Una mañana de otros tiempos, yo era joven, y el mar, ni más ni menos que un estallido de reflejos plateados y rosados que centelleaban bajo jirones de bruma que emborronaban el litoral. Al sur, Cent; al norte, Anglia Oriental; Lundene, a mis espaldas, y el sol, alzándose en el cielo, encendiendo las contadas y minúsculas nubes que se resistían al avance del amanecer de un día radiante.
Estábamos en el estuario del Temes. Iba a bordo del Seolferwulf, una embarcación de factura reciente que hacía agua, como todas las que acaban de dejar la grada. Lo habían construido unos artesanos frisios con madera de roble de singular blancura; de ahí, el nombre que le había puesto, Lobo plateado. Siguiendo nuestra estela venían el Kenelm, así llamado en honor de alguno de los santos mártires que veneraba el rey Alfredo, y el Dragón errante, un barco que habíamos arrebatado a los daneses, una espléndida nave, como sólo ellos saben construirlas: elegante depredadora, de fácil manejo y letal en combate.
El Lobo plateado era también una maravilla: larga quilla, manga ancha, proa enhiesta. Lo había costeado con mi dinero; de mi bolsa había salido el oro con que pagué a los carpinteros frisones, sin perderlo de vista ni un momento mientras crecían sus cuadernas, como una piel las recubría el maderámen de cubierta, y coronada con una cabeza de lobo esculpida en roble también y pintada de blanco, en la que asomaba una lengua roja, con unos ojos también rojos y unos colmillos amarillos, su orgullosa proa se alzaba por encima de la grada del astillero. El obispo Erkenwald, señor de Lundene, me había echado en cara que no hubiese pensado en el nombre de algún melindroso santo cristiano, al tiempo que ponía en mis manos un crucifijo con la pretensión de que lo clavase en el mástil de la nave. En vez de eso, prendí fuego a su dios y su cruz de madera, mezclé las cenizas con manzanas en mal estado y se las eché de comer a mis dos cerdas. Yo soy fiel devoto de Thor.
Aquella lejana mañana, cuando todavía era joven, surcábamos aquel mar de color rosa y plateado rumbo al este. La cabeza de lobo que coronaba la proa iba cubierta con una frondosa rama de roble, que daba a entender que no albergábamos intenciones de atacar, aunque mis hombres vestían cota de malla y habían colocado armas y escudos junto a los remos. En el altillo del timón, Finan, mi lugarteniente, permanecía en cuclillas a mi lado y, entretenido, escuchaba al padre Willibald, que hablaba por los codos.
—Otros daneses han aceptado la misericordia de Cristo, lord Uhtred —dijo una vez más, una insensatez que repetía sin cesar desde que habíamos zarpado de Lundene; yo se lo consentía porque me caía bien: era un hombre impetuoso, incansable y animoso—. ¡Con la ayuda de Dios —insistía—, llevaremos la luz de Cristo a esos paganos!
—¿Por qué será que los daneses no nos mandan misioneros? —le pregunté.
—Porque Dios no lo permite, mi señor —repuso Willibald, comentario que fue recibido con enérgicos gestos de aprobación por parte de su compañero, un cura cuyo nombre olvidé hace mucho.
—¿No será que tienen mejores cosas en qué pensar? —apunté.
—Si los daneses tienen oídos para escuchar, mi señor —replicó muy convencido de lo que decía—, ¡recibirán el mensaje de Cristo con alegría y regocijo!
—Estáis como una cabra, padre —le dije con cariño—. ¿Sabéis cuántos misioneros de Alfredo se han llevado por delante?
—Debemos estar preparados para recibir el martirio, mi señor —contestó el religioso, con un deje de inquietud.
—Les rajan sus clericales barrigas —añadí con toda intención—, les sacan los ojos, les cortan las gónadas y les arrancan la lengua. ¿Os acordáis de aquel monje que nos encontramos en Yppe? —le pregunté a Finan, mi lugarteniente, un proscrito irlandés que, si bien educado en la fe cristiana, profesaba una religión tan entreverada de mitos populares que apenas tenía que ver con la doctrina que el padre Willibald predicaba—. ¿Cómo murió aquel infeliz?
—Lo despellejaron vivo. ¡Pobre diablo! —repuso Finan.
—¿No comenzaron por los dedos de los pies?
—Así es; lo desollaron lentamente. Debieron de dedicarle unas cuantas horas —aclaró Finan.
—Pero no le arrancaron la piel; no es posible desollar a un hombre como a un cordero —apunté.
—Cierto —convino Finan—. Hay que despegársela. ¡Hay que tener mucha fuerza para hacer una cosa así!
—Era un misionero —le aclaré a Willibald.
—Y un bienaventurado mártir también —añadió Finan, que se lo estaba pasando en grande—. El caso es que, al final, debieron de aburrirse, porque lo remataron, aserrándole la barriga.
—¿No fue a hachazos? —pregunté como si nada.
—No; utilizaron una sierra, mi señor —replicó Finan, con malévola sonrisa—; lo abrieron en canal con una sierra de enormes dientes.
El padre Williald, que siempre sucumbía al mareo cuando iba en barco, fue dando tumbos hasta uno de los costados de la nave.
Pusimos rumbo sur. Con sus bancos de arena y sus fuertes corrientes, el estuario del Temes es un mar traicionero, pero llevaba cinco años surcando aquellas aguas y apenas necesitaba fijarme siquiera en mis lugares de referencia en tierra para saber que nos dirigíamos a la costa de Scaepege. De repente, frente a nosotros, entre dos barcos varados apareció el enemigo, los daneses. Debían de ser un centenar o más, todos pertrechados con cotas de malla, yelmos y relucientes armas.
—Disponemos de hombres suficientes para acabar con ellos —le susurré a Finan.
—¡Quedamos en que veníamos en son de paz! —nos recordó el padre Willibald, mientras se limpiaba los labios con la manga de la sotana.
Así era, en realidad, y así lo hicimos.
Ordené que el Kenelm y el Dragón errante se quedasen por las marismas próximas a la costa, mientras el Lobo plateado se dirigía hacia el suave promontorio de arena que se alzaba entre los dos buques daneses. Con un siseo de los remos, la nave se dejó llevar por su propio impulso hasta encallar. La marea estaba subiendo, de modo que estaría a buen resguardo durante un rato. Salté, pues, desde la proa y fui a parar a un cenagal fangoso y profundo por el que, a zancadas, llegué a tierra firme, donde aguardaban nuestros enemigos.
—¡Mi lord Uhtred! —exclamó el jefe de los daneses a modo de saludo, muy sonriente y con los brazos abiertos; rechoncho, de cabellos rubios y mandíbula cuadrada, con una barba dividida en cinco gruesas coletas, rematadas con broches de plata, llevaba en los antebrazos unos relucientes brazaletes de oro y de plata, y lucía un tahalí con tachones de oro del que pendía una maciza espada de hoja ancha; tenía todo el aspecto de ser un hombre al que le iban bien las cosas, lo cual era cierto; su semblante dejaba traslucir una franqueza capaz de inspirar confianza, lo que ya no lo era tanto—. ¡Encantado de volver a veros —añadió con una amplia sonrisa—, mi viejo y apreciado amigo!
—Jarl Haesten —repuse, otorgándole el tratamiento que sabía que más le complacía, aunque para mis adentros pensase que no era sino un pirata.
