Capítulo VII

Abrí de golpe la puerta de la calle: había más hombres en el muelle. Me pareció que no se esperaban que fuera a asomarme, porque casi todos dieron un paso atrás. Serían unos cincuenta cuando menos, algunos pertrechados de lanzas y espadas, aunque la mayoría empuñaba hachas, hoces o palos, lo que me llevó a pensar que eran ciudadanos a los que Guthlac había embaucado para llevar a cabo semejante fechoría. Lo que más me inquietó fue comprobar que algunos llevaban arcos. No habían tratado de apoderarse del Lobo plateado. Podía verlo en la otra punta del muelle a la mortecina luz de las hogueras de los secaderos de arenques, que ardían por encima de la marea alta que anegaba la pequeña playa. Los macilentos destellos procedían de las cotas de malla, las puntas de las lanzas, las espadas y las hachas que empuñaban Osferth y sus hombres, que habían formado un muro de escudos que parecía inexpugnable.

Cerré la puerta de la taberna, y eché la tranca por dentro. Estaba claro que Guthlac no parecía dispuesto a entablar combate con los hombres de Osferth, sino que su intención era capturarnos y servirse de nosotros como rehenes a cambio del barco.

—No nos va a quedar otra que pelear —les dije a los hombres. Saqué a Aguijón-de-avispa de su escondrijo y observé, complacido, cómo aparecían más y más armas, casi todas espadas cortas, como la que yo llevaba. Rorik, un danés que había caído en mis manos durante una de las incursiones de castigo que habíamos llevado a cabo en Anglia Oriental y que me había prestado juramento de fidelidad con tal de no volver con su antiguo amo, se las había arreglado para ocultar un hacha de guerra—. Tanto con los que nos esperan ahí fuera —indicando la puerta de delante—, como ahí detrás —señalando al patio donde se alzaba la destilería de cerveza.

—¿Cuántos son, señor? —me preguntó Cerdic.

—Demasiados —contesté.

Confiaba en que fuéramos capaces de abrirnos paso hasta el Lobo plateado. Unos ciudadanos armados con hoces y palos no suponían un grave obstáculo para mis guerreros, pero los arqueros apostados en el exterior podían causarnos numerosas bajas, y bastante menguados andábamos de efectivos. Aunque los arcos que había visto eran de caza, no por eso sus flechas eran menos letales para hombres desprovistos de cota de malla.

—Si son tantos, mi señor —apuntó Finan—, mejor atacar ahora que esperar a que sean muchos más.

—O resistir hasta que se cansen —repuse, en el mismo instante en que alguien llamaba tímidamente a la puerta trasera. Hice un gesto a Sihtric para que desatrancase la puerta y dejase entrar al inesperado visitante. Cara a cara, me encontré con un lamentable individuo, enjuto y atemorizado, cubierto con una raída sotana sobre la que colgaba una cruz de madera que, nervioso, no dejaba de acariciar. Se nos quedó mirando de hito en hito durante un segundo antes de entrar en la taberna, lo suficiente para echar un vistazo a los hombres armados que había en el patio, antes de que Sihtric cerrase y atrancase la puerta a sus espaldas—. ¿Sois cura? —le pregunté; respondió afirmativamente con la cabeza—. ¿De modo que Guthlac prefiere enviar a un cura en vez de dar la cara?

—El alguacil no pretende haceros ningún daño, mi señor —dijo el cura. Era danés, lo que no dejó de sorprenderme. Sabía que los daneses de Anglia Oriental se habían convertido al cristianismo, pero pensaba que sólo había sido un gesto de cara a la galería para soslayar la amenaza que representaba el Wessex de Alfredo. Sin embargo, estaba claro que algunos daneses sí que se habían convertido al cristianismo.

—¿Cómo os llamáis, padre?

—Cuthberto, mi señor.

—¿Un nombre cristiano? —inquirí con un respingo.

—Es la costumbre tras la conversión —respondió inquieto—; Cuthberto fue un santo ejemplar.

—Sé quién fue, incluso he visto sus despojos —repliqué—. Si Guthlac no pretende hacernos daño, ¿podemos regresar al barco?

—Sí en cuanto a vuestros hombres, mi señor —dijo el padre Cuthberto, azorado—, con tal de que vos y la mujer no os mováis de aquí.

—¿La mujer? —me extrañé, como si no hubiera entendido lo que acababa de decirme—. ¿Acaso Guthlac pretende que me quede aquí con una de sus putas?

—¿Una de sus putas? —repitió Cuthberto, como si la pregunta estuviera fuera de lugar, antes de negar vigorosamente con la cabeza—. No, mi señor; se refiere a esa mujer, a Skade.

—De modo que Guthlac estaba al tanto de quién era Skade y, probablemente, lo había sabido desde el momento en que atracamos en Dumnoc. —Maldije la niebla que nos había retrasado tanto. Alfredo habría pensado, y con razón, que pondríamos rumbo a algún puerto de Anglia Oriental en busca de provisiones; sin duda, habría ofrecido una recompensa al rey Eohric por nuestra captura, y a Guthlac no se le había ocurrido una forma más rápida, que no fácil, de hacerse rico—. ¿Sólo vais detrás de nosotros dos? —pregunté al cura.

—Nada más, mi señor —repuso el padre Cuthberto—. Si os entregáis, vuestros hombres son libres de partir mañana mismo con la marea.

—Venid, pues, a por la mujer —contesté, al tiempo que pasaba Aguijón-de-avispa a Skade, que se puso en pie en cuanto tuvo la espada en sus manos—. ¡Toda vuestra! —le dije al cura.

El padre Cuthberto observó cómo, con parsimonia, Skade deslizaba un dedo por el filo de la hoja de la espada, al tiempo que obsequiaba al cura con una sonrisa que le heló la sangre.

—¡Mi señor! —acertó a decir con voz lastimera.

—¡Toda vuestra! —le dije de nuevo.

Skade mantenía la espada a la altura de la cintura con la hoja apuntando hacia arriba. Poco más necesitó el padre Cuthberto para hacerse una idea de cómo aquel reluciente acero le rajaría la barriga de arriba abajo. Con gesto de preocupación, y apurado al observar las feroces sonrisas de mis hombres, se armó de valor.

—Bajad la espada, mujer —la instó, haciendo un gesto con la mano—, y venid conmigo.

—¡Lord Uhtred acaba de deciros que me prendáis!

Cuthberto se humedeció los labios con la lengua.

—Va a matarme, señor —me dijo con ojos suplicantes.

Hice como que me paraba un momento a pensar en lo que acababa de decir, y moví la cabeza en sentido afirmativo.

—Es más que probable —respondí.

—Debo consultarlo con el alguacil —añadió sacando fuerzas de flaqueza y echando casi a correr hacia la puerta.

Hice una seña a Sihtric para que lo dejara salir, y recuperé la espada que Skade tenía en las manos.

—Podríamos echar una carrera hasta el barco, señor —apuntó Finan, tras echar una ojeada por un agujero que había en la puerta delantera del local. Estaba claro que no tenía muy buena opinión de los hombres que nos habían tendido aquella celada.

—¿Habéis reparado en que algunos llevan arcos? —le pregunté.

