—¡Embarque! —exclamó el alférez que se hallaba cuatro lugares más adelante de Miles en la fila. Tenía el rostro iluminado de alegría mientras deslizaba la mirada por sus órdenes; el delgado plástico temblaba ligeramente entre sus manos—. Seré oficial subalterno de armamento en el crucero Comodoro Vorhalas. Debo presentarme de inmediato en la Base de lanzamiento Tanery para la transferencia orbital.
Ante un pinchazo preciso saltó con porte poco marcial dejando paso al siguiente hombre de la fila mientras continuaba murmurando expresiones de júbilo.
—Alférez Plause.
El viejo sargento que ocupaba el escritorio lograba parecer aburrido y superior al mismo tiempo, sosteniendo el siguiente paquete entre el pulgar y el índice. ¿Cuánto tiempo había estado ocupando este puesto en la Academia Militar Imperial?, se preguntó Miles. ¿Cuántos cientos… miles de jóvenes oficiales habían pasado frente a su mirada imperturbable en este primer momento supremo de sus carreras? ¿Todos acabarían teniendo el mismo aspecto al cabo de algunos años? Los mismos uniformes verdes y nuevos. Los mismos relucientes rectángulos plásticos de grados recién adquiridos engalanando sus cuellos. Los mismos ojos ávidos en todos los graduados de la escuela más selecta perteneciente al Servicio Imperial, colmados de imagines de un brillante destino militar. Nosotros no sólo marchamos hacia el futuro, lo atacamos.
Plause se apartó de la fila, posó el pulgar sobre el cerrojo acolchado y abrió su paquete.
—¿Y bien? —dijo Iván Vorpatril, justo frente a Miles en la fila—. No nos tengas en suspenso.
—Escuela de idiomas —dijo Plause, sin dejar de leer.
Plause ya hablaba perfectamente los cuatro idiomas oficiales de Barrayar.
—¿Como estudiante o como instructor? —preguntó Miles.
—Como estudiante.
—Ajá. entonces deben ser idiomas galácticos. Después te reclamarán los de Inteligencia. Seguro que te dan un destino extraplanetario —sugirió Miles.
—No necesariamente —dijo Plause—. Podrían sentarme dentro de un cubículo en alguna parte, programando ordenadores de traducción hasta dejarme ciego. —Pero la esperanza brillaba en sus ojos.
Por caridad, Miles no mencionó la principal desventaja de Inteligencia: que uno terminaba trabajando para el jefe de Seguridad Imperial, Simon Illyan, el hombre que lo recordaba todo. Pero tal vez en el nivel de Plause no tropezaría con la dureza de Illyan.
—Alférez Lobachik.
En toda su vida, Miles sólo había conocido a un hombre más serio y formal que Lobachik. Por lo tanto, no se sorprendió cuando éste abrió su sobre y dijo con voz ahogada:
—Seguridad Imperial. El curso avanzado en Seguridad y Homicidios.
—Ah, la escuela de los guardias de palacio —dijo Iván con interés, atisbando sobre el hombro de Lobachik.
—Eso es todo un honor —observó Miles—. Por lo general Illyan escoge a sus estudiantes entre los hombres con veinte años de servicio y el pecho cubierto de medallas.
—Quizás el Emperador Gregor le ha pedido a Illyan alguien más próximo a su propia edad —sugirió Iván—. Para iluminar el paisaje. Esos fósiles de rostro arrugado con que Illyan suele rodearlo lograrían deprimirme incluso a mí. No te permitas demostrar ningún sentido del humor, Lobachik. Creo que es motivo de descalificación automática.
Lobachik no corría ningún riesgo de perder el puesto, si eso era cierto.
—¿Realmente conoceré al emperador? —preguntó Lobachik volviendo su mirada nerviosa hacia Miles e Iván.
—Probablemente lo observes desayunar todos los días —respondió Iván—. Pobre desgraciado.