Lo conocía desde hacía muchos años. En cierta ocasión y como culminación de un día nefasto, le había salvado la vida; desde entonces, había tratado de acabar con él, pero siempre se las había apañado para salir de rositas. Se me había escapado de entre las manos cinco años antes y, por lo que me habían contado, desde entonces se había dedicado al pillaje por tierras de los francos, donde había amasado una fortuna, había hecho otro hijo a su mujer, se había puesto a la cabeza de una hueste guerrera y se había presentado en Wessex con una flota de ochenta barcos.
—Confiaba en que fuerais vos el emisario de Alfredo —dijo, al tiempo que me tendía la mano.
—Si Alfredo no me hubiese ordenado que viniese en son de paz —repliqué, mientras se la estrechaba—, a estas alturas no conservaríais la cabeza encima de los hombros.
—Ladráis mucho —contestó con una risotada—. Aunque ya se sabe: perro ladrador, poco mordedor.
Pasé por alto el comentario. No había ido en busca de pelea, sino para cumplir el encargo que me había hecho el rey Alfredo de llevar misioneros a Haesten. Mis hombres habían ayudado a bajar a tierra a Willibald y a su acompañante, que, a mis espaldas, esbozaban nerviosas sonrisas de circunstancias. Habían resultado elegidos porque hablaban danés. También llevaba para Haesten un mensaje en forma de rico presente, que desdeñó con calculada indiferencia, insistiendo en que lo acompañase hasta su campamento antes de entregárselo.
Scaepege no era el campamento principal de Haesten, que se encontraba más al este, en una playa protegida por un fortín de nueva planta donde había dejado los ochenta barcos a buen recaudo. Nada más lejos de su intención que llevarme a aquel lugar. De ahí su insistencia en verse con los enviados de Alfredo en los desolados parajes de Scaepege, tierra de humedales, cañaverales y cenagosas marismas incluso en verano. Había llegado dos días antes, con tiempo para levantar una especie de fuerte, rodeando un promontorio con una cerca de maleza de espino, donde había plantado dos tiendas de lona.
—Comamos algo antes, mi señor —añadió con gesto pomposo, señalando una mesa montada sobre unos caballetes, rodeada de una docena de taburetes. Finan, dos de mis hombres y los dos curas venían conmigo; Haesten dejó muy claro que de ninguna manera pensaba compartir mesa con los clérigos—. No me fío ni un pelo de esos hechiceros cristianos —adujo—, así que tendrán que conformarse con el suelo.
El festín consistió en un guiso de pescado y un pan más duro que una piedra, servido por unas esclavas sajonas medio desnudas; ninguna tendría más de catorce o quince años. Pendiente de mí, Haesten no dudaba en humillarlas para exasperarme.
—¿Son de Wessex? —me interesé.
—Por supuesto que no —respondió, como si la pregunta estuviera fuera de lugar—. Las capturé en Anglia Oriental. ¿Os gusta alguna, mi señor? Fijaos en esa preciosidad, ¡esos pechos tan firmes como manzanas!
Le pregunté a la muchacha de los pechos pequeños y prietos dónde la habían capturado. Tan asustada estaba que, en vez de responder, se limitó a menear la cabeza sin decir nada, y me sirvió cerveza endulzada con bayas.
—¿De dónde eres? —insistí una vez más.
Haesten miró a la muchacha, regodeándose en sus pechos con parsimonia.
—Responde al señor —le dijo en inglés.
—No lo sé, mi señor —dijo la chica.
—¿De Wessex? ¿De Anglia Oriental? —volví a preguntarle—. Dime de dónde procedes.
—De una aldea, mi señor —contestó. No sabía nada más, así que bastó un gesto para que se retirase.
—Confío en que vuestra esposa se encuentre bien —me comentó, sin dejar de mirar a la joven mientras se alejaba.
—Así es.
—Me alegra oír eso —dijo en un tono bastante sincero, antes de entornar los ojos con picardía—. ¿Qué mensaje me traéis de parte de vuestro señor? —me preguntó, llevándose una cucharada del caldo del guiso de pescado a la boca, al tiempo que unos chorretones le caían por la barba.
—Que os alejéis de Wessex —respondí.
—¿Que me vaya de Wessex? —Parecía consternado, como si no acabara de creerse lo que acababa de oír, mientras con la mano apuntaba los desolados marjales que nos rodeaban—. ¿Qué hombre en su sano juicio querría alejarse de estos contornos, mi señor?
—Debéis abandonar Wessex —insistí sin dar mi brazo a torcer—, prometer que no invadiréis Mercia, entregar dos rehenes al rey y acoger a los misioneros que os envía.
—¡Misioneros! —replicó, señalándome asombrado con la cuchara de cuerno que tenía en la mano—. ¡Supongo que, cuando menos, no estaréis de acuerdo con semejante decisión, lord Uhtred! Vos servís a los verdaderos dioses —añadió, al tiempo que se daba media vuelta y observaba a los dos curas—. Quizá los mande a mejor vida.
—Hacedlo —repuse— y os sacaré los ojos de las cuencas.
Reparó en el tono amenazante de mi voz y pareció sorprendido. Advertí un fulgor de odio en su mirada, pero sus palabras sonaron mesuradas.
—¿Os habéis hecho cristiano, mi señor?
—El padre Willibald es amigo mío —me limité a decir.
—Haberlo dicho antes —me espetó con un deje de reproche—, y no os habría gastado semejante broma. Por supuesto, que pueden quedarse a vivir con nosotros y hasta predicar su fe, pero no sacarán nada en limpio. ¿De modo que Alfredo exige que me lleve mis barcos a otra parte?
—Cuanto más lejos, mejor —repliqué.
—Pero ¿adónde? —preguntó con fingida candidez.
—¿Qué tal Frankia? —apunté.
—Los francos ya me pagaron con tal de que los dejase tranquilos. Incluso construyeron barcos para que nos marcháramos cuanto antes. ¿Acaso estaría Alfredo dispuesto a hacer lo mismo?
—Debéis iros de Wessex —insistí con machaconería—, tenéis que dejar Mercia en paz, tenéis que aceptar a los misioneros que os envía y tenéis que entregarme los rehenes que el rey reclama.
—Ya; los rehenes… —empezó. Se me quedó mirando durante unos segundos y, como si se hubiera olvidado del asunto, añadió señalando al mar—: ¿Dónde podríamos ir?
—Alfredo os paga para que os alejéis de Wessex —contesté—; donde quiera que vayáis no es cosa mía, pero procurad que sea lejos del alcance de mi espada.
Haesten se echó a reír.
—Vuestra espada, mi señor, lleva mucho tiempo criando herrumbre en su vaina —dijo, mientras agitaba el pulgar por encima del hombro, señalando al sur—. Wessex arde por los cuatro costados —afirmó, complacido—, y Alfredo os tiene atado de pies y manos.
No le faltaba razón. A lo lejos, hacia el sur, unos penachos de humo tiznaban de negro el cielo estival allí donde ardían una docena, o más, de aldeas. Eran las únicas humaredas que alcanzaba a ver, pero sabía que había muchas más. Estaban devastando el este de Wessex y, en vez de pedirme ayuda para verse libre de los invasores, el rey me había ordenado que me quedase en Lundene y repeliese cualquier posible ataque contra la ciudad. Haesten esbozó una mueca a modo de sonrisa.
—A lo peor Alfredo piensa que ya sois viejo para pelear, mi señor…
No respondí a tamaño insulto. Cuando me paro a recordar aquellos tiempos, pienso que aún era joven, y eso que ya debía de andar por los treinta y cinco, o frisando los treinta y seis años. La mayoría de los hombres no llegan a esa edad, así que podía considerarme afortunado. No había perdido fuerza ni destreza a la hora de empuñar la espada: tan sólo me había quedado una leve cojera, consecuencia de una vieja herida recibida en el campo de batalla, y gozaba del más preciado reconocimiento a que puede aspirar un hombre de armas, mi renombre. Sabedor de que era yo el peticionario, Haesten se complacía en aguijarme.
