Etelfleda se acercó a mí en lo alto de la muralla. Nada más llegar, sin mediar palabra ni preocuparse de que pudieran vernos, me echó los brazos alrededor del cuello. Sentí cómo temblaba. Llevaba mi maltrecho escudo todavía colgado del brazo izquierdo, que la ocultaba a los ojos de todos cuando la estreché contra mí.
—Pensé que habíais muerto —me comentó al cabo de un rato.
—¿Quién os dijo semejante cosa?
—Nadie. Veía lo que estaba pasando —añadió.
—¿Desde dónde?
—Desde la linde del campamento —repuso tranquila.
—¿Acaso habéis perdido el juicio? —le increpé enojado, al tiempo que me apartaba de ella y la miraba de arriba abajo—: ¿Qué pretendíais, acaso que los daneses os hicieran prisionera?
—Tenéis la cara cubierta de sangre —contestó, pasándome un dedo por la mejilla—. Está reseca. ¿Ha sido muy duro?
—Pues sí, pero lo que nos queda por delante será mucho peor —respondí, moviendo la cabeza en dirección al nuevo fortín.
Se alzaba a los pies de la colina, donde el escarpado desnivel cubierto de hierba se convertía en un suave desmonte que finalizaba en una sucinta hilera de collados que llegaba hasta los cañaverales que bordeaban la ensenada. La marea, casi baja del todo a esa hora, me permitió hacerme una idea de los intrincados bancos de arena que acechaban allí donde marisma y ensenada se confundían, y entendí por qué Haesten había levantado el nuevo fortín en aquella inhóspita lengua de tierra firme y había excavado el profundo foso, que defendía el ancho muro que miraba al este de posibles ataques: había convertido la fortaleza, tres veces más larga que ancha, en una isla. El muro que discurría por el lado sur se prolongaba a lo largo de la ensenada, con el hondo canal a sus pies como defensa; las murallas que miraban al norte y al oeste daban a calas amplias, a interminables marismas siempre a merced de la marea, mientras que la defensa del lado más estrecho, la que miraba al este, donde se alzaba el portón, frente a nosotros, quedaba protegida por el nuevo foso. Un puente de madera permitía salvarlo. Una vez que los últimos en llegar estuvieron a salvo, los daneses procedieron a retirarlo llevándose los anchos tablones al interior del fuerte. Algunos lo hacían desde el agua que, en el centro del foso, no les llegaba más arriba de la cintura. De modo que era posible cruzarlo con marea baja; pobre consuelo porque la diferencia del nivel del agua entre marea alta y marea baja alcanzaba el doble de la altura de un hombre de buena estatura, lo que indicaba que, cuando era posible vadearlo, la orilla del otro lado no sería sino una empinada pendiente de lodo traicionero y viscoso.
El interior del recinto estaba atestado de cabañas, algunas con techos de madera, otras cubiertas con lonas; todas carentes de techumbres. Tal era, pues, la solución que Haesten había encontrado para protegerse de un posible lanzamiento de flechas incendiarias que prendieran fuego al fuerte. Me imaginé que la mayoría de las vigas y pilares de aquellas construcciones procedían del pueblo que habían arrasado e incendiado, cuyas ruinas aún eran visibles al este del nuevo fortín, donde la falda de la colina alcanzaba su máxima amplitud.
Aunque montones de daneses deambulaban por el interior del recinto, eran muchos más los que vivían en los barcos: más de doscientos navíos de guerra de enhiesta proa, encallados en la otra orilla de la ensenada. La mayoría estaban desmantelados; sujetos a las horquillas donde reposaban los mástiles, en algunos habían colocado unos toldos en los que se veía ropa tendida, en tanto que, a la sombra de los cascos, unos cuantos niños jugaban o nos miraban embobados. Conté, además, otros veintitrés barcos, con los mástiles enarbolados y las velas aferradas en sus correspondientes vergas. En todos había hombres a bordo, lo que me llevó a pensar que estaban preparados para hacerse a la mar en cualquier momento. Le había dado vueltas a la idea de traer unos cuantos barcos río abajo, desde Lundene pero, al contemplar aquellos navíos varados y ya dispuestos, pensé que de poca ayuda sería cualquier flotilla que pudiésemos llevar hasta allí.
Arrastrando los pies, Steapa se acercó a nosotros. Su rostro, que tanto terror inspiraba gracias a la tensa y feroz expresión de su mirada, parecía inquieto cuando, postrado ante Etelfleda, se quitó el yelmo, dejando al aire su cabello enmarañado.
—Mi señora —acertó a decir, vacilante.
—Poneos en pie, Steapa —le ordenó Etelfleda.
Había que verlo: un hombre capaz de llevarse por delante a una docena de daneses, un guerrero cuya espada era temida en los tres reinos, en presencia de Etelfleda, se sentía acobardado, porque ella era una princesa de sangre real y él, el hijo de un esclavo.
—Lady Etelfleda os ordena que os dirijáis a los pies de la colina, crucéis el foso, echéis abajo las puertas y obliguéis a salir a los daneses —le dije con voz autoritaria.
Por un momento, creyó que hablaba en serio. Me miró asustado, luego arrugó el entrecejo y no supo qué decir.
—Gracias, Steapa —le dijo Etelfleda con afecto, despejando todas sus dudas—. ¡Una magnífica victoria! Yo misma me encargaré de decírselo a mi padre.
Encantado al escuchar semejante elogio, acertó a balbucir:
—Fue cuestión de suerte, mi señora.
—De vuestra mano, la suerte siempre nos sonríe. ¿Cómo está Hedda?
—¡Muy bien, señora! —sonrió, sorprendido al oír la pregunta de la dama. Nunca había sido capaz de recordar el nombre de la esposa de Steapa, una mujer menuda, pero Etelfleda claro que se acordaba, y también del nombre de su hijo.
—¿Anda mi hermano cerca? —se interesó Etelfleda.
—Participó en la refriega —repuso Steapa—, así que debe de estarlo, mi señora.
—Voy a buscarlo —dijo.
—No sin una guardia que os acompañe —refunfuñé, temiéndome que aún merodeasen daneses fugitivos por los bosques.
—Lord Uhtred piensa que soy una niña que necesita que la protejan —se quejó la dama a Steapa.
—Debéis hacerle caso, señora —dijo el leal Steapa.
Trajeron el caballo de Etelfleda; tendí las manos para que montase. Le dije a Weohstan y a los suyos que la acompañasen hasta la humareda que aún salía de la vieja mansión en llamas. Le di a Steapa una buena palmada en la espalda: fue como darle un puñetazo a un roble.
—Gracias —le dije.
—¿Por qué?
—Por haberme salvado la vida.
—Parecíais defenderos bastante bien vos solo —musitó.
—Hasta que aparecisteis, nos estaban haciendo trizas —repuse.
Rezongó algo y se volvió a mirar el fuerte.
—Eso sí que es una cabronada. ¿Cómo vamos a tomarlo?
—Ojalá lo supiera.
—Pues algo habrá que hacer —repuso, casi urgiéndome.
—Y rápido —recalqué.
