El día siguiente era jueves, el día dedicado a Thor. Lo consideré un buen presagio. En su momento, Alfredo se había propuesto cambiar los nombres de los días de la semana, de forma que el jueves pasara a ser el día de María, o el del Haligast, el espíritu de la divinidad, que ya no me acuerdo muy bien, pero la idea se esfumó como rocío al sol en verano. Le guste o no al rey, en el Wessex cristiano, los nombres de Tyr, Odín, Thor y Frigg se siguen recordando cada semana.
Aquel día de Thor, pues, antes de que el sol despuntase, mientras más de seiscientos jinetes se agolpaban en la larga arteria que recorría la ciudadela, en medio del barullo habitual en tales ocasiones, a saber, estribos que se rompen y hombres a todo correr en busca de repuestos, niños que corretean entre gigantescos caballos, espadas que reciben un último repaso, el humo de los hogares flotando como niebla entre las casas, el repicar de la campana de la iglesia, los cantos de los monjes, me disponía a llevar a doscientos guerreros hasta Fearnhamme. Mientras, de pie en lo alto de la muralla, observaba la orilla más alejada del río.
Los daneses que, el día anterior, habían cruzado hasta la ribera donde se alzaba la ciudadela, habían regresado al campamento al caer la noche. Entre los árboles, aún quedaban atisbos de la humareda de las fogatas que habían prendido, pero los únicos enemigos que llegaba a distinguir eran dos vigías agazapados a la orilla del río. Por un momento, cedí a la tentación de echarlo todo a rodar, cruzar el río con seiscientos hombres y dejar que hicieran de las suyas en el campamento de Harald. No tardé en volver a la realidad. Reparé en que la mayoría estaría en Godelmingum y que, para cuando llegásemos, estarían más que despiertos. Libraríamos un tumultuoso combate, los daneses no tardarían en caer en la cuenta de que nos superaban en número y nos harían trizas. Por otro lado, quería cumplir la promesa que le había hecho a Etelfleda, y acabar con todos ellos.
Procurando que se notase, al salir el sol ejecuté la primera maniobra que había planeado: sonaron las trompas en Æscengum, la puerta del norte se abrió de par en par y cuatrocientos jinetes salieron de estampida y se dispersaron por la explanada. Los primeros en llegar se agruparon en la orilla del río, delante de las narices de los daneses, y aguardaron a que saliese el resto. Una vez que los cuatrocientos jinetes se hubieron agrupado, se dirigieron hacia el oeste y picaron espuelas hasta adentrarse en un terreno arbolado que iba a dar al camino que llevaba hasta Wintanceaster. No me moví de donde estaba, sin perder de vista a los daneses, que se agolpaban tratando de adivinar qué sucedía al otro lado del río. Estaba seguro de que ya habían enviado emisarios para advertir a Harald de lo que pasaba e informarle de que el ejército sajón emprendía la retirada.
Sólo que no se trataba de una retirada, pues, una vez al amparo de los árboles, los cuatrocientos jinetes volvieron grupas y regresaron a la ciudadela por la puerta del oeste, fuera del campo de visión de nuestros enemigos. En ese instante, bajé hasta la calle principal de la fortaleza y me acerqué a Smoka, ya ensillado. Iba vestido para la guerra: cota de malla, oro y acero. Con los ojos entrecerrados para resguardarse de la luz del sol tras dejar atrás la sagrada oscuridad, Alfredo se asomó a la puerta de la iglesia. Respondió a mi saludo con una leve inclinación de cabeza, pero no dijo nada. Mientras, mi primo Etelredo no paraba de despotricar: quería saber dónde andaba su esposa. Escuché cómo un criado le decía que estaba rezando con las monjas, lo que pareció tranquilizarlo, al menos de momento, antes de decirme a voces que las tropas de Mercia estarían esperándonos en Fearnhamme.
—Aldelmo es un muy buen guerrero: le gusta pelear —aseguró.
—Bueno es saberlo —repuse, fingiendo tan buena disposición como mi primo, del mismo modo que Etelredo me ocultaba las instrucciones secretas que había enviado a Aldelmo para que emprendiese la retirada hacia el norte si consideraba que nuestros enemigos eran superiores en número; incluso retiré la mano del alto arzón de la silla de Smoka, se la tendí y le dije en voz alta—: Será una victoria soñada, lord Etelredo.
Mi primo se quedó sorprendido ante trato en apariencia tan afable por mi parte y me estrechó la mano, no sin insistirme:
—Con la ayuda de Dios, primo, siempre con la ayuda de Dios.
—Rezo para que así sea —respondí. El rey me miró con cara de pocos amigos, pero yo le dediqué mi mejor sonrisa—. Poneos en marcha en el momento oportuno —le grité a Eduardo, el hijo de Alfredo—, y seguid siempre los consejos de lord Etelredo.
Sin saber qué responder, Eduardo miró a su padre; al no encontrar la ayuda que esperaba, azorado, se limitó a asentir:
—Así lo haré, lord Uhtred. Id con Dios.
Dios bien podría venir conmigo, pero Etelredo seguro que no. Había optado por unirse a las tropas sajonas que partirían en pos de los daneses, y formar parte así del martillo que aplastaría a los hombres de Harald contra el yunque de sus guerreros de Mercia. Por un momento me temí lo peor y que se decidiese a venir conmigo, pero Etelredo se decantó finalmente por lo más sensato, es decir, permanecer al lado de su suegro, de forma que, si Aldelmo optaba por la retirada, nadie podría señalarle con el dedo. Aunque sospechaba que había otra razón: cuando Alfredo falleciera, Eduardo sería designado rey, a no ser que el consejo real, el witan, se inclinase por un hombre de mayor edad y experiencia; Etelredo sólo pensaba en el renombre que podría alcanzar si, en esa ocasión, luchaba del lado de los sajones.
Me puse el yelmo con la cabeza de lobo en la cimera y, con el codo, indiqué a Smoka que avanzase hasta Steapa, quien, con aspecto feroz bajo la cota de malla y armado hasta los dientes, esperaba a la puerta de una herrería de la que salía una buena humareda. Me acerqué a él y le di una palmada en el yelmo.
—¿Sabéis qué es lo que tenéis que hacer? —le pregunté.
—Decídmelo una vez más —rezongó malhumorado—, y os arranco el hígado y lo aso a fuego lento.
—Nos veremos esta noche —le dije con una sonrisa.
Aunque pretendía que todo el mundo retuviese la impresión de que sería Eduardo quien se pondría al frente de los sajones, con Etelredo como consejero, lo cierto es que sólo confiaba en Steapa para que todo saliera como había planeado. Quería que fuese Steapa quien decidiera en qué momento los setecientos soldados habrían de salir de Æscengum para ir en pos de los daneses. Si abandonaban la fortaleza demasiado pronto, Harald podría dar media vuelta y hacer una escabechina; si salían demasiado tarde, los setecientos hombres que se disponían a seguir mis pasos perecerían sin duda en Fearnhamme.
—Alcanzaremos una victoria que pasará a los anales —le dije a Steapa.
—Si Dios quiere, mi señor —contestó.
—Si vos y yo lo queremos —respondí despreocupado.
Me incliné y, de manos de un sirviente, recogí mi macizo escudo de madera de tilo y me lo eché a la espalda; luego espoleé a Smoka y me dirigí a la puerta norte, donde se encontraba el pintoresco carromato de Alfredo con un tiro de seis caballos. Habíamos enganchado caballos al pesado carruaje porque eran más veloces. Con cara de malas pulgas, Osferth, ataviado con una capa de color azul chillón y una diadema de bronce en la cabeza, era el único ocupante de la carreta. Los daneses no estaban al tanto de que Alfredo procuraba evitar en lo posible los símbolos propios de la realeza, y pensaban que, por fuerza, un rey había de llevar corona. De ahí que le hubiera rogado al joven que se ciñese aquella fruslería reluciente; del mismo modo, había convencido al abad Oslac para que me prestase dos de los relicarios menos valiosos del monasterio. Uno de ellos era una caja de plata repujada con imágenes de santos y muescas de azabache y ámbar incrustadas, que había albergado unos huesos de los dedos del pie de san Cedda, sustituidos para la ocasión por unos cuantos guijarros que dejarían atónitos a los daneses si, como esperaba, se apoderaban del carromato. El segundo relicario, también de plata, contenía una pluma de paloma, porque todo el mundo sabía que Alfredo no iba a ninguna parte sin aquella pluma de la paloma que Noé había soltado en el arca. Además de los relicarios, cargamos en la carreta un cofre zunchado con hierro, medio lleno de plata que, seguramente, no volveríamos a ver, pero que, tal como yo lo imaginaba, nos reportaría pingües beneficios. Con una cota de malla bajo el hábito talar, el abad Oslac había insistido en unirse a los doscientos hombres que vendrían conmigo; al costado izquierdo llevaba además un escudo y, atada a su vigorosa espalda, un hacha de tamaño descomunal.
