Capítulo III

Lo primero que me llamó la atención fue la carreta.

Era enorme, tan grande como para acarrear la cosecha de doce tierras de labranza, pero aquel carretón jamás cargaría con algo tan terrenal como gavillas de trigo: rodaba sobre dos sólidos ejes y cuatro ruedas macizas, con los bordes herrados y una cruz verde pintada sobre fondo blanco; unos tableros con imágenes de santos y leyendas en latín grabadas en el extremo superior recubrían los costados del carromato. Nunca se me ocurrió preguntar qué decían: ni me interesaba ni falta que me hacía saberlo. Seguro que eran jaculatorias cristianas, y ya se sabe, escuchada una, se han oído todas. El interior de la carreta estaba revestido de sacos de lana, supongo que para aliviar el traqueteo del vehículo a sus ocupantes; contra el pescante, el alto respaldo de un sitial bien mullido. Cuatro postes labrados como columnas salomónicas sujetaban una lona de rayas, que a modo de palio, se alzaba sobre tan llamativo armatoste. En lo alto de una de las pilastras, una cruz de madera, como las que presiden el hastial de las iglesias. En las tres restantes, enseñas de santos al viento.

—¿Qué es eso, una iglesia rodante? —pregunté de mal talante.

—Ya no puede montar a caballo —me respondió Steapa, abatido.

Era el jefe de la guardia real. Un hombre de envergadura fuera de lo común, de los pocos que podían presumir de ser más altos que yo; incansable a la hora de pelear y leal al rey Alfredo por encima de todo. Aunque en cierta ocasión hube de vérmelas con él, Steapa y yo éramos amigos. Lo cierto es que, para mí, aquella pelea fue como tratar de hacer frente a una montaña, pero los dos salimos con bien del trance y, desde entonces, al lado de ningún otro me hubiera sentido más tranquilo en un muro de escudos.

—¿Ya no puede cabalgar? —le pregunté.

—Muy de vez en cuando —me contestó Steapa—; para él, es un verdadero suplicio. Apenas puede caminar.

—¿Cuántos bueyes hacen falta para mover ese armatoste? —volví a preguntar, señalando el carretón.

—Seis. No le gusta, pero no le queda otra.

Estábamos en Æscengum, un fortín erigido para defender Wintanceaster de las hordas que pudieran llegar del este. Era una ciudadela pequeña —nada que ver con Wintanceaster o Lundene—, que se alzaba sobre uno de los vados del río Wey, aunque no se me alcanzaba la razón de proteger aquel paso, ya que el río podía cruzarse con facilidad tanto por el norte como por el sur. En aquel lugar no había nada que mereciera la pena, razón por la que yo me había opuesto a la fortificación. Sin embargo, Alfredo había insistido en amurallarlo porque, al parecer, unos años antes un místico cristiano medio chalado había devuelto la virginidad a una joven violada en aquellos parajes, razón más que sobrada para elevarlo a la categoría de lugar sagrado, y había ordenado que se levantara un monasterio. Steapa me dijo que el rey nos esperaba en la iglesia del convento.

—Hablan y hablan —me comentó descorazonado—, pero ninguno sabe cómo salir de este atolladero.

—Pensé que estabais a la espera de que Harald se decidiese a atacaros aquí.

—Ya les he explicado que no lo haría —me contó Steapa—; pero ¿qué podemos hacer en ese caso?

—Pues salgamos a su encuentro y acabemos con esa mierda de Harald —repuse, sin dejar de mirar al este, donde nuevas columnas de humo revelaban que los hombres del danés se dedicaban a arrasar más aldeas.

—¿Quién es ésa? —me preguntó.

—La puta de Harald —contesté, en voz lo bastante alta como para que Skade me oyera, aunque mis palabras no lograron alterar la expresión arrogante de su rostro—. Torturó a un hombre llamado Edwulf —añadí— para que le revelase dónde había escondido el oro.

—Lo conozco —comentó Steapa—. Un hombre que nada en la abundancia.

—Nadaba, querréis decir, porque ha muerto —había fallecido antes de que hubiésemos abandonado su hacienda.

Steapa tendió la mano para hacerse cargo de mis espadas. En aquellos días, el monasterio era el lugar de residencia de Alfredo y nadie, aparte del rey, sus parientes y sus guardias, podían llevar armas en su presencia. Le hice, pues, entrega de Hálito-de-serpiente y de Aguijón-de-avispa, y hundí las manos en un cuenco de agua que me presentó un criado.

—Bienvenido a la residencia del rey, mi señor —dijo ceremonioso el sirviente, sin dejar de observar cómo estrechaba la cuerda alrededor del cuello de la joven, que me escupió en la cara, gesto al que respondí con una sonrisa.

—Vamos a ver al rey, Skade; escupidle, y os ahorcará.

—Y yo os maldeciré a los dos —replicó.

Aparte de nosotros tres, sólo Finan entró en el monasterio. El resto de mis hombres abandonaron el recinto por la puerta occidental y llevaron los caballos a abrevar a un arroyo.

Steapa nos condujo hasta la iglesia del convento, un precioso edificio de piedra con vigas de roble macizas al aire en el techo. La luz que entraba por los altos ventanales incidía en las pieles pintadas que adornaban la capilla; la pintura que presidía el altar mayor representaba a una joven ataviada con una túnica blanca a quien un hombre barbudo con una aureola alrededor de la cabeza ayudaba a ponerse en pie. La cara mofletuda y sonrosada de la muchacha era el vivo reflejo de la más genuina de las sorpresas. Supuse que era la chica que había recuperado la virginidad, aunque el rostro del hombre daba a entender que no tardaría mucho en necesitar que se obrase de nuevo el milagro. A sus pies, acomodado en un sitial delante del altar de plata, estaba Alfredo.

Cuando entramos en la iglesia, unos cuantos hombres hablaban en voz alta. Al verme, guardaron silencio. A la izquierda de Alfredo, una bandada de curas emitía los consabidos graznidos; entre ellos, mi buen amigo el padre Beocca, y mi no menos acérrimo enemigo, el obispo Asser, un galés que había adquirido el rango de consejero áulico del rey. Sentados en los bancos de la nave de la iglesia, media docena de señores en representación de los condados que habían reclutado hombres para las tropas que habían de hacer frente a la invasión de Harald. A la izquierda del rey, en un asiento sólo un poco más bajo, su yerno y también primo mío, Etelredo; tras él, su esposa Etelfleda, hija de Alfredo.

Aunque las regiones del norte y el este estaban en poder de los daneses, Etelredo era el señor de Mercia, un territorio que se extendía al norte de Wessex, una región que carecía de rey, donde mi primo, en realidad vasallo de Alfredo, recibía el trato de señor por parte de los sajones que allí vivían. Aunque nunca reclamó tal título para sí, Alfredo era en realidad el señor de Mercia; Etelredo se limitaba a cumplir las órdenes de su suegro. Nadie se atrevía a aventurar cuánto tiempo se prolongaría tal situación, porque en mi vida había visto a Alfredo tan achacoso: tenía la cara más pálida y demacrada que nunca, y su mirada, si bien tan penetrante como siempre, revelaba el dolor que lo consumía por dentro.

Me observó en silencio, esperó a que hiciese una reverencia y, a modo de escueto saludo, me espetó:

—¿Habéis traído hombres, lord Uhtred?

—Trescientos, mi señor.

—¿Nada más? —preguntó con un gesto de abatimiento.

—Eso es todo, a menos que deseéis perder Lundene, mi señor.

—Advierto que no os habéis olvidado de vuestra esposa —apuntó el obispo Asser, no sin sarcasmo.

Si por tal entendemos todo aquello que echamos por el culo, el prelado era un mierda. Tras haber salido de algún culo galés, se había arrastrado por el lodo hasta ganarse el favor de Alfredo. Pero el rey veía las cosas a través de los ojos de Asser, quien, a su vez, no podía verme ni en pintura.

—Traigo a la puta de Harald —expliqué, con una sonrisa.

Nadie dijo nada. Todos se quedaron mirando a Skade, aunque nadie con tanta intensidad como el joven que estaba de pie a espaldas del trono de Alfredo. Era un muchacho de cara chupada, pómulos prominentes, piel blanca y cabellos negros y rizados que le llegaban hasta el cuello bordado del jubón que llevaba, ojos inquietos y brillantes. Parecía nervioso, acobardado quizás en presencia de guerreros tan fornidos, entre los que destacaba la delgadez, por no decir la fragilidad, de su constitución. Lo conocía bien. Se llamaba Eduardo y era el Heredero, el primogénito de Alfredo: había sido educado para ocupar el trono de su padre cuando éste quedase vacante. Embobado, en aquel momento sólo tenía ojos para Skade, como si nunca hubiera visto una mujer en su vida; cuando ella le devolvió la mirada, se sonrojó y agachó la cabeza como si algo en el suelo cubierto de juncos le hubiera llamado poderosamente la atención.

