Capítulo V

Afiladas hojas que no se arredran, letales puntas de lanza,

cuando Etelredo, al frente de la matanza, con miles acaba,

De roja sangre tiñendo el río, a fuerza de mandobles crecido.

en pos, Aldelmo, noble guerrero, los pasos de su señor sigue,

y luchando con bravura, en la batalla a los enemigos diezma.

Y así todo el romance, líneas y más líneas, versos y más versos. Aunque acabará en el fuego, así reza el pergamino que tengo ante mí. Ni siquiera aparece mi nombre. Por eso voy a quemarlo. Los hombres y las mujeres fallecen; el ganado muere; pero la fama perdura de boca en boca, como el estribillo de una canción. ¿Por qué las generaciones futuras habrían de cantar las glorias de Etelredo? Aquel día demostró coraje, sin duda. Pero no fue él quien ganó la batalla de Fearnhamme, sino yo.

Debería exigir a mis bardos que escribieran romances que hablasen de mí, pero bastante tienen con haraganear al sol y beberse mi cerveza. Además, y para ser sincero, los poetas me aburren. Los aguanto por respeto a mis invitados, que confían en escuchar cómo recitan sus ditirambos a los acordes del arpa. La curiosidad me llevó a adquirir este pergamino, que me dispongo a quemar, a un monje que vende cosas de este tipo entre la nobleza. Era natural de esas tierras que, en su día, fueron conocidas como Mercia. Normal que los poetas allí nacidos ensalcen esos parajes de los que, de no ser por ellos, nunca nadie habría tenido noticia, y propalen tales patrañas aunque, en ese aspecto, los monjes les saquen mil leguas. Los anales de nuestra época han sido escritos por curas y frailes, y bien puede un hombre haber salido huyendo de cien batallas y no haber matado a un danés en su vida que, si unta a la Iglesia como es debido, siempre será descrito como un héroe.

Dos fueron las razones por las que se ganó la batalla de Fearnhamme. La primera, que Steapa, al frente de los hombres de Alfredo, llegó en el momento preciso, lo que, visto ahora, bien podría no haber sido así. Oficialmente, Eduardo el Heredero estaba al mando de lo que era la mitad del ejército sajón, y tanto él como Etelredo gozaban de mucha más autoridad que Steapa. Ambos insistieron en que se había precipitado al dar la orden de salir de Æscengum y trataron de oponerse a tal decisión, pero Alfredo no les hizo caso. El rey estaba demasiado enfermo para ponerse a la cabeza de su ejército, pero, como yo, había aprendido a fiarse del olfato natural de Steapa. Y así fue cómo los jinetes de Wessex se encontraron con la desorganizada retaguardia de las fuerzas de Harald, cuando la mitad de los daneses estaba a la espera de cruzar el río.

La segunda, en mi opinión, la celeridad con que mi ariete desbarató el muro de escudos de los hombres de Harald. A veces, tales embestidas no salen como uno espera, pero contábamos con la ventaja que nos proporcionaba el terraplén y con que los daneses, a mi entender, se desmoralizaron al ver la carnicería que se produjo en la otra orilla. Por eso se ganó la batalla.

Dios nos concedió la victoria, bendito sea Etelredo,

quien, junto al río, desbarató el muro de escudos.

Y también Eduardo, noble Eduardo, hijo de Alfredo,

quien, bajo la protección de los ángeles, contempló

cómo al caudillo de los del norte derrotaba Etelredo…

Quemarlo sería un benévolo final para semejante sarta de mentiras. Quizá lo rompa en pedazos y lo arroje a las letrinas. Estábamos demasiado agotados para organizar una persecución en condiciones, y los hombres no acababan de creerse lo fácil que había sido alcanzar la victoria. Por otra parte, habían encontrado cerveza, hidromiel y vino de Frankia en las alforjas de los daneses y, vagando de un lado para otro mientras contemplaban la carnicería que habían perpetrado, muchos se emborracharon. Algunos comenzaron a arrojar al río los cadáveres de nuestros enemigos. Eran tantos que los cuerpos se atoraron en los pilares del puente romano, lo cegaron, y el agua retenida inundó las orillas cercanas al vado. Hicimos un montón con las cotas de malla, y apilamos las armas que recogimos. En un establo y bajo vigilancia, encerramos a los pocos prisioneros que hicimos; fuera, lloriqueaban sus mujeres y sus hijos. Skade fue conducida a un granero vacío, donde dos de los míos la custodiaban. Seguido por todos los curas y monjes que con él había llevado, Alfredo, como era de esperar, se retiró a la iglesia para dar gracias a su dios. Antes de ir a orar, el obispo Asser hizo un alto. Contempló los cadáveres esparcidos y el botín que habíamos obtenido, y me dedicó una fría mirada. Extrañado, me observaba como si fuera uno de esos terneros de dos cabezas que se exhiben en las ferias. Con un gesto, dio a entender a Eduardo que lo acompañase a la iglesia.

Eduardo pareció dudar. Era un muchacho tímido, pero estaba claro que se veía en la necesidad de decirme algo y que no encontraba las palabras adecuadas. Así que me adelanté.

—Aceptad mis parabienes, mi señor —le dije.

Frunció el ceño y, durante un instante, pareció tan confundido como Asser. Se estremeció y se irguió.

—No soy un necio, lord Uhtred.

—Jamás os he tenido por tal —contesté.

—Tenéis que enseñarme —añadió.

—¿Qué debo enseñaros?

—A hacer una cosa así —acertó a decir, señalando con fugaz gesto de horror los cadáveres que había a nuestro alrededor.

—Tenéis que meteros en la cabeza del enemigo, mi señor —repuse—, y pensar en cómo actuar con más contundencia.

Le habría dicho más cosas, pero en ese momento vi a Cerdic entre dos chozas. Sin querer, me volví en parte, me distrajo la severidad con que el obispo Asser reclamaba la presencia de Eduardo y, cuando volví la vista de nuevo, Cerdic había desaparecido. Imposible que estuviese allí, pensé, pues le había dicho que se quedase en Lundene y velase por Gisela. Me imaginé que era una de esas tarascadas que a veces nos juega la mente cuando estamos cansados.

—Mirad, mi señor —me reclamó Sihtric, que había sido uno de mis criados y ahora era uno de los hombres de mi guardia, arrojando una pesada cota de malla a mis pies—. Está hecha de eslabones de oro —añadió, muy agitado.

—Quédatela —le dije.

—¿Cómo? —preguntó mirándome con cara de extrañeza.

—Tu mujer tiene gustos caros, ¿no es así? —en contra de mis consejos y sin mi permiso, Sihtric se había casado con una puta, Ælswith, pero aquello ya era agua pasada y, para mi sorpresa, el matrimonio marchaba bien; tenían dos hijos, dos chavales preciosos—. Quédatela —le insistí.

—Gracias, mi señor —contestó, al tiempo que recogía la cota de malla.

El tiempo discurre con lentitud.