¿Se refería a Lobachik o a Gregor?, a Gregor, sin duda.
—Vosotros los Vor, lo conocéis… ¿Cómo es?
Miles intervino antes de que el brillo en los ojos de Iván se materializara en una broma pesada.
—Es muy franco. Os llevaréis bien.
Lobachik se marchó con un aspecto algo más tranquilo, releyendo su telegrama.
—Alférez Vorpatril —entonó el sargento—. Alférez Vorkosigan.
El corpulento Iván cogió su paquete, y Miles el suyo. Luego se marcharon con sus dos camaradas.
Iván abrió su sobre.
—¡Ja! Cuartel General del imperio Vorbarr Sultana. Sabed que he de ser edecán del comodoro Jollif, Operaciones. —Hizo la venia y dio vuelta al despacho—. A partir de mañana, en realidad.
—¡Ooh…! —exclamó el alférez que había recibido orden de embarcarse, todavía temblando de alegría—. Iván ha de ser secretario. Tendrás que tener cuidado si el general Lamitz te pide que te sientes en su regazo. He escuchado decir que…
Iván le propinó un golpecito amistoso.
—Envidia, pura envidia. Voy a vivir como un civil. Trabajaré de siete a cinco, tendré mi propio apartamento en la ciudad… Debo recordarte que no habrá ninguna chica allá en ese barco tuyo. —La voz de Iván era tranquila y alegre, sólo sus ojos delataban algo de la decepción que sentía. Iván también habría querido embarcarse. Todos lo deseaban.
Miles lo deseaba.
«Embarcarme. Y, con el tiempo ser comandante como mi padre, como su padre, como el padre de su…».
Un deseo, una plegaria, un sueño… Vaciló por autodisciplina, por miedo, por demorar ese último momento de esperanza. Colocó el pulgar sobre el cerrojo y abrió el sobre con deliberada precisión. Un único telegrama plástico, un puñado de permisos de viaje…
Sólo tardó unos momentos más en absorber ese breve párrafo que tenía frente a los ojos. Permaneció unos instantes petrificado sin poder creerlo, y volvió a leerlo desde el principio.
—¿Y bien, primo? —Iván se asomó por encima de su hombro.
—Iván —dijo Miles con voz ahogada—, ¿estoy sufriendo un ataque de amnesia o nunca tomamos un curso de meteorología en los estudios de ciencias?
—De matemáticas de espacio-cinco, sí. De xenobotánica también. —Iván se rascó la cabeza, intentando hacer memoria—. De geología y de evaluación del terreno… Bueno, en primer año vimos meteorología aeronáutica.
—Si, pero…
—¿Qué te han hecho esta vez? —preguntó Plause, claramente preparado para ofrecer sus felicitaciones o su compasión, según lo requiriera el caso.
—Me han nombrado oficial en jefe de Meteorología, Base Lazkowski. ¿Dónde diablos queda la Base Lazkowski? ¡Nunca he oído hablar de ella!
El sargento, ante el escritorio, alzó la vista con una sonrisa maliciosa.
—Yo sí, señor —le dijo—. Queda en un sitio llamado Isla Kyril, cerca del círculo ártico. Es una base de entrenamiento invernal para infantería. La suelen llamar Campamento Permafrost.
—¿Infantería? —exclamó Miles.
Iván alzó las cejas y se volvió hacia Miles con el ceño fruncido.
—¿Infantería? ¿Tú? No parece el lugar apropiado.
—No, no lo parece —convino Miles en voz baja. De pronto había tomado plena conciencia de sus impedimentos físicos.