Teníamos que hacer algo y cuanto antes porque, si bien el enemigo estaba con el agua al cuello, aún contaba con los dos brazos para salir a flote, que no eran otros que las hordas salvajes que devastaban Mercia y que habían dejado barcos y familias en Beamfleot, sin olvidar que aquellos guerreros anteponían incluso sus barcos a sus familias. Los daneses eran mercenarios. Atacaban allí donde detectaban indefensión pero, tan pronto como la lucha tomaba otro cariz, volvían a sus barcos y se hacían a la mar en busca de presas más fáciles. Si destruía aquella enorme flota, las tripulaciones tendrían que quedarse en Britania y, si Wessex salía adelante, podríamos darles caza y acabar con ellos. Por seguro que estuviera Haesten de que el nuevo fortín era inexpugnable, sus hombres no tardarían en urgirle a que nos obligase a ahuecar el ala. En pocas palabras: una vez que los daneses que devastaban Mercia se dieran cuenta de que representábamos una amenaza real y que no menos reales eran las fuerzas con que contábamos, buscarían el modo de regresar para proteger sus barcos y sus familias.
—Cuanto antes —añadí.
—O sea, que tendremos que salvar ese foso —dijo Steapa, señalando a la hondonada—, y colgar unas cuantas escalas de esos muros.
Dicho así, parecía pan comido.
—Me temo que sí —contesté.
—¡Señor Jesús! —susurró, y se santiguó.
Sonaron unas trompas desde el norte, y me volví a mirar hacia el collado donde tantos hombres y caballos muertos yacían y de donde llegaban más jinetes que salían de los bosques lejanos. Uno de ellos portaba un enorme estandarte con un dragón, lo que me dio a entender que Eduardo el Heredero había llegado. Sin bajarse de su montura, el hijo de Alfredo se detuvo a la entrada del fuerte y allí se quedó al sol, mientras criados y caballos de carga cruzaban la puerta y se dirigían a la mansión de mayores dimensiones de las dos que allí había. Ambas se encontraban en mal estado. Finan, que había ido a echarles un vistazo, se acercó a donde estábamos y nos dijo que los daneses las habían utilizado como caballerizas.
—Será como vivir en un pozo negro —comentó.
Con Etelfleda a su lado, Eduardo seguía sin decidirse a cruzar las puertas.
—¿Por qué no entra en el fuerte? —pregunté.
—Porque tienen que prepararle el trono —repuso Finan, para añadir al ver la cara que ponía—: ¡De verdad! Han venido con una alfombra, un trono y sabe Dios qué más. ¡Ah, y un altar!
—Será nuestro próximo rey —dijo el leal Steapa.
—A menos que vea la forma de acabar con ese cabrón cuando nos dispongamos a tomar esa muralla —repliqué, señalando al fortín danés. Steapa pareció sorprenderse, pero se le alegró la cara en cuanto le pregunté cómo seguía Alfredo.
—¡Tan bien como antes! —exclamó—. ¡Pensamos que se nos moría! Ahora está mucho mejor. ¡Ya ha vuelto a montar, incluso puede caminar!
—Me dijeron que había muerto.
—A punto estuvo. Le administraron los últimos sacramentos, y se recuperó. Se ha ido a Exanceaster.
—¿Qué pasa allí?
—Que los daneses han levantado un campamento y no parece que tengan intención de marcharse —dijo Steapa, encogiéndose de hombros.
—Quieren que Alfredo les dé plata a cambio de que se vayan —apunté.
Pensé en Ragnar, y me imaginé lo desdichado que debía de sentirse, con Brida apremiándolo para que se apoderase de la ciudad, una de las ciudadelas más difíciles de tomar. Situada en lo alto de una colina, a la que sólo se llegaba por escarpadas laderas, sus sólidas murallas las defendía el ejército bien entrenado de Alfredo. Por eso, al menos mientras Steapa había estado allí, los daneses no habían hecho ni ademán de tomarla.
—Haesten actuó de forma inteligente —dije.
—¿Por qué lo decís? —se interesó Steapa.
—Porque convenció a los jarls de Northumbria para que atacasen, con la promesa de que él se encargaría de mantener ocupado al ejército de Alfredo —le aclaré—, y luego, le contó al rey los planes de los hombres del norte para no tener que hacer frente a los sajones.
—Pues va a tener que vérselas con nosotros —dijo Steapa.
—Porque Alfredo es tan listo como él.
Alfredo sabía que Haesten era la amenaza más seria. Si conseguía derrotarlo, los de Northumbria se lo pensarían dos veces y, muy probablemente, se harían a la mar de nuevo. Pero había que mantener a raya a los hombres de Ragnar y, por esa razón, gran parte del ejército sajón se encontraba en las proximidades de Defnascir. Al mismo tiempo, el rey había enviado a su hijo y a mil doscientos de sus mejores hombres a Beamfleot. Pretendía que yo desgastase a Haesten, pero también aspiraba a mucho más.
Quería que una victoria afianzase el prestigio como guerrero de Eduardo el Heredero. Alfredo no tenía necesidad de enviar a su hijo. Así como Steapa y sus hombres me eran imprescindibles, la presencia de Eduardo me ponía en un brete. Pero Alfredo sabía que la muerte le rondaba de cerca, quería estar seguro de que su hijo le sucedería y, para conseguirlo, Eduardo tenía que labrarse un nombre como guerrero.
Por fin, las trompas anunciaron que el Heredero había entrado en el fuerte. Camino de la casona, los hombres se arrodillaban a su paso; reparé en cómo agradecía el homenaje que le rendían alzando con elegancia la mano derecha. Parecía tan joven, tan frágil. Me acordé de aquella ocasión en que Ragnar me había preguntado si quería ser rey de Wessex, y no pude evitar una inoportuna y amarga carcajada. Finan se me quedó mirando con curiosidad.
—Quiere vernos en la casona —me informó Steapa.
El edificio en cuestión olía que apestaba. Los criados habían recogido a paletadas el estiércol de caballo, lo habían amontonado a un lado y rastrillado a fondo la hedionda paja que recubría el suelo. Una nube de moscones revoloteaba en el recinto que, a pesar de todo, olía como una letrina. En cierta ocasión, al calor de una buena fogata y en ruidosa compañía, había asistido a un banquete en aquel mismo sitio; aquel recuerdo me llevó a preguntarme si todos los grandes salones de banquetes estaban condenados al deterioro.
Como no había estrado, el trono que ocupaba Eduardo se alzaba sobre una ancha alfombra; a su lado, Etelfleda, sentada en un taburete. Tras los dos hermanos, una negra bandada de curas. No conocía a ninguno de ellos, pero estaba claro que ellos sí que sabían quién era yo, porque cuatro de los seis clérigos se hicieron la señal de la cruz en cuanto me acerqué al improvisado trono.
Steapa se arrodilló ante el Heredero, Finan hizo una reverencia y yo incliné la cabeza. Aunque en vano esperó un gesto de sumisión más ampuloso por mi parte, cuando cayó en la cuenta de que no iba a arrancar de mí otro ademán, Eduardo esbozó una sonrisa forzada.
—Buen trabajo —dijo alzando su voz chillona en un cumplido tan carente de afecto como falto de convicción.
—Buen trabajo el de Steapa, señor —repuse, dándole una palmada en el hombro.
—Guerrero leal y buen cristiano —replicó Eduardo, dando a entender que yo no era ninguna de las dos cosas.
—Y también un animal, más feo que Picio, que hace que los daneses se caguen encima en cuanto lo ven —contesté.
Eduardo y los curas se sobresaltaron al oír lo que acababa de decir. El Heredero ya se disponía a echarme en cara el comentario, cuando las risas de Etelfleda resonaron en la estancia. Eduardo pareció molestarse al oírla, pero se contuvo.