Es curioso cómo se me olvidan algunas cosas. A decir verdad, no soy capaz de revivir el momento en que guiaba mi ariete contra el muro de escudos de Harald. ¿Le estaba mirando a la cara? ¿De verdad me acuerdo de la sangre del caballo recién sacrificado que, en forma de gotas, le saltaba de la barba cuando movía la cabeza? ¿Acaso no estaba más pendiente del hombre que se encontraba a su izquierda y que trataba de proteger a Harald con su escudo? Muchas son las cosas que se me han olvidado, pero no el momento en que Sihtric se hizo con aquella cota de malla. Me quedé mirando a un hombre que llevaba una docena de caballos capturados al enemigo por el vado desbordado. Me fijé en dos hombres que arrastraban unos cuerpos para dar salida al agua que se había remansado junto a las ruinas del puente: pelirrojo y de pelo rizado, uno de ellos; el otro reía con ganas alguna ocurrencia de su compañero. Tres hombres arrojaban cadáveres al río, cegando el puente con tanta rapidez que los otros dos no daban abasto. Un perro flaco se rascaba cerca de donde Osferth, el hijo bastardo de Alfredo, conversaba con lady Etelfleda; me extrañó que no estuviera en la iglesia con su padre, su hermano y su marido, igual que me sorprendió la rápida relación de amistad que había surgido entre los dos hermanastros. Recuerdo a Oswi, mi nuevo mozo, conduciendo a Smoka por la calle y deteniéndose a hablar con una mujer; en ese instante, caí en la cuenta de que, tras haber corrido a esconderse en alguno de los bosques cercanos tan pronto como habían visto hombres armados al otro lado del río, los habitantes de Fearnhamme ya estaban regresando. Otra mujer, que se cubría con una capa de un dudoso color amarillo, cuchillo en mano, trataba de cortar el dedo que enlucía un anillo de un danés muerto. Recuerdo un cuervo, revoloteando en oscuros círculos por aquel aire que olía a sangre, y que me conmoví al verlo. ¿Sería uno de los dos cuervos de Odín? ¿Hasta los dioses tendrían noticia de aquella matanza? Rompí a reír a carcajadas, lo que no me cuadra mucho, porque recuerdo que en aquel instante el silencio se cernía sobre la aldea.

Hasta que escuché la voz de Etelfleda.

—Mi señor —se había acercado a mí y me miraba—, Uhtred —añadió con dulzura.

Finan, dos pasos por detrás de ella; con él iba Cerdic. Fue entonces cuando lo supe. Caí en la cuenta, y no pude articular palabra. Etelfleda se acercó más y me puso una mano en el hombro.

—Uhtred —repitió; creo que la miré a la cara; cubiertos de lágrimas, sus ojos azules parecían resplandecer más—. Durante el parto —dijo en voz baja.

—No —contesté con voz queda—. No.

—Sí —dijo ella.

Finan me miraba con rostro compungido.

—No —protesté en voz alta.

—La madre y la criatura —añadió Etelfleda, muy bajito.

Cerré los ojos. Sólo negrura a mi alrededor, mi mundo se había vuelto negro. Mi Gisela había muerto.

* * *

Wyn eal gedreas. Es un verso de otro romance que a veces han recitado en mi casa. Es un canto desgarrado, así que por fuerza ha de ser sincero. Wyrd bið ful āræd, asegura: el destino es inexorable. Y también, wyn eal gedreas: toda alegría ha desaparecido.

Había perdido la alegría de vivir; estaba sumido en la oscuridad. Más tarde, Finan me dijo que había aullado como un lobo, y quizá sea cierto. No lo recuerdo. El dolor debe permanecer oculto. El hombre que, por vez primera, afirmó que nada puede alterar el curso del destino no dudaba en asegurar que habíamos de aherrojar nuestros más recónditos sentimientos. Nada bueno cabe esperar de un espíritu sombrío, decía, y más vale ocultar los pesares. Y sí, es posible que aullase de dolor, pero retiré la mano de Etelfleda, me encaré con los hombres que estaban arrojando cadáveres al río, y ordené que dos de ellos fuesen a ayudar a los dos que trataban de retirar los cuerpos que cegaban los restos de los pilares del puente.

—Bajad los caballos del altozano —increpé a Finan.

Ni se me ocurrió pensar en Skade en esos momentos; de lo contrario, nada habría hecho por evitar que Hálito-de-serpiente se cobrase su alma depravada. Fue su maldición, como habría de comprender más tarde, la que se había llevado por delante la vida de Gisela: había muerto la misma mañana en que Harald no me había dejado otra alternativa que ponerla en libertad. Apesadumbrado, Cerdic había galopado sin descanso hasta Æscengum, por un territorio infestado de daneses, para llevarme la noticia, y encontrarse con que ya nos habíamos marchado.

Cuando se enteró, Alfredo vino a verme, me tomó del brazo y echamos a andar por la única calle de Fearnhamme. Cojeaba; los hombres se apartaban para dejarnos pasar. Apretándome el codo con fuerza, hasta en una docena de ocasiones pareció que iba a decirme algo, pero no fue capaz de articular palabra. Por fin, se detuvo ante mí, me miró a los ojos y dijo:

—No sé por qué Dios nos manda estas desgracias —aunque yo guardaba silencio, continuó—: Vuestra esposa era un regalo del cielo —frunció el ceño, y lo que me dijo a continuación debió de resultarle tan difícil como generoso por su parte—. Elevo plegarias a vuestros dioses para que os reconforten, lord Uhtred.

Me llevó a continuación a la villa romana, que hacía las veces de residencia real, donde me encontré con un Etelredo visiblemente incómodo, y con un bendito padre Beocca que me estrechó la mano diestra pidiendo a su dios, entre lágrimas, que se apiadase de mí: Gisela habría sido pagana, pero Beocca la quería con locura. Aunque no podía ni verme, el obispo Asser me dedicó unas amables palabras, mientras el hermano Godwin, el monje ciego que capaz era de discernir en la mente de Dios, emitía un sonoro lamento hasta que el prelado se lo llevó de mi lado. Más tarde, Finan vino a verme con una jarra de hidromiel, y me cantó melancólicas melodías irlandesas. Me emborraché tanto que me olvidé de todo. Fue el único que me vio llorar aquel día. Jamás se lo dijo a nadie.

—Tenemos órdenes de regresar a Lundene —me dijo Finan al día siguiente; ajeno a todo cuanto me rodeaba, me limité a asentir—. El rey se vuelve a Wintanceaster —añadió—. Los lores Etelredo y Eduardo se encargarán de ir tras los pasos de Harald.

Los hombres que aún quedaban en pie de su maltrecho ejército habían cruzado el Temes en dirección norte, hasta que Harald, malherido e incapaz de seguir adelante, les ordenó que buscasen un refugio. Dieron con una isla cubierta de espinos, un lugar llamado Torneie, como no podía ser de otra manera, un islote en medio del río Colaun, no lejos de su confluencia con el Temes. Los hombres de Harald lo fortificaron: levantaron una imponente empalizada de espinos y dispusieron terraplenes. Allí los encontraron lord Etelredo y Eduardo el Heredero, y decidieron ponerles sitio. A las órdenes de Steapa, los hombres de la guardia de Alfredo escudriñaron Cent en dirección este, expulsando de aquellas tierras a los hombres de Harald que aún quedaban y recuperando gran parte del botín que habían reunido. La de Fearnhamme fue una victoria sonada, que confinó a Harald en un islote insalubre, mientras el resto de sus hombres se hicieron a la mar en las naves que allí los habían llevado y abandonaron Wessex, aunque muchos de ellos se unieron a Haesten, que seguía acampado en la costa norte de Cent.

Yo estaba en Lundene. Todavía se me saltan las lágrimas al recordar cómo me recibió mi hija, Stiorra, mi pequeña huérfana de madre, que se abrazó a mí y no me soltaba. Los dos lloramos a lágrima viva; la estreché contra mí como si sólo ella pudiera atarme a la vida. Acurrucado contra el ama, Osbert, el benjamín, también lloraba. Uhtred, mi hijo mayor, seguro que había llorado hasta que se le secaron los ojos, pero no en mi presencia, y no por una contención digna de encomio, sino porque me tenía miedo. Era un chico tímido y melindroso, que me sacaba de quicio. Le había insistido en que aprendiera a manejar la espada, pero carecía de dotes para tal menester. Lo había llevado río abajo a bordo del Lobo plateado, pero no mostró entusiasmo por los barcos ni por el mar.