Años de arcanas torturas médicas casi habían logrado corregir las graves deformidades por las cuales Miles había estado a punto de morir cuando naciera. Encogido como una rana en su infancia, ahora se erguía casi derecho. Sus huesos, frágiles como la tiza, ahora eran casi fuertes. Enjuto como un niño homúnculo, ahora media casi un metro cuarenta y siete. Al final había sacrificado el largo de sus huesos a su resistencia, y sus médico todavía opinaba que los últimos quince centímetros habían sido un error. Con el tiempo, Miles se había roto las piernas las veces suficientes para coincidir con él, aunque para entonces ya era demasiado tarde. Pero no era un mutante, no era… ahora ya apenas si importaba. Si tan solo le dejasen emplear sus virtudes al servicio del emperador, él les haría olvidar sus defectos. El pacto estaba sobreentendido.
En el Servicio debía haber mil puestos en los cuales su extraño aspecto y su fragilidad oculta no importarían lo más mínimo. Como edecán, o traductor de Inteligencia. O incluso oficial de armamentos manejando ordenadores. Estaba sobreentendido, seguro que lo estaba. Pero ¿infantería? Alguien no jugaba limpio. O se había cometido un error. No sería el primero. Miles vaciló unos momentos mientras sus puño se cerraba sobre el telegrama, y entonces se dirigió hacia la puerta.
—¿Adónde vas? —le preguntó Iván.
—A ver al mayor Cecil.
Iván exhaló con los labios fruncidos.
—¿Sí? Buena suerte.
¿Sonreía el sargento detrás del escritorio, inclinando la cabeza para revisar la siguiente pila de paquetes?
—Alférez Draut —llamó. La fila avanzó un paso más.
El mayor Cecil estaba apoyado con una cadera sobre el escritorio de su secretario, efectuando alguna consulta, cuando Miles entró en la oficina y saludó.
El mayor Cecil alzó la vista hacia él y luego miró su cronómetro.
—Ah menos de diez minutos. He ganado la apuesta.
El mayor devolvió el saludo a Miles mientras el secretario con una sonrisa ácida, extraía un fajo de billetes del bolsillo, separaba uno y se lo entregaba a su superior sin pronunciar palabra. El rostro del mayor parecía risueño, pero sólo aparentemente; movió la cabeza en dirección a la puerta y, después de arrancar el telegrama plástico que su maquina acababa de emitir, el secretario abandonó la habitación.
El mayor Cecil era un hombre de unos cincuenta años, delgado, sereno y despierto. Muy despierto. Aunque no era el jefe titular de Personal, un puesto administrativo perteneciente a un oficial de más alto grado, hacía mucho que Miles había comprendido que Cecil era el hombre que tomaba las decisiones finales. Por sus manos terminaban pasando todas las asignaciones para los graduados de la Academia. Miles había descubierto que era un hombre accesible, ya que el maestro y el erudito predominaban sobre el oficial. Su carácter era seco y extraño, y se volcaba intensamente en su trabajo. Miles había confiado en él. Hasta ahora.
—Señor —comenzó. Le extendió el telegrama con sus órdenes en un gesto de frustración—. ¿Qué es esto?
Sin perder el brillo risueño en la mirada, Cecil guardó el billete en su bolsillo.
—¿Me está pidiendo que se lo lea, Vorkosigan?
—Señor, pregunto… —Miles se detuvo, se mordió la lengua y volvió a comenzar—. Tengo algunas preguntas respecto a mi asignación.
—Oficial de Meteorología, Base Lazkowski —recitó el mayor Cecil.
—Entonces… ¿no es un error? ¿Son las ordenes que me corresponden?
—Si es eso lo que dicen, lo son.
—¿Usted… usted es consciente de que lo único que he estudiado en relación con el clima ha sido meteorología aeronáutica?
—Lo soy. —El mayor no se delataba en nada.
Miles se detuvo. El hecho de que Cecil hubiese enviado fuera a su secretario era una clara señal de que esta conversación iba a ser franca.
—¿Se trata de alguna clase de castigo? —En la pregunta subyacía otra cuestión: «¿Qué le hecho yo a usted?».
—Escuche alférez. —La voz de Cecil era suave—. Es una asignación perfectamente normal. ¿Estaba esperando una extraordinaria? Mi tarea es combinar los pedidos de personal con los candidatos disponibles. Cada solicitud debe ser cubierta por alguien.