—Parece que habéis hecho un buen uso de ella —le comenté al darle la bienvenida, tras reparar en la ancha hoja mellada.
—Ha enviado a unos cuantos paganos al infierno, lord Uhtred —repuso muy satisfecho.
Sonreí y piqué espuelas hasta la puerta de la ciudadela, donde el padre Beocca, mi viejo y recto amigo, aguardaba para darnos la bendición.
—Que Dios vaya con vos —me dijo, cuando me llegué a él. Era cojo, bizco, peinaba canas y caminaba con bastón, y también uno de los mejores hombres que había conocido en mi vida, aunque tenazmente opuesto a casi todas mis ocurrencias.
—Rezad por mí, padre —le supliqué.
—Siempre lo hago —repuso.
—¡Y no permitáis que Eduardo abandone la ciudadela con los suyos demasiado pronto! ¡Fiaos de Steapa! Puede parecer tan lerdo como una chirivía, pero de pelear sabe, y mucho.
—Rezaré para que Dios los ilumine —respondió mi viejo amigo, al tiempo que alzaba su bondadosa mano para estrechar la mía, ya enfundada en el guantelete—. ¿Qué tal Gisela?
—Quizá ya haya sido madre de nuevo. ¿Cómo está Thyra?
El rostro se le encendió como la yesca al contacto con el fuego. Aquel hombre feo y lisiado, del que hasta los niños se mofaban por la calle, se había casado con una danesa de increíble belleza.
—¡Dios vela por ella! —exclamó—. ¡Es una perla de gran valor!
—Lo mismo que vos, padre —repliqué, al tiempo que, para su desesperación, le revolvía los cabellos canos.
Finan se situó a mi lado.
—Todo en orden, mi señor.
—¡Abrid las puertas! —grité.
El carromato fue el primero en cruzar el portalón. Sus santurrones estandartes se balancearon de un modo alarmante hasta acomodarse a las roderas del camino; tras el armatoste, mis doscientos hombres con sus relucientes cotas de malla. Todos en dirección oeste. Mientras el sol brillaba sobre la regia carreta, las banderas al viento y el bramido de las trompas anunciaron nuestra salida. Éramos el señuelo, y los daneses nos habían visto. Daba comienzo la cacería.
* * *
A la cabeza del cortejo, el carruaje se desplazaba con lentitud por una vereda que iba a dar al camino que llevaba a Wintanceaster. Un danés avispado se habría preguntado la razón de que, si lo que pretendíamos era emprender la retirada hacia esa plaza, hubiéramos utilizado la puerta norte de Æscengum, en lugar de la occidental, que desembocaba directamente en el camino que allí llevaba, pero, en mi opinión, Harald no se detendría en tales menudencias. Sólo pensaría en que el rey de Wessex dejaba el fortín y ponía tierra por medio, dejando la ciudadela en manos de la guarnición que la defendía. Los hombres del fyrd no eran guerreros adiestrados, sino campesinos, peones, carpinteros o albañiles. Harald, sin duda, acariciaría la idea de atacar aquellos muros, pero no pensaba que fuera a ceder a semejante tentación teniendo a su alcance una pieza mucho más importante y, en apariencia, vulnerable, como lo era el propio Alfredo. Los ojeadores daneses ya le habrían advertido de que el rey de Wessex iba campo a través en un lento carromato, escoltado por un destacamento de poco más de cien jinetes, y seguro que ordenaría a sus tropas que fuesen a por él.
Finan estaba al frente de los hombres que marchaban en retaguardia, con la misión de avisarme cuando nuestros perseguidores estuvieran a punto de darnos alcance. Yo no me apartaba de la carreta. Cuando llegamos al camino de Wintanceaster, una media milla al oeste de Æscengum, un agraciado jinete se puso a mi altura. Era Etelfleda, embutida en una larga cota de malla que parecía hecha de eslabones de plata cosidos a una túnica de piel de ciervo, tan ceñida y pegada a su cuerpo menudo que me imaginé que la llevaba abrochada a la espalda con presillas y corchetes, porque nadie sería capaz de embutir la cabeza y los hombros en una cota de malla tan ajustada. Se cubría, además, con una capa blanca de rayas rojas; al costado, una espada reposaba en una vaina blanca. Del pomo de su silla de montar colgaba un viejo yelmo abollado con su visera y todo que, seguramente, se habría calado para cubrirse la cara antes de abandonar la fortaleza. También había tomado la precaución de cubrir sus llamativas capa y armadura bajo un raído manto negro, que arrojó a la cuneta en el momento en que se situó a mi lado. Me dedicó una sonrisa tan radiante de felicidad como la que mostrase tiempo atrás, antes de contraer matrimonio. Con un movimiento de cabeza me indicó la vacilante carreta.
—¿Mi hermanastro?
—Sí. Ya lo habéis visto otras veces.
—No tantas. ¡Cómo se parece a su padre!
—Así es; no como vos, gracias al cielo —repliqué, y se echó a reír—. ¿De dónde habéis sacado esa cota de malla? —me interesé.
—A Etelredo le gusta que me la ponga —repuso—. La encargó en Frankia para mí.
—¿Eslabones de plata? —pregunté con gesto de sorpresa—. Podría atravesarlos con un palo.
—No creo que mi esposo la adquiriese para ver cómo peleo, sino para que la luciera en su presencia —respondió en tono cortante.
Natural, pensé. Etelfleda se había convertido en una preciosa mujer, al menos cuando la sombra de la desdicha no empañaba su belleza. Era una muchacha de tez y ojos claros, labios sensuales y rubios cabellos. Tan inteligente como su padre y, desde luego, mucho más que su marido, con quien se había unido en matrimonio por una sola razón: unir las tierras de Mercia y el Wessex de Alfredo. En ese sentido, que no en otros, el matrimonio había sido un éxito.
—Contadme cosas de Aldelmo —le rogué.
—Ya estáis al tanto de todo lo que hay que saber sobre él —me replicó.
—Sé que no le caigo bien —dije, sin darle importancia.
—¿Acaso hay alguien que os aprecie? —me preguntó, con una sonrisa. Al darse cuenta de que se acercaba demasiado al renqueante carromato, obligó al caballo a ir más despacio. Llevaba unos finos guantes de cabritilla, sobre los que relucían seis magníficos anillos de oro y piedras preciosas—. Aldelmo —continuó en voz baja— es el consejero de mi marido, y le ha llevado al convencimiento de dos cosas. La primera, que Mercia necesita un rey.
—Vuestro padre no lo permitirá —repuse. En lo que a la autoridad regia se refería, Alfredo prefería que Mercia no apartase los ojos de Wessex.
—Pero mi padre no vivirá para siempre —añadió—, y Aldelmo le ha convencido también de que un rey necesita un heredero —al ver la cara que puse, se echó a reír—. ¡No estoy hablando de mí! ¡Con Elfwynn ya tuve bastante! —afirmó estremecida—. Es el peor dolor que he pasado en mi vida. Por si fuera poco, mi querido esposo se siente molesto con Wessex. Le incomoda depender de Wessex, detesta la mano que le da de comer. No, a él lo que le gustaría es tener un heredero con alguna bonita muchacha de Mercia.
—No estaréis diciéndome…
—No, jamás se le ocurriría quitarme la vida —afirmó en tono jovial—, pero estaría encantado si pudiera divorciarse de mí.
—¡Vuestro padre jamás lo consentiría!
