Capítulo XIII

Al día siguiente, el ealdorman Ælfwold se presentó en Lundene. Sus propiedades se encontraban al norte de la Mercia sajona, la zona más castigada por los daneses; si aún las conservaba era gracias a los guerreros que había reclutado, a los sobornos que había repartido entre sus enemigos y a los enfrentamientos que había librado. Era viejo, viudo ya y estaba cansado de luchar.

—Tan pronto como acabamos de recoger la cosecha, aparecen los daneses. Es como si ellos y las ratas se pusiesen de acuerdo.

Con él venían cerca de trescientos hombres, casi todos bien pertrechados y adiestrados.

—Lo mismo les daría morir a vuestro lado que pudrirse en Gleawecestre —añadió. No tenía dónde ir; una de las cuadrillas de Haesten había incendiado la casona donde vivía—. Me largué —admitió, tras haber enviado a sus criados, a sus hijas y a sus nietos a Wessex, con la esperanza de que allí estarían a salvo—; estoy acostumbrado a combatir contra doscientos de esos cabrones, pero no con millares. ¿Es cierto que los jarls del norte están decididos a atacar a Alfredo? —me preguntó.

—Así es —contesté.

—¡Que Dios nos asista!

La gente se mudaba a la antigua ciudad. Lundene es, en realidad, dos ciudades: la romana, en la parte alta, y la nueva ciudad sajona, hacia el oeste, más allá del río Fleot. La antigua era un recinto de altos muros de piedra y columnas de mármol desconchadas; la nueva no era sino un pantano maloliente de cañizos y espinos, donde sus pobladores decían estar más tranquilos porque, según ellos, los edificios romanos en ruinas estaban habitados por fantasmas. Sin embargo, como temían más a las huestes de Haesten que a cualquier espectro, cruzaban el río Fleot y buscaban refugio en los antiguos edificios. La ciudad apestaba. Los pozos negros y las cloacas que los romanos habían excavado no daban abasto; las calles eran un muladar. El ganado se guardaba en el antiguo circo romano; los cerdos deambulaban por cualquier parte. A las órdenes de Weohstan, los hombres de la guarnición vigilaban las altas y sólidas murallas. Romanos eran la mayoría de los torreones; allí donde el paso del tiempo se había ensañado con la piedra, se habían erigido vigorosas empalizadas de roble.

Todos los días, Finan, al frente de un grupo de jinetes, recorría los parajes que se extendían al norte y al este de la ciudad, y siempre nos decía lo mismo: que los daneses siempre acababan por volver al este.

—Todo se lo llevan a Beamfleot, el botín y los esclavos —nos decía.

—¿Se quedan allí?

Negó con la cabeza.

—Regresan a Mercia —me dijo con rabia; como no disponíamos de hombres para hacer frente a los jinetes daneses, no le quedaba otra que mantenerse al acecho.

A bordo del Haligast, Ralla vigilaba la parte baja del río y reparó en cómo, del otro lado del mar, llegaban más y más daneses. Se había corrido la voz de que el desorden imperaba tanto en Wessex como en Mercia, y no dejaban de llegar mesnadas que no querían renunciar a su parte del botín. Mientras Haesten asolaba los campos de Mercia, Etelredo aguardaba en Gleawecestre un ataque que nunca llegó a producirse. Un día después de que Ælfwold llegase con los suyos a Lundene, recibimos la noticia que tanto tiempo llevaba esperando. Una flota de Northumbria había arribado a Defnascir, donde habían establecido un campamento más arriba del río Uisc, lo que significaba que el ejército sajón de Alfredo se había movilizado para defender Exanceaster.

A los sajones parecía haberles mirado un tuerto. Una semana después de la incursión que había realizado río abajo, estaba sentado en la estancia principal de la mansión, contemplando las sombras que las llamas dibujaban en los altos techos; hasta allí, desde la siniestra iglesia de Erkenwald, que quedaba cerca del palacio de Mercia, llegaban los cánticos de los monjes. Si me hubiera encaramado al tejado, a lo lejos, hacia el norte y el oeste, habría visto el resplandor de los incendios. Mercia estaba ardiendo.

Fue aquella noche cuando Ælfwold se dio por vencido.