—Cualquier graduado de la escuela técnica hubiese podido hacerse cargo de ésta. —Con un esfuerzo, Miles evitó el tono amenazante en su voz y abrió los puños—. Mejor que yo. No requiere un cadete de la Academia.
—Eso es cierto —le concedió el mayor.
—¿Entonces, por qué? —estalló Miles. Su voz sonó más fuerte de lo que él había pretendido.
Cecil suspiró y enderezó la espalda.
—Usted bien sabe, Vorkosigan, que ha sido el cadete más atentamente observado en la historia de esta Academia, con excepción del emperador Gregor en persona.
Miles asintió con la cabeza.
—Y al observarlo he notado que, a pesar de su gran talento en ciertas áreas, también ha demostrado ciertas flaquezas crónicas. Y no me estoy refiriendo a sus problemas físicos, por los cuales todos menos yo pensaron que no lograría terminar el primer año… Eso es algo que ha logrado manejar con sorprendente sensatez.
Miles se encogió de hombros.
—El dolor es desagradable, señor. Yo no le rindo homenaje.
—Muy bien. Pero su más grave problema crónico se encuentra en el área de… cómo expresarlo con claridad… de la subordinación. Usted discute demasiado.
—No es verdad —comentó Miles con indignación, pero entonces cerró la boca.
Cecil esbozó una sonrisa.
—Justamente. Con su irritante hábito de tratar a sus superiores como a… —Cecil se detuvo, aparentemente para buscar la palabra apropiada otra vez.
—¿Iguales? —aventuró Miles.
—Ganado —le corrigió Cecil juiciosamente—. Para ser conducido a su voluntad. Usted es un manipulador par excellence, Vorkosigan. Lo he estado estudiando durante tres años, y su dinámica de grupo es fascinante. Se encuentre al mando o no, de alguna manera siempre termina siendo su idea la que se lleva a cabo.
—¿He sido tan… tan irrespetuoso, señor? —Miles sintió un escalofrío en el estómago.
—Al contrario. Considerando sus antecedentes, lo que sorprende es que logre ocultar tan bien esa veta algo arrogante. —El tono de Cecil se tornó por fin grave—. Pero, Vorkosigan… la Academia Imperial no lo es todo en el Servicio Imperial. Aquí usted se ha hecho estimar por sus camaradas, porque en este sitio se le otorga gran importancia a la inteligencia. Lo han escogido primero para cualquier grupo estratégico por el mismo motivo que le han elegido último para cualquier competencia puramente física… Esos jóvenes brillantes querían ganar. Siempre. Costara lo que costase.
—¡Yo no puedo ser una persona común y sobrevivir, señor!
Cecil ladeó la cabeza.
—Estoy de acuerdo. Sin embargo, en algún momento debe aprender a comandar hombres comunes. ¡Y a ser comandando por ellos!
»Esto no es un castigo, Vorkosigan, y tampoco lo considero una broma. De mi decisión no sólo dependen las vidas de nuestros oficiales novatos, sino también las de los inocentes que yo pongo a sus órdenes. Si cometo un grave error al destinar a un hombre para determinado puesto, no sólo lo expongo a él, sino a todos los que le rodean. Ahora bien dentro de seis meses (siempre que no se produzca ninguna invasión inesperada), el Astillero Orbital Imperial terminará de poner en servicio activo al Prince Serg.
Miles contuvo el aliento.
—Así es. —Cecil asintió con la cabeza—. La nave más nueva, rápida e implacable que su Majestad Imperial jamás ha lanzado al espacio. Y la de más alcance. Permanecerá fuera durante periodos más largos que ninguna otra nave y, por lo tanto, los que se encuentren a bordo tendrán que convivir durante todo ese tiempo. El Alto Mando está prestando cierta atención a los perfiles psíquicos en este caso. Ya era hora.