—Siento que lord Ælfwold haya muerto —dijo.
—Y yo comparto ese sentimiento, señor.
—Mi padre me ha enviado para acabar con ese nido de piratas paganos —afirmó con la misma altivez con que se sentaba. Se daba cuenta de lo joven que era, de la frágil autoridad que ostentaba, pero tenía la misma mirada inteligente de su padre. Sobrepasado por las circunstancias, se le notaba el horror que sentía al verme con la cara manchada de sangre, sobrecogido entre tantos guerreros mayores que él, que ya mataban daneses cuando todavía él se aferraba a los rebosantes pezones de su ama—. La pregunta es cómo lo haremos.
—Steapa tiene la respuesta —dije.
Eduardo pareció tranquilizarse en la misma medida que Steapa se revolvía incómodo.
—Hablad, pues —le conminó el hijo de Alfredo.
Aterrorizado, Steapa me echó una mirada para que acudiese en su ayuda, así que respondí en su nombre:
—Tenemos que cruzar el foso y trepar por la muralla; sólo podemos hacerlo durante la marea baja, y los daneses lo saben, igual que saben que tendremos que intentarlo cuanto antes.
A lo que siguió un silencio. No había sino dicho en voz alta lo que todo el mundo pensaba, y Eduardo se había disgustado. ¿Qué esperaba? ¿Que dispusiera acaso de un hechizo urdido con artes paganas? ¿Pensaba quizá que unos ángeles bajarían del cielo de los cristianos para atacar a los daneses que se encontraban en el interior del fuerte? Sólo había dos formas de tomar Beamfleot. Una pasaba por dejar morir de hambre a sus moradores, pero no disponíamos de tanto tiempo. La otra tomar al asalto las murallas. En situaciones de guerra, la solución más sencilla, y casi siempre la más sangrienta, suele ser la primera que se nos viene a la cabeza, algo que de sobra sabían los allí presentes. Imaginándose el horror de tener que escalar una alta empalizada defendida por daneses sedientos de sangre, algunos no dudaron en dedicarme miradas cargadas de reproche.
—De modo que manos a la obra —añadí, muy seguro de lo que decía—. Weohstan, vuestros hombres se encargarán de vigilar las marismas y de impedir que salgan correos de la fortaleza. Beornoth, haceos cargo de los hombres de lord Ælfwold, y atacad los barcos que, a modo de fortines, defienden el final de la ensenada. Vos, mi señor —dije, mirando a Eduardo—, os encargaréis de que vuestros hombres preparen escalas. Y vosotros —añadí, señalando a los seis curas—, ¿para qué habéis venido?
Eduardo me miró horrorizado; los curas parecieron ofendidos.
—Siempre pueden rezar, lord Uhtred —apuntó Etelfleda con dulzura.
—Pues que recen sin parar —les dije.
Silencio de nuevo. Los hombres esperaban un consejo de guerra, y a Eduardo, formalmente al frente de las tropas, le hubiera complacido una excusa para dejar bien sentado que era él quien tomaba las decisiones, pero no había tiempo para discusiones.
—Escalas, pues —convino Eduardo, desconcertado.
—Tenemos que trepar por esas murallas. Necesitaremos no menos de cuarenta —dije sin rodeos.
Eduardo parpadeó, como si dudase si darme una bofetada, pero debió de pensar que más le valía tomar Beamfleot que ganarse un enemigo, y se las arregló para componer una sonrisa y decirme:
—Las tendréis.
—En ese caso —repuse—, ya sólo nos queda salvar el foso y afianzar las escalas para trepar por esos muros.
A Eduardo se le borró la sonrisa de la cara.
Porque hasta el hijo de Alfredo sabía que muchos hombres perderían la vida, demasiados.
No había otra solución.
* * *
La primera dificultad consistía en salvar el foso. Con ese propósito, al día siguiente, me dirigí a caballo al norte. Si bien nunca llegaron a presentarse, preocupado por si a Haesten se le ocurría ordenar el regreso de sus hombres y plantar cara a nuestras tropas, enviamos numerosas partidas de exploradores hacia el oeste y hacia el norte para que nos avisasen con tiempo. Haesten, por lo visto, tenía una fe ciega en la solidez de la fortaleza y en el arrojo de la guarnición que la defendía porque, en vez de tratar de acabar con nosotros, dio orden de que sus hordas se adentrasen más en Mercia, donde arrasaron ciudades y pueblos indefensos, cuyos habitantes se creían a salvo por su proximidad a la frontera de Wessex. Una capa de humo cubría los cielos de Mercia.
Me acerqué a Thunresleam y fui a ver al cura Heahberht. Le conté lo que tenía pensado, y Osferth, que iba al frente de los dieciocho hombres que venían conmigo, le dijo que montase en uno de los caballos de más que llevábamos.
—Seguro que me caeré al suelo —dijo Heahberht nervioso, sin apartar su ojo sano del alto corcel de guerra.
—No os pasará nada. Si os sujetáis bien, el caballo velará por vos —le tranquilicé.
Me había llevado a Osferth y a los suyos porque para ir hacia el norte teníamos que pasar por Anglia Oriental, territorio danés. Había dado por sentado que todos los daneses dispuestos a enfrentarse con los sajones ya se habrían unido a Haesten, y que quienes no se hubieran movido de sus haciendas no tenían intención de tomar parte en la contienda. Aun así, me pareció más prudente llevar un grupo numeroso. Cuando estábamos a punto de emprender la marcha hacia el norte desde Thunresleam, Osferth me advirtió que unos jinetes se acercaban. Me volví y vi cómo salían de los bosques que ocultaban Beamfleot.
Lo primero que pensé fue que habían avistado a las hordas de Haesten por el oeste y que venían a avisarnos. Hasta que reparé en que uno de ellos portaba un estandarte con un dragón, y caí en la cuenta de que era la enseña de Eduardo el Heredero. Acompañado por un montón de guerreros y un cura, el propio Eduardo se contaba entre ellos.
—Pocas veces he tenido la oportunidad de andar por tierras de Anglia Oriental —me comentó, tratando de explicarme tan inesperada aparición—, y me ha parecido que ésta sería una buena ocasión.
—Sed bienvenido, señor —repuse, en un tono que daba a entender claramente que no lo era.
—Os presento al padre Coenwulf —dijo Eduardo señalando al cura que, muy a su pesar, me saludó con una inclinación de cabeza; era un hombre de tez pálida, tendría unos diez años más que Eduardo—. El padre Coenwulf ha sido mi tutor —añadió Eduardo con afecto—; ahora es mi confesor y también amigo mío.
—¿En qué le instruisteis? —pregunté al cura que, en vez de responder, clavó en mí unos ojos tan indignados como azules.
—Filosofía y los escritos de los padres de la Iglesia —repuso Eduardo.
—De niño, sólo aprendí una cosa que me haya sido de utilidad: ojo con las estocadas que te lleguen por debajo del escudo. El padre Heahberht —dije indicando con un gesto al cura tuerto—, Eduardo el Heredero —le informé al cura del pueblo que, al saberse en presencia de tan eximio príncipe, del susto casi se cayó del caballo.
El padre Heahberht era nuestro guía. Le había preguntado dónde podría haber barcos, y me había dicho que no hacía ni una semana había visto cómo arrastraban dos cargueros por el río hacia el norte.