—No podemos quedarnos de brazos cruzados, mi señor —me dijo durante la cena—; la ciudad cuenta con hombres suficientes para defenderla y mis trescientos soldados hacen falta en otra parte.

Compartía mesa con mis compañeros de entonces, Etelfleda, Finan, el de Mercia, el padre Pyrlig y Beornoth.

—Si dispusiera de otros trescientos guerreros… —y me avergoncé nada más decirlo; aun cuando el destino me hubiese favorecido con otros trescientos hombres, no me habría acercado ni con mucho a la cifra que necesitaba para tomar Beamfleot. Etelredo nos había ganado por la mano. Habíamos tratado de lanzarle un desafío y nos había salido mal.

—Si estuvierais en mi lugar, mi señor —me preguntó tranquilamente el astuto Ælfwold—, ¿qué haríais?

Le respondí con sinceridad.

—Volvería al lado de Etelredo, y trataría de convencerlo para que atacase a los daneses.

Con la cabeza en otra parte, el de Mercia jugueteaba con un trozo de muela de molino que se había encontrado mientras partía un trozo de pan. Sólo pensaba en los daneses, en la batalla que sabía que habría que librar, en la batalla que temía que acabase en derrota. Meneó la cabeza y, sin inmutarse, nos anunció:

—Siento deciros que mañana partiré con los míos hacia el oeste.

—No tenéis otra elección —repuse.

Me sentía como un hombre que hubiera perdido casi todo a los dados y, como un necio, hubiera arriesgado lo poco que me quedaba en una última jugada, y vuelto a perder. ¿Qué me había creído, que los hombres acudirían a mi lado atraídos por mi nombre? Todos se habían arrimado a quienes les ofrecían oro. Etelredo no estaba dispuesto a que yo me saliese con la mía: había abierto los cofres donde guardaba sus tesoros y recompensado con grandes sumas a quienes se unieran a sus filas. Yo necesitaba mil hombres, y no era capaz de encontrarlos; sin ellos, estaba atado de pies y manos. Con tristeza, recordé la profecía que Isolda había pronunciado tantos años atrás: que Alfredo me cedería el poder, que marcharía al frente de huestes aguerridas, que a mi lado habría una mujer de oro.

Aquella noche, en la planta superior del palacio delante de un jergón, contemplé los apagados resplandores de los lejanos incendios que se alzaban más allá del horizonte, y deseé haberme quedado en Northumbria. Me dio por pensar que, desde la muerte de Gisela, había ido de un lado para otro, sin rumbo fijo. En un momento dado, había creído que la llamada de Etelfleda daría un nuevo sentido a mi vida para, al cabo, descubrir que todo había sido una quimera. Me quedé de pie junto a la ventana, un enorme arco de piedra que se recortaba contra el cielo, hasta donde llegaban las melopeas de las tabernas, voces de hombres que discutían, risas de mujeres… Y me dio por pensar que Alfredo me había retirado el poder que me había otorgado, que las aguerridas huestes anunciadas no eran sino aquella mermada mesnada de hombres que comenzaban a dudar de si, conmigo, llegarían a alguna parte.

—¿Qué vais a hacer? —me preguntó Etelfleda, a mis espaldas.

Con los pies descalzos sobre las losas de piedra, sin hacer ruido, no la había oído llegar.

—No lo sé —reconocí.

Se acercó y se quedó a mi lado. Me rozó la mano que tenía apoyada en el alféizar, y dibujó con delicadeza mi pulgar inflamado con uno de sus dedos.

—La hinchazón ha desaparecido —observó.

—También el picor —dije.

—¿Os dais cuenta? —comentó risueña—. La picadura no era un mal presagio.

—Lo fue —repuse—; todavía tengo que descubrir su alcance.

No apartó de la mía su mano, ligera como una pluma.

—El padre Pyrlig dice que soy yo quien debe elegir.

—¿Elección?

—Entre volver al lado de Etelredo o recluirme en un convento de monjas en Wessex.

Asentí. Confundidos con las canciones y risotadas que salían de las tabernas y en contraste con su monótona salmodia, los monjes seguían con sus cánticos en la iglesia. Ya fuera a fuerza de cerveza o de rezar, la gente sólo quería olvidar. Todo el mundo entendía el significado de aquellos resplandores en el cielo: el fin estaba cerca.

—¿Convertisteis a mi hijo mayor al cristianismo? —le pregunté.