—Así que era eso —repuso, apartándose de la puerta—; esas cosas pueden hacer una buena avería en tripas rebosantes de cerveza. ¿Esperaremos, pues, hasta que se cansen?

—O hasta que se me ocurra una idea mejor —contesté.

En ese momento se oyó otro golpe, más fuerte en esta ocasión, en la puerta de atrás; una vez más le ordené a Sihtric que retirase la tranca.

En el umbral apareció Guthlac, con la misma cota de malla, aunque se había calado un yelmo y llevaba un escudo para mejor protegerse.

—¿Una tregua mientras hablamos? —propuso.

—¿Acaso estamos enfrentados? —pregunté.

—Lo que digo es que escuchéis lo que vengo a deciros y que, luego, me dejéis marchar —dijo malhumorado, pellizcándose uno de sus largos y negros bigotes.

—Hablemos, pues; luego, podréis marcharos —convine.

Con cautela, entró en el local, observando no sin cierta sorpresa lo bien pertrechados que estaban mis hombres.

—He pedido a mi señor que envíe tropas de refuerzo —comenzó.

—Prudente decisión, porque con los hombres que contáis no tenéis nada que hacer.

—¡No buscamos pelea! —exclamó con cara de preocupación.

—Pues nosotros sí, y nos encanta la idea —repuse—. Nada mejor que una buena pelea para culminar una velada en una taberna, ¿no os parece?

—¿Y qué tal una mujer? —propuso Finan, dirigiéndole una sonrisa a Ethne.

—Cierto —admití—. Primero, la cerveza; luego, una pelea y, para finalizar, una mujer. Como en el Valhalla. Avisadnos cuando estéis dispuesto, Guthlac, y nos pondremos a ello.

—Entregaos, mi señor —replicó—. Nos habían advertido que cabía la posibilidad de que os dejaseis caer por aquí. Al parecer, Alfredo de Wessex os anda buscando. No desea arrebataros la vida, mi señor. Sólo os quiere a vos, a vos y a esa mujer.

—No tengo intención de ponerme en manos de Alfredo —contesté.

Guthlac lanzó un suspiro, y se armó de paciencia.

—No vamos a permitir que os vayáis de aquí, mi señor. Ahí fuera os esperan catorce cazadores con sus arcos correspondientes. Qué duda cabe de que acabaréis con algunos de los míos, mi señor, otro crimen más que vendrá a sumarse a los que ya habéis perpetrado. Pero mis arqueros matarán a algunos de los vuestros, y eso es lo que no deseamos. Vuestros hombres y vuestro barco son libres de irse cuando quieran; no así vos, ni tampoco esa mujer, la tal Edith —dijo mirando a Skade.

—En ese caso, venid a por mí —repuse con una ancha sonrisa—. Pero recordad que soy el hombre que acabó con Ubba Lothbrokson a orillas del mar.

Guthlac se quedó mirando la espada que llevaba, se estiró el bigote de nuevo y dio un paso atrás.

—No moriré traspasado por ese hierro, no, señor —repuso—. Esperaré a que lleguen las tropas, que os apresarán y acabarán con vuestros hombres. Por eso, mi consejo es que os entreguéis antes, mi señor.

—Queréis que me entregue a vos para así cobrar la recompensa.

—¿Qué hay de malo en eso? —me preguntó en mal tono.

—¿A cuánto asciende?

—Mucho dinero —repuso—. ¿Os entregaréis, pues?

—Esperad fuera —le dije—; ya tendréis noticias mías.

—¿Qué va a ser de ellos? —me preguntó echando una mirada a los lugareños que permanecían atrapados con nosotros en el local. Ninguno valía nada como rehén, así que consentí en que se marcharan con Guthlac. Salieron al patio trasero como alma que lleva el diablo, encantados de haberse librado de una carnicería que se imaginaban que acabaría con el suelo de la taberna teñido de rojo.

Guthlac era un necio. Lo que tendría que haber hecho era cargar contra la taberna y reducirnos o, si sólo quería que no saliéramos de allí hasta que llegaran las tropas, haber cegado las dos salidas con algunos de los enormes barriles de cerveza que guardaba en el patio. En lugar de eso, había dividido en dos mitades los efectivos con los que contaba. Calculé, pues, que habría unos cincuenta hombres entre nosotros y el Lobo plateado, y otros tantos en el patio trasero. Pensé que los míos bien podrían abrirse camino entre los cincuenta que nos separaban del muelle, pero también reparé en las bajas que sufriríamos antes de llegar al barco. Como ninguno llevábamos cota de malla, los arcos acabarían con la vida de unos cuantos hombres y mujeres antes de que empezase el cuerpo a cuerpo. Buscaba el modo de salir de allí sin que ninguno de los míos resultara muerto o herido.

Ordené a Sihtric que echase un vistazo al patio trasero a través de una rendija que había en la pared de adobe. Otro de los míos estaba pendiente del muelle.

—Avisadme en cuanto comiencen a retirarse.

—¿Retirarse? ¿Por qué habrían de hacerlo, mi señor? —me preguntó Finan con una sonrisa no exenta de burla.

—Hay que procurar que el enemigo actúe siempre como más nos convenga —repuse, y me encaramé a la escala que llevaba al altillo de las putas donde, en uno de los jergones de paja y abrazadas, había tres chicas. Con una sonrisa en los labios, les pregunté—: ¿Qué tal, señoras? —ninguna contestó, limitándose a observar cómo, con Aguijón-de-avispa en las manos, la emprendía con la parte interior de aquella baja techumbre—. No tardaremos en salir de aquí —les dije en inglés— y, si lo tenéis a bien, os acogeremos como merecéis. Muchos de mis hombres no tienen mujer, y más vale casarse con un guerrero que servir de puta para ese danés gordinflón. ¿O acaso es un rufián en condiciones?

—No —repuso una de ellas muy bajito.

—¿Os azota? —les pregunté por decir algo.

Había echado abajo un buen montón de cañas y el humo del hogar de la taberna comenzó a salir por aquella improvisada chimenea. Sin duda, Guthlac se habría percatado del agujero que había practicado en el techo de su local, pero me imaginé que no enviaría a ninguno de los suyos a reparar el estropicio porque, para eso, habrían necesitado escalas.

—¡Finan! —grité en dirección al interior de la taberna—. ¡Acercadme fuego!

Como confirmación de que Guthlac había visto el estrago que había causado, una flecha vino a clavarse en la techumbre. Debió de suponer que trataba de sacar a mis hombres a través del agujero del techo, y a la techumbre apuntaban sus arqueros, pero no estaban en el sitio adecuado para que sus flechas fueran a caer en la nueva brecha. Sólo de través podían disparar los arcos hacia el boquete que había abierto, lo que significaba que cualquiera que tratase de escapar por allí habría resultado herido en cuanto se encaramase a la techumbre. Pero no era ésa la razón de que hubiera echado abajo parte del cañizo.

—No tardaremos en salir de aquí —les dije a las chicas—; si queréis venir con nosotros, tenéis que vestiros, bajar por la escala y esperarnos a la puerta del local.