Si me encontraba en tan penosa situación era porque dos flotas danesas habían arribado a las costas de Cent, la zona más oriental de Wessex. La de Haesten era la menos numerosa y, hasta entonces, se había contentado con erigir el mencionado fortín y permitir que sus hombres llevasen a cabo sólo las incursiones necesarias para conseguir alimentos y algunos esclavos. Ni siquiera se había tomado la molestia de perturbar la navegación por el Temes. No buscaba un enfrentamiento directo con Wessex en aquel momento, sino que permanecía a la espera de los acontecimientos que pudieran producirse en el sur, donde había tocado tierra una flota vikinga mucho más importante.
A las órdenes del jarl Harald el Pelirrojo, más de doscientos barcos rebosantes de guerreros ávidos de sangre habían recalado en aquella parte del litoral. Tras arremeter contra una fortaleza a medio construir y pasar a cuchillo a la guarnición que la defendía, sus hombres llevaban a cabo toda suerte de tropelías por tierras de Cent, incendiando y matando, haciendo esclavos y saqueando. Ellos eran los causantes del humo que ennegrecía el cielo. Alfredo se había puesto en marcha contra los invasores; pero el rey ya era mayor y estaba cada vez más enfermo, de modo que cedió el mando de las tropas a su yerno, lord Etelredo de Mercia, y a su hijo mayor, Eduardo el Heredero.
Total, para nada. Habían conducido a los hombres hasta la gran cordillera arbolada que se alzaba en el centro de Cent, desde donde podían emprenderla contra Haesten, por el norte, o caer sobre Harald, si así lo decidían, por el sur. Pero, temerosos de que si lanzaban un ataque contra uno de los dos ejércitos daneses, el otro arremetiese contra ellos por la retaguardia, no se habían movido de sitio. Hasta el punto que Alfredo, convencido de que había de vérselas con enemigos mucho más poderosos, en lugar de ordenarme que dirigiese mis huestes contra Haesten y permitir que tiñera aquellos marjales de sangre danesa, me había enviado a parlamentar con él, con instrucciones de sobornarlo para persuadirlo de que debía abandonar Wessex. Con Haesten fuera de escena, pensaba el rey, su ejército estaría en mejores condiciones de plantar cara a los despiadados guerreros de Harald.
El danés se escarbó los dientes con un espino hasta sacarse una raspa de pescado.
—¿Por qué vuestro rey no se decide a atacar a Harald? —preguntó.
—Eso es lo que vos quisierais —repuse.
—Si Harald se marchara —admitió con una sonrisa burlona— y, de paso, se llevase con él a esa golfa retorcida que no le deja ni a sol ni a sombra, muchos de sus hombres se unirían a mí.
—¿Golfa retorcida, decís?
—Se llama Skade —dijo en voz baja, encantado de estar al tanto de algo que yo no supiera.
—¿Os referís a la esposa de Harald?
—Su mujer, su ramera, su amante, su hechicera o lo que sea.
—No tenía ni idea.
—Ya os enteraréis de cómo las gasta —añadió muy convencido—; si tenéis la oportunidad de conocerla, no os la quitareis de la cabeza así como así, amigo mío. Y si le dais pie, tened por seguro que vuestra calavera pasará a ser una más del hastial de su salón.
—¿Habéis llegado a conocerla? —le insistí al ver que hacía un gesto afirmativo—: ¿De verdad no os la pudisteis quitar de la cabeza?
—Harald es un hombre impulsivo —continuó, sin responder a mi pregunta— y, por Skade, acabará por cometer una locura. Cuando eso ocurra, muchos de sus hombres buscarán otro señor a quien servir —para añadir, con sonrisa taimada—: Dadme un centenar de barcos más y, en cosa de un año, me proclamaré rey de Wessex.
—Así se lo diré a Alfredo —repliqué—; quizás eso le anime a atacaros a vos primero.
—No lo hará —repuso sin dudarlo—. Si tal decidiera, los hombres de Harald no encontrarían impedimento alguno para saquear Wessex a sus anchas.
Y no le faltaba razón.
—En ese caso, ¿por qué no se decide a atacar a Harald? —le pregunté.
—De sobra lo sabéis.
—Explicádmelo vos.
Calló un momento, rumiando si revelarme lo que pensaba para, al cabo, ceder a la tentación de ponerme al corriente de sus cavilaciones. Con el espino que tenía entre los dedos trazó una línea recta en la mesa de madera, dibujando a continuación un círculo dividido en dos partes simétricas por aquella raya.
—El río Temes —dijo, indicando la línea recta—; Lundene —añadió, señalando el círculo—. Vos estáis en Lundene con mil hombres; a vuestras espaldas —al tiempo que señalaba un punto situado Temes arriba—, lord Aldelmo, al frente de quinientos hombres de Mercia. Si Alfredo se decidiese a atacar a Harald, necesitaría que las tropas de Aldelmo y las vuestras se concentrasen en el sur, y Mercia quedaría indefensa.
—¿A quién se le ocurriría marchar sobre Mercia? —pregunté con estudiada candidez.
—¿A los daneses de Anglia Oriental tal vez? —dejó caer Haesten, con no menos fingida ingenuidad—. Lo único que les hace falta es un caudillo con agallas.
—Pero nuestro trato impone que vos no invadiréis Mercia —apunté.
—Así es —replicó Haesten con una sonrisa—; el único inconveniente es que aún no hemos alcanzado ningún acuerdo.
Concluimos el pacto, no obstante. Tenía que entregar el Dragón errante a Haesten. En su bodega dormitaban cuatro cofres zunchados con hierro repletos de plata. Ése era el precio estipulado. A cambio del barco y la plata, Haesten se comprometía a irse de Wessex y olvidarse de Mercia, así como a acoger a los dos misioneros y entregarme a dos muchachos como rehenes. Me aseguró que uno de ellos era un sobrino suyo, lo cual podía ser cierto. En cuanto al otro, mucho más joven, vestía ricas telas y lucía un primoroso broche de oro. Era un chaval de buen ver, de cabellos rubios y brillantes e inquietos ojos azules. Sujetando al chico por los hombros, me lo presentó.
—Éste es mi primogénito, Horic, a quien os entrego como rehén. —Calló un momento, haciendo ademán de enjugarse una lágrima—. Como rehén os lo entrego, y como nuestra de buena voluntad, mi señor. Os ruego que cuidéis de él, porque me es muy querido.
Eché un vistazo a Horic.
—¿Cuántos años tienes? —le pregunté.
—Siete —repuso Haesten, dándole una palmadita en la espalda.
—Dejad que sea el chico quien responda —insistí—. ¿Cuántos años tienes?
El chaval emitió un sonido gutural; el danés se inclinó y le rodeó con sus brazos.
—Es sordomudo, lord Uhtred —afirmó—. Los dioses tuvieron a bien que mi hijo naciera sordomudo.
—Lo mismo que dispusieron que fuerais un mentiroso y un malnacido —repliqué en voz lo bastante baja como para que no me oyesen los suyos, no fueran a tomárselo como una ofensa.
—¿A quién le importa? —repuso en tono de chanza—. ¡Qué más da! Si digo que es hijo mío, ¿quién va a atreverse a llevarme la contraria?