—No; llegó a la fe por sí mismo —respondió Etelfleda.

—Me lo llevaré al norte y le quitaré esas tonterías de la cabeza —Etelfleda no dijo nada; se limitó a apretarme la mano—. ¿Un convento de monjas? —le pregunté con frialdad.

—Soy una mujer casada —me dijo—, y la Iglesia establece que, si no estoy junto al marido que Dios ha tenido a bien concederme, debo llevar una vida virtuosa —yo seguía mirando el horizonte tiznado por los incendios allí donde las llamas enrojecían la parte baja de las nubes. Por encima de Lundene, el cielo estaba despejado, sin embargo; la luz de la luna dibujaba las sombras alargadas de los salientes de las tejas de la cubierta romana—. ¿En qué estáis pensando?

—En que, a menos que derrotemos a los daneses, no quedará ni un solo convento en pie.

—¿Qué será de mí? —dejó caer.

Sonreí.

—El padre Beocca solía hablar de la rueda de la fortuna —comenté, no sin preguntarme por qué me habría referido al cura como si ya formara parte del pasado. ¿Comprendí que el final estaba cerca? ¿Acaso aquellos fuegos lejanos avanzarían lentamente hacia nosotros, hasta que también Lundene ardiese por completo y no quedase un solo sajón sin chamuscar en Britania?—. En Fearnhamme, fui el señor de la guerra de vuestro padre. Ahora, ya lo veis, soy un fugitivo que ni siquiera es capaz de llenar las bancadas de un barco.

—Mi padre dice de vos que sois su hacedor de milagros —dijo Etelfleda, entre risas—. Es cierto, así os llama.

—Y lo sería, si se aviniese a proporcionarme unos cuantos hombres —repuse desalentado.

Pensé de nuevo en la profecía de Isolda, que Alfredo me otorgaría poder y que mi mujer sería de oro. Por fin, aparté la vista de los lejanos incendios, volví los ojos a los rubios cabellos de Etelfleda y la tomé en mis brazos.

Al día siguiente, Ælfwold se marcharía de Lundene y ya no tendría a nadie de mi parte.

* * *

Los primeros en llegar fueron tres jinetes. Se presentaron al amanecer, cruzando al galope el inmundo valle del Fleot hasta llegar a las puertas de la ciudad. Escuché el sonido de la trompa que, desde las murallas, nos advertía de su presencia; me vestí a toda prisa, me calcé las botas, di un beso a Etelfleda y eché a correr escaleras abajo hasta la entrada del palacio, a donde llegué cuando tres hombres con cota de malla traspasaban el umbral, machacando con sus pisadas las ya destartaladas baldosas. Los mandaba un hombre alto, de rostro aguerrido y con barba, que se detuvo a dos pasos de mí.

—Algo de cerveza quedará en esta ciudad que huele a mierda —dijo, mientras yo no salía de mi asombro—. Dadme algo para desayunar —gritó y, sin poder contenerse, se echó a reír. Era Steapa, a quien acompañaban dos soldados más jóvenes. A gritos, llamé a los criados para que trajesen cerveza y algo de comer, sin creerme del todo lo que veían mis ojos—. Os he traído mil doscientos hombres —añadió muy satisfecho.

Me quedé sin habla.

—¿Mil doscientos? —repetí con un hilo de voz.

—Los mejores hombres de Alfredo —contestó—, y también al Heredero.

—¿Eduardo? —estaba tan aturdido que no sabía ni lo que me decía.

—A Eduardo, sí, y a mil doscientos de los mejores hombres de Alfredo. Nos hemos adelantado —me explicó, al tiempo que se volvía y hacía una reverencia a Etelfleda que, embozada en una enorme capa, acababa de llegar—. Vuestro padre os envía saludos, mi señora.

—Nos manda a vuestro hermano y a mil doscientos hombres —añadí.

—¡Alabado sea Dios! —exclamó Etelfleda.

A medida que se conocía la noticia, la estancia se iba llenando de gente. Por allí se dejaron caer mis hijos, el obispo Erkenwald, Ælfwold y el padre Pyrlig, Finan y Weohstan.

—Eduardo el Heredero irá al frente de las tropas —dijo Steapa—, pero tendrá muy presentes los consejos de lord Uhtred.