—¿Que habéis traído qué? —preguntó el obispo Asser, rompiendo el silencio de la atónita concurrencia.

—Se llama Skade —añadí, al tiempo que la obligaba a dar un paso adelante.

Eduardo alzó la vista y se quedó mirando a Skade como un cachorro que se topa con un trozo de carne fresca.

—Inclinaos ante el rey —ordené a Skade en danés.

—Haré lo que me venga en gana —replicó y, como me había imaginado, lanzó un salivazo a Alfredo.

—¡Dadle una buena lección! —ladró Asser.

—¿Acaso los curas tienen a bien pegar a las mujeres? —pregunté.

—¡Callaos, lord Uhtred! —suplicó el rey con voz cansada; reparé en cómo su mano derecha se crispaba alrededor de uno de los remaches del brazo del sitial, mientras observaba a Skade, quien, desafiante, le sostuvo la mirada—. Una mujer realmente impresionante —añadió, en un susurro—. ¿Habla inglés?

—Finge que no —repuse—, pero lo entiende a la perfección —comentario al que Skade respondió lanzándome de reojo una mirada cargada de rencor.

—Os he maldecido —dijo en voz baja.

—La mejor forma de librarse de una maldición —repliqué en tono similar— es cortar la lengua de quien la haya proferido. Así que procurad guardar silencio, golfa retorcida.

—Que la muerte se abata sobre vos —añadió en un susurro.

—¿Qué está diciendo? —se interesó Alfredo.

—Entre los suyos, tiene fama de hechicera, mi señor —contesté—, y asegura que me ha lanzado una maldición.

El rey y la mayoría de los curas presentes se llevaron la mano a las cruces que llevaban colgadas al cuello. Ésa es una de las cosas que más me han sorprendido de los cristianos: que, aun cuando afirman muy convencidos que nuestros dioses no valen para nada, se sienten aterrorizados si, en el nombre de esos mismos dioses, les maldicen.

—¿Cómo la atrapasteis? —me preguntó Alfredo.

Le conté por encima lo que había pasado en las tierras de Edwulf y, cuando hube acabado, Alfredo se la quedó mirando con frialdad.

—¿Mató al cura de Edwulf? —quiso saber.

—¿Mataste al cura de Edwulf, zorra? —le pregunté en danés.

—Pues claro —repuso con una sonrisa—. Acabo con todos los curas que me salen al paso.

—Mató al cura, señor —traduje para Alfredo.

El rey se estremeció.

—Lleváosla y ponedla a buen recaudo —le ordenó a Steapa, para añadir alzando la mano—: ¡Que nadie le falte al respeto!

Aguardó a que Skade estuviera fuera de la iglesia, antes de dirigirse a mí.

—Sed bienvenido, lord Uhtred, vos y los vuestros, aunque esperaba que fuerais más.

—He traído los necesarios, mi rey —repuse.

—¿Los necesarios para qué? —se interesó el obispo Asser.

Me encaré con aquel enano. Era obispo, pero todavía vestía la túnica talar de monje fuertemente ceñida a su descarnada cintura. Con aquellos ojos de color verde claro y aquellos labios tan finos, parecía un armiño famélico. Había pasado la mitad de su vida en las tierras baldías de su Gales natal, y la otra media musitando ideas tan piadosas como maliciosas al oído de Alfredo. Juntos, habían ideado un sistema de leyes para Wessex. Como entretenimiento y para pasar el rato, yo me había propuesto quebrantar todos y cada uno de tales preceptos antes de que el rey, o el armiño galés, dijesen adiós a este mundo.

—Los suficientes para acabar con Harald y los suyos.

Etelfleda sonrió al oír mis palabras. Era el único miembro de la familia de Alfredo con quien me unían lazos de amistad. Hacía cuatro años que no la veía, y me dio la impresión de que estaba mucho más delgada. Por entonces, tendría veintiuno o veintidós años como mucho y, aunque sus cabellos seguían siendo igual de rubios y relucientes y sus ojos aún eran tan azules como un cielo de verano, parecía avejentada y alicaída. Le hice un guiño, lo justo para enfurecer a su marido, mi primo, quien de inmediato mordió el anzuelo y lanzó un bufido.

—Si fuera tan fácil acabar con Harald —dijo Etelredo—, ya lo habríamos hecho, ¿no os parece?

—¿Cómo, contemplando sus idas y venidas desde estas colinas? —repliqué.

Incómodo, Etelredo no pudo evitar un gesto de desagrado. En circunstancias normales, como hombre beligerante y orgulloso que era, se habría enzarzado conmigo en una discusión, pero observé que estaba pálido. Aunque nadie sabía qué lo aquejaba, padecía una enfermedad que lo dejaba exhausto y muy debilitado durante largos períodos. Debía de tener unos cuarenta años por entonces y, a la altura de las sienes, sus cabellos pelirrojos empezaban a clarear. Me imaginé, pues, que no era uno de sus mejores días.

—Hace semanas que tendríais que haber acabado con Harald y los suyos —le reproché con desdén.

—¡Ya basta! —exclamó Alfredo, dando un manotazo en el brazo del sitial que ocupaba, y sobresaltando al hacerlo a un halcón encapuchado que estaba encaramado a uno de los atriles del altar: el ave extendió las alas, aunque las correas que lo mantenían atado le impidieron alzar el vuelo. Alfredo hizo una mueca, un gesto que me aclaraba algo que ya sabía: que necesitaba de mí y la poca gracia que le hacía verse en semejante situación—. No podíamos atacar a Harald —me explicó, echando mano de toda su paciencia—, con la amenaza de Haesten pendiente sobre nuestro flanco norte.

—Haesten no es capaz de meter miedo ni a un cachorro aterido —repuse—. Nadie teme la derrota tanto como él.

Me sentía desafiante aquel día, desafiante y muy seguro de mí mismo, porque era una de esas ocasiones en que los seres humanos necesitamos que alguien nos dé un empujón. Aquellos hombres se habían pasado días discutiendo cómo actuar y, al final, no sólo no habían adelantado nada, sino que, y como fruto de tales devaneos, se habían hecho una idea descabellada de las fuerzas con que contaba Harald, hasta el punto de llegar al convencimiento de que era invencible. Por su parte, Alfredo, obstinado en que su hijo y su yerno fueran quienes llevasen la voz cantante en Wessex y Mercia, que demostrasen que tenían madera de caudillos, se había mostrado renuente a la hora de solicitar mi ayuda. Pero los suyos le habían fallado, y a Alfredo no le había quedado otra que recurrir a mí. Sabedor de cuánto necesitaban de mis servicios, planté cara a sus aprensiones con arrogante firmeza.

—Harald dispone de cinco mil hombres —afirmó con voz queda Etelhelmo, ealdorman de Wiltunscir. Era un hombre valeroso, pero también parecía haberse contagiado de los temores que atenazaban a quienes acompañaban a Alfredo—. ¡Ha traído doscientos barcos! —añadió.

—No creo que cuente con dos mil hombres siquiera —repuse—. ¿De cuántos caballos dispone?

Ninguno de ellos parecía saberlo o, cuando menos, nadie me dio una respuesta. Harald bien podía haber trasladado cinco mil hombres en sus barcos pero, en realidad, su ejército lo constituían sólo aquellos que disponían de un caballo.

—Sean cuantos sean los hombres con que cuente, el caso es que, si pretende adentrarse en Wessex, tendrá que atacar esta fortaleza —remachó Alfredo con toda intención.

Tal afirmación era una necedad. Harald podía invadir Wessex por el norte o por el sur de Æscengum, pero no merecía la pena discutir con Alfredo, que sentía un cariño especial por aquella fortaleza. De modo que opté por preguntarle:

—¿Vuestros planes pasan por derrotarlo aquí, mi señor?

—Aparte de la guarnición del fuerte y sin contar con los trescientos que vos habéis traído, dispongo de novecientos hombres. Harald se estrellará contra estos muros.

Observé cómo Etelredo, Etelhelmo y Etelnoth, ealdorman de Sumorsæte, hacían gestos de asentimiento.

—Por otra parte, cuento con quinientos hombres más en Silcestre —añadió Etelredo, como si tal apoyo fuera decisivo.

—¿Y qué van a hacer allí, mear en el Temes mientras nosotros peleamos? —apostillé.

Etelfleda esbozó una sonrisa; su hermano Eduardo se revolvió incómodo. Mi querido padre Beocca, mi tutor durante la niñez, me dedicó una resignada mirada de reconvención. Alfredo se limitó a emitir un suspiro.

—Si se deciden por el asedio, los hombres de lord Etelredo pueden hostigar al enemigo —me explicó el rey.