—Si fuera sorprendida en adulterio, se avendría a otorgar su consentimiento —dijo, no sin cierto desaliento. Me la quedé mirando, sin dar crédito a lo que acababa de oír; al ver la cara de incredulidad que ponía, me dirigió una sonrisa cargada de intención—. Bueno, fuisteis vos quien me pidió que os contase cosas de Aldelmo…
—De modo que Etelredo desea que vos…
—Así es; de ese modo, tendría las manos libres para encerrarme en un monasterio y olvidarse incluso de que existo.
—¿Y Aldelmo alienta semejante atropello?
—Por supuesto; claro que sí —repuso con una sonrisa, como si mi pregunta estuviera fuera de lugar—. Por fortuna, cuento con vasallos sajones que están de mi parte, pero ¿qué pasará cuando mi padre muera? —dejó caer, encogiéndose de hombros.
—¿Se lo habéis contado a vuestro padre?
—Se lo he comentado, pero no creo que esté dispuesto a admitirlo. Como sabéis, todo lo fía a la fe y la oración. Me envió un pasador para el pelo que había pertenecido a santa Milburga, convencido de que eso me daría fuerzas para seguir adelante.
—¿Por qué no os cree?
—Cree que no son sino zozobras que me invento. Por otra parte, piensa que Etelredo es muy leal a su persona. Y mi madre, ni que decir tiene, adora a mi marido.
—Me lo imagino —comenté con tristeza. La esposa de Alfredo, Ælswith, natural de Mercia como Etelredo, era una criatura amargada—. Podríais recurrir al veneno —le propuse—; conozco a una mujer en Lundene que prepara unas pócimas letales.
—¡Uhtred! —me reprendió, pero antes de que llegase a decir algo más, uno de los hombres de Finan se llegó al galope hasta nosotros desde la retaguardia, levantando terrones de los campos que se extendían junto al camino.
—¡Mi señor! —gritó—. ¡Tenemos que darnos prisa!
—¡Osferth! —llamé a voces. Encantado, nuestro supuesto rey saltó del carromato de su padre y, de un brinco, se encaramó a la silla de un caballo. Arrojó la diadema de bronce a la carreta y se puso un yelmo.
—¡Deshaceos del carromato! —le grité al cochero—. ¡Arrojadlo a la cuneta!
Se las compuso para empotrar dos de las ruedas en la cuneta, y allí dejamos el pesado vehículo, volcado, con los espantados caballos enganchados al tiro. Finan y los hombres de la retaguardia venían a toda velocidad por el camino; picamos espuelas por delante de ellos y nos internamos en un terreno arbolado donde aguardamos hasta que se unieron a nosotros. Cuando llegaron a nuestro lado, atisbamos a los primeros daneses. Aunque se acercaban a galope tendido, supuse que la carreta abandonada y las bagatelas que habíamos dejado en su interior los entretendrían un rato. En efecto, los primeros en llegar se detuvieron junto al carromato, mientras nosotros nos poníamos fuera de su alcance.
—Esto empieza a parecer una carrera de caballos —me comentó Finan.
—Los nuestros son más veloces —le contesté, lo que probablemente era cierto, porque los daneses iban a lomos de cabalgaduras de toda condición, fruto de la rapiña, mientras que nosotros montábamos algunos de los mejores caballos de Wessex. Eché un último vistazo a nuestros enemigos, que, pie a tierra, inspeccionaban el carruaje; luego nos adentramos entre los árboles—. ¿Cuántos son? —le pregunté a voces a Finan.
—Cientos —me respondió, con una feroz sonrisa.
Me imaginé, pues, que en la cacería participaban todos los hombres en condiciones de cabalgar de que Harald disponía. El danés debía de estar gozando ya las mieles del triunfo. Una vez que sus hombres habían saqueado Wessex oriental, había conseguido que el ejército de Alfredo huyera en desbandada de Æscengum, lo que le abría las puertas para campar a sus anchas por el centro del reino. Antes de entregarse a tales placeres, sin embargo, su intención no era otra que capturar a Alfredo en persona, de ahí la saña con que nos perseguían y, sin pararse a pensar en lo indisciplinadas que eran sus huestes, creía que la fortuna le sonreía. Para aquella encarnizada cacería, Harald había dado rienda suelta a sus hombres con tal de que el rey de Wessex cayera en sus manos.
Buscábamos la manera de atraerlos, de seducirlos, de tentarlos, en definitiva. Para no perder de vista a nuestros perseguidores, no galopábamos tan rápido como nuestras monturas nos permitían. Sólo nos dieron alcance en una ocasión en que, a nuestra derecha y un poco apartado, cabalgaba Rypere, uno de mis mejores hombres, cuando, de repente, su montura hundió una pata en una topera. Estaría a unos treinta pasos de nosotros; oí el chasquido de un hueso al romperse, vi cómo Rypere se iba al suelo y cómo su caballo, aturdido, se desplomaba relinchando de dolor. A lomos de Smoka, ya me volvía para ayudar al caído, cuando reparé en un reducido grupo de daneses que se acercaba a toda velocidad. En ese momento, le grité a otro de los míos:
—¡Lanza!
Empuñé la pesada asta de fresno del arma y piqué espuelas para salir al encuentro de aquellos primeros daneses que, al galope, se disponían a acabar con Rypere. Lo mismo hicieron Finan y una docena de hombres. Al vernos, los daneses trataron de esquivarnos, pero ya los cascos de Smoka, con los ollares dilatados, arrancaban terrones del suelo; lanza en ristre, embestí contra el costado del primer danés que se me venía encima. El asta de fresno retrocedió; mi mano enguantada se deslizó por la madera: había acertado. Al instante, la sangre tiñó los intersticios entre los eslabones de la cota de malla que llevaba. Solté el arma de forma que el moribundo ni se movió de la silla, cuando ya otro danés se abalanzaba sobre mí blandiendo una espada; paré el golpe con el escudo y, presionando las rodillas, obligué a Smoka a volver grupas, mientras Finan, de un mandoble, le destrozaba la cara a otro de nuestros adversarios. Me hice con las riendas de la montura del hombre que había alanceado y se la acerqué a Rypere.
—¡Libraos de ese cabrón y a caballo! —le grité.
Ya los daneses que habían salido con vida se retiraban. Eran menos de una docena. Por lo veloces que eran las caballerías que montaban, probablemente se trataba de una avanzadilla. En el tiempo que tardaron en recibir refuerzos, nosotros ya nos habíamos escabullido del lugar. Las piernas de Rypere eran demasiado cortas para los estribos de su nueva montura, y no dejaba de lanzar maldiciones por verse obligado a cabalgar agarrado al borrén de la silla. Finan me dijo con una sonrisa:
—Se van a enojar, mi señor.
—Tengo la intención de sacarles de quicio.
Eso era lo que pretendía: que se mostrasen intrépidos, arrojados, confiados. Aquel día de verano, mientras galopábamos por un camino tapizado de ranúnculos que serpenteaba al antojo del curso de un arroyo, Harald iba siguiendo los pasos que yo había imaginado. ¿Me sentía confiado? Es arriesgado pensar que el enemigo va a responder siempre según nuestros cálculos, pero aquel día dedicado a Thor estaba más que convencido de que Harald caería en la trampa que con tanto celo le había tendido.
El camino llegaba hasta el vado, donde cruzaríamos el río para llegarnos a Fearnhamme. Si de verdad hubiéramos tenido la intención de ir a Wintanceaster, nos habríamos quedado en la orilla sur del río y habríamos seguido la calzada romana que se perdía por el oeste. Eso era lo que quería que pensaran los daneses. Así que, cuando llegamos al río, nos detuvimos en la ribera sur del vado. Quería que nuestros perseguidores nos vieran, que creyesen que no sabíamos qué camino tomar, que imaginasen incluso que nos tenían amedrentados.
Estábamos en campo abierto, un prado a la vera del río, donde los lugareños llevaban las ovejas y las cabras a pastar. Al este, por donde venían los daneses, una arboleda boscosa; al oeste, el camino que Harald suponía que íbamos a seguir; al norte, las ruinas de los pilares de piedra del puente que los romanos construyeran sobre el río Wey. La colina de Fearnhamme se alzaba al otro lado de lo que quedaba de las pilastras. Miré a lo alto de la loma: no había nadie.