—No están muy lejos, mi señor —me aclaró, al tiempo que me contó que pertenecían a un comerciante danés y que estaban varados en unas gradas para repararlos—. A lo peor, no están en condiciones de hacerse a la mar, mi señor —añadió nervioso.
—No importa; llevadnos hasta allí.
Era un día cálido y soleado. Cabalgábamos por unos magníficos campos que, como el padre Heahberht me informó, eran propiedad de un tal Thorstein, que se había ido con Haesten a Mercia. Desde luego, el danés cuidaba con esmero de su hacienda, tierras bien regadas, buenos montes, huertos en buenas condiciones.
—¿Dónde vive? —le pregunté a Heahberth.
—Allá vamos, mi señor.
—¿Es cristiano? —se interesó Eduardo.
—Eso dice —balbució el cura tuerto, sonrojándose.
Estaba claro que hubiera deseado contarnos más cosas pero, amedrentado por si no encontraba las palabras adecuadas, se limitó a mirar boquiabierto al Heredero. Eduardo le indicó con un gesto que cabalgase delante de nosotros, pero el pobre cura no sabía cómo hacer para que su caballo fuera más deprisa, de modo que Osferth se inclinó y se hizo con las bridas. Ambos se fueron al trote por delante de nosotros, con Heahberht asido al borrén de la silla de montar como si le fuera la vida en ello.
—Estos curas de pueblo… —comentó Eduardo con disgusto.
—Hacen más mal que bien —añadió Coenwulf—. Una de nuestras primeras tareas, mi señor, será educar a los curas de pueblo.
—¡Encima lleva sotana corta! —observó Eduardo no sin sarcasmo. El papa había dispuesto que los curas llevasen sotanas largas, decisión que Alfredo había aplaudido con entusiasmo.
—El padre Heahberht es un hombre bueno y no tiene un pelo de tonto —dije—. Lo que pasa es que os tiene miedo.
—¿Miedo a mí? ¿Por qué? —preguntó Eduardo.
—Porque es un campesino —contesté—, un hombre de campo que aprendió a leer. Con tantos señores jodiéndole la vida, ¿os imagináis cuánto debió de costarle hacerse cura? Por eso os tiene miedo. Si es corta la sotana que lleva es porque carece de posibles para permitirse una larga, y porque se pasa el día pisando lodo y mierda, y las vestimentas cortas se ensucian menos que las largas. ¿Cómo os sentiríais vos si fuerais un labriego que, de buenas a primeras, se encuentra en presencia del hombre que tal vez un día sea el rey de Wessex?
Eduardo no dijo nada, pero el cura Coenwulf saltó de inmediato:
—¿Tal vez? —se revolvió indignado.
—Eso he dicho —repuse en tono agrio y amenazante, una forma de recordarles que Eduardo tenía un primo, Etelwoldo, que tenía más derecho al trono que el Heredero, aunque el sobrino de Alfredo fuera una piltrafa de hombre.
Mi respuesta bastó para que Eduardo se quedase callado durante un rato, pero el padre Coenwulf no era hombre que se mordiese la lengua.
—¡Qué sorpresa nos llevamos, mi señor —dijo rompiendo el silencio—, al ver a lady Etelfleda por aquí!
—¿Sorpresa? ¿Por qué, si puede saberse? Es una mujer de arrestos.
—Permitidme que os diga, y el Heredero estará de acuerdo conmigo, que su sitio está junto a su marido, ¿no es así, mi señor?
Me quedé mirando a Eduardo, y observé que se ponía colorado.
—No, no debería estar aquí —dijo, al no ver otra salida.
Al caer en la cuenta de qué era lo que le había llevado a unirse a nosotros, casi me eché a reír a carcajadas. Lo de menos era darse una vuelta por Anglia Oriental; sólo había venido para transmitirme las instrucciones de su padre, que no eran otras que recordarle a Etelfleda cuál era su deber.
—¿Por qué me lo decís a mí? —les pregunté a los dos.
—Porque la dama en cuestión os hace caso —repuso el padre Coenwulf, obstinado.
Acabábamos de cruzar el curso de agua que marcaba la frontera y bajábamos por una larga y suave pendiente, un sendero que discurría junto a una salceda; a lo lejos, atisbábamos unos reflejos, unos brillantes destellos plateados bajo el cielo claro.
—¿O sea, que vuestro padre os ha enviado para reconvenir a vuestra hermana? —pregunté a Eduardo, como si el cura no estuviera presente.
—Como cristiano, mi obligación es recordarle sus responsabilidades —replicó el Heredero, avergonzado.
—Tengo entendido que el rey se encuentra mucho mejor —dije.
—¡Gracias a Dios! —puntualizó Coenwulf.
—Amén —contestó Eduardo.
Pero a Alfredo no le quedaba mucho tiempo de vida. Era un anciano de más de cuarenta años, y sólo pensaba en el futuro. Hacía lo que siempre había hecho, arreglar las cosas, dejarlo todo bien atado, imponer el orden en un territorio cercado de enemigos. Creía que si su reino no seguía sus normas, su siniestro dios castigaría a Wessex, y me imaginé que trataba de obligar a Etelfleda a que volviese al lado de su marido o, de no ser así, que ingresase en un convento de monjas. Alfredo no podía consentir que alguien de su familia estuviera en pecado a los ojos de todos, y esa idea me inspiró lo que hice a continuación. Miré a Eduardo de nuevo, y le pregunté como quien no quiere la cosa:
—¿Conocéis a Osferth?
Se sonrojó al oír la pregunta; el cura Coenwulf me fulminó con la mirada para que no siguiera por ese camino.
—¿No habéis tenido la oportunidad? —insistí con fingida inocencia, antes de darle una voz a Osferth para que nos esperase.
El padre Coenwulf trató de llevar el caballo de Eduardo hacia otro lado, pero yo me hice con las riendas del animal y llevé al Heredero al lado de su hermano.
—¿Os importaría explicarme —le dije al muchacho— qué haríais para que los hombres de Mercia se alzasen en armas?
Osferth frunció el entrecejo tratando de descubrir qué oscuras intenciones me llevaban a hacerle tal pregunta. Se quedó mirando a su hermanastro, pero no lo reconoció, a pesar del extraordinario parecido que había entre ambos: la misma cara alargada de Eduardo, las mejillas hundidas por igual, los labios finos. El rostro de Osferth era más anguloso, igual que más dura había sido la vida que había llevado. Avergonzado del hijo bastardo, su padre había tratado de que fuera cura, pero Osferth había preferido seguir la senda de las armas, un arte para el que gozaba de la misma lucidez que su padre.
—Son hombres tan capaces de luchar como cualesquiera otros —repuso armándose de paciencia.
Sabía que algo me traía entre manos y trataba de descubrir qué era, de forma que sin que nos vieran Eduardo ni el padre Coenwulf, que cabalgaban a mi izquierda, dibujé en el aire el contorno de unos pechos y Osferth, a pesar de que había heredado casi la misma falta de sentido del humor que su padre, se contuvo como pudo para no echarse a reír.
—Sólo les falta un caudillo —aseguró con entereza.
—Gracias a Dios que contamos con lord Etelredo —comentó el padre Coenwulf, negándose a mirar a Osferth.
—Lord Etelredo no sería capaz ni de llevarse a una puta calada hasta los huesos a un lecho en condiciones —dije sin ocultar mi desprecio.