El obispo Erkenwald no salía de su asombro. No hacía más que mirarnos a Etelfleda y a mí, supuse que rastreando trazas de pecado con la misma desazón con que un terrier olfatea el terreno por el que ha pasado el zorro.

—¿Estáis aquí por orden del rey? —le preguntó a Steapa.

—Así es, mi señor.

—¿Y qué hay de los daneses de Defnascir?

—Ahí siguen, tocándose… —empezó a decir Steapa, que se ruborizó al darse cuenta de que había estado a punto de decir algo que bien podría haber incomodado a un obispo, por no hablar de la hija de un rey.

—¿Tocándose los huevos, quizá? —concluí la frase.

—Por el momento, parecen tranquilos, mi señora —musitó Steapa; hijo de esclavos, a pesar de su rango, era el jefe de la guardia personal de Alfredo, se sentía intimidado en presencia de Etelfleda—. En cualquier, caso, el rey quiere que le devolváis sus hombres cuanto antes —prosiguió—, por si a los daneses de Northumbria les da por animarse.

—En ese caso, desayunad y regresad junto a Eduardo —le aconsejé—, y decidle de mi parte que no entre en la ciudad —no quería tener al ejército sajón merodeando entre las tentadoras tabernas y putas de Lundene—. Que rodee la ciudad por el norte y se dirija hacia el este —le ordené.

—Esperaban reponer víveres —repuso Steapa, arrugando el entrecejo.

Me encaré con el obispo Erkenwald.

—Enviaréis comida y cerveza al ejército. Los hombres de Weohstan escoltarán las provisiones.

El obispo, molesto por el tono que había empleado, pareció dudar, pero terminó por plegarse a mis órdenes. Sabía que hablaba con la autoridad que me había otorgado el rey.

—¿Adónde debo enviar los suministros? —preguntó.

—¿Os acordáis de Thunresleam? —le dije a Steapa.

—¿La antigua mansión en lo alto de la colina, mi señor?

—Allí me reuniré con Eduardo, y también con vos —y añadí para el obispo—: Enviad allí el avituallamiento.

—¿A Thunresleam? —preguntó el prelado receloso, imaginándose más maldades al escuchar aquel topónimo que hedía a paganismo.

—Eso es, al Bosque de Thor, cerca de Beamfleot —repuse. El obispo se santiguó, pero no se atrevió a decir nada—. Vos y cien de los vuestros vendréis conmigo —le dije a Weohstan.

—Tengo órdenes de defender Lundene —adujo Weohstan, intranquilo.

—Mientras estemos en Beamfleot, ningún danés se acercará a Lundene —repuse—. Dentro de dos horas, nos pondremos en marcha.

Empleamos casi cuatro horas en los preparativos. Pero con los hombres de Mercia que había traído Ælfwold, los sajones de Weohstan y los míos, éramos más de cuatrocientos los jinetes que, con un retumbar de cascos, salimos por la puerta este de la ciudad. Dejé a mis hijos al cuidado de las criadas de Etelfleda, porque la hija de Alfredo insistió en venir con nosotros. Traté de disuadirla, diciéndole que no debía poner su vida en peligro, pero se negó en redondo a quedarse en Lundene.

—¿Acaso no me prometisteis que siempre estaríais a mi servicio? —me preguntó.

—¡Y bien necio que fui! Sí, así es.

—En ese caso, las órdenes las doy yo —me dijo con una sonrisa.

—Sí, querido patito —lo que me valió un buen mamporro en el brazo. De recién casados, Etelredo siempre la llamaba así; la sacaba de quicio. Pero ahora cabalgaba a la sombra de mi estandarte, el de la cabeza de lobo; los hombres de Weohstan se agrupaban bajo el dragón de Wessex; los guerreros de Ælfwold seguían una banderola en la que ondeaba la cruz de los cristianos.

—Quiero tener mi propio estandarte —dijo Etelfleda.

—Pues dibujadlo —contesté.

—Llevará gansos —aseguró.

—¡Gansos! ¿Nada de adorables patitos?

Me traspasó con la mirada.

—Los gansos son el símbolo de santa Werburga —me explicó—. En cierta ocasión en que una enorme bandada de gansos asolaba un campo de maíz, Werburga se puso a rezar y Dios hizo que las aves se fueran de allí. ¡Un milagro!