—¡Aldelmo y los suyos ya tendrían que estar ahí! —rezongué, señalando al altozano.
—¡Mi señor! —me advirtió Finan.
Los daneses, que venían pisándonos los talones, se agrupaban en las lindes del bosque, a una media milla al este de donde nos encontrábamos. Podían vernos perfectamente; se dieron cuenta de que éramos demasiados para lanzar un ataque hasta que no llegasen más de los suyos, pero su número iba en aumento a cada minuto que pasaba. Miré al otro lado del río. Nadie. El antiguo terraplén de la colina, el lugar que, según mis planes y contando con la presencia de quinientos guerreros de Mercia, había pensado utilizar como yunque estaba desierto. ¿Sería capaz de hacerles frente con los doscientos hombres que venían conmigo?
—¡Mi señor! —me advirtió Finan de nuevo. Los daneses, que para entonces ya nos doblaban en número, se disponían a abalanzarse sobre nosotros.
—¡Al vado! —grité.
Estrecharía el lazo de todos modos. Obligamos a nuestros fatigados caballos a adentrarse en el profundo vado que cruzaba el río un poco más arriba del puente. Tras ganar la otra orilla, ordené a mis hombres que picasen espuelas hasta la cima de la colina. Quería que nuestros enemigos creyesen que estábamos muertos de miedo, que habíamos renunciado a nuestro propósito de llegar a Wintanceaster, que buscábamos refugio en la loma más próxima.
Dejamos atrás la aldea de Fearnhamme, donde, además de una bonita villa romana carente de tejado, se veían unas cuantas pallozas alrededor de una iglesia de piedra. El lugar estaba desierto. Sólo quedaba una vaca que, desconsolada, mugía para que la ordeñasen. Supuse que, ante los rumores de que los daneses merodeaban por aquellos contornos, los lugareños habrían huido.
—¡Confío en que esos miserables estén ahí arriba! —le dije a voces a Etelfleda, que no se había apartado de mi lado.
—¡Estarán! —me respondió.
Parecía muy segura de lo que decía, pero yo no las tenía todas conmigo. Según su esposo, la primera obligación de Aldelmo era que las tropas de Mercia saliesen incólumes. ¿Se habría negado a avanzar hasta Fearnhamme? Si así fuera, con mis doscientos hombres tendría que hacer frente a todo un ejército de daneses que nos venía pisando los talones. Olfateando la victoria, cruzaron el río, picaron espuelas y llegaron a Fearnhamme. Aún oía sus alaridos guerreros cuando, a lomos de Smoka, coroné la loma cubierta de hierba en que se había convertido el antiguo terraplén y comprobé con mis propios ojos que Etelfleda tenía razón. Allí estaba Aldelmo con sus quinientos hombres. Allí estaban, en efecto. Si no los habíamos visto antes era porque Aldelmo había ordenado que se ocultasen en el lado norte del antiguo terraplén, fuera de la vista de cualquier enemigo que pudiera acercarse por el sur.
De forma que, tal como había planeado, contaba con setecientos hombres en el altozano, y confiaba en la aparición de otros setecientos procedentes de Æscengum. Entre ambos ejércitos, unos dos mil desenfrenados, intrépidos y confiados daneses que pensaban que estaban a punto de hacer realidad el viejo sueño vikingo: la conquista de Wessex.
—¡Muro de escudos! —ordené a los míos—. ¡Muro de escudos!
Había que entretener un rato a los daneses, y no se me ocurrió mejor manera que formar un muro de escudos en lo alto de la colina. Hubo un momento de confusión mientras mis hombres echaron pie a tierra y corrieron hasta el terraplén, pero eran guerreros duchos y bien entrenados y no tardaron en juntar sus escudos. Tras dejar atrás la aldea, cuando los daneses llegaron al pie de la ladera, se encontraron con el muro de bordes herrados de nuestros escudos de madera de sauce. Al ver las lanzas, las espadas y las hachas, y comprobar la hondura del desmonte, se detuvieron en seco. Montones de hombres seguían cruzando el río y muchos más aún salían de entre los árboles que crecían en la orilla sur. No tardarían mucho en reunir los guerreros necesarios para acabar con mi ridículo muro de escudos. Por el momento, no se movían de donde estaban.
—¡Estandartes! —grité. Habíamos llevado nuestras divisas: mi pendón con la cabeza del lobo y la banderola del dragón de Wessex. Quería que ondeasen al viento para enconar los ánimos del enemigo.
Alto, de tez macilenta, Aldelmo se había adelantado para saludarme. Yo no le caía bien y no se molestó en ocultarlo. Tampoco pudo evitar un gesto de sorpresa al ver el número de daneses que se disponían a cruzar el vado.
—Dividid a los vuestros en dos grupos, y decidles que formen a ambos lados de los míos —le apremié, al tiempo que gritaba—: ¡Rypere!
—¡Señor!
—¡Llevaos una docena de hombres y atad los caballos! —nuestras monturas vagaban de un lado a otro del altozano, y temía que alguna acabara por despeñarse.
—¿Cuántos daneses son? —me preguntó Aldelmo.
—Los suficientes para llevar a cabo una buena carnicería —respondí—. Traed a vuestros hombres.
Al oírme, se revolvió. Era un hombre enjuto, ataviado con una larga y soberbia cota de malla adornada con lunas crecientes de bronce unidas a los eslabones. Llevaba una capa de lino azul, forrada de rojo y, al cuello, una cadena de oro macizo de dos vueltas; botas y guantes, de cuero negro; un tahalí tachonado de cruces doradas; recogía sus largos cabellos negros, perfumados y aceitados, en un moño a la altura de la nuca con ayuda de un pasador de oro con púas de marfil.
—Cumplo órdenes —me dijo, altivo.
—Exacto. Decid, pues, a vuestros hombres que se pongan en marcha. Tenemos que liquidar a unos cuantos daneses.
Nunca me había podido ver y, con más razón, desde que le había roto la mandíbula y la nariz, descomponiendo su bonita cara, a pesar de que aquel día, ya lejano, él iba armado y yo, no. Apenas se atrevía a mirarme, aunque no perdía de vista, desde luego, a los daneses que se agolpaban al pie de la colina.
—Tengo órdenes de velar por las fuerzas de lord Etelredo.
—Tales órdenes han sido modificadas, lord Aldelmo —dijo una voz cantarina a nuestras espaldas; Aldelmo se dio media vuelta y, sin salir de su asombro, contempló la sonrisa que, desde la alta silla de su montura, le dirigía Etelfleda.
—Señora —repuso, al tiempo que hacía una reverencia y volvía a clavar los ojos en mí—, ¿os acompaña lord Etelredo?
—Mi esposo me envía para transmitiros nuevas órdenes —contestó Etelfleda con dulzura—. Está tan convencido de que la victoria será nuestra que os ruega que no os mováis de este lugar a pesar del abultado número de nuestros adversarios.
Confundido ante la inesperada presencia de Etelfleda y pensando que yo no estaba al tanto de las últimas órdenes que había recibido de Etelredo, en lugar de responder se limitó a preguntar:
—¿Es vuestro esposo quien os envía, señora?
—¿Quién, si no? —preguntó a su vez una seductora Etelfleda—. ¿Acaso pensáis, señor, que si de verdad corriera algún peligro, mi esposo habría consentido en que viniera?
—No, señora —contestó Aldelmo, cada vez menos convencido.
—¡A pelear! —gritó Etelfleda a los hombres de Mercia, antes de obligar a volverse a la yegua rucia que montaba para que los soldados pudieran verla y escucharla con toda claridad—. ¡Vamos a acabar con los daneses! Mi esposo me envía para que sea testigo de vuestro arrojo. ¡No me decepcionéis y acabad con ellos!
Los hombres la aclamaron. Entre vítores, paseó ante ellos a lomos de su montura. Siempre había pensado que Mercia era un territorio dejado de la mano de Dios, devastado y asolado, oprimido y carente de autoridad. Pero en aquel momento pude comprobar cómo Etelfleda, radiante con su cota de malla de plata, era capaz de levantar la moral de aquellos soldados. Comprendí que la adoraban, que no tenían en gran aprecio a Etelredo, que Alfredo no era para ellos sino un personaje lejano y rey de Wessex, por más señas, que sólo Etelfleda les inspiraba coraje y les llenaba de orgullo.