—Pero lady Etelfleda es muy querida en Mercia —añadió Osferth, interpretando su papel a la perfección—. Ocasión tuvimos de verlo en Fearnhamme. Fue lady Etelfleda quien infundió valor a los hombres de Mercia.
—Y vos tendréis que recurrir a esos hombres —le dije a Eduardo—. Si llegáis a sentaros en el trono —continué, insistiendo en el condicional para no darle un respiro—, serán los hombres de Mercia los que se encarguen de defender la frontera norte de vuestro reino. Y de sobra sabéis del poco aprecio que sienten por Wessex. Podrán ponerse de vuestro lado a la hora de pelear, pero lo harán sin sentir afecto alguno por vos. Años atrás, fueron una nación poderosa, y no les gusta que Wessex les diga lo que tienen que hacer. Pero sienten aprecio por una de los vuestros, la misma a la que pretendéis encerrar en un convento.
—Pero el caso es que es una mujer casada… —comenzó a decir el padre Coenwulf.
—¡Basta ya! ¡Cerrad el pico de una puta vez! —repliqué enojado—. Vuestro rey recurrió a su hija para que yo regresase al sur, y aquí me tenéis, y aquí seguiré mientras Etelfleda me necesite. Pero ni por un momento penséis que estoy aquí por vos, por vuestro dios o por vuestro rey. Cualesquiera que sean vuestros planes en cuanto a Etelfleda, procurad no dejarme fuera de ellos.
Eduardo estaba tan apurado que no se atrevía ni a mirarme a los ojos. El cura Coenwulf, aún furioso, no abrió la boca. Osferth me obsequió con una sonrisa. El padre Heahberht, que había escuchado la conversación con cara de pasmo, recuperó su tímida voz y nos advirtió:
—El caserío esta por ahí, mis señores —dijo, al tiempo que tomábamos un sendero surcado de rodadas de carretas, desde donde contemplé una techumbre de paja que se alzaba entre unos frondosos olmos. Me adelanté a Eduardo, y reparé en que la casa de Thorstein estaba situada en lo alto de un collado que miraba al río. Más allá, una aldea, un puñado de chozas pequeñas que se extendían a la orilla del río, donde humeaba un buen número de fogatas.
—¿Es un secadero de arenques? —pregunté al cura.
—También sacan sal, mi señor.
—¿Cuentan con una empalizada defensiva?
—Así es, mi señor.
En efecto, había una cerca que nadie vigilaba, con las puertas abiertas de par en par. Los guerreros de Thorstein se habían sumado a las tropas de Haesten y, para defender sus tierras y su familia, sólo había dejado a unos cuantos viejos, hombres que de sobra sabían que más valía transigir que enzarzarse en una refriega. Un criado salió a nuestro encuentro con un cuenco de agua. La esposa de Thorstein, una mujer de pelo cano, se nos quedó mirando desde el umbral de la casona. Cuando le devolví la mirada, se refugió en el oscuro caserón y cerró de un portazo.
La cerca rodeaba un recinto en el que, aparte de la casona del amo, se veían tres graneros, un establo y un par de gradas de madera de olmo, donde se encontraban los dos barcos que había dicho Heahberht, fuera del agua. Eran cargueros, con remaches más claros en sus abultadas bodegas allí donde los carpinteros se afanaban en clavar hiladas nuevas de madera de roble.
—¿Acaso vuestro amo es armador? —pregunté al criado.
—Siempre se han construido barcos en este lugar, mi señor —repuso el sirviente, dando a entender que Thorstein se había apoderado del astillero de un sajón.
Me volví a Osferth y le ordené:
—Que nadie moleste a las mujeres, y mirad de encontrar un carromato y unos caballos de tiro —y casi al tiempo que le decía al criado—: Traednos cerveza y comida.
—Sin falta, mi señor.
Me acerqué a un edificio bajo y alargado, junto a las gradas. Bajo la techumbre, unos gorriones tenían montada una buena. Una vez en el interior, cuando mis ojos se habituaron a la penumbra, descubrí lo que iba buscando: mástiles, vergas y velas. Ordené a mis hombres que se llevaran los palos y las velas a la carreta; luego, me fui hasta el otro extremo del cobertizo, y me quedé contemplando los remolinos que formaba el río a su paso. Al bajar, la marea dejaba al descubierto largos y empinados bancos de lodo.
—¿Por qué vergas y velas? —me preguntó Eduardo, a mis espaldas; venía solo—. El criado nos ha traído hidromiel —añadió extrañado; me tenía miedo, pero hacía notables esfuerzos por parecer afable.
—Decidme, ¿qué pasó cuando tratasteis de apoderaros de Torneie? —le pregunté.
—¿Torneie? —repitió, confundido.
—Atacasteis a Harald en aquel islote y no fuisteis capaces de tomarlo. Quiero que me digáis por qué —insistí.
Offa, el correveidile que, en compañía de sus perros, llevaba las noticias de un reino a otro, me había contado lo que había pasado, pero no había tenido ocasión de hablar con nadie que hubiera estado presente. Lo único que sabía era que el ataque contra los supervivientes de Harald se había saldado con una derrota y una abultada cifra de muertos.
Arrugó la frente.
—Lo que pasó fue que… —se detuvo, meneando la cabeza al recordar quizás a los hombres resbalando por el lodo mientras intentaban llegar a la empalizada erigida por Harald— nunca conseguimos llegar lo bastante cerca —concluyó con rabia.
—¿Qué os lo impidió?
Frunció el ceño de nuevo.
—Que había estacas en mitad del río, y mucho lodo.
—¿Acaso pensáis que lo de Beamfleot va a ser más fácil? —le pregunté, antes de añadir al leer la respuesta en su cara—: ¿Quién estaba al frente del ataque?
—Etelredo y yo —repuso.
—¿Vos? ¿Vos estabais al mando? —le pregunté con toda intención.
Se me quedó mirando, se mordió el labio inferior y, apurado, respondió:
—No.
—Vuestro padre se cercioró de que alguien velara por vos, ¿no es así? —continué—. ¿Y lord Etelredo, él sí se mantuvo al frente?
—Es un hombre valiente —repuso Eduardo, irritado.
—No habéis contestado a mi pregunta.
—Se fue con sus hombres y, gracias a Dios, se libró de la derrota —contestó, tratando de justificar la actitud de mi primo.
—¿Por qué, pues, habríais de ser el próximo rey de Wessex? —le pregunté de buenas a primeras.
—Porque yo… —balbució, antes de quedarse sin saber qué decir, mirándome con expresión lastimera. Se había acercado hasta el cobertizo para hacer las paces, y yo le estaba dando para el pelo.
—¿Acaso porque vuestro padre es el rey? —continué—. Antaño, elegíamos como rey al mejor de los hombres, no a aquél que, por casualidad, hubiera nacido del vientre de la mujer de alguien que ya lo fuera —enfurruñado y ofendido, se quedó sin palabras—. Decidme qué razón hay para que no siente a Osferth en el trono —añadí con aspereza—. Al fin y al cabo, es el mayor de los hijos de Alfredo.
—Si la sucesión no estuviera determinada de antemano, la muerte de un rey traería el caos —repuso, cauto.
—Normas. ¡Qué manía con las dichosas normas! ¿Me estáis diciendo que Osferth no puede ser rey porque su madre era una sirvienta?
—No, no puede ser rey —tuvo el coraje de responderme.