—Según eso, mi señor, ¿depende nuestra victoria de que Harald se decida a atacarnos aquí, de que acceda a que acabemos con los suyos cuando traten de traspasar estos muros?

Alfredo guardó silencio. Dos gorriones alborotaban entre los cabrios. A espaldas de Alfredo, los mocos de un grueso y humeante velón de cera de abeja resbalaban hasta el altar; un monje se apresuró a despabilar la mecha: la llama se avivó de nuevo con fuerza y el resplandor se reflejó en un relicario dorado situado más arriba que parecía contener una mano amojamada.

—Harald hará lo que sea con tal de derrotarnos —apuntó Eduardo; era la primera vez que intervenía en la conversación.

—¿Por qué habría de hacerlo —repliqué—, si nosotros solos nos bastamos? —pregunta que provocó un murmullo de disconformidad por parte de los cortesanos allí presentes, comentarios que preferí pasar por alto—. Permitidme que os diga lo que Harald tiene pensado, mi señor —continué, mirando a Alfredo—: llevará a los suyos al norte y se dispondrá a avanzar sobre Wintanceaster, donde hay un montón de plata, convenientemente amontonada según vuestras órdenes en vuestra nueva catedral y, mientras vuestro ejército no se mueva de aquí, poco habrá de esforzarse para echar abajo los muros de la ciudad. Si, por el contrario, tomase la decisión de atacarnos aquí —añadí, alzando la voz para acallar las airadas protestas del obispo Asser—, bastará con que nos ponga cerco y, de brazos cruzados, espere a que muramos de hambre. ¿De cuánta comida disponemos?

El rey le hizo una seña a Asser para que dejase de farfullar.

—¿Qué haríais vos, lord Uhtred? —me preguntó Alfredo, no sin cierto pesar. Se sentía viejo, cansado y enfermo; la invasión de Harald podía poner en peligro todo lo que hasta entonces había conseguido.

—Os aconsejaría, mi señor, que lord Etelredo diese las órdenes oportunas para que sus quinientos hombres cruzasen el Temes y se dirigiesen a Fearnhamme.

Aparte del lastimero aullido de un podenco en algún rincón de la iglesia, no se oía una mosca. Todos tenían los ojos puestos en mí. Noté cómo el color volvía de nuevo a alguno de aquellos rostros. Llevaban tanto tiempo sin saber qué hacer que estaban pidiendo a gritos un buen mandoble de firmeza.

Alfredo rompió el silencio.

—¿Fearnhamme? —preguntó, cauteloso.

—Así es, mi señor —respondí, mirando a Etelredo; ni su macilento rostro traslucía nada, ni ninguno de los presentes hizo comentario alguno.

Más de una vez me había parado a pensar en la región que se extendía al norte de Æscengum. En la guerra no basta sólo con tener en cuenta los efectivos y suministros de que disponemos; tampoco hay que olvidar colinas y valles, ríos y pantanos, lugares donde la tierra y el agua pueden servirnos de ayuda para derrotar al enemigo. Durante mis innumerables idas y venidas entre Lundene y Wintanceaster, muchas eran las veces que había pasado por aquellas tierras de Fearnhamme, y por dondequiera que fuese siempre había reparado en la configuración del terreno y en cómo sacarle provecho si los enemigos andaban al acecho.

—En Fearnhamme, hay una colina al norte del río… —apunté.

—¡Sí, señor! Sé dónde está; hay un terraplén —dijo uno de los monjes que estaban de pie, a la derecha de Alfredo.

Volví la vista y descubrí a un hombre de rostro rubicundo y nariz ganchuda.

—¿Y vos quién sois? —le pregunté.

—Oslac, señor —contestó—, el abad del monasterio.

—Y esa elevación, ¿está en buenas condiciones? —le pregunté.

—La excavaron nuestros antepasados —respondió el abad Oslac—; ahora está cubierta de hierba casi por completo, pero el desmonte es profundo y la loma está bien asentada.

Había muchos de esos terraplenes en Britania, mudos testigos de las contiendas que habían asolado aquellas tierras antes de que apareciésemos nosotros, los sajones, para librar nuestras propias batallas.

—¿La cima es lo bastante elevada como para llevar a cabo una buena defensa? —pregunté al abad.

—Si contáis con los hombres necesarios, nadie estaría en condiciones de arrebataros la posición —afirmó Oslac, muy seguro. Me fijé mejor en él, y reparé en la cicatriz que le surcaba el puente de la nariz. El abad Oslac había sido guerrero antes que fraile, no me cabía duda.

—Pero, ¿por qué tentar a Harald para que nos ataque allí, cuando tenemos Æscengum, con sus murallas y sus almacenes repletos de víveres? —insistió Alfredo.

—¿Cuánto nos durarían las provisiones, mi señor? Disponemos de suficientes hombres detrás de estos muros como para contener al enemigo hasta el día del juicio final, pero nos quedaríamos sin víveres mucho antes de Navidad.

Las fortalezas no disponían de provisiones para abastecer a un ejército numeroso. Estaban concebidas para entretener al enemigo hasta que un ejército en condiciones, tropas realmente preparadas, atacase a los sitiadores en campo abierto.

—Pero, ¿por qué en Fearnhamme? —insistió Alfredo.

—Porque allí acabaremos con Harald —fue lo primero que se me vino a la cabeza, al tiempo que le decía a Etelredo—: Ordenad a los vuestros que se dirijan a Fearnhamme, primo, y daremos buena cuenta de los daneses.

Tiempo atrás, Alfredo habría manifestado sus dudas y rebatido mis argumentos pero, para entonces, estaba demasiado fatigado y enfermo como para llevarme la contraria y, por si fuera poco, no estaba de humor para que el resto de los presentes pusiera en duda mis planes. Por otra parte, había llegado al convencimiento de que, si de presentar batalla se trataba, podía fiarse de mí. Cuando ya daba por hecho que contaría con su beneplácito, me sorprendió con un gesto insólito. Se volvió hacia los curas y le hizo señas a uno de ellos para que se acercase; el obispo Asser tomó por el codo a un fraile joven y achaparrado, y lo condujo hasta el sitial que ocupaba el rey. El monje en cuestión tenía un rostro anguloso y duro y, a pesar de la tonsura, unos cabellos negros tan tiesos y recios como el pelo de un tejón. De no haber sido por aquellos ojos blanquecinos, cualquiera lo habría tenido por un hombre bien parecido. Me imaginé que era ciego de nacimiento. Se acercó a tientas hasta el sitial que ocupaba el rey y, cuando lo encontró, se arrodilló a los pies de Alfredo, quien, con gesto afectuoso, acarició la reclinada cabeza del fraile.

—¿Qué tal, hermano Godwin? —le preguntó con mucho miramiento.

—Aquí estoy, mi señor, aquí me tenéis —contestó el monje, con una voz que más bien parecía un ronco susurro.

—¿Habéis escuchado la propuesta de lord Uhtred?

—Por supuesto, mi señor; claro que sí —repuso el hermano Godwin, alzando sus ciegos ojos hacia el rey. No dijo nada más durante un rato; al cabo, su rostro comenzó a esbozar guiños, a gesticular y a desencajarse, emitiendo sonidos inarticulados, como si estuviera poseído por un espíritu maligno. Lo que más me sorprendió fue que Alfredo, lejos de manifestar asombro, aguardase pacientemente hasta que, por fin, el joven monje recuperó su expresión habitual—. Todo saldrá bien, mi rey, todo saldrá bien —dijo muy convencido el hermano Godwin.

Alfredo pasó de nuevo la mano por la cabeza del hermano Godwin y, sonriente, me miró.

—Lo haremos tal como habéis apuntado, lord Uhtred —dijo con determinación—. Llevaréis a vuestros hombres a Fearnhamme —añadió mirando a Etelredo, antes de volverse hacia donde yo estaba—; mi hijo se pondrá al frente de las tropas sajonas.

—Como dispongáis, mi señor —contesté con respeto. Azorado y nervioso, Eduardo, el más joven de cuantos estábamos en la iglesia, no dejaba de mirarnos a su padre y a mí.

—Y vos —añadió el rey, mirando a su hijo—, estaréis a lo que tenga a bien disponer lord Uhtred.

Etelredo, en cambio, incapaz de contenerse por más tiempo, preguntó con altivez:

—¿Quién nos garantiza que los paganos acudirán a Fearnhamme?

—Yo —contesté con aspereza.

—¿Cómo podéis estar tan seguro? —insistió Etelredo.

—Os digo que Harald acudirá a Fearnhamme, y que allí se dejará la vida —repuse.

En cuanto a eso, me equivocaba.