Seguían llegando daneses al pie de la colina. Unos trescientos habían desmontado y habían formado otro muro de escudos. Hasta entonces sólo sabían de los doscientos hombres que venían conmigo. Iba siendo hora, pues, de hacerles morder el anzuelo.
—¡Osferth! —grité—. ¡A caballo! ¡Aproximaos con pausada dignidad!
—¿Es necesario, mi señor?
—Por supuesto.
Exhibimos a Osferth a caballo bajo los estandartes. El muchacho lucía capa y un yelmo que me encargué de realzar con mi cadena de oro, de forma que, desde lejos, pareciese el yelmo de un rey. Al verlo, escuchamos los insultos que los daneses le dedicaban desde los pies de aquella suave ladera. Osferth parecía un rey de verdad, aunque cualquiera que conociese a Alfredo no habría tardado en darse cuenta de que no se trataba del rey de Wessex, porque no iba rodeado de curas, pero supuse que Harald nunca repararía en semejante detalle. Me hizo gracia ver cómo Etelfleda, movida por la curiosidad, llevó su yegua hasta colocarse al lado del caballo que montaba su hermanastro.
Volví la vista hacia el sur. Los daneses seguían vadeando el río. No olvidaré lo que entonces vi mientras viva. Del otro lado del río, sólo veía daneses a caballo, las nubes de polvo que levantaban sus monturas, mientras más jinetes picaban espuelas para llegar al vado, deseosos de presenciar la destrucción de Alfredo y de su reino. Eran tantos los que se disponían a cruzarlo, que no les quedó otra que sumarse a la larga hilera que se había formado al otro lado del río.
A disgusto, Aldelmo daba órdenes a los suyos para que avanzasen. Etelfleda les había insuflado valor, y se sentía atrapado entre el desdén de la dama y el entusiasmo de sus hombres. Al pie de la colina, los daneses vieron cómo mi pequeño muro se ensanchaba: más escudos, más espadas, más estandartes. Seguían siendo muy superiores a nosotros en número, pero ya se habían dado cuenta de que, si pretendían tomar la loma al asalto, tendrían que echar mano de la mitad de su ejército. Un hombre que llevaba una capa negra y empuñaba el mango colorado de un hacha de guerra ponía orden en las filas de Harald. En aquel momento, calculé que serían unos quinientos los hombres que componían el muro de escudos enemigo, aunque no dejaban de sumarse más y más guerreros. Me fijé en que algunos daneses no habían descabalgado, y supuse que planeaban un ataque por la retaguardia cuando los dos muros de escudos se enfrentasen. Nuestros enemigos se encontraban a unos doscientos pasos de nosotros, lo bastante cerca como para ver los cuervos, hachas, águilas y serpientes pintados en sus escudos tachonados de hierro. Con estruendo guerrero, algunos comenzaron a aporrear los escudos con las armas que llevaban en la mano. Otros nos insultaban a voces, llamándonos nenazas o cabrones hijos de puta.
—Un poco escandalosos, ¿no os parece? —me comentó Finan. Me limité a sonreír. Alzó la espada desenvainada hasta la altura de la visera del yelmo y besó la hoja—. ¿Os acordáis de aquella muchacha frisona que encontramos en las marismas? Aquello sí que era gritar.
¡Qué curiosas las cosas que se nos vienen a la cabeza antes de entrar en combate! La joven en cuestión había escapado de manos de un negrero danés, y estaba aterrorizada. Me paré a pensar un momento qué habría sido de ella.
Aldelmo estaba nervioso, tanto que fue capaz de superar la aversión que me tenía y se me acercó.
—¿Y si Alfredo no aparece? —me preguntó.
—En tal caso, si queremos bajarles los humos, cada uno de nosotros habrá de liquidar a dos daneses —respondí, aparentando una seguridad que no tenía. Si los setecientos hombres de Alfredo no llegaban a tiempo, el enemigo nos rodearía, conoceríamos la derrota, y allí pereceríamos.
A pesar de la aglomeración que se apiñaba en el angosto vado, sólo la mitad de los daneses había cruzado el río, y eran muchos los jinetes que seguían llegando desde el este, que se sumaban a la multitud que aguardaba para pasar al otro lado del río Wey. Entre tanto, la aldea de Fearnhamme sufría el asalto de hombres que echaban abajo las techumbres de paja en busca de tesoros ocultos. La vaca que esperaba que la ordeñasen yacía muerta en mitad del villorrio.
—¿Qué… —preguntó un Aldelmo balbuciente—, qué pasaría si las fuerzas de Alfredo no llegan a tiempo?
—Pues que todos los daneses habrán cruzado el río.
—Y vendrán a por nosotros.
Me imaginé que Aldelmo ya pensaba en retirar a los suyos. A nuestra espalda, al norte, se alzaban unas colinas más altas, que ofrecían mejor refugio; hasta era posible que, si efectuábamos la retirada con prontitud, llegásemos a cruzar el Temes antes de que los daneses cayesen sobre nosotros y nos destrozasen. A menos que los hombres de Alfredo llegasen a tiempo, seguramente perderíamos la vida y, en ese momento, sentí la fría caricia de la serpiente de la muerte que me atenazaba el corazón, que retumbaba como un tambor de guerra. La maldición de Skade, pensé, y de repente me di cuenta de la magnitud del riesgo que estaba corriendo.
Había dado por sentado que los daneses harían exactamente lo que yo había planeado, y que el ejército sajón occidental aparecería en el momento preciso. Sin embargo, allí estábamos, en la cima de un otero, rodeados de enemigos cada vez más numerosos. En la otra orilla del río, aún quedaban muchos guerreros, pero, en menos de una hora, todos los efectivos de Harald habrían cruzado el Wey y, temeroso de la que se nos podía venir encima, llegué a intuir la inminencia del desastre. Recordé la amenaza de Harald de que me sacaría los ojos, me castraría y me exhibiría atado al extremo de una soga. Acaricié el martillo y apreté la empuñadura de Hálito-de-serpiente.
—Si las tropas sajonas occidentales no aparecen… —comenzó a decir Aldelmo, con voz ronca y cargada de intención.
—¡Alabado sea Dios! —exclamó Etelfleda a nuestras espaldas.
A lo lejos, entre los árboles, se atisbaban los destellos que el sol arrancaba del acero.
Y aparecieron más jinetes, centenares de hombres a caballo.
El ejército de Wessex había llegado.
Los daneses habían caído en la trampa.
* * *
Los poetas tienden a ser grandilocuentes. Viven de la labia, y los bardos de mi casa temen que, si no abultan los hechos, dejaré de pagarles lo que les he prometido. Recuerdo escaramuzas en que hasta doce de mis hombres podrían haber perdido la vida pero, en boca de esos vates, de hacerles caso, las carnicerías se contarían por millares: a tenor de sus interminables composiciones, ni un solo día de mi vida habría dejado de proporcionar carroña a los cuervos; pero ningún juglar exageraría lo bastante a la hora de referir la carnicería que tuvo lugar aquel día de Thor junto al río Wey.
Una acción rápida, por otro lado. Entre que las partes enfrentadas se arman de valor, intercambian insultos y acechan las maniobras previas del contrario, la mayoría de las batallas tardan mucho en dar comienzo. Pero Steapa, al frente de los setecientos hombres de Alfredo, tras reparar en la confusión que imperaba en la orilla sur del río, en cuanto le pareció que disponía de los hombres necesarios, cargó contra el adversario. Según me contó más tarde, Etelredo hubiera preferido esperar a reunirlos a todos, pero Steapa no le hizo caso. Comenzó, pues, con trescientos hombres, con la esperanza de que los demás se les uniesen a medida que, desde la arboleda, salieran a campo abierto.
Los trescientos soldados atacaron al enemigo por la retaguardia, donde, como era de suponer, se habían quedado los más rezagados de los hombres de Harald, los más renuentes a la hora de cruzar el río, criados y mozos, mujeres y niños, cargados con el botín del pillaje. Ninguno estaba en condiciones de pelear. No sólo no había muro de escudos, sino que carecían de escudos. Para cuando los daneses deseosos de entrar en combate habían cruzado el río y se disponían a iniciar el asalto a la colina, en la otra orilla ya había dado comienzo la cruenta carnicería.