—¿Os marcharéis de Wessex? —le insistí.
—Cumpliré lo acordado —me prometió.
Hice como que daba por buena su palabra. Le había dicho a Alfredo que Haesten no era de fiar, pero el rey se encontraba con el agua al cuello. Se sentía viejo y con un pie en la tumba. Lo único que ansiaba era ver su reino libre de aquella peste de paganos. Así que hice entrega de la plata, me hice cargo de los rehenes y, bajo un cielo triste, puse rumbo a Lundene.
* * *
Lundene se asienta en gigantescas extensiones de terreno que parecen emerger del río, y que, de desnivel en desnivel, se alzan hasta alcanzar la cota más alta, el lugar elegido por los romanos para construir suntuosos edificios. Rodeados de una suerte de costra, de la roña de nuestras cabañas sajonas con sus techumbres de paja, aunque muy deteriorados, algunos todavía se mantenían en pie.
En aquellos días, Lundene formaba parte de Mercia, una región que, como los magnificentes edificios romanos, se encontraba medio en ruinas, y por si eso era poco, había de soportar la mugre de los jarls daneses que se habían asentado en sus fértiles tierras. Mi primo Etelredo era el ealdorman de Mercia, señor de aquellos parajes por tanto, pero vasallo en realidad de Alfredo de Wessex, que se había ocupado de que Lundene estuviera en manos de hombres de su confianza. Yo estaba al frente de la guarnición de la ciudad; el obispo Erkenwald era el encargado de todo lo demás.
Hoy, como no podía ser de otra manera, lo veneran como san Erkenwald, pero en aquella época, y si la memoria no me falla, no era sino una especie de comadreja resentida. Con eficacia, llevó a cabo la labor que se le había encomendado: gobernó la ciudad con mano de hierro. La aversión inmisericorde que sentía por los paganos le llevaba a considerarme un rival. Porque yo veneraba a Thor, lo que, a sus ojos, me convertía en un demonio; eso sí, imprescindible, pues era el guerrero que velaba por su ciudad, el pagano que había mantenido a raya a los denostados daneses desde hacía cinco años, el hombre que se ocupaba de que los alrededores de Lundene fueran un lugar seguro donde recaudar los impuestos que él mismo había fijado.
Me encontraba en la planta superior de uno de los edificios romanos que se alzaban en la zona más alta de Lundene. A mi derecha, el obispo Erkenwald; más bajo que yo, como casi todo el mundo, aunque hasta esa diferencia de estatura le ponía de mal talante. A nuestros pies, un febril enjambre de curas, de rostros macilentos y tiznados de tinta; a mi izquierda, Finan, el irlandés. Los tres teníamos los ojos puestos en el sur.
Desde allí observábamos la algarabía de techumbres de paja y tejas que cubrían Lundene, entre las que sobresalían las erguidas torres de las iglesias que Erkenwald había erigido, sobrepasadas por rubicundos milanos reales que surcaban el aire templado; más arriba todavía, alcancé a distinguir los primeros gansos que sobrevolaban el ancho Temes en dirección sur. Por encima del río, lo que quedaba en pie del puente romano, espléndida obra de ingeniería que presentaba una honda hendidura en el centro. Con unas cuantas vigas, había improvisado un paso para salvar la brecha. Hasta yo me ponía nervioso cada vez que me aventuraba por aquel chapucero apaño camino de Suthriganaweorc, donde se alzaban un baluarte y una empalizada que protegían el extremo sur del puente; allí, en mitad de las marismas, un montón de cabañas hacinadas, una aldea en realidad. Más allá, el terreno ascendía hacia las suaves y verdes colinas de Wessex; más lejos todavía, por encima de las lomas, columnas de humo que, como fantasmagóricos pilares, soportaban la quietud de aquel atardecer de finales de verano. Conté hasta quince, pero las nubes se confundían con el horizonte, de modo que podía haber muchas más.
—¡Nos atacan por todas partes! —exclamó el obispo, tan sorprendido como fuera de sí.
Hacía años que Wessex, gracias a las ciudadelas que, con sus respectivas guarniciones, Alfredo había ordenado construir, se veía libre de ataques vikingos, pero los hombres de Harald se dedicaban a prender fuego, saquear y arrasar el este del reino. Dejando de lado las fortificaciones, se ensañaban con las aldeas.
—¡Han dejado Cent a sus espaldas! —bramaba Erkenwald.
—Y se adentran en Wessex —remaché.
—¿Cuántos serán? —preguntó el obispo.
—Sabemos que han traído doscientos barcos —repuse—, por lo que, tirando por lo bajo, deben de contar con unos cinco mil guerreros como poco. Los hombres de Harald serán unos dos mil, aproximadamente.
—¿Sólo dos mil? —preguntó el prelado.
—Depende de los caballos de que dispongan —repliqué—. Sólo los jinetes están en condiciones de dedicarse al pillaje; el resto se habrá quedado vigilando los barcos.
—Hordas paganas, en cualquier caso —rugió Erkenwald enfurecido, al tiempo que se llevaba la mano a la cruz que le colgaba del cuello, para añadir—: El rey, nuestro señor, ha decidido que los derrotaremos en Æscengum.
—¿En Æscengum?
—¿Algún inconveniente? —tronó el obispo al oír mi comentario, sobresaltado al escuchar mis carcajadas—. No veo el motivo de tanta risa —añadió con aspereza.
Había motivo. Alfredo, o quizás hubiera sido una decisión de Etelredo, había llevado las tropas de Wessex hasta los elevados terrenos boscosos de Cent, un enclave situado entre los ejércitos de Haesten y de Harald, donde habían permanecido mano sobre mano. Todo apuntaba a que Alfredo, o quizá su yerno, habían tomado la decisión de retirarse a Æscengum, una ciudadela situada en el centro de Wessex, con la esperanza de que Harald se decidiera a marchar contra ellos y, gracias a los muros de la fortificación, derrotarlo. Sólo de pensarlo sentía escalofríos. Harald era un lobo; Wessex, un rebaño de ovejas, y el ejército de Alfredo, el perro pastor que lo guardaba. Pero Alfredo retenía al can con la esperanza de que el lobo acudiese y se dejase atrapar; mientras, el lobo hacía de las suyas.
—El rey, nuestro señor —continuó Erkenwald con voz autoritaria—, ha reclamado que vos y algunos de los vuestros acudáis a su lado, siempre y cuando yo tenga garantías de que, durante vuestra ausencia, Haesten no atacará la ciudad.
—No lo hará —repuse, incapaz casi de ocultar la satisfacción que sentía; Alfredo reclamaba mi ayuda; por fin, el perro pastor enseñaba los colmillos.
—¿Se arredraría si le hiciésemos saber que mataríamos a los rehenes? —se interesó el obispo.
—Los rehenes le importan tanto como un pedo maloliente —repliqué—. Ése al que llama hijo suyo será, con toda probabilidad, el vástago de algún campesino ataviado con ricas ropas.
—En ese caso, ¿por qué lo aceptasteis? —preguntó el obispo irritado.
—¿Qué otra cosa podía hacer? ¿Atacar el campamento de Haesten y arrebatarle sus cachorros?
—O sea, que Haesten nos está tomando el pelo…
—Pues claro que sí. Pero no atacará Lundene a menos que Harald derrote a Alfredo.
—Ojalá pudiéramos estar tan seguros de lo que decís.
—Haesten es hombre precavido —añadí—. Si sabe que lleva las de ganar, se lanza a la pelea. De no ser así, aguarda.
Erkenwald asintió con la cabeza.