Venía conmigo en el barco el día en que volví a ver a Haesten. Habíamos salido de Lundene antes del amanecer. Bajo una luna mortecina, nos dejábamos llevar por la corriente. Alfredo había dispuesto —le encantaba dictar leyes— que los hijos de los ealdormen y thegns fuesen a la escuela, pero yo me negué a que mi hijo Uhtred acudiera al establecimiento que, a tal fin, había fundado el obispo Erkenwald en Lundene. No me importaba que mi hijo aprendiese a leer y a escribir, aunque tengo para mí que ambas habilidades están sobrevaloradas, pero no quería que escuchase las enseñanzas del obispo. Erkenwald me insistió para que le mandase al chico, pero le dije que Lundene formaba parte de Mercia, como así era por entonces y, en consecuencia, territorio no sujeto a las leyes de Alfredo. El obispo torció el morro, pero no consiguió hacerme cambiar de parecer. Prefería que mi hijo se adiestrase en las artes de la guerra y, para aquel día, a bordo del Lobo plateado, le había dicho que se pusiera un jubón de cuero y le había proporcionado un tahalí a su medida para que se acostumbrase a los pertrechos guerreros. En lugar de sentirse orgulloso, parecía avergonzado.

—¡Esos hombros, atrás! —le grité—. ¡Ponte derecho! ¡No eres un cachorrito!

—Sí, padre —gimoteó, con los hombros gachos mientras miraba al muelle.

—Cuando yo falte, serás el señor de Bebbanburg —añadí, pero no respondió.

—Deberíais llevarlo a Bebbanburg, mi señor —comentó Finan.

—Sí, quizá lo haga —repuse.

—Basta con poner rumbo norte y con que la travesía sea agradable —añadió Finan para animarlo, mientras le daba una palmada en la espalda—. Ya verás; te va a encantar, Uhtred. A lo mejor avistamos una ballena.

Mi hijo se lo quedó mirando, sin decir nada.

—Bebbanburg es una fortaleza que se alza junto al mar —le expliqué a mi hijo—, una gran ciudadela, barrida por el viento, batida por las olas, inexpugnable —añadí, tragándome las lágrimas al recordar la de veces que había acariciado el sueño de ver a Gisela convertida en señora de aquel lugar.

—No es inexpugnable, mi señor —me corrigió Finan—, porque nosotros la tomaremos.

—Así será —repuse, aunque sin entusiasmo, ni siquiera ante la idea de tomar al asalto aquella plaza fuerte que me pertenecía y acabar de paso con mi tío y con todos los suyos.

Me aparté de mi apático hijo y me fui hasta la proa, bajo la cabeza de lobo; oteé el horizonte hacia el este, por donde ya apuntaba el sol. Allí, entre la bruma que se esparcía bajo el sol naciente, en la neblina en que mar y aire se confundían con el horizonte, en los reflejos que rielaban por encima del tranquilo oleaje, atisbé los barcos, toda una flota.

—¡Despacio! —ordené.

Nuestros remos se alzaban y se hundían en el agua de forma tan pausada que más parecía que la bajamar nos empujase hacia aquella flota que se dirigía rumbo al norte, hacia nosotros.

—¡Fuera remos! —grité, y la nave aún redujo más la velocidad hasta detenerse y virar de costado en el sentido de la corriente.

—Debe de ser Haesten —conjeturó Finan, que se había situado a mi lado.

—Se va de Wessex —dije.

Estaba seguro de que era Haesten, y no me faltaba razón. Al cabo de un momento, uno de los barcos se separó de la flota y reparé en los destellos de las palas de aquellos remos que, con tanto esfuerzo, los hombres manejaban para acercarse a nosotros. A sus espaldas, los otros barcos seguían rumbo norte. Ahora que se les habían sumado las tripulaciones que habían desertado de los ejércitos de Harald, eran muchos más que las ochenta embarcaciones que Haesten había llevado hasta Cent. El barco que se había apartado de la flota ya estaba cerca de nosotros.

—Es el Dragón errante —dije, tras identificar la nave, el navío que había entregado a Haesten el día en que se había quedado con la plata de Alfredo a cambio de dos miserables rehenes.

—¿Escudos? —preguntó Finan.

—No —repuse. Si Haesten hubiera pensado en atacarnos no habría venido en un solo barco, de modo que nuestros escudos siguieron donde estaban, en el pantoque del Lobo plateado.

El Dragón errante retiró los remos a una distancia no superior a medio cuerpo de un barco; durante un momento, nuestras dos tripulaciones se quedaron mirándose. Luego, observé cómo Haesten se encaramaba al altillo del timón y me dirigía un saludo.

—¿Puedo subir a bordo? —preguntó a gritos.

—Por supuesto —respondí a voces.

Observé la diestra maniobra de los remeros de popa para virar, acercándola a la de nuestra nave. Los largos remos de ambos navíos permanecieron desarmados mientras los dos barcos se juntaban. Luego, Haesten, de un salto, subió a bordo del nuestro. Otro hombre me saludaba desde el altillo del Dragón errante. Me fijé mejor en él, y reparé en que era el padre Willibald. Le devolví el saludo, antes de salir al encuentro de Haesten.

Iba con la cabeza descubierta. Se me acercó con las palmas de las manos vueltas hacia mí en un gesto de impotencia y, con grave pesadumbre, acertó a decirme:

—¡Cuánto lo siento, mi señor! —y su voz sonó pesarosa y convincente—. No tengo palabras, lord Uhtred.

—Era una buena mujer —respondí.

—Y tanto. No sabéis cuánto lo siento, mi señor.

—Gracias.

Miró de soslayo a mis remeros, seguramente para hacerse una idea de las armas que llevaban, y se volvió a mí de nuevo.

—Tan triste suceso ha empañado las noticias que me han llegado de vuestra victoria. Un gran triunfo.

—Que parece haberos convencido de que debéis abandonar Wessex —repliqué cortante.

—Tras el acuerdo que alcanzamos, traté de marcharme, mi señor; pero tuvimos que reparar algunos de los barcos —añadió, al tiempo que se fijaba en Uhtred y no pasaba por alto los tachones de plata que adornaban el tahalí del chico—. ¿Vuestro hijo?

—Así es. Mi hijo Uhtred —repuse.

—Magnífico muchacho —mintió Haesten.

—Uhtred, ¡ven aquí!

Nervioso, sin dejar de mirar a todos lados, como temeroso de que alguien pudiera hacerle daño, el chaval se acercó a nosotros, con la dignidad de un patito mareado.

—Este hombre es el jarl Haesten, danés —le dije—. Día llegará en que acabaré con él o él acabará conmigo —Haesten se reía para sus adentros; mi hijo no apartaba los ojos de la cubierta—. Si fuera él quien acabase conmigo —añadí—, tienes la obligación de acabar con él.

Haesten esperó una respuesta por parte del joven Uhtred, pero el chico se quedó cohibido, mientras el danés esbozaba una sonrisa malévola.

—¿Qué tal mi hijo, lord Uhtred? —preguntó, como quien no quiere la cosa—. ¿Qué tal se desenvuelve en su papel de rehén?

—Hará cosa de un mes que ahogué al pequeño bastardo —contesté.

Haesten se echó a reír al escuchar mentira tan grosera.

—Ni falta que hubieran hecho rehenes —exclamó, a la vez que, con un gesto, apuntaba al Dragón errante—. Yo cumpliré mi parte. Ahí tenéis al padre Willibald que os lo confirmará. Iba a enviarlo a Lundene con una carta. ¿Tendríais la amabilidad de llevarlo hasta allí, mi señor?

—¿Sólo al padre Willibald? ¿No dejé dos curas en vuestras manos? —le pregunté sorprendido.

—El otro murió de un atracón de anguilas —dijo, restando importancia al asunto—. ¿Os llevaréis a Willibald con vos?

—Claro que sí —contesté, sin dejar de mirar la flota que seguía adelante, hacia el norte—. ¿Adónde os dirigís?

—Al norte —respondió Haesten, como si nada—; a Anglia Oriental o a cualquier otra parte. No a Wessex, desde luego.