—Como matar lechones —me contaría Steapa más tarde—, sangre y chillidos por doquier.
Los jinetes sajones se abalanzaron sobre los daneses. Steapa iba al frente de los hombres de la guardia de Alfredo, del resto de los míos y de los avezados guerreros de Wiltunscir y Sumorsæte, es decir, de los más diestros a la hora de pelear, y pertrechados con las mejores armas. El inesperado ataque causó confusión. Los daneses, incapaces de formar un muro de escudos, en vano echaron a correr. La única salida que les quedaba era el vado, donde se agolpaban los hombres que aún no habían cruzado el río. Nuestros aterrorizados adversarios se precipitaron sobre ellos, impidiéndoles formar un muro de escudos, mientras las huestes de Steapa repartían hachazos, mandobles y cuchilladas a diestro y siniestro. Desde los bosques colindantes, más sajones se unieron a la lucha: caballos cubiertos de sangre hasta las cernejas, espadas y hachas que hendían y sajaban. A pesar del sufrimiento que le infligía la silla de montar, Alfredo había soportado la cabalgada, y observaba la pelea desde el lindero del bosque, mientras curas y monjes elevaban cánticos de alabanza a su dios por haber permitido aquella carnicería de paganos, que ya teñía de sangre los humedales al sur del río Wey.
Eduardo, un muchacho menudo, participó en el combate al lado de Steapa. Más tarde, el propio Steapa, orgulloso del comportamiento de que había dado muestras el joven, aseguraba:
—Un chaval con arrestos —me comentó.
—¿Sabe manejar la espada?
—Buen juego de muñeca —afirmó sin dudarlo.
Antes incluso que Steapa, Etelredo se dio cuenta de que eran tantos los cadáveres que los jinetes no podrían seguir avanzando, y convenció al ealdorman Etelnoth de Sumorsæte para que ordenase a cien de los suyos que desmontasen y formasen un muro de escudos. El muro avanzó con contundencia y, a medida que, heridos o muertos, caían caballos, más sajones se sumaban a la fila que, imparable como una hilera de segadores hoz en mano, seguía adelante. Ya en lo alto, el sol fue testigo de una matanza en la que, sin capacidad de reagruparse y de plantar cara, cientos de daneses perdieron la vida en la orilla sur del río. Muchos murieron; otros cruzaron el río como pudieron; otros fueron hechos prisioneros.
Con todo, la mitad más o menos del ejército de Harald había cruzado el vado. A pesar de la carnicería que se había producido a sus espaldas, eran hombres dispuestos a luchar, guiados por un solo propósito: acabar con nosotros. Seguido por un criado que llevaba un caballo de carga, el propio Harald se contaba entre ellos. Se acercó unos pasos al impresionante muro de escudos de los suyos para cerciorarse de que presenciábamos el ritual al que recurría para amedrentar a sus enemigos. Imponente, con su capa y su cota de malla, se plantó delante de nosotros, extendió los brazos como un crucificado, sosteniendo una colosal hacha de guerra en la mano derecha; tras asegurarnos a voces que acabaríamos siendo pasto de los cenagosos gusanos de la muerte, mató al caballo. Acabó con el animal de un hachazo; mientras la bestia se retorcía entre estertores de muerte, le abrió la barriga y hundió la cabeza descubierta en las sanguinolentas entrañas de la caballería. Mis hombres observaban en silencio. Harald, sin prestar atención al caballo que coceaba al aire, mantuvo la cabeza hundida en el vientre del animal; a continuación, con la cara ensangrentada y los cabellos también cubiertos de sangre, que le caía a chorros por la barba poblada, se incorporó y se volvió para mirarnos. Harald el Pelirrojo estaba dispuesto para el combate.
—¡Thor! —gritó, al tiempo que alzaba la cara y el hacha al cielo—. ¡Thor! —repitió, señalándonos con el hacha—. ¡Acabaremos con todos vosotros! —bramó, mientras un criado le tendía el escudo con una gran hacha pintada.
No estoy seguro de que Harald supiera lo que había pasado en la otra orilla del río, porque se lo ocultaban las chozas de la aldea de Fearnhamme. Debía de estar al tanto de que los sajones atacaban la retaguardia de sus tropas y, desde luego, seguro que a lo largo de la mañana le habían informado de escaramuzas varias, porque, como Steapa habría de referirme más tarde, los encontronazos entre las fuerzas sajonas que habían salido de Æscengum y los daneses que se habían quedado rezagados por el camino fueron constantes. Sin embargo, Harald sólo tenía ojos para la colina de Fearnhamme, donde pensaba que tenía a Alfredo en sus manos. No le importaba perder una batalla en la orilla sur si, del otro lado del río, eso le deparaba la conquista de un reino. De modo que ordenó a los suyos que siguieran adelante.
En mis planes, y gracias al antiguo terraplén, había contado con dejar que los daneses viniesen a por nosotros, pero cuando, entre grandes alaridos, los hombres de Harald avanzaron, comprendí que no las tenían todas consigo. Harald bien podía no haberse dado cuenta del desastre que se había abatido sobre aquellos de los suyos que estaban en la otra orilla, pero muchos de sus hombres volvían la vista atrás, tratando de saber qué pasaba al otro lado: pendientes de que los atacasen por la espalda, no estaban atentos al combate que se disponían a librar. Teníamos que tomar la iniciativa, pues. Envainé mi espada Hálito-de-serpiente y empuñé mi espada corta, Aguijón-de-avispa.
—¡Ariete, ariete! —ordené a gritos.
Mis hombres me entendieron a la primera. Era una maniobra que habían ensayado centenares de veces, hasta aburrirse. Tantas horas de práctica, sin embargo, dieron sus frutos cuando me llegué hasta el extremo del terraplén y, de un salto, salvé el desmonte.
El ariete no era sino una formación en cuña, una punta de lanza humana, la forma más rápida, a mi entender, de desbaratar un muro de escudos. Aunque Finan trató de tomarme la delantera, me puse al frente. Sorprendidos de que dejáramos atrás el terraplén, o quizá porque en ese momento cayeron en la cuenta de la celada que les había tendido, los daneses refrenaron sus ímpetus. Sólo tenían una forma de salir con bien de la trampa: acabar con nosotros. Al vernos, Harald les ordenó a los suyos que fuesen colina arriba, mientras yo transmitía las órdenes contrarias a mis hombres, de forma que el combate se entabló de inmediato. Yo dirigía mi ariete hacia los pies de la suave ladera; él apremiaba a los suyos en sentido contrario. Pero los daneses estaban aturdidos, amedrentados, y su muro de escudos se vino abajo incluso antes de que llegásemos. Algunos hombres obedecían las órdenes de Harald; otros parecían dudar; el caso es que en la línea de escudos aparecieron las primeras fisuras, aunque en el centro, donde ondeaba el estandarte de la cabeza de lobo y Harald enarbolaba el hacha, el muro de escudos se mantenía firme. Allí era donde se concentraban los mejores hombres del danés, y contra ellos dirigí mi ariete.
Lanzábamos estremecedores alaridos. En el brazo izquierdo, notaba el peso del escudo con su reborde de hierro; Aguijón-de-avispa en la mano derecha, una espada corta que ni pintada para asestar puñaladas. Hálito-de-serpiente, mi espléndida espada, tan aparatosa como un hacha de mango largo, era un estorbo en un muro de escudos. De sobra sabía que, cuando nos enfrentáramos, me encontraría tan cerca del enemigo como de una mujer querida y, en ese choque, una hoja corta era letal.
Sin dudarlo, me fui a por Harald. No llevaba casco; para aterrorizar a sus enemigos, todo lo fiaba a la sangre que lo empapaba y resplandecía bajo la luz del sol. En verdad, daba miedo ver a un hombretón de su envergadura, aullando, con la mirada desencajada, el pelo rojo y apelmazado chorreando sangre, la hoja del hacha en el escudo, blandiendo un hacha de guerra de mango corto y doble hoja. Como un loco, sin apartar los ojos de mí, como una máscara gesticulante y sanguinolenta, lanzaba gritos sin parar. Recuerdo que, cuando corríamos colina abajo, pensé que descargaría el hacha sobre mí, lo que me obligaría a levantar el escudo, momento que no desaprovecharía el guerrero de oscura tez que iba a su lado para asestarme una puñalada por debajo y rajarme la barriga. Pero Finan venía conmigo, y eso significaba que al hombre de tez oscura le había llegado su hora.