Mi plan no podía ser más sencillo. Me limité a lanzar tan lejos como pude tizones en llamas de la madera de deriva que ardía en el hogar de la taberna, y aguardé hasta ver cómo caían sobre las techumbres de paja de las casas próximas. Me quemé la mano, pero eso fue lo de menos en comparación con las llamas resplandecientes que salían de los tejados de caña. No menos de doce de mis hombres se encargaban de que, a lo largo de la escala, los tizones llegasen a mis manos, mientras yo lanzaba trozos de madera ardiendo tan lejos como podía, intentando prender fuego a cuantas casas quedaban a mi alcance.

Cuando una ciudad empieza a arder por los cuatro costados, nadie se queda de brazos cruzados. Los incendios siempre provocan pánico, porque la paja y la madera arden con facilidad y el fuego que prende en una casa no tarda en extenderse a otras. Como no podía ser de otra manera, al oír los gritos de sus mujeres y sus hijos los hombres de Guthlac lo dejaron plantado. Con rastrillos, trataron de echar abajo las techumbres que ardían sobre los cabrios y acarreaban barreños de agua desde el río. Lo único que nos quedaba por hacer, pues, era abrir la puerta de la taberna y correr hacia el barco.

Eso fue lo que hicieron la mayoría de los míos y dos de las putas, que echaron a correr por el embarcadero hasta el barco, defendido por los hombres de Osferth, revestidos de acero y armados hasta los dientes. Finan y yo, sin embargo, nos escabullimos por el callejón que discurría junto a la taberna. Entre los gritos de los hombres, los ladridos de los perros y los graznidos de las gaviotas alertadas por el estruendo, la ciudad en llamas ofrecía un espectáculo espeluznante. Todo parecía crepitar a nuestro alrededor. Asustada y con tal de poner a salvo sus enseres como fuera, la gente daba gritos incoherentes. Montones de cañizo en llamas cubrían las calles; las chispas enrojecían el cielo. Tratando de que la taberna no fuera pasto de las llamas, Guthlac les ordenaba a voces a los suyos que echasen abajo la casa más cercana al local, pero, en la confusión reinante, nadie le hacía caso. Del mismo modo que nadie reparó en nuestra presencia cuando Finan y yo llegamos a la calle a espaldas de la taberna.

Llevaba en la mano uno de los leños preparados para alimentar la fogata de la taberna y lo lancé con fuerza, de forma que acerté a darle de refilón a Guthlac en el casco; el danés se vino al suelo como un buey alanceado entre los ojos. Lo agarré de la cota de malla y lo arrastré por el callejón hasta el embarcadero. Estaba tan gordo que hube de recurrir a tres de mis hombres para subirlo al carguero y, desde allí, arrojarlo a la cubierta del Lobo plateado. Tras comprobar con satisfacción que toda la tripulación estaba a salvo, soltamos amarras. A golpe de remo y ciando, el barco hizo frente a la marea hasta que el agua comenzase a bajar.

Contemplamos Dumnoc en llamas. Envueltas en lenguas de fuego que crepitaban como si salieran de un horno y lanzando chispas al cielo nocturno, seis o siete casas estaban ardiendo. Los incendios iluminaban el lugar, difundiendo una vacilante y cruda luz al otro lado del río. Unos hombres derribaban casas para abrir brechas con la esperanza de que las llamas no saltasen a otras construcciones, y una cadena humana acarreaba barreños de agua desde el río. Era un espectáculo entretenido de ver. Cuando volvió en sí, Guthlac se encontró sentado en el angosto altillo de la proa, sin su cota de malla y atado de pies y manos. Había ordenado que volviesen a colocar la cabeza de lobo en su sitio.

—Disfrutad de la vista, Guthlac —le aconsejé.

Farfulló algo hasta que, de pronto, se acordó de la bolsa que llevaba colgada a la cintura, donde había guardado le plata que le había pagado por las provisiones. Tras rebuscar en su interior, comprobó que las monedas habían desaparecido. Sin dejar de refunfuñar, alzó la vista y entonces sí pudo ver al guerrero que había acabado con Ubba Lothbrokson a orillas del mar: allí estaba, con mi atuendo guerrero al completo, cota de malla, yelmo y Hálito-de-serpiente colgando de mi tahalí adornado con tachones de plata.

—Sólo cumplía con mi deber, mi señor —acertó a decir.

Vi hombres de armas en tierra, y deduje que ya habían llegado las tropas de quienquiera que fuese el señor de Guthlac. No suponían ningún peligro, a menos que decidieran embarcarse en alguno de los barcos amarrados, pero no parecían albergar tales intenciones. Se limitaban a contemplar la ciudad en llamas; sólo de vez en cuando, se volvían a mirarnos.

—¡Por lo menos podían hacer algo útil, no sé, como mear en las llamas, por ejemplo! —se lamentó Finan, antes de echar un vistazo a Guthlac—. ¿Qué vamos a hacer con éste, mi señor?

—Había pensado dejarlo en manos de Skade —repuse; Guthlac la miró, ella le sonrió y al danés le dieron escalofríos—. Cuando la conocí —le expliqué a Guthlac—, acababa de torturar a un thegn. Os aseguro que acabó con él; y no de un modo agradable, precisamente.

—Sólo quería saber dónde guardaba el oro —se excusó la mujer.

—Nada, pero que nada agradable —insistí, mientras Guthlac retrocedía.

El barco llegó a donde repuntaba la marea. Había pleamar y el río parecía más ancho, pero no nos valía de mucho porque bajo aquella superficie ondulante que emitía destellos rojizos había bancos de fango y arena. La marea no tardaría en comenzar a bajar, pero prefería esperar hasta que hubiera suficiente luz para distinguir las varas que delimitaban el canal, de modo que los hombres maniobraron con los remos para mantenernos alejados de la ciudad en llamas.

—Tendríais que haber irrumpido con vuestros hombres en la taberna cuando estábamos bebiendo —le comenté a Guthlac—; habríais perdido unos cuantos pero, al menos, habríais tenido una oportunidad.

—¿Por qué no me dejáis ir a tierra? —me suplicó.

—Lo haré —le respondí de buen talante—, pero todavía no. ¡Mirad!

Entre llamaradas, nubes de humo y chispas que las vigas y los cabrios lanzaban al aire al estrellarse contra el suelo, una de las casas incendiadas se vino abajo. Acababa de prenderse fuego la techumbre de la taberna del Ganso y, a medida que las llamas se avivaban, mis hombres lo celebraban.

Con las primeras luces del día y sin que nadie nos lo impidiese, enfilamos río abajo. Remamos hasta llegar al final del canal, donde el agua rompía con fuerza contra los largos bancos de arena y, una vez allí, liberé a Guthlac de sus ataduras, lo empujé hasta la popa del Lobo plateado y, juntos, nos quedamos en el altillo. La corriente nos arrastraba con fuerza hacia el mar, y el barco se estremecía al embestir las olas que agitaba el viento.

—Anoche, cuando llegamos, nos disteis la bienvenida a Dumnoc, y nos concedisteis permiso para pasar la noche en la ciudad con tal de no armar bulla, ¿os acordáis? —se me quedó mirando—. No cumplisteis con la palabra dada —le dije, mientras él callaba la boca—, no señor —insistí, y lo único que hizo fue darme la razón, aterrorizado—. ¿Seguís con la idea de volver a pisar tierra firme?

—Así es, mi señor —respondió.