No quería decirme a dónde se dirigían, pero estaba claro que sus barcos ponían rumbo a Beamfleot. Allí nos habíamos enfrentado cinco años antes, y es muy posible que Haesten no guardase buen recuerdo de aquel sitio. Aquel lugar, en la ribera norte del estuario del Temes, ofrecía dos ventajas singulares. De un lado, la ensenada conocida como Hothlege, al resguardo de la isla de Caninga, donde bien podían refugiarse trescientos barcos, y el viejo fuerte, en lo alto de la verde colina que se alzaba a sus espaldas, de otro. Era un sitio seguro, mucho más que el campamento que, sólo con la intención de extorsionar a Alfredo con tal de que se marchara de allí, Haesten había plantado en la costa de Cent. En Beamfleot, dispondría de una fortaleza prácticamente inexpugnable, al tiempo que se mantenía a muy escasa distancia de Lundene y de Wessex. Era taimado como una serpiente.

El padre Willibald no pensaba lo mismo. Fue preciso acercar los dos barcos hasta tocarse para que el cura pasase a gatas de uno a otro. Se tumbó cuan largo era en la cubierta del Lobo plateado, y dirigió a Haesten un cordial gesto de despedida, que me hizo sonreír antes de que, de un salto, el danés regresase a su embarcación.

El cura se me quedó mirando sin saber qué decir. Tan pronto su rostro revelaba pesadumbre como alegría, expresiones que iban acompañadas de gestos nerviosos como si tratase de dar con las palabras más adecuadas a ambos estados de ánimo. Pesó más la congoja.

—Mi señor, decidme, os lo ruego, que no es cierto lo que me han contado.

—Lo es, padre.

—¡Dios mío! —exclamó, negando con la cabeza y santiguándose—. Todas las noches, señor, rezaré por su alma y por las almas de vuestros hijos —al observar mi tristeza, su voz pareció quebrarse, pero, en esta ocasión, pudo más la alegría que sentía—. Traigo magníficas, espléndidas noticias, mi señor —y sin hacer caso de la cara que ponía, se volvió para recoger el triste morrión que, con sus pertenencias, le habían arrojado desde el Dragón errante.

—¿Qué noticias son ésas? —me interesé.

—Tienen que ver con el jarl Haesten, mi señor —me contestó, entusiasmado—. Me ha pedido que bautice a su esposa y a sus dos hijos, mi señor —añadió muy sonriente, invitándome a compartir su alegría.

—¿Que os ha pedido qué? —le pregunté sorprendido.

—¡Que su familia quiere el bautismo! ¡He escrito una carta en su nombre, dirigida a nuestro rey! Parece que nuestra labor ha dado sus frutos, mi señor. La esposa del jarl, que Dios la colme de bendiciones, ¡ha visto la luz y desea participar de la redención de Nuestro Señor! Ha aprendido a amar a Nuestro Salvador, mi señor, y su esposo le ha dado el consentimiento para que se convierta —me lo quedé mirando con la esperanza de que mi gesto de desdén lo bajase de las nubes, pero Willibald no era hombre propenso al desaliento, así que volvió a la carga con entusiasmo—: ¿No os dais cuenta, mi señor? Si su esposa se convierte, él seguirá sus pasos. Siempre pasa lo mismo, mi señor: la esposa es la primera en adentrarse por el camino de la salvación, ¡y cuando ella lo emprende, el esposo la sigue!

—Nos está engatusando para que nos durmamos en los laureles, padre —repliqué.

El Dragón errante ya se había unido a la flota, que seguía adelante, rumbo norte.

—El jarl es un alma que no encuentra sosiego —continuó Willibald—; más de una vez me lo ha dicho —añadió alzando los brazos al cielo, donde una miríada de aves acuáticas agitaba las alas en dirección sur—. Cuando un pecador se arrepiente, hay regocijo en el cielo, mi señor. ¡Está a un paso de ser redimido! Y cuando un caudillo se convierte, su pueblo le imita y sigue a Cristo.

—¿Caudillo, decís? —rezongué—. Haesten no es más que una cagarruta, una mierda pinchada en un palo. Lo único capaz de desasosegarlo, padre, es la codicia. No nos quedará más remedio que matarlo.

Willibald hizo oídos sordos a mis sarcásticas palabras, y fue a sentarse al lado de mi hijo. Me quedé mirándolos mientras hablaban, y me pregunté por qué Uhtred nunca prestaba atención a las conversaciones que yo mantenía con él y, sin embargo, escuchaba embelesado los comentarios de Willibald.

—¡Ojito con llenarle la cabeza de pájaros! —grité.

—De eso, precisamente, estábamos hablando, mi señor —repuso el cura, con agudeza—, de los lugares adonde migran en invierno.

—¿Adónde van?

—Supongo que al otro lado del mar —apuntó.

La corriente perdió fuerza, se encalmó y cambió de sentido, de modo que nos dejamos llevar y la seguimos río arriba. Pensativo, me acomodé en el altillo junto a Finan, que mantenía con firmeza el imponente timón. Mis hombres remaban pausadamente, encantados de ir en el sentido de la corriente, mientras cantaban el himno de Aegir, dios del mar, y de Rán, su esposa, y de sus nueve hijas, divinidades a las que conviene encomendarse para que un barco salga con bien de aguas turbulentas. Lo canturreaban porque sabían que me gustaba. En aquel instante, se me antojó anodino y carente de sentido, de modo que no me uní a ellos. Me limité a contemplar la capa de humo que se cernía sobre Lundene, aquella negrura que mancillaba el cielo estival, y pensé que me hubiera gustado ser pájaro, volar y desaparecer por encima de la nada.

* * *

La carta de Haesten pareció devolver la vida a Alfredo. Según él, la misiva era una muestra más del favor divino, afirmación con la que el obispo Erkenwald estuvo de acuerdo, como no podía ser de otra manera. Al decir del prelado, el mismo dios que había acabado con los paganos en Fearnhamme había obrado el milagro en el corazón de Haesten. Willibald partió para Beamfleot con una carta de invitación dirigida a Haesten para que acudiese a Lundene con su familia, donde Alfredo y Etelredo actuarían como padrinos de Brunna, del joven Haesten y de Horic, el de verdad. Nadie se molestó en recordar que el rehén sordomudo también era hijo del danés. El desliz quedó barrido por el entusiasmo que reinaba en Wessex a finales de aquel verano que, poco a poco, dejaba paso al otoño.

El rehén sordomudo quedó adscrito a mi servicio. Me dio por llamarlo Harald. Era un muchacho despierto, y lo puse a trabajar en la armería, donde pronto destacó por su destreza con la piedra de amolar y no tardó en dar muestras de interés por toda clase de armas. Por si fuera poco, tenía a Skade presa en casa. Nadie quería hacerse cargo de ella. Durante un tiempo la exhibí en una jaula a la puerta de casa, pero tal humillación poco consuelo era para la maldición que me había caído encima. Nada valía como rehén, puesto que su amado se lamía las heridas en el islote de Torneie. Así que una noche me la llevé río arriba en uno de los barcos pequeños que teníamos al otro lado del puente en ruinas de Lundene.

El islote estaba cerca de la ciudad. Con una treintena de hombres a los remos, llegamos a la confluencia con el río Colaun antes del mediodía. Nos adentramos lentamente en el pequeño río. No había gran cosa que ver. Los hombres de Harald, menos de trescientos, habían levantado un muro de tierra coronado por una tupida empalizada de espino. Tras aquella defensa de pinchos, sobresalían algunas lanzas, pero no se veía ni una sola techumbre: en Torneie no había madera para hacer cabañas. Perezoso, entre marismas y cañaverales, el río discurría a ambos lados del islote; a lo lejos, los dos campamentos de las fuerzas sajonas que habían puesto sitio a la isla. Un par de barcos de Mercia, además, permanecían amarrados en mitad de la corriente para impedir que los daneses pudieran recibir víveres.

—Ahí está vuestro enamorado —le dije a Skade, señalando a los espinos. Ordené a Ralla, que iba al timón, que nos acercara a la isla lo más que pudiera y, cuando la proa de la nave ya casi tocaba los juncos, llevé a rastras a la joven y repetí—: Ahí tenéis a vuestro amante, cojo, impotente.

