menos que su propia altura entre el techo del refugio y el aire libre. La posibilidad de respirar. ¿Cuánto tardaría en recorrer esa distancia? ¿Cuánto tardaba en cerrarse un agujero de lodo? Su visión se oscurecía, y no era por la falta de luz. Miles apagó el tubo calorífero y lo guardó en el bolsillo delantero de su chaqueta. La profunda oscuridad lo llenó de pavor. O tal vez era el CO2. Ahora o nunca.
En un impulso, se inclinó para desabrocharse las botas y el cinturón, y entonces dio un tirón a la arandela abriendo la puerta. Comenzó a cavar como un perro, llenando la burbuja con grandes globos de fango. Se escurrió por la abertura, reunió fuerzas, inspiró por última vez y se impulsó hacia arriba.
Cuando alcanzó la superficie, el pecho le latía con fuerza y sus ojos lo veían todo borroso y rojizo. ¡Aire! Escupió cieno negro con trocitos de helecho y parpadeó, tratando infructuosamente de aclararse los ojos y la nariz. Con dificultad levantó primero una mano y luego la otra con la intención de colocarse en posición horizontal, como una rana. El frío lo envolvía. Podía sentir el lodo que se cerraba alrededor de sus piernas y lo entumecía como el abrazo de una hechicera. Sus pies presionaron con fuerza sobre el techo del refugio. Éste se hundió y Miles se elevó un centímetro. Ya no lograría subir más de ese modo. Ahora tendría que arrastrarse. Sus manos se cerraron sobre un helecho, pero éste cedía y le permitía avanzar muy poco. El aire frío cortaba en su garganta como una bendición. El abrazo de la hechicera se hizo más apretado. Miles sacudió las piernas en vano una última vez. Muy bien. Ahora… ¡arriba!
Sus piernas se deslizaron de las botas y los pantalones, sus caderas quedaron en libertad y Miles rodó sobre el fango. Entonces permaneció tendido sobre la traicionera superficie, mirando el cielo gris y turbulento. La chaqueta de su uniforme y su ropa interior larga estaban empapadas en lodo, y había perdido un calcetín térmico junto con las botas y los pantalones. Estaba cayendo aguanieve.
Lo encontraron horas más tarde, acurrucado sobre el debilitado tubo calorífero, metido en un compartimento para equipos dentro de la estación meteorológica automatizada. Tenía los ojos hundidos en el rostro ennegrecido, y tanto sus pies como sus orejas estaban blancos. Sus ateridos dedos violáceos tironeaban de dos cables, en un movimiento constante e hipnótico, la clave de emergencias del Servicio. La clave que sería leída en las descargas de estática del barómetro en la oficina meteorológica de la base. Suponiendo que alguien se molestase en observar las repentinas anormalidades en las transmisiones de aquella estación, o que notase el ritmo pautado de aquel sonido.
Sus manos continuaron moviéndose con el mismo ritmo durante minutos después de que lo hubieron sacado de su pequeño cajón. Cuando trataron de enderezar su cuerpo, el hielo de desprendió de la espalda de su chaqueta. Durante un largo rato no lograron sacarle palabra, sólo un susurro tembloroso. Lo único que ardía eran sus ojos.