—En ese caso, partid mañana con los vuestros hacia el sur —me ordenó, antes de darse media vuelta seguido por sus afanosos curas.
Al cabo de tantos años, al volver la vista atrás, he de convenir en que el obispo Erkenwald y yo cumplimos bien la tarea que se nos había encomendado. No me caía bien, es cierto; tampoco él me aguantaba, y sólo a cara de perro soportábamos los contados ratos en que, por fuerza, teníamos que vernos. Pero nunca se metió en nada que tuviera que ver con la guarnición, igual que yo jamás me entrometí en sus tareas de gobierno. Otro en su lugar me habría preguntado cuántos hombres pensaba llevarme, o cuántos soldados se quedarían para defender la ciudad. Erkenwald daba por sentado que yo tomaría la decisión más acertada. Aun así, sigo pensando que era una comadreja.
—¿Cuántos hombres tienes pensado llevarte? —me preguntó Gisela aquella noche.
Estábamos en casa, la villa que un mercader romano construyera en la orilla norte del Temes. Muchas veces, nos llegaban los malos olores del río, pero ya estábamos acostumbrados y allí nos encontrábamos a gusto. Teníamos esclavos, criados y guardias, niñeras y cocineras. Y tres hijos también. Uhtred, el primogénito, que entonces debía de tener unos diez años; Stiorra, la niña, y Osbert, el benjamín, dos curiosos incorregibles. Uhtred llevaba mi nombre, al igual que yo lo había heredado de mi padre, y éste, a su vez, del suyo. Pero aquel jovencito Uhtred me sacaba de quicio: era un chico apocado y enclenque, siempre pegado a las faldas de su madre.
—Trescientos —contesté.
—¿Sólo?
—Alfredo tiene los suyos y, además, debo dejar una guarnición aquí —le dije.
Gisela hizo un gesto de dolor. Estaba preñada de nuevo, y el parto no tardaría en presentarse. Al ver la cara de preocupación que puse, me dedicó una sonrisa.
—Ya sabes que escupo los niños como si fueran pepitas —dijo para tranquilizarme—. ¿Cuánto te llevará acabar con los hombres de Harald?
—Cosa de un mes —calculé.
—Para entonces, ya habré parido —comentó, al tiempo que yo acariciaba el martillo de Thor que llevaba colgado al cuello; Gisela me dirigió otra sonrisa cargada de serenidad—. Siempre me ha ido bien en los partos —añadió, lo que no dejaba de ser cierto: siempre habían sido alumbramientos fáciles y las tres criaturas habían sobrevivido—. A tu vuelta, te encontrarás con otro pequeñín que se pasará el día berreando y te sacará de tus casillas.
Le di la razón y, esbozando una media sonrisa, levanté la cortina de cuero para salir a la terraza. Fuera, estaba oscuro. En la otra orilla del río, donde se alzaba el fortín que protegía el puente, se veían algunas fogatas; el resplandor de las llamas se reflejaba en el agua. Por el oeste, una franja de color púrpura teñía los hilachos de una nube. El río rugía al precipitarse bajo los estrechos arcos del puente. Aparte de algunos ladridos y una sonora carcajada que me llegó de las cocinas, la ciudad estaba en calma. Atracado en el embarcadero de casa, la suave brisa arrancaba leves crujidos del Lobo plateado. Eché un vistazo río abajo, hasta la otra punta de la ciudad, donde había erigido una pequeña torre de roble a la vera del río. Allí, mis hombres vigilaban día y noche, ojo avizor por si aparecía algún barco de larga quilla con intención de saquear los muelles de Lundene. Pero no se veía ninguna hoguera de advertencia en lo alto de la torre. Todo estaba en silencio. Los daneses estaban en Wessex, pero Lundene descansaba tranquila.
—Cuando esto acabe —dijo Gisela desde la puerta de la terraza—, podíamos ir pensando en volver al norte.
—Tienes razón —repuse, al tiempo que me volvía para contemplar su hermoso rostro alargado, de ojos oscuros.
Era danesa y, como yo, estaba harta de los cristianos de Wessex. Los hombres por fuerza han de venerar a los dioses, y hasta es posible que tenga sentido creer en uno solo. Pero, ¿por qué rendir culto a una divinidad que sólo aspira a que la azoten y la maltraten? El dios de los cristianos nada tenía que ver con los nuestros, pero no nos quedaba más remedio que vivir entre gentes que lo temían y que abominaban de nosotros porque adorábamos a otras deidades. Yo había prestado juramento de lealtad a Alfredo, y siempre había cumplido las órdenes que de él había recibido.
—No le queda mucho tiempo de vida —dije.
—Cuando muera, ¿te verás libre de tu promesa?
—A nadie más he prestado juramento de lealtad —repliqué con sinceridad, aunque lo cierto era que había pronunciado otro juramento que me sería reclamado antes de lo que imaginaba; aquella noche ni se me pasó por la cabeza, de modo que creo que respondí cabalmente a la pregunta de Gisela.
—¿Y cuando falte?
—Nos iremos al norte —sentencié.
Al norte, la tierra de mis padres, a orillas del mar de Northumbria, las tierras que me había arrebatado mi tío. Al norte, a Bebbanburg, un lugar donde los paganos se veían libres de la hostilidad permanente del dios crucificado de los cristianos. Volveríamos a casa. Bastante tiempo había estado a las órdenes de Alfredo, y bien que había cumplido. Soñaba con volver al terruño.
—Te prometo, te juro que volveremos a casa —le dije a Gisela.
Mientras, los dioses se lo debían estar pasando en grande a mi costa.
* * *
Al amanecer, cruzamos el puente. Éramos trescientos guerreros y más de cien mozos que venían con nosotros para cuidar de los caballos y cargar con las pocas armas de más que llevábamos. Los cascos de las caballerías restallaban con fuerza al pasar por el remedo artesano del puente cuando nos pusimos en camino hacia las humaredas, mudos testigos de la devastación de Wessex. Cruzamos los vastos marjales por los que, con marea alta, las oscuras aguas del río discurren entre larguiruchos cañaverales, y encaramos las laderas de las suaves colinas que se alzaban más allá. La mayor parte de la tropa se había quedado en Lundene para defender la ciudad. Conmigo, sólo venían mis hombres, mis guerreros, los unidos a mí por un juramento de lealtad, aquéllos por los que me habría jugado la vida. A las órdenes de Cerdic, compañero de innumerables batallas que, casi con lágrimas en los ojos, me había pedido que le permitiese sumarse a la expedición, había dejado a seis de los míos para custodiar mi casa.
—Tenéis que velar por Gisela y por mis hijos —le dije, y allí se había quedado el bueno de Cerdic, mientras nosotros, por los mismos senderos que seguían las ovejas y el ganado camino del matadero de Lundene, enfilábamos hacia el oeste.
No parecía haber cundido el pánico, aunque los lugareños no apartaban los ojos de las columnas de humo que se veían en lontananza; los thegns, caudillos locales, se habían limitado a ordenar que unos cuantos vigías trepasen a lo alto de las cabañas o se encaramasen a las copas de los árboles. Más de una vez nos tomaron por daneses, lo que provocó estampidas de gente que buscaba refugio en los bosques, seguidas de retornos no menos presurosos una vez que se aclaraba quiénes éramos. En caso de amenaza real, tenían instrucciones de llevar el ganado hasta la ciudadela más cercana, pero ya se sabe lo reacios que son los campesinos a abandonar el lugar donde viven. En muchas aldeas, ordené que tanto ellos como el ganado, las ovejas y las cabras se dirigiesen a Suthriganaweorc, aunque dudo que me hicieran caso. Seguro que no se moverían de su sitio hasta que los daneses comenzasen a rebanarles el cuello.