»Ahora escuche. —Cecil se inclinó hacia delante. Miles lo imitó con expresión reflexiva—. Si logra comportarse debidamente durante sólo seis meses en un puesto aislado y solitario… Para decirlo de forma directa, si logra manejarse con el Campamento Permafrost, admitiré que es capaz de desenvolverse en cualquier otro destino que el Servicio le asigne. Y apoyaré su solicitud para ser transferido al Prince. Pero si no se comporta, no habrá nada que yo ni nadie más pueda hacer por usted. Ahóguese o nade, alférez.
Volar, pensó Miles. Quiero volar.
—Señor… ¿Exactamente cuán malo es ese lugar?
—No quisiera predisponerlo, alférez Vorkosigan —dijo Cecil con piedad.
Yo también le quiero mucho, señor.
—Pero… ¿infantería? Mis limitaciones físicas no me impedirán prestar servicio si se tienen en cuenta, pero no puedo fingir que no existen. Para eso sería mejor saltar sobre una pared, destruirme inmediatamente y ahorrarle tiempo a todos. —Maldita sea ¿par qué me dieron una de las educaciones más costosas de Barrayar si de todos modos pensaban matarme?—. Siempre di por sentado que se tomarían en cuenta.
—Oficial de meteorología es una especialidad técnica, alférez —tranquilizó el mayor—. Nadie le arrojará una mochila encima para aplastarlo. Dudo de que en el Servicio exista un oficial dispuesto a explicarle su muerte al almirante. —Su voz se enfrió un poco—. Su Excelencia, el Mutante.
Cecil no parecía prejuicioso, sólo lo ponía a prueba. Como siempre. Miles inclinó la cabeza.
—Lo que quizá llegue a ser, para los mutantes que vengan después de mí.
—Ya ha deducido eso, ¿verdad? —De pronto la mirada de Cecil mostraba cierta aprobación.
—Hace años, señor.
—Hmm… —Cecil esbozó una sonrisa, bajo del escritorio, avanzó hacia él y tendió la mano—. Entonces que tenga suerte, lord Vorkosigan.
Miles se la estrechó.
—Gracias, señor. —Revisó los permisos de viaje que tenía en la mano, ordenándolos.
—¿Cuál es su primera parada? —preguntó Cecil.
Lo ponía a prueba otra vez. Debía ser un maldito reflejo.
—Los archivos de la Academia —respondió de improviso.
—¡Ah!
—Para recibir el manual meteorológico del Servicio. Y material suplementario.
—Muy bien. De paso, su predecesor en el puesto permanecerá allí algunas semanas para ayudarlo a orientarse.
—Me alegra en extremo escuchar eso, señor —dijo Miles con sinceridad.
—No tratamos de hacérselo imposible alférez.
Sólo muy difícil, pensó Miles.
—También me alegra saber eso, señor. —El saludo de Miles al despedirse fue casi subordinado.
Miles recorrió ese último tramo hasta la isla Kyril en un gran transporte aéreo de carga junto a un aburrido piloto y ochenta toneladas de provisiones. Durante casi todo su solitario viaje, se dedicó a estudiar frenéticamente meteorología. Como el vuelo sufrió largas demoras en las dos últimas paradas de carga, para cuando la nave se detuvo en la Base Lazkowski descubrió que se encontraba mucho más adelantado de lo que había creído en sus estudios.
Las compuertas de carga se abrieron para dejar paso a la luz aguada de un sol que pendía malhumorado cerca del horizonte. La brisa estival elevaba la temperatura apenas unos cinco grados sobre el punto de congelación. Los primeros soldados que Miles vio eran hombres en overoles negros con cargadores, conducidos por un cabo de aspecto cansado, quien fue al encuentro de la nave.
No podía haber nadie especialmente destacado para recibir a un nuevo oficial de meteorología. Miles se encogió de hombros dentro de su abrigo esquimal y se acercó a ellos.