* * *

Unos correos se encargaron de llevar las órdenes para que los hombres de Etelredo estacionados en Silcestre se pusieran en camino hacia Fearnhamme al amanecer del día siguiente. Una vez llegados al lugar, tenían que ocupar la colina que se alzaba al norte del río. Aquellas tropas serían el yunque sobre el que los soldados concentrados en Æscengum harían las veces de martillo. Si queríamos atraer a Harald hasta el yunque, teníamos que dividir nuestras fuerzas, quebrantando una de las normas elementales por las que se rige la guerra. Según los cálculos más optimistas que manejaba, contábamos con quinientos hombres menos que los daneses. Dividir nuestro ejército era, pues, como invitar a Harald a que acabara con nosotros por separado.

—Confío en lo que me han dicho, mi señor —le aseguré al rey aquella noche—: que Harald es un necio, que no se aviene a razones.

El rey me había citado en la muralla de la fortaleza que miraba al este. Había llegado con su habitual séquito de curas, pero los había despedido para conversar a solas conmigo. Durante un rato, se quedó mirando el mortecino resplandor de los incendios que, en lontananza, indicaban los lugares que los hombres de Harald habían saqueado, y me di cuenta de que, en realidad, lo que le apenaba eran las iglesias que hubieran ardido.

—¿Estáis seguro de que es un necio, que no se aviene a razones? —me preguntó en voz baja.

—Eso me dijisteis, mi señor —contesté.

—Es salvaje, impredecible y se deja llevar por repentinos accesos de cólera —me explicó el rey. Alfredo recompensaba con generosidad toda información que le proporcionasen sobre los hombres del norte y disponía de datos precisos sobre sus caudillos. Harald se había dedicado a saquear Frankia antes de que sus habitantes se avinieran a darle cuanto pedía a cambio de que los dejase tranquilos. Estaba seguro de que los espías de Alfredo le habían contado al rey todo lo que necesitaba saber sobre Harald el Pelirrojo—. Por cierto, ¿sabéis la razón del apodo? —me preguntó.

—Según me han contado, mi señor, antes de cada batalla sacrifica un caballo a Thor y se empapa los cabellos en la sangre del animal.

—Así es —me confirmó Alfredo, reclinándose en una de las estacas—. ¿Qué os hace pensar que acudirá a Fearnhamme?

—Acudirá a mi reclamo. Le tenderé una celada y, sin pensárselo dos veces, se abalanzará sobre nuestras espadas.

—¿Vais a serviros de la mujer? —se interesó Alfredo, con un ligero estremecimiento.

—Todo el mundo dice que está muy unido a ella, mi señor.

—Lo sé; pero seguro que tiene otras rameras a su disposición —dijo el rey.

—No será ése el único motivo para que acuda a Fearnhamme, mi señor, pero sí una buena razón, de peso.

—Las mujeres trajeron el pecado al mundo —comentó en voz tan queda que apenas llegué a oírle. Apoyado contra las estacas de roble del parapeto, dirigió la mirada hacia la aldea de Godelmingum, unos pocos kilómetros al este de donde estábamos. Tras pedir a sus habitantes que la abandonaran, en su lugar, había enviado a cincuenta de los míos que se mantenían alerta y nos avisarían en cuanto los daneses se dejasen ver—. Confiaba en que ya hubiesen dado por perdido este reino —añadió en tono quejumbroso.

—Siempre han soñado con apoderarse de Wessex —le dije.

—Sólo le pido a Dios —continuó, haciendo caso omiso de la perogrullada que yo acababa de soltar— que mi hijo llegue a reinar en un Wessex en paz.

Guardé silencio. Ninguna ley establecía que un hijo debiera suceder a su padre en el trono; de haberla habido, Alfredo nunca habría sido rey de Wessex. Había sucedido a su hermano como rey, pero su hermano tenía un hijo, Etelwoldo, que soñaba con ser rey de Wessex a toda costa. Cuando murió su padre era un niño, pero ahora que ya andaba por los treinta, era un hombre dotado de una vitalidad embriagadora, nunca mejor dicho. El rey suspiró hondo y, al cabo, recuperó el temple.

—Eduardo os necesitará a su lado como consejero —dijo.

—Será para mí un honor, mi señor —contesté.

No le gustó el tono protocolario de mi respuesta. Noté cómo se revolvía por dentro, y me dispuse a escuchar una más de sus reprimendas habituales. Sin embargo, continuó en voz baja y cargada de dolor:

—Dios me ha colmado de bendiciones, lord Uhtred. Cuando accedí al trono, se me antojaba imposible que pudiéramos plantar cara a los daneses. Hoy, con la ayuda de Dios, de Wessex hemos hecho un reino. Tenemos iglesias, monasterios, escuelas, leyes. Hemos levantado una nación a la medida de los preceptos divinos, y me resisto a creer que, por voluntad suya, todo esto haya de desaparecer cuando me dispongo a comparecer ante Él.

—Ojalá que sea dentro de muchos años —dije en el mismo tono ceremonioso que había empleado hacía un momento.

—No digáis sandeces —refunfuñó molesto. Se estremeció, cerró los ojos un instante y, cuando habló de nuevo, su voz sonó aún más queda y melancólica—. Noto cómo la muerte me ronda, me acecha como una emboscada: sé que está ahí, y que no tengo forma de evitarla. Me llevará por delante, acabará conmigo, pero no me gustaría que acabase con Wessex de paso.

—Si tal es la voluntad de vuestro dios —repuse con aspereza—, ni Eduardo ni yo podemos hacer nada por evitarlo.

—No somos marionetas en manos de Dios. Somos instrumentos suyos; tendremos el destino que nos hayamos merecido —replicó enojado, mientras me observaba con disgusto; nunca me había perdonado que dejase de lado el cristianismo y abrazase de nuevo mi antigua religión—. ¿Acaso vuestros dioses no os otorgan una recompensa si os habéis portado bien en la vida?

—Mis dioses son veleidosos, mi señor —había escuchado tal palabreja de labios del obispo Erkenwald, quien la había esgrimido contra mí como un insulto; una vez que me enteré de su significado, reconozco que me hizo gracia. Así es: mis dioses son caprichosos.

—¿Cómo podéis venerar a dioses tan mudables? —se interesó Alfredo.

—No se trata de eso.

—Pero si acabáis de decir…

—Son caprichosos y se complacen en serlo —le interrumpí—. Mi obligación no consiste en adorarlos, sino en procurarles diversión; si así lo hago, obtendré mi recompensa en la vida futura.

—¿Procurarles diversión? —repitió extrañado.

—¿Qué tiene de raro? ¿Acaso no tenemos gatos, perros y halcones para nuestro disfrute? Los dioses nos crearon con idéntica finalidad. ¿Para qué os creó vuestro dios?

—Para servirle —afirmó con determinación—. Si fuera un gato al servicio de Dios, me dedicaría a cazar los ratones del mal. Ésa sería mi obligación, lord Uhtred, en eso consistiría mi deber.

—Pues yo creo que el mío pasa por derrotar a Harald y rebanarle la cabeza, porque entiendo que eso complacerá a mis dioses.

—Vuestros dioses son crueles —comentó estremecido.

—Los hombres son crueles —repliqué—. Los dioses nos hicieron a su semejanza. Algunos son bondadosos; otros, despiadados. Igual nosotros. Si a los dioses así les place, será mi cabeza la que acabe rodando por el suelo a manos de Harald —añadí, al tiempo que acariciaba el amuleto del martillo.

Alfredo compuso una mueca de desagrado.

—Dios os hizo instrumento suyo. No sé por qué os eligió precisamente a vos, un pagano, pero el caso es que así lo decidió y debo reconocer que me habéis servido con lealtad.

Se expresó con tanta vehemencia que me pilló desprevenido. Incliné la cabeza a modo de reconocimiento y musité:

—Gracias, mi señor.

—Por eso os pido que, del mismo modo, sirváis a mi hijo —añadió.

Tenía que haber imaginado que ahí era adonde quería ir a parar. Con todo, la petición me sorprendió. Guardé silencio un momento, tratando de pensar una respuesta adecuada.

—Juré serviros, mi señor, y así lo he hecho; pero también tengo mis propias batallas que librar —acabé por decir.

—Bebbanburg —dijo con acritud.

—Es mío —repuse con firmeza—; antes de morir, me gustaría que mi estandarte ondease sobre sus puertas y que mi hijo fuera lo suficientemente fuerte para defenderlo.

Volvió a mirar los incendios que provocaba el enemigo. Reparé en los resplandores lejanos y dispersos, y me imaginé que Harald todavía no había convocado a los suyos. En aquella región devastada, su tiempo le llevaría reunirlos a todos; razón de más para pensar que la batalla no se libraría al día siguiente, sino un día más tarde.

—Bebbanburg —continuó Alfredo—, un islote de ingleses rodeado de un mar de daneses.