—¡Acabad con ellos, acabad con todos! —grité, remedando el grito de guerra de Etelfleda.
Aunque así era, ni siquiera me volví para comprobar si venían con nosotros los hombres de Aldelmo. Sólo sentía la angustia exaltada de quien se dispone a pelear en un muro de escudos.
—¡Acabad con ellos! —grité de nuevo.
Los escudos entrechocaron.
Los poetas dicen que en Fearnhamme había seis mil daneses, aunque, en ocasiones, no dudan en afirmar que eran no menos de diez mil, cifra que sin duda irá a más a medida que pase el tiempo. En mi opinión, Harald acudió a aquellos contornos con unos mil seiscientos guerreros, porque parte de su ejército no se movió de las proximidades de Æscengum. Desde luego, estaba al frente de muchos más hombres de los que se concentraban cerca de la ciudadela y de los que acudieron a Fearnhamme. Había traído desde Frankia unos doscientos barcos, suficientes para transportar a cinco o seis mil guerreros. Pero menos de la mitad disponían de montura, y no todos los jinetes estuvieron presentes en Fearnhamme. Algunos se habían quedado en Cent, que reclamaban como territorio conquistado; otros se dedicaban al pillaje en Godelmingum. Así las cosas, ¿con cuántos hombres hubimos de vérnoslas? Es posible que la mitad de los hombres de Harald hubiera cruzado el río, de modo que, entre las tropas al mando de Aldelmo y mis hombres, nos enfrentamos a no más de ochocientos guerreros; eso sin contar que no todos se habrían unido al muro de escudos, sino que seguirían saqueando las chozas de Fearnhamme. Los poetas me aseguran que nos sobrepasaban en número; tengo para mí, sin embargo, que nosotros éramos más. Y más disciplinados, aparte de la ventaja del terraplén.
Nos lanzamos con ímpetu contra el muro de escudos.
Arremetí con mi escudo. Para que un ariete produzca el resultado apetecido, ha de concluir en un choque tan violento como fulminante. Recuerdo haber lanzado el grito de guerra de Etelfleda, haber dado una última zancada con todo el peso del cuerpo concentrado en el brazo izquierdo y el pesado escudo que empuñaba; que mi escudo chocó contra el de Harald y que el danés retrocedió, mientras yo arremetía con Aguijón-de-avispa por debajo del borde inferior de mi escudo; que la hoja se clavó y penetró. Es un recuerdo vago, un poco confuso. Sé que Harald descargó el hacha sobre mí porque la hoja me desgarró el espaldar de la cota de malla, aunque sin llegar a la piel. Es probable que mi último salto me llevase a caer dentro de la trayectoria que llevaba el arma. Más tarde, descubrí que tenía un enorme moratón en el hombro izquierdo debido, supongo, al golpe que me propinó con el mango del hacha. Pero, en el momento de la contienda, no sentí ningún dolor.
Hablo de contienda, cuando lo cierto es que fue visto y no visto. Recuerdo la estocada de Aguijón-de-avispa, la sensación de la hoja al hundirse en la carne, y supe que había herido a Harald, quien, desviado por la fuerza y el empuje con que habíamos iniciado el ataque, se situó a mi izquierda zafándose de mi espada corta. Finan, a mi derecha, me protegía con su escudo, mientras yo me enfrentaba con la segunda hilera de guerreros, asestando puñaladas sin parar. Seguí adelante. Estrellé el tachón del escudo contra un danés, y vi cómo Rypere le clavaba una lanza en un ojo. Entre sangre y gritos, apareció una espada por mi derecha, que se coló entre mi cuerpo y el escudo, pero yo no cejaba, mientras Finan descargaba su espada corta contra el brazo de aquel hombre y el arma caía lentamente al suelo. Arremetí contra unos cuantos hombres más; los míos me empujaban desde atrás; mis movimientos se tornaron más lentos. Lanzaba rápidas y profundas estocadas, y recuerdo aquel momento de la contienda como un remanso de silencio. Seguro que no hubo tal, pero así lo recuerdo cuando pienso en Fearnhamme: me parece ver las bocas abiertas y los dientes podridos de nuestros adversarios, sus muecas, los destellos metálicos de las armas. Recuerdo que flexionaba las piernas para saltar y abrirme paso; también el hacha que apareció por mi izquierda y cómo Rypere la detuvo con su escudo, que se partió en dos. Recuerdo que tropecé con el cuerpo del caballo que Harald había sacrificado a Thor, y que me levantó en vilo un danés que trató de rajarme con una espada corta, intento que frustró la hebilla de oro de mi tahalí. Recuerdo cómo le clavé Aguijón-de-avispa entre las piernas y cómo la retiré, mientras sus ojos desencajados sólo expresaban un terrible dolor, cómo desapareció de mi vista de repente, y cómo de repente también, cuando menos me lo esperaba, ya no quedaban escudos por delante, sino un huerto, un montón de estiércol y una choza con la techumbre destrozada y esparcida por el suelo. Recuerdo todo eso, pero no recuerdo ni un solo ruido.
Etelfleda me dijo más tarde que nuestro ariete había embestido contra el muro de escudos de Harald como un meteoro. Es posible que, visto desde la cima de la colina, diese esa impresión. A mí la maniobra se me antojó lenta y pesada. Pero el caso es que lo conseguimos. Desbaratamos el muro de escudos de Harald y dio comienzo la verdadera carnicería.
Una vez roto el muro de escudos, en lugar de hombres que ayudaban a quienes tienen al lado, cada guerrero tuvo que valerse por sí mismo, mientras los sajones y los soldados de Mercia seguían formando un frente de escudos, acuchillando, rajando y asestando puñaladas contra sus desconcertados enemigos. Como la chispa prende en los rastrojos, así cundió el pánico entre los daneses, que emprendieron la huida. Lo único que lamenté fue que hubiéramos dejado los caballos en el altozano, al cuidado de los mozos; de no haber sido así, los habríamos perseguido y dado caza desde atrás. Sin embargo, no todos los daneses huyeron. Los jinetes que habían pensado rodear la colina y caer sobre nosotros desde el otro lado cargaron contra nuestro muro de escudos. Todo el mundo sabe lo remisos que se muestran los caballos a embestir contra un muro de escudos consistente. Lanza en ristre, los guerreros a caballo arremetieron contra nuestro muro de escudos y nos obligaron a retroceder. Más daneses acudieron en su ayuda. Mi ariete ya no tenía forma de cuña, pero mis hombres seguían juntos y les obligué a hacer frente a aquel inesperado ataque. Un caballo se me acercó por detrás y me golpeó con las patas; con el escudo, me defendí de sus cascos. El animal trató de morderme, y el jinete descargó un tajo que detuve con el borde metálico de mi escudo. Mis hombres ya rodeaban a los atacantes que, al darse cuenta del peligro que corrían, escaparon. Entonces entendí el motivo de su embestida: habían acudido para rescatar a Harald. Dos de los míos se habían hecho con el estandarte del danés. La roja calavera de lobo todavía se mantenía en lo alto del asta, mientras el propio Harald, cubierto de sangre, yacía aturdido en medio de un guisantal. Grité a los míos que no lo dejasen escapar, pero un caballo, montado por un hombre que repartía mandobles a diestro y siniestro, se interpuso en mi camino. Clavé la hoja de Aguijón-de-avispa en la panza del animal y vi cómo, arrastrándolo por los pies, retiraban a Harald del lugar. Un gigantesco danés lo subió a una montura ensillada, y otros hombres se llevaron animal y jinete de allí. Traté de alcanzarlos, pero Aguijón-de-avispa se había clavado en el caballo, que se retorcía, mientras el jinete no cejaba en sus vanos intentos de acabar conmigo. Solté la empuñadura de mi espada corta, lo agarré por la muñeca y di un tirón. Cuando el jinete se precipitó al suelo desde la silla, oí un alarido.