Dos de los hombres vestidos de negro lo observaron saltar de la rampa y comentaron algo entre ellos en griego barrayarano, un dialecto menor de origen terráqueo, completamente envilecido durante las centurias de la Era del Aislamiento. Fatigado por el viaje y movido por aquellas expresiones tan familiares en sus rostros, Miles tomó la firme decisión de ignorar cualquier cosa que le dijesen mediante el simple recurso de fingir que desconocía su idioma. De todos modos, Plause siempre decía que su pronunciación griega era execrable.
—Fíjate en eso, ¿quieres? Parece un muchacho…
—Sabía que nos estaban enviando a pichones de oficiales, pero esto es demasiado.
—No, no es ningún muchacho. Es una especie de enano. La partera si que erró el golpe con ése. ¡Míralo, es un mutante!
Con un esfuerzo, Miles impidió que sus ojos se volviesen hacia los comentaristas. Cada vez más seguros de que no eran comprendidos, sus voces abandonaron el susurro para alcanzar un volumen normal.
—¿Y entonces que está haciendo de uniforme, eh?
—Tal vez sea nuestra nueva mascota.
Los ancestrales miedos genéticos estaban tan sutilmente arraigados, eran tan penetrantes incluso ahora… Uno podía morir a manos de gente que ni siquiera sabía muy bien porque te odiaba, gente que sólo se dejaba llevar por la agitación colectiva que alimentaban unos en otros. Miles sabía muy bien que siempre había estado protegido por el alto grado de su padre, pero a las personas diferentes que eran menos afortunadas en la sociedad podían ocurrirles cosas horribles. Había tenido lugar un incidente espantoso dos años atrás en la Ciudad Antigua de Vorbarr Sultana. Un viejo tullido e indigente había sido castrado, por una pandilla de ebrios con una botella de vino rota. Un infanticidio reciente en el propio distrito de los Vorkosigan lo había golpeado aún más de cerca. Sí, la buena posición social o militar tenía sus ventajas. Miles se proponía adquirirla hasta donde le fuese posible antes de que fuera demasiado tarde.
Miles levantó las solapas de su abrigo para que se viesen con claridad las insignias del cuello que lo señalaban como oficial.
—Hola, cabo. Tengo instrucciones de presentarme ante cierto teniente Ahn, el oficial de meteorología de la base. ¿Me podría indicar donde encontrarlo?
Miles aguardó un instante, esperando que el cabo le presentase su saludo. Éste tardó en llegar, ya que el hombre no dejaba de mirarlo con expresión aturdida. Al final cayó en la cuenta de que Miles realmente podía ser un oficial.
Algo tardíamente, le hizo la venia.
—Discúlpeme, eh… ¿qué fue lo que dijo, señor?
Miles le devolvió el saludo con expresión imperturbable y repitió sus palabras suavemente.
—Ah, el teniente Ahn, sí. Por lo general se refugia…, quiero decir, por lo general se encuentra en su oficina. En el principal edificio administrativo. —El cabo alzó el brazo para señalar una construcción prefabricada de dos pisos, que se alzaba tras una hilera de depósitos semienterrados al borde de la pista, quizás a un kilómetro de distancia—. No tiene pérdida. Es el edificio más alto de la base.
Y además, notó Miles, claramente marcado por la colección de aparatos que surgían de su techo. Muy bien.
Ahora, ¿debía entregar su mochila a esos imbéciles y rezar para que lo siguieran, dondequiera que fuese? ¿O interrumpir su trabajo y ordenar una cargadora para transportar su equipaje? Tuvo una breve visión de sí mismo erguido en la proa de esa cosa como el mascaron de un barco, rodando hacia su encuentro con el destino junto con media tonelada de ropa interior térmica, larga, dos docenas por caja, modelo n.º 6774932. Decidió colgarse al hombro sus pertrechos y caminar.
—Gracias, cabo.