—Así es, mi señor —repuse, fijándome en la reverencia con que pronunciaba el vocablo «ingleses», término que designaba a todos los pueblos que, desde el mar, habían recalado en aquellas tierras, ya fuesen sajones, anglos o jutos, pero que, en boca de Alfredo y en aquel momento, era un claro indicio de la medida de sus ambiciones.

—La mejor forma de conservar Bebbanburg —añadió— pasa por que esté rodeado de más tierra inglesa.

—¿Os referís a expulsar a los daneses de Northumbria?

—Tal es la voluntad de Dios —respondió—, y me gustaría que mi hijo fuera capaz de semejante hazaña.

Me miró a los ojos y, durante un momento, no fue el rey, sino el padre, quien me habló.

—Ayudadle, lord Uhtred —me suplicó—. Vos sois mi dux bellorum, mi señor de los ejércitos; con vos al frente, mis hombres confían en alcanzar la victoria. Expulsad, pues, a los enemigos de Inglaterra, recuperad vuestras propiedades y haced que mi hijo reine con tranquilidad en el trono que Dios le tiene reservado.

No trataba de adularme; lo decía como lo sentía. Yo era el señor de la guerra de Wessex, en efecto, y orgulloso estaba de mi condición. Entraba en combate revestido de oro, de plata y de orgullo. Debería de haberme dado cuenta que mi actitud no era del agrado de los dioses.

—Quiero que prestéis juramento de lealtad a mi hijo —dijo Alfredo, en voz baja y también tajante.

Aunque se me llevaban los demonios, pregunté con todo el respeto:

—¿Qué clase de lealtad, mi señor?

—Quiero que sirváis a Eduardo con la misma lealtad que a mí.

Así que Alfredo pretendía atarme para siempre a Wessex, a ese reino cristiano tan alejado de mi hacienda en el norte; en Bebbanburg, una ciudadela erigida sobre una enorme peña en el mar del Norte, había pasado los diez primeros años de mi vida. Cuando por primera vez fui a la guerra, mi padre dejó el fortín al cuidado de un tío mío, y ese pariente me lo había robado.

—Prestaré juramento ante vos, mi señor, no ante otro —repuse.

—Ya tengo vuestro juramento —replicó el rey, con aspereza.

—Y lo mantendré —añadí.

—¿Y qué pasará cuando yo falte? —me preguntó con amargura.

—Entonces, mi señor, volveré a Bebbanburg, lo recuperaré y pasaré el resto de mis días a la orilla del mar.

—¿Y si una amenaza se cerniera sobre mi hijo?

—En ese caso, Wessex saldría en su defensa, igual que yo ahora.

—¿Qué os induce a pensar que sois vos quien me defendéis? —me echó en cara visiblemente molesto—. ¿Cómo os atrevéis a llevar mi ejército a Fearnhamme, si ni siquiera tenéis la certeza de que Harald vaya a presentar batalla en esos contornos?

—Lo hará —repuse.

—¡Eso no podéis saberlo!

—Le obligaré a hacerlo —insistí.

—¿Cómo? —quiso saber.

—Los dioses lo harán por mí —le dije.

—¡Estáis chalado! —concluyó.

—Si no os fiáis de mí —repuse altivo—, vuestro yerno estará encantado de serviros como señor de vuestros ejércitos, aunque quizá prefiráis poneros vos mismo al frente, o darle una oportunidad a Eduardo.

Se estremeció, pero de ira en aquella ocasión. Cuando me respondió, el tono de su voz era conciliador, sin embargo.

—Sólo quería saber por qué estáis tan seguro de que el enemigo reaccionará como suponéis.

—Porque los dioses son caprichosos —repliqué con arrogancia—, y estoy en condiciones de ofrecerles un bonito espectáculo.

—¿Cómo es eso? —preguntó con un gesto de cansancio.

—Harald es un necio, pero un necio enamorado —le expliqué—. Tenemos a su amada. La llevaré a Fearnhamme, y él morderá el anzuelo, porque no puede vivir sin ella. Aun en el caso de que no tuviera a esa mujer en mis manos, tened por seguro que también acudiría —concluí.

Pensé que iba a burlarse de mí. Sin embargo, sopesó lo que acababa de decirle y juntó las manos como si se dispusiera a orar.

—No sé si creeros. Pero el hermano Godwin me asegura que nos conduciréis a la victoria.

—¿El hermano Godwin? —tenía curiosidad por saber más acerca de aquel singular monje ciego.

—Habla con Dios —respondió Alfredo, muy seguro de lo que decía.

A punto estuve de soltar una carcajada, pero pensé que, efectivamente, por medio de señales y portentos, los dioses se ponen en comunicación con nosotros.

—¿Es ese fraile quien os inspira todas las decisiones que tomáis, mi señor? —le pregunté, decepcionado.

—Dios me ayuda en todo lo que emprendo —respondió Alfredo, desafiante, antes de darse media vuelta al escuchar la campana que llamaba a los cristianos a la oración en la nueva iglesia de Æscengum.

Porque los dioses son caprichosos, y yo estaba a punto de ofrecerles un bonito espectáculo. Igual que Alfredo estaba en lo cierto al afirmar que yo era un necio.

* * *

¿Qué quería Harald? O ya puestos, ¿qué buscaba Haesten? En cuanto a éste, el más listo y ambicioso de los dos, la respuesta no podía ser más sencilla: quería tierras, aspiraba a ser rey.

Los hombres del norte habían ido a Inglaterra en busca de reinos; los más afortunados se habían sentado en un trono. Del norte había venido el rey de Northumbria, al igual que el de Anglia Oriental, y Haesten no se conformaba con menos. Aspiraba a ceñirse una corona, disfrutar de riquezas y mujeres, ostentar la dignidad regia. Sólo dos lugares podían ofrecerle tales cosas: Mercia y Wessex.

Carente de rey y rodeada de guerras por todas partes, Mercia ofrecía mejores posibilidades. El norte y el este del territorio estaban en manos de poderosos jarls daneses, que disponían de su propia guardia personal de guerreros bien adiestrados y atrancaban las puertas de sus lugares de residencia al caer la noche, mientras que el sur y el este eran tierras sajonas. Los sajones que allí vivían todo lo fiaban a la protección que les dispensaba mi primo Etelredo, y éste estaba en condiciones de proporcionársela gracias a los cuantiosos bienes que había heredado y al constante apoyo de su suegro, el rey Alfredo. Mercia no formaba parte de Wessex, pero seguía las pautas marcadas por ese reino, de modo que, por detrás de Etelredo, siempre estaba presente la larga mano de Alfredo. Por gusto, Haesten bien podría haber puesto los ojos en Mercia, empresa para la que habría encontrado aliados tanto en el norte como en el este del territorio, pero, a la postre, se hubiera visto abocado a enfrentarse con los ejércitos de la Mercia sajona y del Wessex de Alfredo. Y Haesten era hombre precavido. Había asentado su campamento en un inhóspito lugar de la costa de Wessex, y no había provocado ningún altercado de consideración. Se mantenía a la espera, convencido de que Alfredo le ofrecería dinero con tal de que se marchara, como así había sido; mientras, al acecho, cuantificaba los desmanes que las tropas de Harald pudieran causar.

Muy probablemente, Harald también aspiraba a un trono, pero, por encima de todo, soñaba con adueñarse de cualquier cosa de relumbrón, ya fuera plata, oro o mujeres. Era como un niño que, cuando ve algo que le gusta, chilla y patalea hasta que lo consigue. Mientras con codicia acumulaba fruslerías, el trono de Wessex bien podría ir a parar a sus manos, pero no era ése el objetivo que perseguía. Se había dejado caer por Wessex atraído por sus riquezas, y se dedicaba al saqueo y al pillaje. Haesten, mientras tanto, se mantenía a la expectativa. Creo que, en el fondo, Haesten confiaba en que las aguerridas hordas de Harald debilitasen la posición de Alfredo, de forma que él pudiera hacer su entrada en escena y erigirse en dueño y señor del territorio. En sus maquinaciones, Wessex era como un toro, y los hombres de Harald, terriers sedientos de sangre que atacaban en manada; aunque muchos perdieran la vida en el empeño, entre todos extenuarían a la res y allanarían el camino a Haesten, el mastín que remataría la faena. De modo que, si quería disuadirlo, antes tenía que derrotar a las más poderosas huestes de Harald. No podía consentir que el toro perdiese empuje y, para evitarlo, tenía que acabar con los terriers, peligrosos y bravos pero también indisciplinados. Tenía que tentarlos con una pieza realmente apetitosa, y eso era lo que tenía pensado hacer, sirviéndome de la incomparable belleza de Skade.