—En vuestras manos está —le dije, y lo arrojé por la borda.

Dio un grito, se oyó un chapoteo cuando cayó al agua, y Finan dio la orden de remar a toda prisa.

Más tarde, muchos días después, Osferth me preguntó por qué había matado a Guthlac.

—Ningún daño podía haceros, mi señor, era un pobre diablo —me dijo.

—Se trata de una cuestión de respeto —repliqué para sorpresa de Osferth—. Se atrevió a desafiarme —continué—; si lo hubiera dejado con vida, se habría jactado de que había plantado cara a Uhtred de Bebbanburg y había salido con bien del trance.

—¿Sólo por eso tenía que morir, mi señor?

—Así es —repliqué.

Así murió Guthlac, en efecto. Remamos hasta llegar a alta mar, mientras yo contemplaba cómo el alguacil se debatía en la estela que dejábamos atrás. Durante un par de minutos, consiguió mantener la cabeza fuera del agua; luego, se hundió. Izamos la vela, notamos cómo el barco se acompasaba con el viento y pusimos rumbo norte.

* * *

Tuvimos más jornadas de niebla; pasamos muchos días y sus correspondientes noches en calas desiertas. Hasta que, de repente, un día, el viento viró al este, el aire se aclaró, y el Lobo plateado enfiló al norte. El invierno ya se dejaba sentir. El último día de travesía fue una jornada luminosa y fría. Habíamos pasado la noche alejados de la costa, y llegamos a nuestro destino a la mañana siguiente. Con la cabeza de lobo erguida de nuevo en la proa, las pequeñas embarcaciones de pesca que se cruzaban con nosotros emprendían la huida hacia los islotes de roca que salpicaban el mar, donde las focas lanzaban destellos al sol y unos atareados frailecillos revoloteaban sin cesar. Ordené que arriasen la vela y, aprovechando el empuje de las olas grises, a golpe de remo nos acercamos a la playa.

—Aquí está bien —le grité a Finan.

Cesó el ajetreo de los remos y, lentamente, la nave se puso al pairo. Desde la proa, Skade y yo mirábamos al oeste. Iba pertrechado de mis mejores atavíos como señor de la guerra: cota de malla, yelmo, espada y brazaletes.

Me acordé entonces de aquel día ya muy lejano en que, en esa misma playa, había contemplado con asombro cómo tres barcos ponían rumbo al sur, dispuestos a cabalgar las olas, como Lobo plateado se aprestaba a hacer en aquellos momentos. Era un niño entonces, y aquélla era la primera vez en mi vida que veía daneses. Recordé la maravillosa sensación que experimenté al ver aquellas embarcaciones tan ágiles y hermosas, la simetría de las bancadas de los remos que, como alas mágicas, subían y bajaban. Sorprendido, había observado cómo el jefe danés, armado hasta los dientes, saltaba de remo en remo, jugándose la vida a cada paso, mientras escuchaba cómo mi padre y mi tío echaban pestes de los recién llegados. Pocas horas después, mi hermano había muerto. En cuestión de semanas, mi padre había seguido el mismo destino; mi tío me había usurpado Bebbanburg, y yo había entrado a formar parte de la familia del jefe de los remeros, Ragnar el Temerario. Aprendí danés, luché con los daneses, me olvidé de Cristo y me convertí en adorador de Odín. Todo había empezado en aquel lugar, en Bebbanburg.

—¿Vuestra patria chica? —se interesó Skade.

—Así es —porque yo, Uhtred de Bebbanburg, estaba contemplando la imponente fortaleza asentada sobre una roca que miraba al mar.

Desde detrás de unas defensas de madera, los hombres de la guarnición me devolvían la mirada. Por encima de ellos, en un mástil que se alzaba sobre el hastial de la mansión que daba al mar, ondeaba al viento el estandarte de mi familia, la cabeza de lobo, el mismo que había ordenado izar en el palo de nuestro barco, aunque el aire estaba encalmado y casi no se agitaba.

—Sólo así sabrán que estoy vivo y, mientras siga con vida, no estarán tranquilos —le dije a Skade. En ese momento, el destino me metió una idea en la cabeza, y supe con certeza que nunca recuperaría Bebbanburg, que nunca sería capaz de subir por aquellas peñas y trepar por aquellos muros, a menos que hiciera lo mismo que había visto hacer a Ragnar muchos años antes. La perspectiva era aterradora, pero así es el destino, inexorable. Pacientes y con las agujas dispuestas, las hilanderas me observaban y, a menos que aceptase su envite, mi aventura terminaría en fracaso. Tenía que correr por encima de los remos—. ¡Remos listos! —ordené a los veinte remeros que ocupaban el costado del barco que miraba a tierra—. ¡Mantenedlos rectos; sujetadlos bien!

—Mi señor… —me advirtió Skade, pero sólo me fijé en el fulgor de sus ojos.

Me había ataviado con mi armadura completa para que los hombres de mi tío que guardaban Bebbanburg me vieran como el señor de la guerra que era. Les brindaba la oportunidad de que, llegado el caso, contemplasen cómo perecía: con el peso que llevaba encima, un solo paso en falso por la hilera de largos remos bastaría para que mis huesos fueran a parar al fondo del mar. Pero estaba convencido de lo que iba a hacer: si un hombre de verdad quiere algo, ha de arriesgarlo todo.

Me hice con Hálito-de-serpiente, y la mantuve en alto para que la guarnición de la fortaleza contemplase los destellos que el sol arrancaba de su largo acero. Me encaramé a la amurada del barco.

El secreto para recorrer una hilera de remos consiste en pasar de uno a otro con rapidez, pero no tan deprisa que dé la sensación de una alocada carrera. Eran veinte los pasos que tenía que dar bien erguido, como si no fuera nada del otro mundo, pero recuerdo cómo se mecía el barco y el miedo que me atenazaba cuando, de uno en uno, cada remo cedió bajo mis pies. Conseguí dar las veinte zancadas y, desde el último remo, tomé impulso para subir a popa, donde Sihtric me sujetó entre los vítores de mis hombres.

—Sois un maldito loco, mi señor —exclamó Finan, orgulloso.

—¡Nos veremos las caras! —les grité a los de la fortaleza, aunque dudo que llegasen a oírlo. Las olas rompían con fuerza y se retiraban de la playa. La helada cubría de blanco las peñas que se alzaban más arriba. Era una fortaleza de aspecto gris blanquecino: ése era mi hogar—. Algún día, todos viviremos ahí —les grité a los míos; el barco dio media vuelta, izamos la vela de nuevo y pusimos rumbo sur. Me quedé mirando aquellos muros hasta que los perdimos de vista.

Ese mismo día, enfilamos la embocadura de aquel río que tan bien conocía. Habíamos retirado la cabeza de lobo de la proa porque estábamos en territorio amigo. En lo alto de la colina, el faro y el monasterio en ruinas; a sus pies, la playa donde el barco de la enseña roja me había recogido, y entonces, con la pleamar, llevé el Lobo plateado hasta la costa pedregosa donde permanecían varados más de treinta barcos, vigilados desde un pequeño baluarte que se alzaba en la cima de la colina, junto a las ruinas del monasterio. No hice más que saltar a tierra y pisar los guijarros, que ya unos jinetes salían del fortín a nuestro encuentro. No cayeron en la cuenta de quiénes éramos hasta que no se situaron a nuestro lado. Apuntándome con la lanza, uno de ellos me preguntó:

—¿Quién sois?