Se alejó en la dirección indicada, demasiado consciente de su cojera y de las fajas de refuerzo que ceñían sus piernas bajo los pantalones, soportando el peso extra. La distancia resultó ser mayor de lo que parecía, pero Miles tuvo cuidado de no detenerse ni tropezar hasta que estuvo oculto detrás del primer depósito.
La base parecía casi desierta. Por supuesto. La mayor parte de su población la formaban soldados de entrenamiento que iban y venían en dos turnos por invierno. Ahora sólo se encontraba allí la dotación permanente, y Miles podía apostar que casi todos ellos tomaban largas licencias durante este breve verano de descanso. Miles se detuvo jadeante dentro del edificio administrativo sin haberse cruzado con nadie.
El aparato donde se mostraba el Directorio y el Plano General, según rezaba un cartel escrito a mano y pegado sobre su pantalla, estaba estropeado. Miles avanzó por el primer y único pasillo que había a su derecha, buscando una oficina ocupada, cualquier oficina ocupada. La mayor parte de las puertas estaban cerradas, pero no con llave, y las luces estaban apagadas. Una oficina rotulada como «Contabilidad Gral.» albergaba a un hombre en traje de faena negro, con insignias rojas de teniente en el cuello, totalmente absorto en su holovídeo, que estaba proyectando una larga columna de datos. El hombre murmuraba maldiciones.
—Oficina de Meteorología. ¿Donde queda? —preguntó Miles asomado a la puerta.
—Dos. —El teniente señaló hacia arriba sin volverse, se inclinó aún más hacia la pantalla y reanudó sus maldiciones.
Miles se alejó de puntillas para evitar molestarlo.
Al fin la encontró en le segundo piso, una puerta cerrada marcada con unas letras descoloridas. Miles se detuvo afuera, depositó su mochila en le suelo y colocó el abrigo doblado sobre ella. Entonces inspeccionó sus ropas. Catorce horas de viaje habían deteriorado sus prolijidad inicial. No obstante, había logrado que su uniforme verde no mostrase manchas de lodo, de comida ni de ninguna otra cosa impropia. Aplastó el birrete y lo sujetó con precisión bajo el cinturón. Había atravesado medio planeta, media vida para llegar a este momento. Atrás habían quedado tres años de febril entrenamiento. Sin embargo, los años de la Academia siempre habían tenido un vago aire de simulación, de «sólo estamos practicando»; ahora, al fin, se encontraba frente a frente con la realidad, con su primer verdadero «comandante en jefe». La primera impresión podía resultar vital, especialmente en su caso. Miles inspiró profundamente y golpeó la puerta.
Una voz ronca y apagada le respondió, pero las palabras fueron imposibles de descifrar. ¿Lo invitaba a pasar? Miles abrió la puerta y entró.
Lo primero que vislumbró fueron varios interfaces de ordenador y las pantallas de vídeo que brillaban contra la pared. El calor pareció golpearlo en el rostro. La habitación estaba en penumbras. Ante un movimiento a su izquierda, Miles se volvió y presentó su saludo.
—Alférez Miles Vorkosigan, presentándose en su puesto según lo ordenado, señor —recitó. Alzó la vista pero no vio a nadie.
El movimiento había venido de más abajo. Sentado en el suelo, con la espalda apoyada contra la mesa de la consola, había un hombre de unos cuarenta años, sin afeitar, vestido sólo con su ropa interior. El hombre le sonrió, alzó una botella que contenía un liquido color ámbar y murmuró:
—Salud, muchacho. Te quiero. —Y luego se desmoronó lentamente.
Miles permaneció mirándolo un largo rato.
El hombre comenzó a roncar.