Algunos daneses que habían desertado nos habían informado de que Harald había resultado herido en la pierna izquierda y en la entrepierna. Aguijón-de-avispa le había penetrado por debajo del faldón de la cota de malla; recordé cómo, tras dar en hueso, arremetí con fuerza, de forma que el acero había seguido su camino muslo arriba, desgarrando músculos y cortando venas hasta la entrepierna. La pierna se le había gangrenado, y habían tenido que amputársela. Pero seguía con vida, y quizá fuera su odio implacable lo que mantenía vivos a sus hombres, que se encaraban con un futuro que nada tenía de prometedor.

Skade no abrió la boca. Se quedó mirando el muro coronado de espinos tras el que sobresalían las puntas de lanza. Llevaba una túnica de esclava, muy ceñida a la altura de su estrecha cintura.

—Se han comido hasta los caballos; se alimentan de anguilas, ranas y peces —le dije.

—Saldrán adelante —repuso en tono sombrío.

—Están atrapados —añadí con desdén—, y esta vez Alfredo no les ofrecerá oro para que se marchen. Este invierno, cuando ya no tengan qué comer, Alfredo acabará con ellos, de uno en uno, ¿me oís?

—Sobrevivirán —insistió.

—¿Acaso sois capaz de leer el futuro?

—Así es —replicó. Acaricié el martillo de Thor.

La odiaba y, sin embargo, me costaba apartar los ojos de ella. Se le había dispensado el don de la belleza, no muy diferente de la elegancia de las armas: una hermosura refinada, contundente, resplandeciente. Aun cautiva, desgreñada y cubierta de harapos como estaba, llamaba la atención. Sus labios y sus espesos cabellos dulcificaban los ángulos de su rostro. Mis hombres no le quitaban los ojos de encima. Soñaban con que se la entregase para gozar de ella y, después, matarla. La consideraban una bruja danesa, tan peligrosa como apetecible. De sobra sabía que había sido su maldición la que me había arrebatado a Gisela y que nada habría dicho Alfredo si la hubiese ejecutado, pero no podía hacerlo: me tenía hechizado.

—Sois libre de ir con ellos —le dije.

Se me quedó mirando con sus enormes ojos oscuros, y no dijo nada.

—Saltad del barco —añadí. No estábamos lejos de la orilla que, en pendiente, subía a Torneie; le bastaba con nadar un par de pasos, haría pie y enseguida estaría en tierra firme—. ¿Sabéis nadar?

—Sí.

—Id a su lado, pues —insistí, armándome de paciencia—. ¿No aspiráis a ser reina de Wessex? —le pregunté en tono de mofa.

Volvió la vista de nuevo hacia la isla lóbrega.

—Tengo sueños en los que se me aparece Loki —me dijo en voz baja.

Loki era un dios renegado, la vergüenza de Asgard, un dios que merecía la muerte. Loki era para nosotros lo que la serpiente del paraíso para los cristianos.

—¿Os habla de maldades? —le pregunté.

—Está triste —respondió—, y no para de hablar. Yo procuro consolarlo.

—¿Qué tiene eso que ver con que saltéis del barco?

—No es ése mi destino.

—¿Os lo ha dicho Loki?

Asintió con la cabeza.

—¿Os dijo que seríais reina de Wessex?

—Sí —repuso tranquilamente.

—Pero Odín es más fuerte —le dije. Ojalá Odín hubiera pensado más en Gisela y menos en Wessex. En ese momento, me pregunté por qué los dioses habrían consentido que los cristianos se alzasen con la victoria en Fearnhamme en lugar de permitir que los suyos se apoderasen de Wessex; pero ya se sabe que los dioses son caprichosos y traviesos, aunque ninguno tan alocado como el pícaro Loki—. ¿Y qué os dice Loki en estos momentos? —le pregunté con aspereza.

—Que me deje llevar.

—No os necesito. Así que saltad del barco, nadad y morid de hambre.

—No es ése mi destino —repitió con voz apagada, como si su alma careciera de vida.

—¿Qué tal si os doy un empujón?

—No lo haréis —repuso muy convencida, y estaba en lo cierto.

La dejé en la proa, mientras el barco viraba y la corriente nos llevaba de vuelta al Temes y a Lundene. Aquella noche la saqué de la despensa donde la tenía encerrada. Le dije a Finan que nadie se metiese con ella, que la dejasen ir donde quisiese, que era libre. A la mañana siguiente, engurruñada y en silencio, seguía en el patio de mi casa, sin quitarme los ojos de encima.

Trabajó como esclava en las cocinas. Las criadas y las otras esclavas le tenían miedo. Siempre callada y lánguida, como si la vida la hubiese abandonado. La mayoría de las personas que trabajaban en mi casa eran cristianas y, cuando se cruzaban con ella, se santiguaban; con todo, obedecieron mis órdenes y nadie la molestó. Podía haberse marchado cuando hubiera querido, pero se quedó. Podía habernos envenenado a todos, pero nadie cayó enfermo.

El otoño trajo vientos fríos y húmedos. Salieron correos hacia las tierras del otro lado del mar y los reinos galeses para anunciar el bautizo de la familia de Haesten, acompañados de invitaciones para enviar testigos a la ceremonia. Como es de suponer, Alfredo consideraba que la decisión de Haesten de sacrificar a su esposa y a sus hijos era una hazaña no menor que la de Fearnhamme, y ordenó que engalanasen las calles de Lundene con banderolas para dar la bienvenida a los daneses. Alfredo se presentó en la ciudad a última hora de una tarde en que llovía a cántaros. Nada más llegar, se dirigió al palacio que ocupaba el obispo Erkenwald en lo alto de la colina, al lado de la iglesia reconstruida. Aquella misma noche se celebró un oficio de acción de gracias al que me negué a asistir.

A la mañana siguiente, acudí al palacio con mis tres hijos. Etelredo y Etelfleda, que cuando las circunstancias así lo exigían simulaban ser un matrimonio bien avenido, también estaban en Lundene. Etelfleda me dijo que le encantaría que mis tres hijos jugasen con su hija.

—¿Significa eso que no tenéis pensado ir a la iglesia? —le pregunté.

—Allí estaré —me dijo, con una sonrisa—. Confiemos en que Haesten no falte.

Las campanas de todas las iglesias de la ciudad repicaban para recibir a los daneses. A pesar de la incesante y fría lluvia del este que caía, las calles estaban atestadas.

—Vendrá —repuse.

—¿Por qué estáis tan seguro?

—Se pusieron en camino al amanecer —había apostado vigías en las marismas del estuario del Temes; al alba, mis ojeadores habían encendido fogatas para advertirme de que los barcos habían dejado atrás la ensenada de Beamfleot y se dirigían río arriba.

—Lo único que busca es que mi padre no vaya contra él —dijo Etelfleda.

—Es una comadreja de mierda.

—Va tras Anglia Oriental —continuó—. Eohric es un rey débil y Haesten no dudaría en ceñirse su corona.

—Es posible —repuse no muy convencido—; pero estoy seguro de que preferiría quedarse con Wessex.

Etelfleda negó con la cabeza.

—Mi marido tiene un informador en su campamento, y le asegura que Haesten se dispone a atacar Grantaceaster.

Grantaceaster era la plaza donde el nuevo rey danés de Anglia Oriental había establecido su capital. Una ofensiva bien pensada bastaría para que Haesten se hiciese con el trono. Porque, sin duda, iba detrás de una corona, y todo el mundo coincidía en afirmar que Eohric era un gobernante débil. Pero Alfredo había firmado un tratado con Guthrum, el monarca que lo había precedido, por el que Wessex se comprometía a no intervenir en los asuntos internos de Anglia Oriental. De modo que, si las ambiciones de Haesten pasaban por aquel trono, ¿por qué buscaba complacer a Alfredo? Estaba claro que Haesten quería apoderarse de Wessex, pero la victoria de Fearnhamme le había abierto los ojos acerca de los riesgos que entrañaban sus ambiciosos proyectos. En ese momento, caí en la cuenta de que había un trono vacante, y todas las piezas encajaron.