—Uhtred de Bebbanburg.

La punta de la lanza se inclinó y el hombre esbozó una sonrisa.

—Hace tiempo que os esperábamos, mi señor.

—Había niebla.

—Sed bienvenido, mi señor. Disponed de cuanto queráis, de todo lo que necesitéis.

Allí encontramos cobijo, comida, cerveza, buena compañía y, a la mañana siguiente, caballos para Finan, para Skade y para mí. Nos dirigimos hacia el sur, no muy lejos de allí. Los hombres también vinieron con nosotros. Una carreta tirada por bueyes cargaba con el cofre del tesoro, las cotas de malla y las armas. Al cuidado de la guarnición, atrás, en el río, habíamos dejado el Lobo plateado a buen recaudo. Íbamos camino de la imponente fortaleza, un sitio donde de sobra sabía que seríamos bien recibidos. El señor de la plaza fuerte salió cabalgando a nuestro encuentro. Farfullaba frases incoherentes, gritaba, reía, hasta que, como yo, saltó del caballo y los dos nos dimos un abrazo en mitad del camino.

Ragnar. El jarl Ragnar, amigo y hermano. Ragnar de Dunholm, danés y vikingo, señor del norte, me estrechaba entre sus brazos antes de propinarme un puñetazo en el hombro.

—Estáis mucho más viejo, más viejo y más feo —me dijo.

—Cada día me parezco más a vos —repliqué.

Rio la ocurrencia. Di un paso atrás y observé cuánto le había aumentado la barriga después de tantos años sin vernos. No es que estuviera gordo; es que daba la impresión de que todo él era más colosal si cabe, pero con el mismo buen humor de siempre.

—¡Bienvenidos! —gritó a los míos—. ¿Cómo es que habéis tardado tanto?

—Culpa de la niebla —le expliqué.

—Me imaginé que, a lo peor, habíais muerto; pero lo pensé mejor y supuse que los dioses no están todavía preparados para disfrutar de vuestra lastimosa compañía —dijo. Calló un momento, como si recordase algo de repente; el gesto se le endureció; arrugó el ceño, y sin mirarme a los ojos, me dijo—: Lloré cuando me enteré de lo de Gisela.

—Gracias.

Meneó la cabeza en sentido afirmativo; luego, me pasó un brazo alrededor del cuello, y los dos echamos a andar. Se había destrozado la mano del escudo, con la que me abrazaba, en la batalla de Ethandun, donde Alfredo había derrotado al gran ejército de Guthrum. En aquella ocasión, yo luchaba del lado de Alfredo, y Ragnar, mi mejor amigo, en las filas de Guthrum.

Ragnar se parecía muchísimo a su padre. Rostro amplio y generoso, ojos relucientes y la sonrisa más franca que he visto en mi vida. Era rubio, como yo, y muchas veces nos habían tomado por hermanos. Su padre me había tratado como a un hijo, y si algún hermano tenía, ése era sin duda Ragnar.

—¿Os habéis enterado de lo que pasó en Mercia? —me preguntó.

—No.

—Pues que las tropas de Alfredo cayeron sobre Harald —me dijo.

—¿En dónde, en Torneie?

—Dondequiera que se hubiera refugiado. Lo que sé es que Harald estaba postrado, sus hombres se morían de hambre, no tenían escapatoria y les superaban en número. Las tropas de Mercia y Wessex decidieron acabar con ellos.

—¿Así que Harald ha muerto?

—¡Claro que no! —exclamó Ragnar encantado—. ¡Harald es un danés de los pies a la cabeza! Plantó cara a esos cabrones, y tuvieron que salir de allí con el rabo entre las piernas —grandes risotadas—. Tengo entendido que Alfredo no está muy contento que digamos.

—Nunca lo está —repuse—. Está embobado con su dios.

Ragnar se volvió y echó una ojeada a Skade, que seguía a lomos de su montura.

—¿Es ésa la mujer de Harald?

—Sí.

—Parece afligida —comentó—. ¿Vamos a devolvérsela a Skirnir?

—No.

—¿Así que ya no es la mujer de Harald? —añadió con una sonrisa de complicidad.

—No.

—Pobrecilla —exclamó, y se echó a reír.

—¿Qué sabéis de ese Skirnir?

—Que ofrece un montón de oro a quien se la devuelva.

—¿Y Alfredo, también ofrece oro por mí?

—¡Faltaría más! —exclamó Ragnar, de buen humor—. Estaba pensando si no ataros como a un carnero y, así, ser más rico de lo que soy.

A la vista de Dunholm, en lo alto de un enorme peñasco en un recodo del río, calló la boca. El estandarte con el ala de águila ondeaba en lo alto de la fortaleza.

—Bienvenido a casa —me dijo con afecto.

Estaba en el norte y, por primera vez en muchos años, me sentía libre.

* * *

Brida nos esperaba en la fortaleza. Nacida en Anglia Oriental, era la mujer de Ragnar. Me estrechó entre sus brazos sin decirme nada y, en ese momento, reparé en cuánto había sentido la muerte de Gisela.

—Son cosas que pasan —le dije.

Dio un paso atrás y me pasó un dedo por la cara, mirándome como si quisiera atisbar los estragos del paso de los años.

—Su hermano también se está muriendo —me susurró.

—Pero, ¿sigue siendo rey?

—Ragnar es quien manda aquí —me aclaró—. Pero no se opone a que Guthred ostente el título de rey.

Desde su capital, que había establecido en Eoferwic, Guthred, el hermano de Gisela, hombre bondadoso pero débil de carácter, era la cabeza visible de Northumbria. Si aún ocupaba el trono era porque Ragnar y los otros grandes jarls del norte se lo consentían.

—Se ha vuelto loco —añadió Brida, con crudeza—, está loco, pero es feliz.

—Mejor que estar loco y amargado.

—Los curas cuidan de él, pero le da por no comer. Arroja la comida contra las paredes, y proclama a los cuatro vientos que es Salomón.

—¿Así que sigue siendo cristiano?

—Adora a todos los dioses, por si las moscas —repuso enojada.

—¿Ha pensado Ragnar en adoptar el título de rey? —le pregunté.

—Nunca ha dicho nada —repuso Brida en voz baja.

—¿Lo veríais con buenos ojos?

—Sólo quiero que Ragnar encuentre su destino —respondió, y sus palabras se me antojaron preñadas de malos augurios.

Aquella noche se celebró un banquete en el salón de la fortaleza. Estaba sentado al lado de Brida. El resplandor de una crepitante fogata iluminaba su rostro anguloso y oscuro. Aunque más vieja, guardaba un cierto parecido con Skade; de hecho, desde el primer momento, las dos se mostraron recelosas al advertir la semejanza. Acompañándose al arpa, en un extremo del recinto, un juglar desgranaba un romance acerca de una incursión que Ragnar había llevado a cabo en Escocia, pero era tal el griterío que resultaba imposible seguir el hilo de esas peripecias. Uno de los hombres de Ragnar fue dando tumbos hasta la puerta, pero vomitó antes de llegar a salir al aire libre. Unos perros se encargaron de adecentar el desaguisado; el hombre volvió a su sitio y, a voces, pidió más cerveza.