—¿Y fue la abadesa de Lecelad quien lo hizo?

—¡No, no! La abadesa llevaba el mismo nombre que la santa, pero santa Werburga murió hace mucho tiempo. Quizá figure también en mi estandarte. ¡Siempre vela por mí! Anoche la recé, y ya veis lo que me ha concedido —añadió, señalando a los hombres que nos seguían—. ¡Mis plegarias fueron escuchadas!

Me pregunté si habría rezado antes o después de haber estado en mi cámara, pero pensé que si no me enteraba tampoco pasaba nada.

Cabalgábamos al norte de las monótonas marismas que bordeaban el Temes, un territorio que pertenecía a Anglia Oriental, aunque cerca de Lundene no había grandes haciendas. En su día, en aquellos parajes se alzaban preciosos caseríos y pueblos industriosos, pero las frecuentes incursiones y represalias de unos y otros habían reducido a cenizas las mansiones y convertido los poblados en aterrorizadas aldeas. Sobre el papel, el rey danés de aquellas tierras, Eohric, era cristiano, y había firmado un tratado de paz con Alfredo por el que se comprometía a mantener a sus daneses alejados de Mercia y de Wessex, un pacto que se respetaba tanto como si ambos reyes, de común acuerdo, hubieran tomado la decisión de prohibir la cerveza a sus súbditos. Los daneses cruzaban la frontera cuando les parecía, y los sajones actuaban a la recíproca, así que cabalgábamos por aldeas devastadas. Al vernos llegar, sus habitantes corrían hacia los pantanos o en dirección a los bosques que poblaban las escasas y bajas colinas. Pasamos de largo.

Beamfleot se alzaba en el extremo sur de una larga hilera de colinas que nos cerraban el paso. Eran montes boscosos; por encima del pueblo, donde más altas y escarpadas eran las laderas, en la verde cima que se asomaba sobre el río, el viejo fortín. Nos desviamos hacia el norte, tomando el empinado sendero que llevaba hasta Thunresleam, y seguimos adelante con cautela. Los daneses podrían haber advertido nuestra presencia y enviar tropas que nos atacasen cuando íbamos colina arriba cruzando espesas arboledas. Ordené a Etelfleda y a las dos doncellas que la acompañaban que se colocasen en el centro de la columna, y dispuse que todos los hombres empuñasen los escudos y tuviesen las armas a mano. Escuché el canto de los pájaros que levantaban el vuelo entre las hojas de los árboles, y permanecí atento por si oía el tintineo de unos arreos, el ruido sordo de unos cascos por el verdín o un grito repentino, anuncio de una carga de jinetes vikingos que se nos vinieran encima desde lo alto de la colina. Pero los únicos arrullos que se oían entre las hojas eran los de las palomas que espantábamos a nuestro paso. Estaba claro que los defensores de Beamfleot nos habían dejado toda la colina para nosotros, y ni un solo danés trató de cortarnos el paso.

—¡Qué locura! —exclamó Finan, cuando llegamos a la cima—. Podía haber sido una buena escabechina.

—Se sienten a salvo —le expliqué—, o están convencidos de que las murallas de su fortín les bastan y les sobran para pararnos los pies.

—O no son muy duchos en estas lides.

—¿De cuándo acá habéis visto a un danés que no sepa luchar?

A medida que nos acercábamos a la antigua mansión de Thunresleam, enviamos hombres para que echasen un vistazo entre los árboles que nos rodeaban. No vieron a nadie. Años atrás, en aquel mismo lugar mantuvimos conversaciones con los hermanos normandos Sigefrid y Erik, contra quienes más tarde libramos una encarnizada batalla en la ensenada que se abría a los pies del fortín. Qué lejanos se me antojaban aquellos tiempos. Sigefrid y Erik habían muerto. Haesten había salido con vida de la refriega, y allí estaba de nuevo, dispuesto a enfrentarme con él, aunque ninguno de nosotros sabía con certeza si había regresado a Beamfleot. De hacer caso a los rumores, seguía por Mercia devastando cuanto encontraba a su paso, lo que significaba que confiaba en que la guarnición del fuerte podía valerse por sí misma.