—¡Matadlo! —ordené al hombre que estaba a mi lado, mientras volvía a por Aguijón-de-avispa.
Demasiado tarde. Aunque malherido, los daneses se las habían compuesto para sacar de allí a Harald con vida.
Devolví Aguijón-de-avispa a su funda y me hice con Hálito-de-serpiente. Ya no habría más muros de escudos aquel día; el resto de la jornada lo dedicaríamos a cazar daneses por los senderos de Fearnhamme y sus alrededores. La mayoría de los hombres de Harald huyeron hacia el este, pero no todos. Nuestro ataque combinado había puesto en apuros a las hordas danesas, divididas en dos, y algunos emprendieron la huida hacia el oeste, internándose en Wessex. Ya los primeros jinetes sajones cruzaban el río y se disponían a perseguirlos. Los daneses que sobrevivieran caerían en manos de los campesinos de aquellos parajes. Más numerosos eran los hombres que se habían dirigido hacia el este, los que llevaban a su jefe herido. Trataron de reagruparse media milla más allá, aunque, tan pronto como aparecieron nuestros jinetes, emprendieron la retirada de nuevo. Algunos incluso se quedaron en Fearnhamme y buscaron refugio en las chozas, donde cayeron como ratas. A gritos, pedían misericordia, pero no la encontraron: ninguno habíamos olvidado el despiadado mandato de Etelfleda.
Maté a uno que se había encaramado a un montón de estiércol. Con la ayuda de Hálito-de-serpiente, le obligué a bajar y le rebané el pescuezo con la punta de mi espada. Finan acorraló a dos más en una cabaña; corrí en su ayuda; para cuando eché la puerta abajo, ya estaban muertos. Finan me arrojó un brazalete de oro, y ambos salimos de nuevo a la luminosa y confusa claridad que nos rodeaba. Unos jinetes recorrían a paso lento la única calle de la aldea, en busca de víctimas. Oí unos gritos que venían de detrás de una choza; Finan y yo nos pusimos en marcha a toda prisa, y nos encontramos con un fornido danés que, ataviado con relucientes brazaletes de oro y de plata y una cadena también de oro al cuello, peleaba con tres de los hombres de Mercia. Supuse que debía de ser un armador, uno de los que habían puesto sus naves a disposición de Harald con la esperanza de recibir a cambio espléndidas propiedades, cuando lo único que habría de sacar en limpio era una sepultura en tierra sajona. Certero y rápido, con la espada y el escudo abollado plantaba cara a sus atacantes. Nada más ver cómo iba pertrechado para el combate, se percató de mi rango; en ese instante, los tres soldados de Mercia dieron un paso atrás, como si me cedieran el privilegio de acabar con aquel grandullón.
—Empuñad vuestra espada con fuerza —le dije.
Asintió con la cabeza, y se quedó mirando el martillo que llevaba al cuello. Sudaba, pero no de miedo. Era un día caluroso, y llevábamos jubones de cuero y cotas de malla.
—Guardadme un sitio en el salón de los dioses —insistí.
—Soy Othar.
—Y yo, Uhtred.
—Othar, el Jinete de la Tormenta —añadió.
—Me suena ese nombre —le dije, con cortesía, aunque no era así.
Othar quería que supiese su nombre para que pudiera decir a los suyos que había muerto en condiciones, igual que yo le había rogado que empuñase la espada con fuerza para que encontrase un hueco en el salón del Valhalla donde, tras su muerte, iban a parar todos los guerreros que perdían la vida en combate. Aunque ya soy viejo y achacoso, por entonces siempre llevaba conmigo una espada, de forma que, si me llegaba la muerte, pudiera alcanzar ese remoto salón donde me estarían esperando hombres como Othar, con quienes aspiro a encontrarme algún día.
—Mi espada —dijo, al tiempo que levantaba el arma y se la llevaba a los labios— se llama Fuego resplandeciente. Ha sido mi fiel compañera —y añadió—: ¿Uhtred de Bebbanburg?
—Así es.
—Conocí a Ælfric el Generoso —continuó Othar.
Tardé un par de segundos en darme cuenta de que se refería a mi tío, el que me había arrebatado mi heredad en Northumbria.
—¿El Generoso, decís?
—¿Cómo, si no untando a los daneses para que lo dejen tranquilo, habría conservado sus tierras? —me preguntó Othar, a su vez.
—Confío en acabar también con él —respondí.
—Cuenta con muchos guerreros —dijo Othar, al tiempo que, tratando de pillarme por sorpresa, me asestaba una rápida estocada con Fuego reluciente, con la vana esperanza de llegar al Valhalla jactándose de haber acabado conmigo. Pero yo fui tan rápido como él y Hálito-de-serpiente detuvo el golpe, al tiempo que arremetí con el tachón de mi escudo, obligándolo a retroceder; volví mi espada contra él, y me di cuenta de que ni siquiera trató de esquivar a Hálito-de-serpiente cuando le rebanó el cuello.
Aparté su mano inerte de Fuego reluciente. Me había decidido por rajarle el pescuezo para que la cota de malla no sufriese desperfectos. Las cotas de malla son caras, un trofeo tan valioso como los brazaletes que relucían en los brazos de Othar.
Fearnhamme quedó sembrado de muertos y colmado de vivos exultantes. Los únicos daneses que sobrevivieron fueron aquellos que habían buscado refugio en la iglesia, y sólo gracias a que, para entonces, Alfredo había cruzado el río y decretado que estaban acogidos a sagrado. Con el rostro contraído de dolor, permaneció en la silla de su corcel, rodeado de curas, mientras los daneses salían de la iglesia. Con la espada ensangrentada, allí estaban también Etelredo, y Aldelmo, que parecía satisfecho. Habíamos obtenido una importante victoria. Las noticias de la matanza no tardarían en llegar dondequiera que se hiciesen a la mar los hombres del norte, y los armadores caerían en la cuenta de que ir a Wessex era el camino más corto hacia la sepultura.
—Demos gracias a Dios —me saludó Alfredo.
Con la cota de malla ensangrentada, me di cuenta de que, como Aldelmo, también yo sonreía. Al padre Beocca casi se le saltaban lágrimas de alegría. En ese instante y a lomos de su montura, apareció Etelfleda, acompañada por dos hombres de Mercia que llevaban a un prisionero.
—Os quería muerto, lord Uhtred —dijo con orgullo; no lardé en darme cuenta de que el prisionero era el jinete que montaba el caballo que había despanzurrado con mi espada corta.
Skade.
Boquiabierto, Etelredo miró a su esposa, preguntándose sin duda qué hacía en Fearnhamme, y vestida con aquella cota de malla, por si fuera poco; pero no tuvo ocasión de hacerlo en voz alta, porque Skade comenzó a lanzar alaridos. Unos gritos aterradores, como de mujer a quien acecha el gusano de la muerte. Se arrojó al suelo y comenzó a retorcerse, mientras se mesaba los cabellos.
—¡Os maldigo a todos! —gritó entre sollozos.
Con las manos, cogía tierra a puñados y se la restregaba por sus negros cabellos, se la metía en la boca, sin dejar de contorsionarse, de lanzar gritos. Uno de sus captores le había quitado la cota de malla que llevaba durante el combate, y sólo se cubría con una túnica ajustada que, de repente, desgarró, dejando al aire sus pechos. Se los embadurnó de tierra, y no pude por menos de sonreír al fijarme en cómo Eduardo, al lado de su padre, no le quitaba los ojos de encima. En cuanto a Alfredo, a los padecimientos de su enfermedad se unía el disgusto.
—Hacedla callar —ordenó.
Uno de los hombres de la guardia de Mercia le dio un golpe en la cabeza con el asta de una lanza, y Skade cayó al suelo de lado. Tierra y sangre se mezclaron en sus cabellos, tan negros como plumas de cuervo. Pensé que se había quedado sin sentido, pero de repente lanzó un escupitajo y me miró:
—¡Estáis maldito! —rezongó.
En ese instante, una de las hilanderas tomó mi hebra en sus manos. Prefiero pensar que tendría reparos. Quizá no, y se limitó a sonreír. Dudase o no, el caso es que la aguja de hueso se desvió y comenzó a tejer por el lado más oscuro.
Wyrd bið ful āræd.