—Por suerte para vos —repliqué—, no aspira al trono; al menos, eso creo. ¿Acaso vos, sí? —aguardé hasta que hizo una leve afirmación con la cabeza—. Tenéis la ventaja de haber nacido de un vientre regio —continué—, pero necesitáis probar que merecéis tal dignidad —se me quedó mirando sin decir nada—. Queréis ser rey, pero algo tendréis que hacer para demostrar vuestra valía. Hoy, mandaréis, haréis lo que no hicisteis en Torneie, como tampoco mi primo. Os pondréis al frente de las tropas. Pero no podéis pedir a los vuestros que mueran por vos, no a menos que os vean dispuesto a morir por ellos.
Me dio la razón de nuevo con la cabeza.
—¿En Beamfleot? —me preguntó, incapaz de disimular el miedo que le producía pensar siquiera en la refriega.
—¿No queréis ser rey? Pues dirigiréis el ataque. Venid conmigo, y os explicaré cómo.
Me lo llevé fuera y fuimos andando hasta la orilla del río. La marea, casi baja del todo, dejaba al descubierto una resbaladiza pendiente de viscoso lodo de más de cuatro varas de alto.
—¿Cómo salvar esa pendiente? —le pregunté.
No dijo nada; pensativo, arrugó el entrecejo tratando de dar con la solución cuando, para su sorpresa, le empujé con fuerza hasta el borde. Dio un grito al ver que perdía el equilibrio, resbaló y su regio culo fue resbalando hasta el agua donde, aun aturdido, acertó a ponerse en pie. Además de furioso, estaba cubierto de barro de los pies a la cabeza. El padre Coenwulf, imaginándose que trataba de ahogar al Heredero, no tardó en aparecer a mi lado y se quedó mirando al príncipe.
—Empuñad la espada y tratad de subir —le dije.
Así lo hizo; daba unos cuantos pasos, pero el resbaloso lodo podía más y, vez tras vez, acababa por volver a caer.
—¡Con ganas, poned todo vuestro empeño! —le grité—. Pensad que aquí arriba hay unos daneses y que tenéis que acabar con ellos. ¡Así que adelante!
—¿Qué estáis haciendo? —me preguntó Coenwulf.
—Educando a un rey —contesté en voz baja, antes de volver la vista a Eduardo y decirle a voces—: ¡Arriba, pedazo de cabrón! ¡Venid a por mí!
Con su molesta y pesada cota de malla encima y la larga espada en la mano, no pudo hacerlo. Trató de subir a gatas, pero siempre acababa por caer de espaldas.
—¡Eso será lo que os pase cuando tratéis de salir del foso de Beamfleot! —le dije.
Sucio y empapado como estaba, se me quedó mirando.
—¿Y si tendemos un puente? —apuntó.
—¿Cómo, a merced de un centenar de apestosos daneses arrojándonos lanzas? —le pregunté—. ¡Vamos, arriba!
Lo intentó de nuevo, y otra vez se fue al suelo. Al ver que sus hombres y los míos observábamos lo que hacía desde la orilla, Eduardo apretó los dientes, se lanzó una vez más contra la pendiente resbaladiza, y consiguió mantenerse en pie. Con la espada como punto de apoyo, comenzó a avanzar palmo a palmo entre los gritos de ánimo de los hombres. Seguía deslizándose hacia el fondo, pero estaba decidido a conseguirlo; cada paso que daba adelante era acogido con vítores. El heredero del trono de Alfredo estaba cubierto de barro, nada quedaba de su altiva dignidad, pero acababa de descubrir que se lo estaba pasando en grande, y sonreía. Plantaba con fuerza las botas en el barro, se ayudaba con la espada y, al cabo, consiguió llegar a la orilla. Puesto en pie, agradeció con una sonrisa las aclamaciones que le dedicaron. Hasta el padre Coenwulf estaba tan orgulloso que no cabía en sí.
—Para llegar al fuerte, habrá que salvar un banco de lodo no menos empinado y resbaladizo que ése —le dije—. Nunca lo conseguiremos. Los daneses no dejarán de arrojarnos flechas y lanzas. El fondo del foso será un cenagal de sangre y cadáveres. Moriremos todos.
—Las velas —replicó Eduardo, que acababa de caer en la cuenta.
—Eso es; las velas —repuse, al tiempo que ordenaba a Osferth que desplegase una de las tres que pensábamos llevarnos. Fueron necesarios seis hombres para desenrollar el enorme lienzo de lona rígida, cubierto de salitre. Unos cuantos ratones salieron precipitadamente de entre sus pliegues. Una vez extendida, les dije a los hombres que la dejasen caer sobre el banco de lodo. Como la lona es quebradiza, las velas no son de por sí un asidero pero, gracias a las cuerdas que llevan cosidas en su interior, se convierten en una maraña de líneas entrecruzadas. A falta de escalas, recurriríamos a ese enrejado. Tomé a Eduardo por el brazo, y los dos bajamos por la vela hasta el borde del agua.
—Intentadlo de nuevo ahora. ¡Os echo una carrera! —le dije.
Y me ganó. Echó a correr hacia el lodo, puso los pies en las cuerdas de la vela y llegó arriba sin ayudarse con las manos ni una vez. Encantado, me sonrió al verme llegar tras él y, de repente, se le ocurrió una idea.
—¡A ver, ahora vosotros! —les gritó a los hombres de su guardia—. ¡Bajad hasta el río y subid aquí de nuevo!
De pronto, tanto mis hombres como los de Eduardo se lo estaban pasando en grande, todos querían trepar por la maraña de cuerdas que tensaba la lona. Eran muchos, de modo que, en un momento dado, la vela se fue al fondo. Para eso quería los palos, para asentar aquel enrejado de cuerdas en unas estacas, fijando las vergas en algún sitio de modo que aquella improvisada escala de cuerda quedase tirante y, gracias a treta tan disparatada, no se viniese abajo. Como es natural, aquel día nos limitamos a fijar la vela al banco de lodo y a echar unas cuantas carreras que Eduardo, para su satisfacción, ganó en repetidas ocasiones. Encontró ánimos incluso para conversar un momento con Osferth, aunque sólo hablaron del tiempo que hacía; al decir de los dos hermanastros, era bastante agradable. Al cabo de un rato, ordené a los hombres que dejasen de jugar a trepar por la vela que, no sin esfuerzo, hubo que volver a enrollar. Todos habían comprendido que podía ser la manera de salir del foso que rodeaba la fortaleza. Ya sólo nos quedaba dar con la forma de salvar la muralla. Aquéllos que no hubiesen perecido en el foso, casi con seguridad perderían la vida en la franja de tierra que se extendía a los pies del fortín.
El criado me trajo un pequeño cuenco de asta rebosante de hidromiel. Se lo agradecí y, sin saber por qué, en el momento en que lo tomé en mis manos, la picadura de abeja, que pensaba que ya había sanado, comenzó otra vez a molestarme. La hinchazón había desaparecido por completo, pero sentí la comezón de nuevo. Me miré la mano, y me quedé quieto, sin apartar los ojos de ella, hasta que Osferth, preocupado, me preguntó:
—¿Pasa algo, mi señor?
—Id en busca del padre Heahberht —le dije. Cuando llegó el cura, le pregunté quién había preparado el hidromiel.
—Un hombre de aspecto muy raro —me explicó el clérigo.