Todo apuntaba a que andaban haciendo de las suyas por el sur, así que tal vez aquellas gentes supieran lo que se hacían. La misma dirección, pues, decidimos seguir nosotros, subiendo por terrenos más abruptos y esperando encontrarnos de cara con los saqueadores en el momento menos pensado. Había enviado ojeadores por delante, pero hube de esperar hasta media mañana antes de que uno de ellos agitase un trapo rojo, señal de que había advertido algún peligro. Espoleé mi montura hasta coronar la loma y, una vez arriba, escudriñé el valle que se extendía a mis pies sin advertir nada que me llamase la atención.
—Mucha gente corría, mi señor —me dijo el ojeador—. Al verme, se escondieron entre los árboles.
—A lo peor huían de vos…
El hombre negó con la cabeza.
—Ya estaban asustados cuando yo aparecí, mi señor.
No dejábamos de mirar al anchuroso valle que, verde y lozano bajo el sol del estío, se extendía hasta las lomas arboladas que se alzaban al otro extremo. Tras ellas, la columna de humo más cercana a nosotros. El valle parecía tranquilo, sin embargo. Atisbé pequeñas parcelas cultivadas, las techumbres de una aldea, un sendero que se perdía por el oeste, los destellos de un arroyo que serpenteaba entre los prados. Ni rastro del enemigo, aunque en aquellas espesas arboledas bien podían ocultarse todos los hombres de Harald.
—¿Qué visteis exactamente? —le pregunté.
—Mujeres, mi señor. Mujeres y niños. También unas cuantas cabras. Corrían en esa dirección —dijo señalando al oeste.
De modo que los fugitivos huían de la aldea. El ojeador había llegado a atisbarlos entre los árboles, pero no quedaba ni rastro de ellos ni del motivo que los había llevado a escapar. Tampoco se veían trazas de humo en el anchuroso y largo valle, lo que no significaba que los hombres de Harald no anduviesen por allí. Tiré de las riendas de la montura del ojeador hasta situarlo por debajo de la línea del horizonte, y recordé el día en que, muchos años antes, por primera vez me disponía a entrar en combate. Iba con mi padre, que había reunido al fyrd, una hueste de campesinos arrancados de sus tierras de labranza, con azadones, guadañas y hachas como únicos pertrechos. Marchábamos a pie, así que nos desplazábamos con lentitud. Nuestros enemigos, los daneses, iban a caballo. Nada más tocar tierra, se agenciaron unos cuantos caballos y se dedicaron a hostigarnos sin misericordia. Pero aprendimos la lección; aprendimos a pelear como ellos. En nuestro caso, no obstante, la diferencia estribaba en que, para frenar la invasión de las hordas de Harald, Alfredo todo lo fiaba a sus ciudadelas, lo que dejaba al jefe danés las manos libres para ir y venir a su antojo por los campos de Wessex. Por mi parte, estaba seguro de que sus guerreros se movían a lomos de caballerías, igual que tenía claro que, siendo tan numerosos, el único propósito de aquellas incursiones era conseguir más y más caballos. Nuestra primera tarea, pues, consistía en dar buena cuenta de los saqueadores y recuperar tantos animales como fuera posible. Me dio en la nariz que aquella cuadrilla se movía por el extremo oriental del valle. Uno de los hombres de la partida conocía aquellos parajes.
—Son las tierras de Edwulf, mi señor —me dijo.
—¿Quién es ése?
—Un thegn, mi señor —respondió con una sonrisa mientras, con la mano, trazaba una abultada curva a la altura del estómago—. Un hombre bien cebado.
—Y rico, por lo visto.
—Mucho, mi señor.
Lo que significaba que los daneses se habían topado con una auténtica bicoca, y nosotros con una presa fácil. La única dificultad consistía en guiar a trescientos hombres por aquellos contornos sin que se percatasen quienes se afanaban en el extremo oriental del valle. Dimos con un sendero disimulado entre la arboleda y, a eso del mediodía, había camuflado a los míos en los bosques que, por el oeste, lindaban con las tierras de Edwulf. Les tendí una celada.
Envié a Osferth y veinte hombres más por una senda que se perdía por el sur, allá donde se alzaban las humaredas. Llevaban con ellos media docena de caballos sin embridar, y caminaban despacio, como si estuvieran cansados y desorientados. Les ordené que no se dirigiesen directamente al caserón de Edwulf, que suponía infestado de daneses en aquel momento. Finan, que entre los árboles se movía como un espectro, se había acercado con cautela hasta el lugar; a su regreso, nos contó lo que había visto: una aldea de una veintena de pallozas, una iglesia y dos buenos graneros.
—Están echando abajo las techumbres —me había dicho, de lo que deduje que los daneses rebuscaban entre la paja que cubría las cabañas, donde la gente a veces ocultaba los objetos de valor antes de emprender la huida—, y se lo están pasando en grande con unas cuantas mujeres.
—¿Qué hay de los caballos?
—No; sólo con las mujeres —replicó Finan, quien, al ver la mirada que le eché, dejó de sonreír—. Guardan unos cuantos a buen recaudo en un cercado, mi señor.
Osferth siguió adelante, y los daneses mordieron el cebo como la trucha que salta para atrapar una mosca. Advirtieron su presencia; hizo como que no los veía y, de repente, cuarenta daneses a caballo, o más, salieron al encuentro de Osferth, quien fingiendo que acababa de darse cuenta del peligro que corría, se volvió al galope hacia el oeste, donde estaban apostados mis hombres.
Fue una operación tan sencilla como arramblar con la plata de una iglesia. De lo alto de los árboles, cien de los míos cayeron sobre los daneses. No tenían escapatoria. Dos de ellos obligaron a volverse a los caballos demasiado bruscamente y los animales rodaron por el suelo en estruendosa confusión de cascos y tierra removida. Otros, al tratar de dar media vuelta, se encontraron con que los alanceaban por la espalda. Los más avezados cargaron contra nosotros con la esperanza de dejarnos atrás, pero éramos demasiados. Los míos los rodearon y capturaron a no menos de una docena de jinetes enemigos. No participé en la refriega porque, al frente del resto de los hombres, me dirigí al caserío de Edwulf, donde los daneses ya corrían hacia sus monturas. Al verme llegar, uno de ellos, desnudo de cintura para abajo, sin dejar de mirar atrás, se apartó a gatas de una mujer que gritaba sin parar. Smoka, mi caballo, aminoró el paso; al verlo, el individuo en cuestión trató de escabullirse. Pero mi montura no necesitaba indicaciones, de modo que descargué mi espada, Hálito-de-serpiente, sobre el cráneo de aquel hombre. La hoja se quedó trabada y, durante un rato, arrastré al danés agonizante mientras cabalgaba, hasta que, por fin y con el brazo manchado de salpicaduras de sangre, logré desprenderme de aquel cuerpo convulso.
Piqué espuelas y conduje a los míos hacia el extremo oriental de la propiedad, para cortar la retirada a los daneses que aún seguían con vida. Finan ya había enviado ojeadores a la cima de la colina que se alzaba al sur. No dejaba de preguntarme cómo era posible que no hubieran apostado vigías en lo alto de aquella colina, la misma desde la que habíamos atisbado a los que huían.