—La verdad es que aquí estamos muy a gusto —comentó Brida.

—¿Acaso no os parece bien?

—Ragnar es feliz —dijo en voz baja para que no la oyera su amante, que estaba sentado a su derecha, entre Skade y ella—. Bebe demasiado —para añadir con un suspiro—: ¿Quién lo hubiera imaginado?

—¿Qué, que a Ragnar le gustase la cerveza?

—Que hayáis llegado a ser tan temidos —respondió, mirándome como si no me hubiera visto en su vida—. Ragnar el Viejo estaría orgulloso de los dos —añadió.

Al igual que yo, Brida se había criado en casa de Ragnar. Pasamos la niñez juntos; más tarde, fuimos amantes; para entonces, éramos amigos. Era una mujer prudente, todo lo contrario que Ragnar el Joven, exaltado y cabezota, pero lo bastante sensato como para no echar en saco roto los consejos de Brida. Lo único que lamentaba era no haber tenido hijos, lo que no había impedido que Ragnar engendrase numerosos bastardos. Una de ellas, precisamente, atendía las mesas durante el banquete. Ragnar la tomó por el codo y le preguntó:

—¿Eres mía?

—¿Vuestra, mi señor?

—Que si eres hija mía.

—¡Pues claro, mi señor! —respondió alborozada.

—Ya me lo parecía —dijo, al tiempo que le daba una palmada en el trasero—. ¡Hago unas chicas preciosas, Uhtred!

—¡Y tanto!

—Los chicos tampoco están nada mal —añadió con una encantadora sonrisa, antes de soltar un ruidoso eructo.

—No ve el peligro —continuó Brida, que era la única que no se reía a carcajadas. Siempre se había tomado la vida muy en serio.

—¿Qué le estáis contando a Uhtred? —se interesó Ragnar.

—Hablábamos de la plaga que está acabando con la cebada este año —repuso.

—¡Qué más da! Ya compraremos en Eoferwic —contestó sin darle importancia, antes de volverse para hablar con Skade.

—¿A qué peligro os referís? —le pregunté.

Brida bajó la voz de nuevo.

—Alfredo ha hecho de Wessex un reino poderoso.

—Lo sé.

—Y es ambicioso.

—No le queda mucho tiempo por delante; poco importan sus afanes —repliqué.

—Tiene ambiciones para su hijo —añadió irritada—. Quiere ampliar más al norte el dominio sajón.

—Cierto —repuse.

—Lo que supone una amenaza para nosotros —continuó en el mismo tono—. ¿Acaso no se hace llamar rey de los Angelcynn? —Al ver que asentía, me apretó el brazo con apremio—. Northumbria ya tiene demasiados habitantes de habla inglesa. Lo que quiere es imponernos a sus curas, a sus hombres refinados.

—Cierto —repliqué una vez más.

—Hay que pararles los pies —dijo con serenidad, antes de mirarme fijamente a los ojos—. ¿No habréis venido para espiarnos?

—No —le dije.

—Os creo —admitió, mientras jugueteaba con un trozo de pan, sin perder de vista las bancadas ocupadas por escandalosos guerreros—. Es muy sencillo, Uhtred —añadió con frialdad—: Si no acabamos con Wessex, Wessex acabará con nosotros.

—Los sajones tardarán años en llegar a Northumbria —dije, tratando de quitar hierro al asunto.

—¿Acaso el resultado final no ha de ser el mismo? —me preguntó, con acritud—. Y no, no habrán de pasar muchos años. Mercia está dividida y muestra signos de debilidad. Dentro de pocos años, Wessex se apoderará de ese territorio. Se harán con Anglia Oriental más tarde, y los tres reinos unidos nos atacarán —y añadió con amargura—: De sobra sabéis, Uhtred, que donde los sajones ponen el pie, nuestros dioses acaban por desaparecer. Imponen su propio dios, sus normas, su cólera y ese pavor que acoquina a la gente. —Como yo, Brida había sido educada en la fe cristiana, pero se había convertido al paganismo—. Tenemos que detenerlos antes de que se pongan en marcha; debemos ser los primeros en atacar, y cuanto antes.

—¿Pronto queréis decir?

—Haesten piensa invadir Mercia —prosiguió con una voz que más parecía un susurro—, lo que obligará a Alfredo a movilizar sus tropas al norte del Temes. Tenemos que aprestar una flota y desembarcar en la costa sur de Wessex —su mano apretaba con fuerza mi brazo—, porque el año que viene no habrá un Uhtred de Bebbanburg que defienda el reino de Alfredo.

—No me digáis que aún seguís con lo de la cebada —rezongó Ragnar—. Por cierto, ¿cómo está mi hermana? ¿Sigue casada con ese cura viejo y lisiado?

—Y bien feliz que está a su lado —repuse.

—¡Pobre Thyra! —exclamó Ragnar, mientras yo pensaba en las jugarretas que nos gasta el destino, en los recónditos vericuetos que siguen sus hilos.

Thyra, la hermana de Ragnar, estaba casada con Beocca. Formaban una pareja tan poco corriente que nadie acababa de creérselo. Thyra había encontrado la verdadera felicidad. ¿Qué decir de mi suerte? Aquella noche me sentía como si el mundo en que hasta entonces me había movido se hubiera vuelto del revés. Durante muchos años, obligado por un juramento de lealtad, mi deber había consistido en defender Wessex. Así lo había hecho, y nunca mejor que en Fearnhamme. De repente, allí estaba yo, escuchando las diatribas de Brida, que soñaba con destruir Wessex. Los Lothbrok lo habían intentado y habían fracasado; antes de ser derrotado, Guthrum había estado a punto de conseguirlo; en el caso de Harald, había sido una calamidad. ¿Acaso estaba Brida tratando de convencer a Ragnar para que se hiciese con el reino de Alfredo? Eché una ojeada a mi amigo, quien, dando golpes en la mesa con un cuerno de cerveza al ritmo de la música, cantaba hasta desgañitarse.

—Para conquistar Wessex —le dije a Brida—, necesitaréis no menos de cinco mil hombres y otros tantos caballos; y un cosa más, disciplina.

—Los daneses son mejores guerreros que los sajones —replicó haciendo oídos sordos a mi advertencia.

—Pero sólo pelean cuando les apetece —aduje con aspereza.

Los ejércitos daneses eran hordas de circunstancias formadas por jarls que ponían sus hombres a disposición de cualquier caudillo ambicioso, y que se disolvían tan pronto como olfateaban otra presa más fácil. Eran como manadas de lobos, prestos a caer sobre un rebaño, que se amilanan si son muchos los perros que defienden las ovejas. Los daneses y los hombres del norte siempre andaban al acecho de algún territorio que fuera blanco fácil, hasta el punto de que a veces bastaba un rumor acerca de un monasterio indefenso para que un montón de buques carroñeros se hiciera a la mar. Pero también había sido testigo de la facilidad con que tales ataques eran repelidos. Los reyes de la cristiandad habían erigido fortines por doquier, y los daneses no eran hombres dados a largos asedios. Siempre iban en busca de hacerse rápidamente con el botín, incluso miraban de establecerse en tierras fértiles. Atrás quedaban los tiempos de las conquistas fáciles, de los saqueos de ciudades indefensas, arrasadas por hordas de guerreros poco curtidos. Si Ragnar o cualquier otro hombre del norte soñaban con el reino de Wessex, más les valía disponer de un ejército de hombres disciplinados y dispuestos al asedio. Volví a mirar a mi amigo, aturdido entre tanto jolgorio y tanta cerveza, y no logré imaginármelo armado de la paciencia necesaria para echar abajo las cautelas defensivas planeadas por Alfredo.