—Me da igual si tiene rabo o tetas; quiero ir a verlo.
Velas y vergas quedaron cargadas en el carromato, que, escoltado, se puso en marcha hacia el viejo fuerte. Con seis de mis hombres, me fui con Heahberht hasta una aldea llamada Hocheleia, un lugar tranquilo y medio apartado, poco más que un puñado de chozas dispersas rodeadas de enormes sauces.
—¿Cómo es que Skade no quemó esa iglesia? —pregunté al padre Heahberht.
—Están bajo la protección de Thorstein, mi señor —me dijo el cura.
—¿Y por qué no vosotros, los de Thunresleam?
—Porque éstos son feudos de Thorstein, mi señor. Siervos suyos, que trabajan sus tierras.
—¿Quién es, pues, el señor de Thunresleam?
—Quienquiera que ocupe el fuerte —me dijo con rabia—. Es por aquí, mi señor —y me llevó más allá de una charca hasta una espesura donde, tras unos tupidos matorrales, a la sombra de unos árboles, se alzaba una pequeña choza con una techumbre tan pegada al suelo que más parecía un montón de paja que un sitio para vivir—. El hombre que vive en esa cabaña se llama Brun, mi señor.
—¿Brun?
—Como suena, mi señor. Hay quien dice que está loco.
Brun salió a rastras de la choza. Con aquel techo tan bajo, no tenía otra forma de asomarse al exterior. Se incorporó a medias, reparó en mi cota de malla y en los brazaletes de oro que llevaba, se postró ante mí y, con sus manos renegridas, comenzó a escarbar la tierra, mascullando algo que no llegué a entender. Al poco, de la choza salió una mujer, que se arrodilló junto al hombre, y ambos empezaron a emitir una especie de gemidos sin dejar de mover la cabeza. Los dos llevaban el pelo largo, tanto que más parecían greñas enmarañadas. El padre Heahberht les explicó por qué estábamos allí, Brun rezongó algo y, de repente, se puso en pie. Era un hombre menudo, no más alto que los enanos que se dice que viven bajo tierra. Sus cabellos eran tan espesos que le tapaban los ojos. Obligó a ponerse en pie a su mujer, que no era más alta que él y, desde luego, igual de poco agraciada, y los dos comenzaron a hablar de forma atropellada con Heahberht, en un dialecto tan cerrado que apenas si entendí una palabra.
—Dice que hemos de ir a la parte de atrás de la choza —dijo el cura.
—¿Entendéis lo que dicen?
—Bastante bien, mi señor.
Dije a los que venían conmigo que no se moviesen del sendero, atamos nuestras caballerías a un ojaranzo y seguimos a la diminuta pareja a través de unos espesos juncales donde, medio oculto entre las cañas, encontré lo que iba buscando, un colmenar donde revoloteaban enjambres de abejas, tan atareadas al parecer en aquel día templado que, sin prestarnos atención, entraban y salían sin parar de unas colmenas en forma de cono que parecían hechas de barro.
—Dice que entiende el lenguaje de las abejas, y que puede hablar con ellas, mi señor —me aclaró Heahberht.
Unos cuantos insectos se paseaban por los brazos desnudos de Brun; el enano les susurraba algo.
—¿Qué le están contando? —pregunté.
—Le hablan de cómo anda el mundo, mi señor, y él les dice que lo siente.
—¿Por cómo va el mundo?
—Porque para conseguir la miel con la que prepara el hidromiel, mi señor, debe romper las colmenas, y las abejas se mueren. Dice que las entierra y que reza sobre sus tumbas.
Como una madre con sus pequeños, Brun les canturreaba algo.
—Sólo había visto colmenas de paja —comenté—; a lo mejor, por eso no hay que romperlas y no hace falta matar a las abejas.
Brun debió de entender lo que acababa de decir, porque se volvió furibundo y dijo algo muy deprisa.
—No le gustan esa clase de colmenas, mi señor —tradujo Heahberht, refiriéndose a las de paja—. Él sigue haciéndolas como antaño, de ramitas de avellano trenzadas y estiércol de vaca. Dice que la miel es más dulce.
—Dile lo que vengo buscando, y que le pagaré bien.
Cerramos el trato, y regresé al viejo fuerte en lo alto de la colina pensando que aún tenía una posibilidad, tan sólo una, porque así lo habían pronosticado las abejas.
* * *
Aquella noche y las dos que la siguieron, envié hombres colina abajo hasta el nuevo fortín. Tras abandonar el viejo fuerte una vez que había oscurecido, las dos primeras noches fui con ellos. Los hombres llevaban las velas, que habíamos cortado en dos, cosiéndolas como pudimos a un par de vergas cada una, de forma que disponíamos de seis amplias escalas. Cuando atacásemos de verdad, tendríamos que llevarlas hasta la ensenada, desenrollarlas y desplegarlas en la orilla opuesta; a continuación, los hombres treparían por el enrejado de cuerdas llevando las escalas de verdad, las que habrían de colgar de las murallas.
Durante aquellas tres noches, sólo llevamos a cabo simulacros de ataque. Nos acercábamos al foso, dábamos gritos, y nuestros arqueros, un centenar más o menos, disparaban flechas contra los daneses que, a su vez, arrojaban flechas y lanzas que iban a empotrarse en el lodo. Los defensores lanzaban antorchas encendidas que iluminaban la noche y, cuando se aseguraban de que no tratábamos de cruzar el foso, escuchaba voces de mando que les ordenaban que dejasen de arrojar lanzas.
Descubrí que las murallas estaban bien defendidas. Haesten había dejado una nutrida guarnición, tan numerosa que algunos daneses, de sobra en el fuerte, vigilaban los enhiestos barcos varados en la ribera de Caninga.
La tercera noche, sin embargo, no los acompañé colina abajo. Fue Steapa quien se puso al frente del simulacro, mientras yo observaba la maniobra desde los altos muros del viejo fuerte. Al anochecer, mis hombres acercaron una carreta que habíamos traído de Hocheleia, cargada con ocho colmenas. Brun nos había explicado que el crepúsculo era la mejor hora para precintar las colmenas y aquella tarde, al ponerse el sol, había clausurado los orificios de entrada con unos emplastes de barro mezclado con estiércol de vaca que, poco a poco, se iban solidificando. Pegué la oreja a una de las colmenas y escuché un extraño zumbido que más parecía una vibración.
—Mañana por la noche, ¿seguirán vivas? —se interesó Eduardo.
—Confío en que no sea así, porque mañana al amanecer iniciaremos el ataque —le dije.
—¡Mañana! —exclamó, incapaz de ocultar la sorpresa que se acababa de llevar, lo que me complació sobremanera. Con aquellos simulacros de asalto que llevábamos a cabo nada más caer la noche, quería que los daneses pensasen que intentaríamos el ataque en serio contra el fortín hacia esa hora. Sin embargo, había tomado la decisión de iniciarlo al amanecer del día siguiente. Confiaba, no obstante, en que, como Eduardo, Skade y los suyos también creyesen que pensaba atacar al caer la noche.
—Mañana por la mañana —le dije—, aunque saldremos de aquí esta misma noche, en plena oscuridad.
—¿Hoy por la noche? —preguntó Eduardo, todavía sorprendido.
—Esta noche, sí.