—Creo que está más interesado en Mercia —aventuré.

Etelfleda reflexionó un momento, y negó de nuevo con la cabeza.

—En ese caso, se enfrentaría con nosotros y con Wessex. El espía de mi marido está convencido de que Anglia Oriental es su objetivo.

—Ya veremos.

Echó un vistazo a la estancia contigua, donde los niños se entretenían con unos juguetes de madera.

—Uhtred ya tiene edad para ir a la iglesia —comentó.

—No voy a dejar que reciba una educación cristiana —repliqué muy decidido.

Me dedicó una sonrisa levemente desdeñosa, acompañada de aquel precioso mohín que tantas veces le había visto de niña.

—Mi querido lord Uhtred, el caso es ir siempre contra corriente.

—¿Qué me decís de vos, señora? —pregunté a mi vez, recordando que había estado a punto de fugarse con un danés.

—Mi marido y yo estamos en el mismo barco —respondió con un suspiro; aparecieron unos sirvientes para anunciar que Etelredo reclamaba su presencia. Al parecer, Haesten se acercaba a las murallas de la ciudad.

Llegó en el Dragón errante, que quedó fondeado en uno de los carcomidos embarcaderos que había más allá de mi casa. Con mantos de piel y coronas de bronce, Alfredo y Etelredo acudieron a recibirlo. Sonaron las trompas y retumbaron los tambores al ritmo de una briosa marcha que quedó un tanto deslucida cuando, al arreciar la lluvia, se destensaron las pieles de las cajas. Supongo que por consejo de Willibald, Haesten se presentó sin armadura y sin armas, aunque su largo manto de cuero era lo bastante holgado como para ocultar una espada. Llevaba las trenzas de la barba recogidas con unas tiras de cuero, y hubiera jurado que en una de ellas disimulaba el amuleto del martillo. Su esposa y sus dos hijos vestían blancos hábitos penitenciales y, descalzos, se unieron al cortejo que ya se disponía a subir hasta la cima de la colina de Lundene.

Su mujer se llamaba Brunna, aunque aquel día recibiría un nuevo nombre cristiano. Menuda y rechoncha, miraba nerviosa a todas partes como si temiese que las multitudes que se agolpaban en las estrechas calles fueran a hacerle algo. Me llamó la atención lo poco agraciada que era. Para Haesten, un hombre ambicioso que aspiraba a ser reconocido como uno de los grandes señores de la guerra, el donaire de su esposa era tan importante como su esplendorosa armadura o las riquezas de que hacían gala sus secuaces. Pero Haesten no se había casado con Brunna por sus atractivos. Se había unido en matrimonio con ella por la dote, de la que se había servido para iniciar su encumbramiento. Era su esposa, pero me imaginé que no era su compañera de cama, ni de casa ni de nada. Deseaba que se bautizase porque para él no significaba nada, aunque Alfredo, con su elevada visión del matrimonio, jamás habría comprendido tamaña hipocresía. Dudo mucho que sus hijos se tomasen el bautismo en serio, y estoy seguro de que, en cuanto dejasen atrás Lundene, les ordenaría que se olvidasen de la ceremonia en cuestión. La religión puede influir y mucho en los niños, de ahí que más valga educarlos en el sentido común.

Un coro de monjes abría el cortejo, seguido por unos niños que llevaban ramas verdes; detrás, más frailes, un grupo de abades y obispos, y Steapa, al frente de cincuenta hombres de la guardia real, que marchaban justo delante de Alfredo y sus invitados. El rey, que no se encontraba bien, caminaba despacio. Se había negado a subirse a una carreta. Habían recuperado el viejo carromato que habíamos volcado en los alrededores de Fearnhamme, pero Alfredo insistió en ir a pie para acercarse a su dios con humildad. De vez en cuando, se apoyaba en Etelredo, de forma que el rey y su yerno cojeaban penosamente mientras enfilaban colina arriba. Etelfleda iba un paso por detrás de su marido; tras ella y después de Haesten, los embajadores de Gales y Frankia que habían acudido como testigos del milagro de la conversión de aquellos daneses.

Haesten pareció dudar a la hora de entrar en la iglesia. Sospecho que pensaba que le tendían una celada. Pero Alfredo le animó a hacerlo. Recelosos, los daneses entraron en el templo, donde lo más amenazador que vieron fue una bandada de frailes con sus hábitos negros. La iglesia daba cobijo a una preciosa y pequeña nave. Yo no tenía pensado acudir, pero Alfredo me había enviado un emisario para que no faltase. Así que allí estaba, al fondo del templo, observando el humo que echaban unos imponentes velones y escuchando los cánticos de los monjes que, a ratos, quedaban amortiguados por la intensa lluvia que caía sobre la techumbre de paja. Una multitud se había congregado en la pequeña explanada que se extendía a la puerta del santuario, desde donde, subido a un taburete, un cura desastrado repetía a voz en cuello las palabras del obispo Erkenwald para que la muchedumbre, calada hasta los huesos, tuviese la oportunidad de oírlas a pesar del viento y la lluvia.

Llenas hasta la mitad de agua del Temes, ante el altar había tres cubas con zunchos de plata. Brunna, que no entendía nada, fue invitada a introducirse en el barril del centro. Cuando se metió en el agua fría, lanzó un gritito de espanto, y allí se quedó, tiritando y con los brazos cruzados sobre el pecho. Sin contemplaciones, sus hijos fueron a parar a las cubas situadas a los lados; luego, los obispos Erkenwald y Asser vertieron sendos cazos de agua sobre las cabezas de los espantados muchachos.

—¡Mirad que el espíritu desciende sobre vosotros! —gritó el obispo Asser, al tiempo que calaba a los neófitos.

A continuación, ambos obispos secaron los cabellos de Brunna, y pronunciaron su nuevo nombre cristiano, Etelbruna. Alfredo no cabía en sí de gozo. Ateridos, los tres daneses no dejaban de temblar, mientras un coro de niños ataviados con túnicas blancas entonaba un cántico que parecía no tener fin. Recuerdo que Haesten se volvió despacio, me buscó con la mirada y alzó una ceja haciendo grandes esfuerzos para no echarse a reír. Sospeché que se lo había pasado en grande con la humillación acuosa a que había sido sometida su poco atractiva mujer.

Al finalizar la ceremonia, Alfredo se quedó un rato conversando con Haesten; luego, los daneses se marcharon, cargados de regalos. El rey les entregó un cofre repleto de monedas, un gran crucifijo de plata, unos evangelios y un relicario con un hueso de un dedo de la mano de san Etelburgo, un santo al que, por lo visto, lo habían subido al cielo con unas cadenas de oro, pero que debió de dejarse un dedo por el camino. Cuando el Dragón errante comenzó a apartarse del embarcadero, la lluvia caía con más fuerza si cabe. Escuché cómo Haesten les gritaba una orden a los remeros y observé cómo las palas se hundían en las inmundas aguas del Temes y la nave ponía rumbo al este.

Por la noche se había organizado una fiesta para celebrar los acontecimientos de aquel día grande. Al parecer, Haesten había disculpado su asistencia, una falta de cortesía por su parte, ya que el banquete y la cerveza eran en su honor. Probablemente, fue una sabia decisión por su parte. Si bien no estaba permitido llevar armas en la residencia real, la cerveza seguramente habría sido motivo de querellas entre sajones y hombres de Haesten. En cualquier caso, Alfredo restó importancia al gesto. Estaba de veras encantado. Quizá ya se hubiera percatado de que la muerte lo acechaba. Aun así, no olvidaba que su dios le había colmado de bondades: había contemplado la cruel derrota de Harald y había asistido al bautizo de los parientes más próximos de Haesten.

—Creo que dejaré un Wessex en condiciones —oí que le decía al obispo Erkenwald.