A la mañana siguiente, cuando advirtieron la presencia de un nutrido grupo de daneses, los cincuenta hombres que había apostado en Godelmingum se retiraron de la aldea, cruzaron el río y galoparon hasta Æscengum mientras, desde la otra orilla, el enemigo atisbaba los vistosos estandartes que ondeaban en el muro oriental de la ciudadela, pendones cargados de cruces y santos, toda la parafernalia de la corte de Alfredo. Para cerciorarme de que el enemigo se percataba de la presencia del rey tras los muros de la ciudadela, pedí a Osferth que, revestido con una espléndida capa y portando una reluciente diadema de bronce en la cabeza, con paso majestuoso, se dejase ver en lo alto de la muralla.

Osferth, uno de los míos, era el bastardo de Alfredo. A pesar del innegable parecido que guardaba con su padre, pocos estaban al tanto de semejante circunstancia. Era hijo de una criada a quien Alfredo había seducido cuando el cristianismo aún no había aherrojado su alma. En un descuido, sin venir a cuento, el rey me lo comentó en confianza, no sin confesarme que era una espina que llevaba clavada en el corazón.

—Un recordatorio —me dijo— del pecador que una vez fui.

—Dulce pecado es ése, mi señor —repuse, sin darle importancia.

—La mayoría de los pecados lo son —replicó el rey—; así los adereza el diablo.

¿Cómo, si no de retorcida, calificar una religión que nos lleva a considerar los placeres como pecados? Sin embargo, los antiguos dioses, los mismos que nunca nos exigieron la renuncia a tales deleites, andan ahora de capa caída. El pueblo les da la espalda; la gente prefiere el látigo y el yugo del dios crucificado de los cristianos.

De modo que, aquella mañana, Osferth, prueba viviente del pecado de juventud de Alfredo, representó el papel de rey. Dudo que lo disfrutase, porque detestaba a su padre, que había deseado que fuese cura. Tras rebelarse contra el destino que le tenían preparado, Osferth se había convertido en uno de los hombres de mi guardia. No era un luchador nato, como Finan, pero entendía el arte de la guerra a las mil maravillas. Y ya se sabe: la inteligencia es un arma de acerado filo y largas miras.

Todas las contiendas concluyen en un muro de escudos donde, enardecidos y cegados por una furia devastadora, los hombres pelean, hacha y espada en mano; el secreto para salir bien librados reside en mantener a raya al enemigo hasta que, llegados a ese estado de paroxismo, la rabia acumulada juegue a nuestro favor. Exhibiendo a Osferth en lo alto de los muros de Æscengum, buscaba el modo de tentar a Harald: donde el rey hubiera establecido su residencia, trataba de dar a entender al enemigo, por fuerza tenía que haber riquezas. Los invitaba, pues, a acercarse a la ciudadela y, por si eso no fuera suficiente, dispuse que Skade se mostrase ante los guerreros daneses que se habían congregado en la otra orilla del río.

Lanzaron contra nosotros algunas flechas, pero, en cuanto reconocieron a Skade, cejaron en el empeño. Sin quererlo, también ella vino en mi ayuda cuando les conminó:

—¡Venid y acabad con ellos!

—Le taparé la boca —se ofreció Steapa.

—Dejad que la puta grite cuanto quiera —repuse.

Fingía que no sabía hablar inglés, pero el caso es que me dirigió una mirada cargada de desprecio antes de insistir a los que estaban al otro lado del río.

—¡Son unos cobardes! —les gritaba—. ¡Los sajones son unos cobardes! Decidle a Harald que podrá acabar con ellos como si fueran ovejas.

Se acercó a la empalizada, pero no pudo llegarse hasta la muralla, porque había dado órdenes de que le atasen una soga alrededor del cuello, que sujetaba uno de los hombres de Steapa.

—Decidle a Harald que aquí tiene a su puta —grité a los del otro lado del río—, y que es un poco escandalosa. ¡Tal vez le cortemos la lengua y se la enviamos para la cena!

—¡Cabrón de mierda! —me espetó, antes de alzarse sobre la defensa y hacerse con una de las flechas que se habían alojado en las estacas de roble.

Ya Steapa se disponía a arrebatársela, cuando le hice una seña para que retrocediera. La muchacha nos ignoró. Contempló con atención la punta de la flecha; con un brusco giro de muñeca, la separó del astil emplumado, y lo lanzó al otro lado del muro. Me echó una mirada, se llevó la punta de la flecha a los labios, cerró los ojos y besó el acero. Musitó algo que no llegué a oír, acercó los labios al acero de nuevo, lo escondió bajo la túnica, pareció dudar un instante y clavó la punta de la flecha en uno de sus senos. Cuando, radiante, mostró a todos el acero ensangrentado, me miró de nuevo y arrojó la punta de la flecha al río, al tiempo que alzaba las manos y la cara a aquel cielo de finales de verano. Gritó para que los dioses la escucharan y cuando, por fin, su alarido se extinguió, se volvió y me dijo como quien habla del tiempo:

—Estáis maldito, Uhtred.

No cedí al impulso de acariciar el martillo que llevaba al cuello porque, de hacerlo, habría dejado claro a ojos de todos que su maldición me daba miedo, terror que traté de disimular con un bufido.

—¡No gastes saliva, zorra!

Con todo, me llevé la mano a la espada y, con un dedo, acaricié la cruz de plata incrustada en la empuñadura de Hálito-de-serpiente. Aquella cruz no significaba nada para mí, pero era un regalo de Hild, una antigua amante, por entonces abadesa de acendrada piedad. ¿Acaso se me pasó por la cabeza que tocar la cruz sería lo mismo que acariciar el martillo? Los dioses no lo vieron así, desde luego.

—Cuando era niña —dijo de improviso Skade, recurriendo a un tono coloquial, como si fuéramos amigos de toda la vida—, mi padre pegaba a mi madre sin ton ni son.

—A lo mejor era como vos —repliqué.

Pasó por alto el comentario, y continuó:

—En cierta ocasión, le rompió las costillas, un brazo y la nariz. Aquel mismo día, más tarde, me llevó con él a los pastos altos para que le ayudase con el ganado. Tenía doce años. Recuerdo los copos de nieve que volaban por el aire y que estaba muy asustada. Quería preguntarle por qué había pegado a mi madre, pero no me atrevía a hacerlo, no fuera a sacudirme a mí también. Al final me lo aclaró. Me dijo que tenía pensado que contrajera matrimonio con su mejor amigo, y que mi madre había puesto el grito en el cielo. A mí me parecía también un hombre detestable, pero me dijo que tal era su decisión y que debía casarme con él.

—¿He de sentir lástima por vos? —le pregunté.

—Cuando pasábamos junto al borde de un acantilado, le di un empujón —continuó—; recuerdo cómo rodaba entre los copos de nieve, mientras yo observaba cómo rebotaba contra las rocas y oía los alaridos que daba. Se partió la espalda —añadió con una sonrisa—. Pero allí lo dejé. Cuando regresé con el ganado, todavía seguía vivo. Bajé a trompicones entre las peñas, y me meé en su cara antes de que muriera —concluyó, sin apartar su serena mirada de mí—. Aquélla fue la primera maldición que pronuncié, lord Uhtred, pero no la última. Permitid que me vaya, y os la levantaré.

—¿Pensáis que asustándome os dejaré volver al lado de Harald? —le pregunté con despreocupación.

—Lo haréis —dijo muy segura—, acabaréis por ceder.

—Lleváosla —ordené; estaba harto de aquella mujer.

* * *

A eso del mediodía, apareció Harald. Me avisó uno de los hombres de Steapa. Subí de nuevo a lo alto de la muralla, y pude comprobar que Harald el Pelirrojo, acompañado de cincuenta guerreros con cota de malla, estaba al otro lado del río. En su estandarte, en lo alto de un mástil coronado por una calavera de lobo pintada de rojo, destacaba la hoja de un hacha.

Era un hombre de descomunales proporciones. Su caballo era enorme también, pero, en comparación con la talla de Harald el Pelirrojo, hasta la montura parecía enana a su lado. Estaba demasiado lejos como para distinguirlo con claridad pero, al igual que su poblada barba, alcanzaba a ver con claridad sus cabellos rubios, largos, espesos y, desde luego, no manchados de sangre. Contempló un instante la muralla de Æscengum, se despojó del tahalí, arrojó el arma a uno de sus hombres y espoleó el caballo hasta el río. Aunque era un día caluroso, por encima de la cota de malla llevaba una enorme capa de piel de oso negro, que le hacía parecer más grande. Lucía adornos de oro en las muñecas y en el cuello; de oro eran también los aderezos que tachonaban la brida de su montura. Espoleó el caballo hasta el centro del río, allí donde el agua le cubría las botas por entero. Desde los muros de la ciudadela, cualquiera de los arqueros podría haberle disparado una flecha. Como se había tomado la molestia de hacer evidente que iba desarmado, supuse que venía a parlamentar, así que ordené a los míos que ni se les ocurriese pulsar la cuerda de los arcos. Se quitó el yelmo y clavó los ojos en los hombres que había en lo alto de la pared defensiva hasta que dio con la reluciente diadema de Osferth. Como nunca había visto a Alfredo en persona, confundió al bastardo con su padre.