Después de bajar la calefacción, quitarse la túnica y arrojar una manta sobre el teniente Ahn —ya que de él se trataba—, Miles dedicó media hora a examinar sus nuevos dominios. No cabían dudas: iba a necesitar instrucción para entrar en funciones. Además de las imágenes reales proporcionadas por el satélite, los datos parecían provenir de una docena de instalaciones que inspeccionaban los microclimas de toda la isla. Si alguna vez habían existido los manuales de procedimiento, ahora no aparecían por ninguna parte, ni siquiera en los ordenadores. Después de vacilar unos momentos y de estudiar pensativamente la forma en que roncaba y se retorcía en el suelo, Miles también aprovechó la ocasión para revisar el escritorio de Ahn y los archivos de su ordenador.
El descubrimiento de ciertos hechos pertinentes sirvió para que pudiera situar el espectáculo humano que tenía delante en una perspectiva más comprensible. Parecía ser que el teniente Ahn era un hombre con veinte años de servicio y se hallaba a pocas semanas de su retiro. Había pasado mucho, mucho tiempo desde su última promoción. Y había pasado más tiempo aún desde su último traslado; había sido el único oficial de meteorología en la isla Kyril durante quince años.
El pobre desgraciado ha estado varado en este iceberg desde que yo tenía seis años, calculó Miles con un estremecimiento. A esta altura resultaba difícil discriminar si el problema de Ahn con la bebida era causa o efecto. Bueno, si en las próximas horas se despejaba lo suficiente como para enseñarle lo que necesitaba saber, mejor. Si no, a Miles se le ocurrirán varias formas, desde las crueles hasta las insólitas, para reanimarlo aun en contra de su voluntad. Por lo que a Miles concernía, si lograba que Ahn desembuchase una orientación técnica, después podía regresar a su estado de coma hasta que se lo llevasen a rastras al transporte que lo sacaría de allí.
Una vez decidido el destino de Ahn, Miles se puso la túnica, acomodó sus pertrechos detrás del escritorio y salió a explorar. En la cadena de mando debía haber algún humano consciente, sobrio y razonable que estuviese haciéndose cargo del trabajo, De otro modo, el lugar ni siquiera hubiese podido funcionar como lo hacía.
O tal vez lo estaban manejando los cabos, ¿quien lo sabía? En ese caso, supuso Miles, su tarea sería localizar y poner a sus ordenes al cabo más eficaz de toda la base.
En el vestíbulo de abajo una figura humana recortada en un principio contra la luz que entraba por al puerta, se acercó a Miles.
Avanzando con un preciso paso ligero, la figura se convirtió en un hombre alto y fornido, vestido con un pantalón de entrenamiento, una camiseta y zapatos deportivos. Era evidente que se mantenía en forma corriendo tramos de cinco kilómetros con regularidad, tal vez realizando algunos cientos de flexiones como postre. Cabello gris metalizado, ojos duros como el acero; debía ser un sargento instructor particularmente dispéptico. El hombre se detuvo para mirar a Miles con el ceño fruncido por la sorpresa.
Miles echó atrás la cabeza y le devolvió la mirada con igual fuerza. El hombre no parecía prestar ninguna atención a las condecoraciones de su cuello. Exasperado, Miles le espetó:
—¿Todo el mundo está de vacaciones o hay alguien al mando de este maldito zoológico?
Los ojos del hombre brillaron, como si el acero hubiese chocado contra la piedra; encendieron una pequeña luz de advertencia en el cerebro de Miles, pero ya era tarde.
¡Hola, señor! —gritó el histérico comentarista en el fondo de su mente con una advertencia y un floreo—. ¡Soy su nuevo ejemplar!
Miles sofocó a la voz sin piedad. No había ningún rastro de humor en ese semblante curtido que lo miraba desde arriba.
Con una expresión fría, el comandante de la base bajó la mirada hasta Miles y gruñó:
—Yo estoy al mando, alférez.
Para cuando Miles finalmente se dirigió a su nueva morada, una densa niebla se alzaba del mar lejano. Las barracas de los oficiales y todo lo que las rodeaba se hallaban sumergidos en una oscuridad gris y helada. Miles decidió que era un presagio.
¡Oh Dios!, iba a ser un largo invierno.