Fue una de tantas escaramuzas como se libraron en aquellos días. Los daneses de Anglia Oriental saqueaban las tierras de labranza próximas a Lundene. Nosotros no nos quedábamos atrás, y nos adentrábamos en territorio danés, incendiando, matando y saqueando cuanto nos salía al paso. Oficialmente, entre Anglia Oriental y el reino de Wessex se había firmado la paz, pero a ojos de un codicioso danés de poco valían unos cuantos garabatos escritos en un pergamino. Si uno de ellos quería esclavos, ganado o, sencillamente, vivir una aventura, se adentraba en Mercia y se llevaba aquello que iba buscando. En respuesta, nosotros nos internábamos en el este y hacíamos lo mismo. Disfrutaba de aquellas correrías que, por otra parte, servían de entrenamiento para que los más jóvenes de mis hombres tuviesen la oportunidad de ver de cerca al enemigo y sacar partido a la espada. Por muchas prácticas que realice un hombre durante un año, por mucho que se ejercite en el manejo de la espada y la lanza, nunca aprenderá tanto como durante cinco minutos de combate real.
Fueron tantas las escaramuzas que, en realidad, ya casi ni me acuerdo. Sí recuerdo, en cambio, aquella refriega en la propiedad de Edwulf, que en realidad fue cosa de nada. Los daneses no se habían andado con tino, y no sufrimos ninguna baja. Si ahora lo recuerdo es porque, cuando todo hubo acabado y cesó el estrépito de las espadas, uno de mis hombres me pidió que acudiese a la iglesia.
Era una iglesia pequeña, donde a duras penas cabrían las cincuenta o sesenta personas que vivían o habían vivido en la propiedad, un edificio de madera de roble y techumbre de paja sobre el que se alzaba una cruz de madera. Una tosca campana pendía del aguilón que coronaba la única puerta de acceso, orientada al oeste; en cada una de las paredes laterales, dos grandes ventanales protegidos con trancas de madera, por los que entraba a raudales la luz del sol que daba de lleno sobre un hombre gordo que, desnudo y atado a una mesa, que imaginé que sería el altar, no dejaba de quejarse de un modo lastimero.
—¡Desatadlo! —exclamé.
Rypere, que había estado al frente de los hombres que habían capturado a los daneses que se encontraban en el interior de la iglesia, se sobresaltó, como si mi orden lo hubiera sacado de un estado de trance.
A pesar de sus pocos años, Rypere había visto demasiados horrores, pero tanto él como los hombres que lo acompañaban parecían aturdidos por las atrocidades a que había sido sometido aquel pobre gordo. Las cuencas de los ojos eran un revoltijo de sangre y materia viscosa; tenía las mejillas laceradas y ensangrentadas; le habían cortado las orejas, lo habían castrado, le habían roto los dedos y, con ayuda de un escoplo, se los habían desgarrado de la palma de la mano. Al otro lado de la mesa, dos daneses custodiados por mis hombres; sus manos enrojecidas delataban su condición de verdugos. Con todo, el jefe de la cuadrilla era el responsable de aquella barbaridad, de ahí que me acuerde de aquella escaramuza.
Porque fue entonces cuando conocí a Skade. Si existe una mujer que haya mordido las celestiales manzanas de Asgard, las que confieren a los dioses su eterna belleza, ésa tenía por fuerza que ser Skade, casi tan alta como yo, de cuerpo recio y vigoroso, que disimulaba bajo la cota de malla que vestía. Tendría unos veinte años, cara alargada, nariz respingona y altiva, y los ojos más azules que había visto en mi vida. Largos y lacios, sus cabellos, oscuros como las plumas de los cuervos de Odín, se deslizaban hasta su esbelta cintura, ceñida por un tahalí del que colgaba una vaina vacía. La observé detenidamente.
Ella me devolvió la mirada. ¿Qué fue lo que vio?
Vio al señor de la guerra de Alfredo, a Uhtred de Bebbanburg, al pagano que estaba a las órdenes de un rey cristiano. Era alto y, en aquellos días, de gallarda envergadura. Un guerrero tan diestro con la espada como con la lanza que, a fuerza de pelear, me había hecho rico, de forma que llevaba una cota de malla bien bruñida, un yelmo con incrustaciones de plata y unos brazaletes que resplandecían por encima de las mangas de la protección metálica. De plata eran las cabezas de lobo que adornaban mi tahalí; bandas de azabache alternaban con la piel de la vaina que daba cobijo a Hálito-de-serpiente; la hebilla del cinturón y el broche de mi capa eran de oro macizo. Lo único que de poco valor llevaba encima era un minúsculo amuleto colgado del cuello: el martillo de Thor, un talismán que me acompañaba desde niño y que todavía conservo. El paso del tiempo había dado buena cuenta del esplendor de mi juventud, y eso fue lo que Skade tuvo ocasión de contemplar: un señor de la guerra.
En ese instante, me lanzó un escupitajo, un salivazo que me alcanzó la mejilla. Ni me alteré.
—¿Quién es esta zorra? —pregunté.
—Skade —contestó Rypere, al tiempo que se volvía a los dos torturadores—. Éstos dicen que es su cabecilla.
El hombre orondo gimió de nuevo. Una vez libre, engurruñado, no se había movido de donde estaba.
—¡Que alguien se ocupe de él! —exclamé en el preciso instante en que recibía un nuevo salivazo de Skade, esta vez en los morros—. ¿Quién es? —pregunté, como si aquella mujer no existiera.
—Pensamos que es Edwulf —repuso Rypere.
—¡Lleváoslo de aquí! —ordené, mientras me volvía para contemplar a aquella preciosidad que me escupía—. Y ahora, decidme, ¿quién es Skade?
Era danesa. Venida al mundo en una alquería del norte de su inhóspito país, hija de un hombre que no era rico y había dejado a su viuda en la miseria. Bueno, en compañía de Skade, muchacha de extraordinaria belleza, a la que había casado con un hombre que hubiera pagado lo que fuera por yacer junto a aquel cuerpo tan larguirucho como esbelto. El marido en cuestión era un cacique; un pirata, en realidad. Al cabo de un tiempo, Skade conoció a Harald el Pelirrojo. Como el jarl Harald le ofrecía una vida más rica en emociones, antes que consumirse en un banco de arena tras una empalizada cochambrosa al ritmo cadencioso de las mareas, se fugó con él. Tiempo tendría de enterarme de tales vicisitudes. En aquel momento, sólo sabía que era la mujer de Harald, y que Haesten no había mentido en cuanto a ella: bastaba con verla para desearla.
—Tendréis que dejarme libre —dijo muy segura de sí misma.
—Haré lo que bien me parezca —repliqué—; no voy a acatar las órdenes de una insensata.
Al oírlo, se revolvió; advertí que estaba a punto de escupirme de nuevo. Alcé la mano, como si me dispusiera a pegarla, y guardó silencio.
—¡Ni un solo vigía! —continué—. ¡Sólo un necio se olvidaría de apostar centinelas!
Se la llevaban los demonios, se reconcomía; sabía que tenía razón.
—El jarl Harald os dará lo que pidáis con tal de que me soltéis —repuso.
—Las entrañas de Harald, ése será el precio de vuestra libertad —repliqué.
—¿Sois Uhtred? —preguntó.
—Soy lord Uhtred de Bebbanburg.
Esbozó una desmayada sonrisa.
—Caso de que no me dejéis en libertad, Bebbanburg tendrá que buscarse un nuevo amo. Sabréis de lo que soy capaz. Aprenderéis lo que es sufrir, Uhtred de Bebbanburg; lo pasaréis peor que ése —al tiempo que señalaba, con un gesto, a Edwulf, cuando cuatro de mis hombres lo sacaban de la iglesia.