—Confío en que pasen muchos años antes de que eso ocurra, mi señor —contestó Erkenwald con unción.

—Eso está en manos de Dios, obispo —dijo Alfredo, dándole una palmada en el hombro.

—Pero Dios escucha las plegarias de su pueblo, mi señor.

—En ese caso, rezad por mi hijo —respondió el rey, al tiempo que se volvía hacia Eduardo, quien, incómodo, ya estaba sentado en la mesa de respeto.

—Siempre lo hago —repuso el obispo.

—Hacedlo ahora, pues —insistió Alfredo, de buen talante—, para que Dios tenga a bien bendecir este banquete.

Erkenwald aguardó a que el rey se sentase en la cabecera de la mesa principal y, en voz alta, recitó una larga oración, pidiendo a su dios que bendijese aquella comida, que se estaba enfriando, y dándole gracias por la paz que tan buen futuro auguraba para Wessex.

Pero su dios no lo escuchaba.

* * *

Fue precisamente durante aquella celebración cuando comenzaron los problemas. Me imagino que los dioses se aburrían con nosotros. Echaron un vistazo a la tierra, repararon en lo contento que parecía Alfredo y, caprichosos como son, decidieron que ya había llegado la hora de jugar un rato a los dados.

Estábamos en el espléndido palacio romano, un edificio de ladrillo y mármol, parcheado aquí y allá con pajas y zarzas sajonas. Había un estrado reservado para el trono en el que, para la ocasión, se había dispuesto un largo caballete cubierto con manteles verdes, que hacía las veces de mesa. Flanqueado por Ælswith, su esposa, y Etelfleda, su hija, Alfredo se sentaba en el centro del lado más largo de aquella mesa improvisada. Aparte de las criadas, eran las únicas mujeres allí presentes. Etelredo estaba sentado a continuación de Etelfleda, y Eduardo, al otro lado de su madre. Los otros seis asientos los ocupaban el obispo Erkenwald, el obispo Asser y los representantes de más alto rango de otros reinos. En uno de los extremos del estrado, acompañándose al arpa, un juglar entonaba un largo himno de alabanza al dios de Alfredo.

En el piso, a los pies del estrado, entre las columnas de la estancia, se habían montado otros cuatro caballetes que sustituían a otras tantas mesas, donde comían los invitados, eclesiásticos y guerreros en confusa mezcolanza. Entre Finan y Steapa, me acomodé en el rincón más apartado del recinto. He de confesar que estaba de muy mal humor. No me cabía la menor duda de que habíamos asistido a una tomadura de pelo por parte de Haesten. El rey, uno de los hombres más prudentes que he conocido en mi vida, sentía debilidad por su dios, y ni se le pasó por la cabeza que las supuestas concesiones del danés respondieran a una calculada estrategia política. Según Alfredo, todo era mucho más sencillo: su dios había obrado un milagro. Tanto por su yerno como por sus propios espías, estaba al corriente de que Haesten ambicionaba el trono de Anglia Oriental, pero no era un asunto que le preocupase en demasía, puesto que ya se había resignado a que ese territorio estuviera en manos danesas. Soñaba con recuperarlo, pero tenía muy clara la diferencia entre lo que era posible y lo que no dejaba de ser sino un deseo inalcanzable. En los últimos años de su vida, Alfredo siempre se refería a sí mismo como rey de los Angelcynn, es decir, rey de los ingleses, entendiendo por tal que su autoridad se extendía sobre todos los territorios britanos donde se hablaban lenguas sajonas. De sobra sabía que tal título era una quimera, no una realidad. Alfredo había afianzado el territorio de Wessex y ejercía su autoridad sobre gran parte de Mercia, pero el resto de los Angelcynn eran súbditos de los daneses, y poco podía hacer para cambiar las cosas. Aun así, se sentía orgulloso de haber hecho de Wessex un reino respetado, capaz de derrotar al gran ejército de Harald y obligar a Haesten a que solicitase el bautismo para los suyos.

Tales eran las cosas que me rondaban por la cabeza, mientras Steapa mascullaba más que hablaba algo que apenas podía oír, y Finan contaba chistes malos, que yo le reía. Lo único que deseaba era salir de allí cuanto antes. Las celebraciones de Alfredo tenían poco de festivas. La cerveza era escasa, y los espectáculos elegidos, siempre de carácter edificante. Tres monjes salmodiaron una larga plegaria en latín; a continuación, un coro de niños interpretó una cancioncilla acerca de si eran los corderos de dios, que bastó para que Alfredo se sintiera casi en éxtasis.

—¡Maravilloso! ¡Realmente precioso! —exclamó cuando los chavales, ataviados con sobadas túnicas, dieron por concluida la marramizada.

Me temí lo peor, que estuviera a punto de pedirles que entonaran otra canción. Pero el obispo Asser se inclinó por detrás de Ælswith y debió de proponer algo que hizo que al rey se le iluminasen los ojos.

—Hermano Godwin —llamó en voz alta al monje ciego—. ¡Hace ya unas cuantas semanas que no nos cantáis nada!

El joven monje pareció sorprendido. Uno de los comensales lo tomó del brazo y lo acompañó hasta el lugar que hasta entonces habían ocupado los niños, que, en aquel instante y al cuidado de una monja, abandonaban el recinto. Allí estaba el hermano Godwin, solo, mientras el arpista arrancaba algunos acordes de las cuerdas de crin de caballo de su instrumento. En ningún momento se me pasó por la cabeza que el monje ciego se pusiera a cantar, pero el caso es que comenzó a echar la cabeza adelante y atrás, mientras la música sonaba más rápida e inquietante. Algunos de los presentes se santiguaron; el fraile empezó a emitir una especie de sordo lamento.

—Está chiflado —le dije a Finan en un susurro.

—No, mi señor —me respondió en el mismo tono, al tiempo que se señalaba la cruz que siempre llevaba al cuello—; está poseído. He visto santones en Irlanda que hacían cosas parecidas —añadió en voz baja.

—El espíritu habla a través de él —intervino Steapa, sobrecogido.

Alfredo debió de escuchar nuestros cuchicheos, porque nos miró con gesto de disgusto. Nos callamos la boca. De repente, Godwin comenzó a retorcerse y profirió un grito que retumbó por las paredes de la estancia. Antes de escaparse por el agujero practicado en el tejado de la villa romana, el humo de los braseros parecía pegársele alrededor del cuerpo.

Mucho tiempo después, me enteré de que había sido el obispo Asser quien había descubierto al hermano Godwin, un joven monje ciego, confinado en una celda del monasterio de Æthelingæg. Así lo había dispuesto el abad, convencido de que el joven estaba como una cabra. Pero el obispo Asser había llegado a la conclusión de que Godwin escuchaba realmente la voz de su dios, y llevó al monje a presencia de Alfredo, quien, al enterarse que procedía del mismo lugar en que había superado el momento más crítico de su reinado, lo recibió con los brazos abiertos.

Godwin comenzó a gemir. Emitía unos sonidos parecidos a los de alguien que está sufriendo lo indecible; el arpista retiró las manos de su instrumento. Desde las oscuras estancias traseras del palacio, unos perros respondieron con aullidos a tales gañidos.

—Es el espíritu santo que desciende —musitó Finan con fervor.

En ese instante, Godwin lanzó un grito estremecedor, como si le estuvieran sacando las tripas.

—Alabado sea Dios —dijo Alfredo.

El rey y su familia no le quitaban los ojos de encima. El monje estaba de pie en la posición de un crucificado; al cabo, bajó los brazos y comenzó a hablar. Se estremecía mientras hablaba; su voz tan pronto se alzaba como se volvía un susurro, tan pronto profería alaridos como se tornaba inaudible. Al principio, sus palabras sonaron incoherentes, como si hablase una lengua desconocida. Poco a poco, sin embargo, en medio de aquella jerigonza, comenzaron a escucharse frases llenas de sentido. Alfredo era el elegido de Dios. Wessex, la tierra prometida, que manaba leche y miel. Las mujeres habían traído el pecado al mundo. Los resplandecientes ángeles de Dios nos guardaban bajo sus alas. El Altísimo es terrible. Las aguas de Israel se habían convertido en sangre. La puta de Babilonia está entre nosotros.