Se santiguó. Etelfleda, que aparte de Steapa, era la única persona a la que había confiado lo que me proponía, se acercó a mi lado y me pasó una mano alrededor del brazo. Eduardo pareció estremecerse al ver aquel gesto de afecto y, con una sonrisa forzada, dijo:
—Rezad por mí, hermana mía.
—Siempre lo hago —repuso Etelfleda.
Se le quedó mirando fijamente, él le devolvió la mirada un instante y, luego, volvió los ojos a mí. Comenzó a decir algo, pero estaba tan nervioso que las primeras palabras que salieron de su boca sonaron como un graznido, aunque se repuso enseguida.
—Veo que no tenéis pensado prestarme juramento de fidelidad, lord Uhtred —dijo.
—No, mi señor.
—Y que mi hermana sí lo tiene, ¿no es así?
Etelfleda me apretó el brazo con la mano.
—Ella cuenta con el juramento de mi lealtad, mi señor.
—En ese caso, no necesito vuestro juramento —añadió con una sonrisa.
Un gesto de generosidad por su parte, que yo agradecí con una reverencia.
—No necesitáis mi juramento, mi señor. Esta noche, sin embargo, vuestros hombres necesitan que les infundáis valor. Hablad con ellos, arengadlos.
No dormimos mucho aquella noche. Los hombres tenían que prepararse para la batalla. Era el momento de dar rienda suelta al miedo, el instante en que la imaginación hace que el enemigo se nos antoje más temible. Algunos de los hombres, pocos, muy pocos, huyeron del fuerte y corrieron a esconderse en los bosques. Los demás afilaban espadas y hachas. No les permití que avivaran las fogatas, porque no quería que los daneses notasen algo diferente aquella noche, de forma que casi a tientas tuvieron que amolar las armas. Se pertrecharon de botas, cotas de malla y yelmos. Contaban chistes malos. Algunos permanecían sentados con la cabeza gacha, pero todos prestaban atención a lo que les decía Eduardo, que fue acercándose a cada grupo. Recordé lo sosa que había sido la primera arenga que le escuché a su padre antes de la importante victoria de Ethandun. Eduardo no lo hizo mucho mejor, pero la seriedad con que hablaba les convenció, y escuché murmullos de aprobación cuando les prometía que él estaría en primera línea.
—Procurad que salga con vida —me dijo el padre Coenwulf, con severidad.
—Pensaba que no otro era el cometido de vuestro dios —repliqué.
—Si le pasa algo a Eduardo, su padre nunca os lo perdonará.
—Tiene otro hijo —dije, quitándole hierro al asunto.
—Eduardo es un hombre bueno, y será un buen rey —aseveró Coenwulf en mal tono.
Y era verdad. Hasta entonces, no se me había pasado por la cabeza, pero Eduardo empezaba a caerme bien. Tenía tanta fuerza de voluntad que sin duda pondría a prueba su bravura. Tenía miedo, claro, como todos, pero se lo guardaba para sí. Estaba decidido a demostrar que se merecía el título de heredero que llevaba, aun a costa y sin rebelarse contra la idea de ir al matadero. Sólo por eso, merecía mi respeto.
—Será un buen rey si está convencido de ello —le dije a Coenwulf—, pero antes tiene que convencerse por sí mismo.
El cura calló un momento, y asintió.
—Pero velad por él —me rogó.
—Tal es el encargo que le he hecho a Steapa. No creo que pueda estar en mejores manos —contesté.
Con una cota de malla herrumbrosa, una espada a la cintura y un hacha y un escudo a la espalda, el padre Pyrlig apareció delante de mí en mitad de la oscuridad.
—Los míos están dispuestos —me dijo. Le había puesto al frente de treinta hombres que tenían que llevar las colmenas colina abajo y cruzar el foso cargando con ellas.
Miré al este. Ni rastro de la luz del nuevo día por ese lado, pero ya se dejaba sentir la avanzada del alba. Acaricié el martillo de Thor que llevaba al cuello.
—En marcha —dije.
Al pie de la colina, los hombres de Steapa estaban armando una buena jarana para distraer a los daneses, mientras cientos de hombres abandonaban el viejo fuerte y, en aquella noche nubosa, bajaban la empinada pendiente. En primera fila, los hombres de Eduardo, cargando con las escalas. Vi los destellos de las antorchas al borde del foso y el brillo mortecino de las plumas de las flechas que volaban hacia la parte alta de las murallas. El aire olía a salitre y a marisma. Pensé en el beso de despedida que me había dado Etelfleda, en su inesperado e impetuoso abrazo, y el miedo se apoderó de mí. Parecía tan sencillo: cruzar un foso, afianzar las escalas en la estrecha lengua de barro que se extendía entre el foso y las murallas, subir por ellas y quién sabe si morir.
Avanzábamos en desorden. Cada guerrero bajaba por la colina como podía aunque, en voz baja, sus jefes les indicaban que se agrupasen en las ruinas calcinadas de la aldea, el único lugar donde podían permanecer ocultos. Estábamos lo bastante cerca como para oír los gritos de júbilo de los daneses al comprobar que los hombres de Steapa se retiraban. Ya casi se habían consumido las antorchas que habían lanzado para iluminar el foso. Confié en que, para entonces, los enemigos hubiesen bajado la guardia, y se hubiesen ido a la cama con sus mujeres, mientras nosotros acechábamos en la oscuridad, acariciando nuestras armas y nuestros amuletos, escuchando el murmullo del agua al bajar la marea. Weohstan estaba en los montecillos de arena que emergían al retirarse el agua. Con la esperanza de que algunos de los defensores tratasen de huir por allí, le había ordenado que desplegase a los suyos por la cara oeste del fortín.
Por el otro lado, hacia el este y a las órdenes de Finan, contaba con doscientos hombres para iniciar el ataque contra los dos barcos varados al final de la ensenada. Lamentaba no tener a Finan a mi lado durante la refriega, pero necesitaba a un guerrero de temple para frustrar la huida de los daneses, y no conocía a nadie tan arrojado y lúcido en combate como el irlandés.
Ni Weohstan ni Finan debían dejarse ver hasta el amanecer. Hasta ese momento, no teníamos que hacer ni un ruido. El viento del oeste nos traía una menuda y fría llovizna. Los curas rezaban. A unos cien pasos del lado más cercano del foso, los hombres de Osferth, con las velas enrolladas, permanecían agazapados entre los altos ortigales que rodeaban la aldea. Me quedé a la espera junto a ellos, a dos o tres pasos de Eduardo, quien, en silencio, apretaba con una mano la cruz de oro que llevaba al cuello. Steapa había dado con nosotros, y aguardaba junto al Heredero. Notaba el frío del yelmo en el cuello y las orejas, igual que el de la cota de malla.
Oí hablar a unos daneses. Solían enviar a algunos de los suyos a recoger las lanzas que arrojaban durante nuestros simulacros, y supuse que eso era lo que estaban haciendo a la luz mortecina de las antorchas casi apagadas. En ese momento, los distinguí, sombras espectrales en mitad de las tinieblas, y supe que estaba a punto de amanecer, cuando el resplandor blanquecino de la muerte se abrió paso a nuestras espaldas como una mancha que se extiende por encima del horizonte. Me volví a Eduardo y le dije:
—Ahora, mi señor.
Y el joven, dispuesto a entrar en batalla, se puso en pie. Tragó saliva durante un segundo, empuñó su larga espada y gritó:
—¡Por Dios y por Wessex! ¡Adelante!
Así empezó la batalla de Beamfleot.