—Pero vos sí podríais hacerlo —dijo Brida, muy bajito.

—¿Acaso leéis mis pensamientos?

Se acercó más a mí y me susurró:

—El cristianismo es una enfermedad que se extiende como la peste. Tenemos que detenerlo.

—Si eso es lo que quieren —repuse—, ya se encargarán los dioses.

—Nuestros dioses prefieren pasárselo en grande. Están vivos, Uhtred. Viven, ríen, disfrutan. ¿Qué hace su dios en cambio? Siempre está urdiendo algo, es vengativo, ceñudo, taimado. Es un dios siniestro y solitario, Uhtred, y nuestros dioses le dan la espalda. En eso se equivocan.

Esbocé una sonrisa. De todos los hombres y mujeres que conocía, Brida era la única persona a quien no le importaba poner en solfa la conducta de los dioses, ni siquiera tratar de hacer su trabajo. Pero tenía razón. El dios cristiano era lóbrego y amenazador. No le gustaban los festines, las risotadas, la cerveza ni el hidromiel. Establecía normas y reclamaba disciplina. Eso era precisamente lo que necesitábamos, si de derrotarlo se trataba.

—Echadme una mano —me suplicó Brida.

Observé a dos malabaristas que lanzaban al aire tizones incandescentes, mientras estruendosas risotadas resonaban por la estancia, y sentí un repentino acceso de odio hacia la bandada de curas con sotanas negras que rodeaba a Alfredo, hacia aquel tropel de clérigos que renegaban de la vida, cuyo único placer consistía en condenar los placeres.

—Necesito hombres —le dije a Brida.

—Ragnar los tiene.

—Necesito hombres que se pongan a mis órdenes; sólo dispongo de cuarenta y tres. Necesito diez veces más.

—Si saben que sois vos quien se pone al frente de un ejército contra Wessex —me dijo—, los hombres os seguirán.

—No, si no tengo oro —repuse, intercambiando una mirada con Skade, que me observaba intrigada, deseosa de saber qué secretos me estaba contando Brida al oído—. Oro —repetí—, oro y plata. Necesito oro.

* * *

No me quedé tranquilo. Necesitaba saber si, más allá de Dunholm, alguien más estaba al corriente de las aspiraciones de Brida de acabar con Wessex. Me aseguró que sólo lo había hablado con Ragnar, pero todo el mundo sabía lo lenguaraz que era su marido. Un cuerno de cerveza bastaba para que revelase todos los secretos del mundo a quienquiera que estuviese a su lado y, si había comentado tales planes con alguien, con una persona tan sólo, Alfredo no tardaría en estar al tanto de sus ambiciones. Por eso respiré tranquilo cuando Offa, sus mujeres y sus perros se dejaron caer por la fortaleza de Dunholm.

Offa era sajón, natural de Mercia, y había sido cura. Alto y delgado, su gesto siempre adusto daba a entender que había contemplado todos los desatinos que en el mundo abundan. Ya era viejo, un anciano de pelo cano, lo que no impedía que, con sus dos mujeres a cuestas y su compañía de terriers amaestrados, siguiera recorriendo Britania de punta a cabo. Los exhibía en ferias y festejos, obligándoles a andar sobre las patas traseras, a bailar de dos en dos, a saltar a través de aros y, como broche final, uno de los perros cabalgaba a lomos de un poni, mientras sus compañeros, con unos bolsines de cuero, recogían las monedas que les echaban los espectadores. No se trataba de un espectáculo deslumbrante, desde luego, pero a los niños les encantaban los terriers, y Ragnar se quedaba extasiado mirándolos.

Había abandonado el sacerdocio, lo que le había granjeado la animadversión de los obispos, pero gozaba de la protección de todos los mandamases de Britania, porque su verdadera forma de ganarse la vida no pasaba por sus exhibiciones caninas, sino por su extraordinaria capacidad de traer y llevar informaciones. Hablaba con todo el mundo, sacaba sus propias conclusiones y las vendía al mejor postor. Alfredo se había servido de él durante años. Gracias a sus perros, Offa tenía acceso a casi todas las casas de postín, prestaba atención a los cuchicheos que en ellas oía y llevaba de un lado para otro las cosas de las que se enteraba; así se ganaba la vida.

—A estas alturas, ya debéis de ser rico —le dije el día que llegó.

—Qué bromista sois, mi señor —replicó. Rodeado de sus ocho perros que, sumisos, formaban un semicírculo a sus espaldas, estaba sentado en una mesa a las puertas de la mansión de Ragnar, quien, encantado con su inesperada aparición, ya disfrutaba de antemano de las carcajadas que nunca faltaban durante la actuación de los animales. Una criada le había servido pan y cerveza.

—¿Dónde guardáis tanto dinero? —le pregunté.

—¿De verdad queréis saberlo, mi señor? —me preguntó Offa a su vez; con tal de que le pagasen, Offa tenía respuestas para todo.

—El año va casi vencido para que hayáis decidido venir al norte —comenté.

—Rara vez disfrutamos de un invierno tan suave, ¿verdad? Voy al norte por cuestiones de trabajo, ciertos asuntos que tienen que ver con vos —me dijo, mientras rebuscaba en un enorme zurrón de piel y sacaba un pergamino cerrado y sellado que puso encima de la mesa—. Es para vos, mi señor.

Me hice con el escrito. El sello no era sino un manchón de cera sin distintivo alguno, y parecía intacto.

—¿Qué dice? —le pregunté.

—No pensaréis que lo he leído —repuso, ofendido.

—Estoy seguro. Así que ahorradme la molestia.

—Mucho me temo que no es nada importante, mi señor —me dijo, con una sonrisa de complicidad—. Vuestro corresponsal no es otro que vuestro amigo, el padre Beocca. Dice que vuestros hijos están bien en casa de lady Etelfleda, y que Alfredo sigue enojado con vos, pero que no pondrá precio a vuestra cabeza si regresáis al sur, donde, como vuestro amigo os recuerda, os obliga un juramento de lealtad. El padre Beocca concluye su misiva diciendo que todos los días reza por vuestra alma y os exige que no descuidéis las obligaciones que habéis contraído.

—¿Exige?

—Con todas las letras, mi señor —me aseguró Offa, con una sonrisa apenas esbozada.

—¿Nada más?

—Nada más, mi señor.

—Así que puedo quemar la carta.

—Una pena desperdiciar el pergamino, mi señor. Mis mujeres saben cómo rascar la piel y dejarlo en condiciones de ser utilizado de nuevo.

—En ese caso, que lo rasquen a conciencia —le dije, devolviéndole la carta—. ¿Qué pasó en Torneie?