Hizo un alto tras decir esto último. El arpista, que había discernido una cierta cadencia en las frases sincopadas de Godwin, tocaba suavemente, pero las manos dejaron de pulsar las cuerdas de nuevo cuando el monje, con su mirada carente de expresión, recorrió la estancia y compuso un gesto de sorpresa.

—¡La puta! —comenzó a gritar—. ¡La puta, la puta, la ramera está entre nosotros! —al tiempo que emitía una especie de maullido; las piernas le flaquearon y comenzó a sollozar.

Nadie dijo nada. Nadie se movió. Escuché el viento que soplaba por el agujero del tejado; pensé en mis hijos, a quienes había dejado en los aposentos de Etelfleda, y me pregunté si estarían escuchando aquella locura.

—¡La puta! —repitió Godwin, convirtiendo esa palabra en un prolongado y palpitante aullido; se puso en pie de nuevo, y pareció de pronto estar en sus cabales—. La puta se ha instalado entre nosotros, mi señor —le dijo a Alfredo con voz normal.

—¿La ramera? —preguntó el rey, por si había oído mal.

—¡La puta! —gritó Godwin de nuevo, antes de recobrar la cordura—. La puta, mi rey, el gusano de la fruta podrida, la rata que se esconde en el granero como la langosta en el trigal, o la enfermedad en el hijo de Dios. Atribula a Dios, mi señor —añadió, antes de echarse a llorar.

Acaricié el martillo de Thor. Godwin estaba mucho más loco de lo que yo había imaginado, pero los cristianos allí presentes lo miraban arrobados, como si fuera un regalo llovido del cielo.

—¿Dónde está Babilonia? —le pregunté a Finan en un susurro.

—No lo sé, mi señor. Muy lejos de aquí, quién sabe; puede que incluso más lejos que Roma —me contestó en voz baja.

Godwin sollozaba en silencio, pero no decía nada. Con un gesto, Alfredo indicó al músico que se pusiera a tocar.

Pulsó las cuerdas de nuevo, Godwin reaccionó y retomó su cantinela.

—Babilonia, donde reside el demonio —gritó—. La puta es la hija del diablo, la levadura del pan se revendrá. La puta está entre nosotros. La puta murió y el maligno la resucitó. La puta nos destruirá. ¡Detente! —ordenó al músico que, sobrecogido, no dudó en acercar las manos de las cuerdas para que dejasen de vibrar.

—Dios está de nuestra parte. ¿Quién podrá destruirnos? —preguntó Alfredo con voz afable.

—La ramera puede acabar con nosotros —dijo el obispo Asser; no estaba muy seguro, pero pensé que me había mirado a mí, aunque dudo que pudiera verme porque estaba sentado en la penumbra.

—¡La puta, necio! —le gritó el monje a Alfredo—. ¡La puta!

Nadie le reprendió por haber llamado necio al rey.

—¡Dios velará por nosotros! —aseguró el obispo Erkenwald.

—La puta estaba entre nosotros, y la puta murió y Dios la envió al fuego del infierno; el diablo la resucitó, y aquí la tenemos de nuevo —afirmó Godwin con aplomo—. ¡Está aquí! ¡Su hedor corrompe al pueblo elegido de Dios! ¡Debe ser descuartizada y sus pútridos restos arrojados a las profundidades del mar! ¡Así lo manda Dios! ¡Dios, que se lamenta en el cielo porque no obedecéis sus mandamientos, os ordena que matéis a la puta! ¡Dios esta afligido y apesadumbrado! ¡Dios está afligido! ¡Como gotas de fuego, las lágrimas de Dios caerán sobre nosotros! ¡Y es la puta quien le hace llorar!

—¿Quién es la ramera? —preguntó Alfredo.

Finan me apretó el brazo a modo de advertencia.

—Antes se llamaba Gisela —acababa de musitar Godwin.

Al principio, pensé que había oído mal. Pero los hombres me miraban, y Finan me sujetaba el brazo. Estaba seguro de que había entendido mal, pero entonces el monje empezó a canturrear de nuevo.

—Gisela, la gran puta, ahora se llama Skade. ¡Inmundicia con humano disfraz, la puta de la podredumbre, una cagada del diablo con pechos, una puta, esa Gisela! ¡Dios la mató porque era inmunda y ahora ha vuelto a la vida!

—No —me dijo Finan, aunque sin apremio, al ver que me ponía en pie.

—¡Lord Uhtred! —gritó Alfredo. Esbozando una media sonrisa, el obispo Asser no dejaba de mirarme, mientras el monje por él instruido aún se retorcía y gritaba—. ¡Lord Uhtred! —alzó de nuevo la voz el rey, dando un manotazo en la mesa.

Un par de zancadas y ya estaba en mitad de la estancia; agarré a Godwin por los hombros y le obligué a volver sus ciegos ojos hacia mí.

—¡Lord Uhtred! —volvió a decir Alfredo, puesto en pie.

—Mientes, monje —le dije.

—¡Era inmunda! —continuó Godwin, escupiéndome y dándome puñetazos en el pecho—. Vuestra esposa era la puta del diablo, una puta detestada por Dios, y vos sois instrumento del maligno, ¡vos, el marido de una puta, pagano y pecador!

Se armó un alboroto. No me daba cuenta de nada. Sólo atendía a la cólera que me consumía, que estallaba, que inundaba mis oídos con sus aullidos. No llevaba armas. Era una residencia real, y nadie podía llevarlas. Y aquel monje loco me pegaba y me gritaba. Alcé la mano derecha y la descargué sobre él.

Sólo a medias lo alcancé. Presintiendo el golpe antes de recibirlo quizá, dio un paso atrás con rapidez, y sólo acerté a darle en la mandíbula, dislocándosela, de forma que el mentón se le desencajó y comenzó a sangrar por la boca. Escupió un diente y dio un salto salvaje hacia mí.

—¡Basta! —gritó Alfredo.

Los hombres por fin reaccionaron, pero me pareció que se movían con excesiva lentitud, mientras Godwin me lanzaba sanguinolentos esputos.

—¡Amante de una puta! —rezongó, o eso creo que fue lo que dijo.

—¡Basta! ¡Os lo ordeno! —exigió Alfredo.

—¡Marido de una puta! —dijo la boca ensangrentada con toda claridad.

Le golpeé de nuevo, y aquel segundo golpe le partió el cuello.

No pretendía matarlo, sólo hacerle callar, pero oí el crujido del cuello al quebrarse, y cómo, de forma grotesca, se le caía la cabeza hacia un lado; tropezó después con uno de los braseros y sus cabellos cortos y negros se prendieron fuego. Se desplomó sobre los mosaicos rotos que cubrían el suelo, y la estancia se impregnó de un hedor a pelo chamuscado y a carne quemada.

—¡Detenedlo! —gritó el obispo Asser.

—¡Acabad con él! —le secundó el obispo Erkenwald.

Horrorizado, Alfredo no me quitaba los ojos de encima. Su esposa, que siempre me había odiado, gritaba que había llegado la hora de que pagase por mis pecados.

Finan me tomó del brazo y me arrastró hasta la puerta.

—¡A casa, mi señor! —me dijo.

—¡Steapa, detenedlo! —ordenó Alfredo.

Pero Steapa me apreciaba. Vino hacia mí, pero no tan rápido como para impedir que llegase a la puerta, donde los hombres de la guardia del rey no hicieron grandes alardes por detenerme. Bastó un gesto amenazador de Finan para que apartasen las espadas. Y me arrastró a la noche.

—¡Venid, deprisa! —me dijo.

Echamos a correr colina abajo hacia el río oscuro.

Detrás de nosotros, un monje muerto y una trifulca.