—¡Alfredo! —gritó.

—El rey no tiene a bien hablar con salteadores —le respondí.

Harald esbozó una sonrisa. Tenía una cara tan ancha como una horca de las de recoger cebada, la nariz ganchuda y curvada, la boca ancha, la mirada feroz de un lobo.

—Así que vos sois Uhtred, el hijo de un mierda —me imprecó a modo de saludo.

—Y vos Harald, el que no tiene cojones —repuse con un insulto a la altura del que me había dedicado.

Se me quedó mirando. Ahora que lo veía más de cerca reparé en lo sucios, apelmazados y grasientos que llevaba tanto sus rubios cabellos como la barba, como los de un cadáver que hubiera estado enterrado en un estercolero. El río se agitaba alrededor de su montura.

—Decidle a vuestro rey —me dijo a voces— que, si quiere evitarse un mal trago, haría bien en cederme el trono.

—Os invita a que vengáis por él y lo toméis —repuse.

—Pero antes —añadió, al tiempo que se inclinaba para acariciar el cuello del caballo—, debéis devolverme lo que es mío.

—No tenemos nada vuestro —contesté.

—A Skade —afirmó.

—¿Os pertenece? —pregunté poniendo voz de sorpresa—. ¿Acaso una puta no es de aquel que paga por ella?

Me dirigió una mirada cargada de odio.

—Si vos o cualquiera de los vuestros la ha tocado —dijo señalándome con un dedo enfundado en un guante de piel—, juro por el carajo de Thor que me encargaré de acabar con vosotros tan lentamente que, cuando escuchen vuestros gritos, hasta los muertos se revolverán en sus grutas de hielo.

«Es un insensato», pensé. Cualquier hombre en sus cabales habría simulado que poco o nada le importaba la mujer en cuestión, pero Harald ya nos había desvelado su precio.

—¡Quiero verla! —exigió.

Hice como que me lo pensaba. Como quería que el danés se deleitase en el cebo que le tenía preparado, ordené a dos de los hombres de Steapa que fueran en su busca. Aun con la cuerda atada al cuello, su belleza y su dignidad contenida destacaban por encima de cuantos estábamos en la muralla. En aquel momento, pensé que era lo más parecido a una reina que había visto en mi vida. Se acercó a la empalizada y sonrió a Harald, que obligó a su caballo a dar unos pasos adelante.

—¿Os han tocado? —le preguntó a voces.

Tras dedicarme una sonrisa burlona antes de responderle, alzó la voz y dijo:

—No son lo bastante hombres, mi señor.

—¡Jurádmelo! —gritó el guerrero, a todas luces desesperado.

—Os lo juro —repuso la joven, y sus palabras sonaron como una caricia.

Harald obligó a moverse al caballo hasta situarse de perfil frente a la ciudadela, alzó una mano enguantada y me señaló:

—La exhibisteis desnuda, Uhtred, hijo de un mierda.

—¿Queréis tal vez que os la vuelva a mostrar en cueros?

—Os sacaré los ojos por lo que hicisteis —dijo, mientras Skade rompía a reír—. Dejadla marchar y no os quitaré la vida: tan sólo os colgaré de una cuerda para que todo el mundo pueda veros ciego y desnudo.

—Gemís como un cachorro —repliqué.

—¡Quitadle esa cuerda del cuello y soltadla ahora mismo! —exigió.

—¡Venid a por ella y lleváosla, cachorrito! —grité a mi vez.

Me sentía como pez en el agua. Tenía para mí que Harald estaba dando muestras más que sobradas de que era no sólo necio, sino testarudo también. Quería a Skade por encima incluso de Wessex y, desde luego, más de lo que pudiera anhelar todos los tesoros del reino de Alfredo. Recuerdo que pensé que había conseguido traerlo a mi terreno, que lo tenía atrapado al otro extremo del sedal. En ese momento, volvió grupas, e hizo señas al nutrido y cada vez más numeroso grupo de guerreros que se agolpaba en la otra orilla.

De entre la espesa arboleda que crecía al otro lado del río, surgió una hilera de mujeres y niñas. Eran sajonas, de las nuestras; iban atadas una a otra para ser vendidas como esclavas. Aparte de arrasar el este de Wessex, los hombres de Harald capturaban a cuantas niñas y mujeres jóvenes encontraban a su paso y, tras refocilarse con ellas, las embarcaban rumbo a los mercados de esclavos de Frankia. En aquel momento, las niñas y mujeres cautivas estaban en la otra orilla del río. A una orden de Harald, las obligaron a ponerse de rodillas. La más pequeña sería de la edad de mi hija Stiorra, y todavía recuerdo con qué ojos me miraba. Veía en mí a un señor de la guerra en toda su gloria; yo sólo veía sus rostros de resignación ante el infortunio.

—Comenzad —ordenó Harald a sus hombres.

Uno de los suyos, una bestia de sonrisa feroz, con pinta de ser muy capaz de tumbar a un buey, se colocó detrás de la mujer que se encontraba en el extremo sur de la hilera de cautivas. Llevaba un hacha de guerra en la mano, la levantó en el aire y la dejó caer con todas sus fuerzas: la hoja le partió la cabeza en dos hasta quedar alojada en el pecho de la prisionera. A pesar del estruendo del río, oí el chasquido de la hoja del hacha contra el hueso, y vi un chorro de sangre que se alzó por el aire a mayor altura que Harald montado a caballo.

—Una —gritó Harald, al tiempo que hacía una seña al guerrero cubierto de sangre que, tras dar un paso a la izquierda, se colocó detrás de una niña que no paraba de gritar tras haber visto cómo había perecido su madre. El hacha ensangrentada se alzó de nuevo.

—Esperad —dije a voces.

Harald alzó una mano y el hombre del hacha se detuvo; me dirigió una sonrisa burlona:

—¿Decíais algo, lord Uhtred?

No respondí. Sólo tenía ojos para aquel remolino de sangre que la corriente llevaba río abajo. Un hombre cortó la soga que unía el cuerpo de la mujer muerta a su hija; de una patada, lanzó el cadáver al agua.

—Hablad, lord Uhtred, os lo ruego —dijo el danés con afectada cortesía.

Había treinta y tres mujeres y niñas. Algo tenía que hacer, o todas correrían la misma suerte.

—Dejadla libre —ordené en voz baja. Cortaron la cuerda que Skade llevaba atada al cuello, y le dije—: Marchaos.

Confiaba en que, al saltar desde la empalizada, se rompiese las piernas, pero llegó al suelo con agilidad, escaló la pared más alejada del foso y echó a andar hasta el río. Harald espoleó a su montura, le tendió una mano y, de un salto, se montó tras el borrén posterior de la silla. Me miró, se llevó un dedo a la boca y, a continuación, me señaló con la mano.

—Estáis maldito, lord Uhtred —dijo con una sonrisa; Harald azuzó al animal y volvieron a la otra orilla del río, donde mujeres y niñas habían quedado de nuevo ocultas tras la espesura.

Harald se había salido con la suya.

Por si fuera poco, Skade aspiraba a ser reina y Harald quería dejarme ciego.

—Y ahora, ¿qué hacemos? —rezongó Steapa, con su vozarrón.

—Acabar con ese cabrón —repuse y, como una casi imperceptible sombra en un día plomizo, sentí el peso de su maldición.

* * *

Aquella noche, mientras contemplaba el resplandor de las fogatas de los campamentos daneses, no las de Godelmingum, más cercanas a nosotros y más resplandecientes, sino el fulgor mortecino de otras hogueras más distantes, reparé en que el cielo estaba casi negro. Las últimas noches, se veían fuegos dispersos por todo Wessex oriental; ahora, parecían mucho más próximos: los hombres de Harald acudían a su llamada. Estaba claro que pensaba que Alfredo no se iba a mover de Æscengum; por eso reunía sus fuerzas, no para asediarnos, sino para lanzar seguramente un repentino y audaz ataque contra Wintanceaster, capital del reino de Alfredo.

Algunos daneses habían cruzado el río y galopado alrededor de las murallas de la ciudadela, pero la mayoría seguía sin moverse de la orilla opuesta. Las cosas estaban saliendo como yo quería. Aunque aquella noche tenía el corazón en un puño, no me quedaba otra que dar muestras de coraje.