Offa meditó durante unos segundos la pregunta que acababa de hacerle y, tras sopesar que no habría de pasar mucho tiempo antes de que todo el mundo estuviera al corriente, decidió que podía decírmelo sin cobrarme nada a cambio.

—Con intención de poner fin a la ocupación del islote por parte del jarl Harald, el rey Alfredo ordenó el ataque. Lord Steapa llevaría a los suyos en barco río arriba, al tiempo que lord Etelredo y Eduardo el Heredero atacarían por la parte menos profunda del río. Ambas tentativas concluyeron en fracaso.

—¿Cómo es posible?

—Harald había colocado estacas afiladas en el lecho del río, los barcos sajones chocaron contra ellas y la mayoría ni llegaron al islote. En cuanto a lord Etelredo, sus hombres se atascaron, así de sencillo: se hundieron en el lodo. Los hombres de Harald los hostigaron con flechas y lanzas, y ni un solo sajón llegó hasta la empalizada de espino. Una carnicería, mi señor.

—¿Una matanza, decís?

—Los daneses hicieron una salida, mi señor, y degollaron en el río a casi todos los hombres de lord Etelredo.

—Contadme algo agradable; decidme que lord Etelredo también perdió la vida, por ejemplo.

—Sigue con vida, mi señor —repuso Offa.

—¿Y Steapa?

—También.

—¿Qué va a pasar ahora?

—Ésa es una buena pregunta, mi señor —dijo Offa, como quien no quiere la cosa, y esperó hasta que vio la moneda encima de la mesa—. Los consejeros del rey están divididos, mi señor —prosiguió, al tiempo que se guardaba la plata en la faltriquera—, pero estoy convencido de que se impondrá la postura prudente del obispo Asser.

—Que aconseja…

—Pagar a Harald, como ya habréis imaginado.

—¿Sobornarlo para que se marche? —le pregunté, sorprendido. ¿En qué cabeza podría caber la idea de pagar para que se fuese a una banda de daneses fugitivos que habían mordido el polvo de la derrota?

—Muchas veces, con plata se consigue lo que no está al alcance del acero —aseveró Offa.

—Diez hombres y un mozo bastarían para recuperar Torneie —dije indignado.

—Quizá, si vos estuvierais al mando, mi señor. Pero da la casualidad de que estáis aquí.

—Como podéis ver.

Más hube de pagar por enterarme de lo que Brida ya me había contado, a saber, que Haesten, a salvo en su fortaleza en lo alto de Beamfleot, tenía pensado atacar Mercia.

—¿Se lo habéis dicho a Alfredo? —le pregunté.

—Por supuesto. Pero sus otros informadores le dicen lo contrario, y piensa que estoy equivocado.

—¿Y es eso cierto?

—Rara vez me equivoco, mi señor —repuso.

—¿Se encuentra Haesten en condiciones de apoderarse de Mercia?

—Ahora mismo, no. Tras vuestra victoria en Fearnhamme, muchos de los hombres de Harald se unieron a él, pero estimo que necesitará muchos más hombres.

—¿Es posible que venga a buscarlos a Northumbria? —le insistí.

—Me imagino que cabe esa posibilidad —me contestó, y esa respuesta bastó para enterarme de todo lo que quería saber: que ni siquiera Offa, con su extraordinario olfato para toda clase de secretos, estaba al tanto de los sueños de Brida de que Ragnar se pusiese al frente de un ejército para marchar contra Wessex. De haberlo sabido, Offa habría dejado entrever que los daneses de Northumbria tenían mejores cosas que hacer que atacar Mercia; de momento, viendo que no había posibilidad de sacarme más dinero, había pasado por alto mi pregunta—. Pero cada día son más los barcos que se unen a las fuerzas del jarl Haesten —continuó Offa— y, en primavera, dispondrá de los hombres que necesita. Estoy seguro de que también llamará a vuestra puerta, mi señor.

—Supongo —repliqué.

Offa estiró sus largas y escuálidas piernas por debajo de la mesa. Uno de los perros gimoteó; su dueño hizo un chasquido con los dedos y el animal no volvió a rechistar.

—El jarl Haesten —añadió con cautela— estaría dispuesto a ofreceros oro a cambio de que os unáis a él.

No pude por menos de sonreír.

—No habéis venido aquí como mensajero, Offa. Si Alfredo hubiera querido enviarme una misiva, disponía de formas más baratas de hacérmela llegar que dando rienda suelta a vuestra codicia. —Si bien pareció ofendido al escuchar mis palabras, no dijo nada—. Fue Alfredo quien le dijo al padre Beocca que me escribiese, ¿no es eso? —pregunté, para ver cómo Offa movía levemente la cabeza en sentido afirmativo—. De modo que Alfredo os ha enviado para enterarse de lo que tengo en mente.

—Todo Wessex arde en deseos de saberlo —repuso muy digno.

Deposité dos monedas de plata encima de la mesa.

—En ese caso, contádmelo vos —le rogué.

—¿Que os cuente qué, mi señor? —contestó, sin apartar la vista de las monedas.

—Contadme qué tengo pensado hacer —repuse.

Sonrió al ver que le pagaba por darme una respuesta que nadie sabía mejor que yo.

—Muy generoso por vuestra parte, mi señor —dijo, mientras sus largos dedos aprisionaban las monedas—. Alfredo piensa que vais a por vuestro tío.

—Podría ser.

—Para eso, mi señor, necesitáis hombres, y dinero para pagarlos.

—Tengo plata.

—No la suficiente, mi señor —añadió Offa, muy seguro de lo que decía.

—Quizá debiera unirme a Haesten.

—Imposible, mi señor; no podéis ni verlo.

—¿De dónde sacaré, pues, el dinero? —pregunté.

—Skirnir, claro está —replicó Offa, sin apartar sus ojos de los míos.

Impertérrito, me atreví a preguntarle:

—¿Figura Skirnir en vuestra lista de confidentes?

—No soporto las travesías en barco, mi señor, así que procuro evitarlas en la medida de lo posible. No he hablado nunca con él.

—¿Así que Skirnir no está al corriente de lo que me traigo entre manos?

—Hasta donde yo sé, mi señor, tengo entendido que Skirnir piensa que todo el mundo pretende robarle. Así que si está preparado para hacer frente a todo el mundo, también los estará para plantaros cara a vos.

Negué con la cabeza.

—No, Offa. Está preparado para disuadir a cualquier ladrón, pero no para enfrentarse a un señor de la guerra.

El de Mercia alzó una ceja, señal inequívoca de que tenía que darle más dinero. Puse una moneda más encima de la mesa, que desapareció en su insaciable faltriquera.

—Estará listo para recibiros como merecéis, mi señor, porque vuestro tío bien podría advertirle de cuáles son vuestras intenciones.

—Porque vos se lo diréis a mi tío, ¿no es así?

—Si me paga, por supuesto que lo haré.

—Debería mataros ahora mismo, Offa.

—Cierto, mi señor, deberíais, pero no lo haréis —me respondió con una sonrisa.

De modo que Skirnir estaría al tanto de mi llegada, y disponía de barcos y de hombres. Pero no se puede luchar contra el destino. Tenía que ir a Frisia.