—Otro mentecato por olvidarse de los vigías —comenté.
Sin que nadie diera la voz de alarma, la cuadrilla a las órdenes de Skade se había abatido sobre la aldea a plena luz del día. Algunos campesinos, los que habíamos visto desde la colina, habían conseguido huir, pero la mayoría de los habitantes del lugar habían caído en sus manos. Sólo se salvaron las mujeres jóvenes y los niños, cuyo destino más probable era el mercado de esclavos.
Sólo dejamos con vida a un danés; a un danés, y a Skade, naturalmente. Matamos a los demás, y nos quedamos con los caballos, las cotas de malla y las armas. Aun sabiendo que no sería fácil transportar la cosecha que, una vez recogida, se guardaba en los graneros, ni los frutos de los huertos, ya en sazón, a los lugareños que quedaban con vida, les ordené que llevaran el ganado hacia el norte, a Suthriganaweorc: no podíamos dejar comida al alcance de los hombres de Harald. Aún estábamos dando buena cuenta del último de los daneses, cuando los vigías de Finan nos informaron de que unos jinetes se aproximaban a la cima de la colina que miraba al sur.
Con setenta de mis hombres, más el danés que había dejado con vida, Skade y la larga cuerda de cáñamo de la que antes pendía la pequeña campana de la iglesia, salí a su encuentro. Me acerqué a Finan y juntos cabalgamos hasta la apacible pradera que se extendía en lo alto de la colina, donde disponíamos de una buena visibilidad por el lado sur. Observamos nuevas y densas columnas de humo a lo lejos; cerca, mucho más cerca, una partida de jinetes cabalgaba bajo los sauces que esparcían su sombra a orillas de un arroyo. A ojo de buen cubero, calculé que eran tantos como los hombres que venían conmigo que, para entonces, ocupaban la cima, agrupados a ambos lados del estandarte que lucía la enseña de la cabeza del lobo.
—Desmontad —le ladré a Skade.
—Vienen a por mí —repuso desafiante, señalando a los jinetes que, al observar a los míos en orden de batalla, se habían detenido.
—En ese caso, ya han dado con vos —comenté—. Desmontad, os digo.
Altanera, se me quedó mirando. Era una mujer que no estaba acostumbrada a recibir órdenes.
—Podéis hacerlo vos misma —repetí armándome de paciencia—, o puedo descabalgaros de la silla. Lo dejo a vuestra elección.
Echó el pie a tierra y, con un gesto, le indiqué a Finan que hiciera lo mismo. Desenvainó la espada y se colocó junto a la joven.
—Quitaos la ropa —le dije.
Una llamarada de cólera ensombreció su rostro. No se movió, pero percibí la furia que crecía en su interior, semejante a la de una víbora que se dispone a morder. Hubiera querido matarme, gritar, implorar a los dioses que tuviesen a bien bajar de aquel cielo que el humo jalonaba. Pero no podía hacer nada.
—Quitaos la ropa —repetí—, o les diré a mis hombres que lo hagan ellos.
Miró a su alrededor como si buscase un modo de huir. No había escapatoria. Al ver que no le quedaba otra que obedecerme, se le llenaron los ojos de lágrimas. Como nunca me había mostrado cruel con las mujeres, Finan me miró con cara de sorpresa; no dije nada. En aquel instante, sólo pensaba en lo que Haesten me había dicho: que Harald era un hombre impulsivo; lo único que buscaba era poner en un brete a Harald el Pelirrojo. Abrigaba la esperanza de que, si injuriaba a su mujer, Harald se dejase llevar por la ira y perdiese los estribos.
Impenetrable como una máscara, sin hacer un solo gesto, Skade se despojó de la cota de malla, del corpiño de cuero y de los calzones de lino. Uno o dos de los míos no pudieron contenerse cuando, al quitarse el justillo, dejó al aire sus firmes pechos enhiestos. Dos bramidos por mi parte, y se quedaron mudos. Le pasé el cordel a Finan.
—Atádselo al cuello —le dije.
Era realmente hermosa. Incluso ahora, si cierro los ojos, veo todavía aquel cuerpo esbelto y erguido en aquel precioso prado cuajado de ranúnculos. Abajo, en el valle, los daneses estiraban el cuello; mis hombres no le quitaban los ojos de encima; mientras, Skade se mostraba como una criatura que, desde las esferas de Asgard, se hubiera dignado descender a la tierra. No me cabía la menor duda de que Harald pagaría lo que fuera por ella. Cualquier hombre en sus cabales bien se habría buscado la ruina con tal de poseerla.
Finan me entregó el extremo del cordel, espoleé mi montura y, de tal guisa, descendimos un tercio de la ladera.
—¿Es Harald alguno de ésos? —le pregunté, señalando con la cabeza a los daneses, que se encontraban a doscientos pasos de nosotros.
—No —respondió, con voz áspera y cargada de resentimiento; estaba avergonzada y furiosa—. Os matará por esto —añadió.
Me limité a sonreír.
—Harald el Pelirrojo es una repugnante rata de mierda —grité. Me volví en la silla, y le hice un gesto a Osferth, que bajó por la pendiente con el único de los daneses que habíamos dejado con vida, un hombre joven, que no apartaba de mí sus aterrorizados ojos, de un azul desvaído—. Aquí tienes a tu cabecilla —le dije—; mírala.
Apenas se atrevió a contemplar la desnudez de Skade. Le dirigió una rápida ojeada y, al instante, volvió a mirarme.
—Ve —le dije—, y cuéntale a Harald el Pelirrojo que Uhtred de Bebbanburg tiene a su puta. Dile que está desnuda y que pienso pasármelo en grande con ella. Ve, y díselo. ¡Lárgate!
El hombre echó a correr ladera abajo. Los daneses del valle no tenían intención de atacarnos. Casi iguales en número, nosotros ocupábamos la posición más elevada, y todo el mundo sabe de lo reacios que son a sufrir bajas entre los suyos. Se nos quedaron mirando y, si bien uno o dos se acercaron lo bastante como para cerciorarse de que, en efecto, se trataba de Skade, ninguno movió un dedo por librarla de aquella situación.
Había llevado conmigo el corpiño, los calzones y las botas de Skade. Los arrojé a sus pies, me incliné y le retiré el cordel que llevaba al cuello.
—Vestíos —le dije.
Reparé en que estaba pensando en escapar, en echar a correr ladera abajo con la esperanza de que se hiciera cargo de ella alguno de aquellos jinetes mirones antes de que yo la atrapase; bastó una palmada en el flanco de Smoka, y mi caballo se interpuso en su camino.
—Antes de que llegarais a ellos, esta espada os abriría el cráneo en dos —le advertí.
—Y vos moriréis sin llevar una espada en la mano —replicó mientras se agachaba para recoger sus cosas.
Acaricié el talismán que llevaba al cuello.
—Alfredo —le contesté— tiene por costumbre ahorcar a los paganos que caen en sus manos. Más os valdría seguir con vida hasta que nos veamos con él.
—Que mi maldición caiga sobre vos y aquellos a quienes amáis —repuso.
—Más os valdría no abusar de mi paciencia hasta entonces —respondí—; de lo contrario, os dejaré en manos de mis hombres antes de que Alfredo se decida a ahorcaros.
—Os maldigo, que la muerte se abata sobre vos y los vuestros —tronó con voz casi exultante.
—Si vuelve a abrir la boca, sacúdela —le dije a Osferth.
Así, pusimos rumbo al oeste, al encuentro con Alfredo.