—Mañana, el enemigo cruzará el río, mi señor —le dije a Eduardo, el hijo de Alfredo—. Irán a por mí en cuanto salga de estos muros con los míos; esperad a que dejen atrás la ciudadela, calculad una hora más o menos y lanzaos en su persecución.

—Entendido —repuso, nervioso.

—Pisadles los talones, pero no entabléis combate hasta que no hayáis llegado a Fearnhamme.

—¿Y qué hacemos si se vuelven contra nosotros? —preguntó Steapa, de pie y al lado de Eduardo, con gesto hosco.

—No lo harán —repliqué—. No os mováis de aquí hasta que su ejército haya pasado; luego, seguid sus pasos hasta llegar a Fearnhamme.

Aunque el plan parecía sencillo, no las tenía todas conmigo. El grueso del ejército enemigo cruzaría el río como una exhalación; a los más rezagados les llevaría todo el día. Eduardo era quien tenía que calcular una hora aproximadamente desde que pasase la mayoría de los hombres de Harald y, cumplido ese tiempo, perseguir a los daneses hasta Fearnhamme, sin preocuparse de los que se quedaban atrás. No era una decisión fácil de tomar, pero para eso, para aconsejarle, contaba con la ayuda de Steapa, un hombre no muy despierto quizá, pero dotado de un instinto letal del que yo me fiaba por completo.

—Y una vez en Fearnhamme… —comenzó a balbucir Eduardo, antes de quedarse callado.

Una luna medio llena asomó entre las nubes, alumbrando su rostro angustiado y carente de color. Aunque se parecía mucho a su padre, no era de extrañar que careciera de la determinación de su progenitor. No tendría más de diecisiete años, y en él habían descargado la responsabilidad de un hombre hecho y derecho. Cierto que Steapa estaría a su lado, pero si aspiraba a ser rey, tenía que ejercitarse en el difícil arte de tomar decisiones.

—Lo de Fearnhamme será como coser y cantar —repuse, quitándole hierro al asunto—. Yo estaré al norte del río con los hombres de Mercia. Nos situaremos en una colina protegida por terraplenes. Los hombres de Harald cruzarán el río por el vado y vendrán a por nosotros. Vos los atacaréis por la retaguardia y, cuando comencéis a pelear, nosotros caeremos sobre la vanguardia de sus tropas.

—¿Coser y cantar? —comentó Steapa, con un deje socarrón.

—Atrapados entre nuestros dos ejércitos, los aplastaremos —remaché.

—Con la ayuda de Dios —añadió Eduardo con firmeza.

—Incluso sin ella —rezongué.

Durante casi una hora, hasta que la campana le recordó sus obligaciones espirituales, Eduardo no dejó de hacerme toda clase de preguntas. Era como su padre: quería estar al tanto de todo, tenerlo todo previsto y calculado, pero se trataba de guerrear y, en el fragor del combate, no hay patrones establecidos que valgan. Pensaba que Harald seguiría mis pasos, y confiaba en que Steapa condujese el grueso del ejército de Alfredo tras los hombres del danés, pero no podía asegurar nada al hijo del rey. Él quería estar plenamente seguro de lo que iba a pasar; yo tenía una batalla entre manos. Cuando se fue a rezar con su padre, me sentí mucho mejor.

Steapa también me dejó. Me quedé solo en lo alto de la muralla. Al darse cuenta de la sensación de agobio que me embargaba, los centinelas me hicieron un hueco entre ellos. Por eso, cuando escuché unas pisadas que se acercaban, no hice caso, con la esperanza de que quienquiera que fuese se volviese por donde había venido y me dejase en paz.

—Lord Uhtred —dijo una voz gentilmente burlona, cuando dejé de oír pasos a mis espaldas.

Lady Etelfleda —contesté, sin volverme siquiera.

Se acercó hasta acomodarse a mi lado; nuestras capas se rozaron.

—¿Cómo está Gisela?

Acaricié el martillo de Thor que llevaba al cuello.

—A punto de parir de nuevo.

—Vuestro cuarto hijo.

—Así es —repuse, al tiempo que elevaba una plegaria a los dioses para que Gisela saliera con bien del alumbramiento—. ¿Cómo está Elfwynn? —le pregunté a mi vez; Elfwynn era la hija de Etelfleda, una niñita todavía.

—Creciendo día a día.

—¿Hija única?

—Y seguirá siéndolo —repuso Etelfleda, melancólica, mientras yo admiraba su delicado perfil a la luz de la luna, la conocía desde pequeña; la más alegre y decidida de los hijos de Alfredo; en aquel momento, sin embargo, se le notaba tensa, como sobrecogida tras despertar de un mal sueño—. Mi padre está furioso con vos —añadió.

—¿Y cuándo no lo está?

Esbozó un amago de sonrisa que, al instante, se le borró de los labios.

—Quiere que prestéis juramento a Eduardo.

—Lo sé.

—¿Por qué no queréis hacerlo?

—Porque no soy un esclavo dispuesto a ponerme al servicio de un nuevo amo.

—¡Menuda novedad! No, si va a resultar que tampoco sois una mujer… —comentó con sarcasmo.

—Pienso irme con mi familia al norte —repuse.

—Cuando muera mi padre —replicó Etelfleda vacilante—, el día que falte mi padre, ¿qué será de Wessex?

—Pues que Eduardo se hará cargo del reino.

—Os necesita —comentó, mientras yo me encogía de hombros—. Mientras vos sigáis con vida, lord Uhtred —continuó—, los daneses se lo pensarán dos veces antes de atacar.

—Harald no lo ha dudado.

—Porque es un necio —insistió con desprecio—. Mañana acabaréis con él.

—Quién sabe —dije con cautela.

Etelfleda se volvió al escuchar el murmullo de los hombres que salían de la iglesia.

—Mi esposo —pronunció tales palabras con asco— ha enviado un mensaje a lord Aldelmo.

—¿Será, pues, Aldelmo quien se ponga al frente de las tropas de Mercia?

La joven asintió con la cabeza. Conocía bien a Aldelmo, el favorito de mi primo, un hombre listo y artero, cuya ambición no conocía límites.

—Confío en que vuestro esposo le haya ordenado que se dirija a Fearnhamme —dije.

—Eso hizo —repuso Etelfleda, antes de añadir en voz baja y de forma atropellada—: Pero también le ha recomendado que, si considera que el enemigo es muy superior, se vuelva al norte.

Ya sospechaba yo que algo así podía pasar.

—O sea, que Aldelmo mantendrá a salvo el ejército de Mercia.

—¿Cómo, si no, podría mi esposo adueñarse de Wessex cuando mi padre desaparezca? —preguntó Etelfleda con un deje de cándida inocencia.

Volví los ojos hacia ella, pero la joven se limitaba a contemplar las fogatas de Godelmingum.

—Supongo que Aldelmo irá con ánimo de pelear —dije.

—No, si eso puede suponer una merma para el ejército de Mercia.

—En ese caso, mañana no me quedará otra que obligarle a que cumpla con su deber.

—Vos no tenéis autoridad para ordenarle nada —replicó Etelfleda.

—Siempre queda este recurso —repuse, acariciando la empuñadura de Hálito-de-serpiente.

—Y él, de quinientos hombres detrás —añadió Etelfleda—. Pero hay una persona a la que sí obedecerá.

—¿Os referís a vos?

—Así que mañana partiré con vos.

—Vuestro esposo no lo permitirá —le dije.

—Por supuesto que no; pero no tiene por qué enterarse —contestó con tranquilidad—. Además, me haréis un gran favor, lord Uhtred.

—Siempre a vuestro servicio, señora —repuse sin pensarlo.

—¿De verdad? —preguntó, alzando la mirada hasta que sus ojos se encontraron con los míos.

Contemplé su hermoso rostro apesadumbrado; y me di cuenta de que lo decía en serio.

—Por supuesto, señora —repuse con gentileza.

—En ese caso —continuó con rabia—, mañana acabad con ellos, matad a todos los daneses. Hacedlo por mí, lord Uhtred —mientras me acariciaba la mano con las yemas de los dedos—, matadlos a todos.

Había amado a un danés y lo había perdido por culpa de una espada. Ahora, quería acabar con ellos como fuera.

Tres son las hilanderas que se afanan en las raíces que crecen a los pies de Yggdrasil, el árbol de la vida, las mismas que habían dispuesto una madeja del más fino hilo de oro para tejer la vida de Etelfleda. En aquellos años, sin embargo, y a medida que lo entretejían, aquel hilo resplandeciente se transformaba en oscura labor. Las tres hilanderas están al tanto de nuestro futuro. El regalo que los dioses hacen al género humano es que no vemos a dónde nos conducen sus hebras.

Escuché los cantos de los daneses que estaban acampados al otro lado del río.

Al día siguiente, les obligaría a seguirme hasta la vieja colina que se alzaba junto a ese mismo río, y acabaría con ellos.