Había decidido establecer mi campamento junto a la mansión de madera de roble de Thunresleam. La otrora espléndida construcción llevaba muchos años abandonada; las pilastras, carcomidas; la techumbre, ennegrecida, húmeda y hundida; las enormes vigas del techo, llenas de cagadas de pájaros; las malas hierbas crecían por doquier en el suelo. De la altura de un hombre más o menos, a las puertas de la mansión, había una columna de piedra con un agujero horadado, repleto de guijarros y trozos de tela, ofrendas votivas que allí dejaban los lugareños, que habían huido al vernos llegar. El pueblo, donde estaba seguro que había una iglesia, estaba a una milla hacia el este. Pero los cristianos de Thunresleam sabían que el altozano y la antigua mansión estaban dedicados a Thor, y hasta allí se acercaban para rezarle al antiguo dios. Los hombres nunca acaban de sentirse a salvo. A pesar de lo poco que me gusta el dios de los cristianos, no niego su existencia, y reconozco que, en circunstancias difíciles, le he rezado a él igual que a mis propios dioses.

—¿Vamos a levantar una empalizada? —me preguntó Weohstan.

—No.

—¿De verdad? —insistió sin quitarme los ojos de encima.

—Talad cuantos árboles podáis, pero nada de empalizada —le ordené.

—Pero…

—¡Que ni hablar de empalizada!

Sabía que me la estaba jugando, pero si levantábamos una empalizada, mis hombres se sentirían a salvo, y de sobra sabía lo reacios que podían mostrarse a abandonar el recinto. Más de una vez había reparado en cómo los toros, espectáculo que alegraba algunas de nuestras celebraciones, elegían una parte del recinto como refugio y, con terrible fiereza, se defendían de los perros que los acosaban; pero, intranquilos en cuanto ponían una pezuña fuera del terreno que habían acotado, los perros, al olfatear el miedo, los atacaban con fiereza renovada. No quería que mis hombres se sintieran a salvo. Los quería vigilantes y alerta. Quería que comprendiesen que su seguridad no pasaba por agazaparse tras una empalizada que ellos mismos hubieran levantado, sino en tomar el fortín del enemigo. Y estaba decidido a tomarlo cuanto antes.

Ordené a los hombres de Ælfwold que talasen los árboles que se alzaban al oeste y despejasen los bosques que se extendían hasta el pie de la colina y más allá, de forma que tuviéramos una buena perspectiva del terreno hasta Lundene. Si los daneses que andaban por Mercia regresaban, quería verlos llegar. Puse a Osferth al frente de los centinelas con órdenes de actuar como una cortina de humo entre nosotros y Beamfleot, y advertirnos de cualquier salida que llevasen a cabo los daneses. Ocultos a los ojos de quienes guardaban el viejo fortín allá en lo alto, nuestros vigías habían de mantenerse al acecho en los bosques y, si aparecía el enemigo, plantarle cara entre los árboles. Los hombres de Osferth los entretendrían, hasta que yo llevase el grueso de las tropas contra nuestros atacantes. Por eso, ordené que todos los hombres durmiesen con la cota de malla puesta y las armas al alcance de la mano.

Le pedí a Ælfwold que cubriese los flancos norte y oeste. Sus hombres tenían que estar pendientes de la llegada de las provisiones y, aunque a lo lejos el humo aún tiznaba el horizonte, hacer frente a los refuerzos que pudieran enviar los hombres de Haesten. Impartidas tales órdenes, con cincuenta de los míos, me dispuse a explorar el terreno que rodeaba nuestro campamento, donde sólo se oía el golpeteo de las hachas que mordían los árboles. Conmigo venían Finan, Pyrlig, Osferth y, cómo no, Etelfleda, que ningún caso había hecho de mi recomendación de que se mantuviese alejada del peligro.

Nos dirigimos a la aldea de Thunresleam, un villorrio perdido de hacinadas cabañas de recias techumbres, que se alzaban alrededor de las ruinas chamuscadas de lo que en tiempos había sido una iglesia. En cuanto nos vieron llegar colina arriba, sus habitantes corrieron a esconderse; algunos, los más osados, se atrevieron a dejar los bosques que se alzaban más allá de unas pequeñas parcelas donde, entre los surcos, verdeaban ya brotes tempranos de trigo, cebada y centeno. Eran sajones; los primeros en acercarse seguían a un fornido campesino tuerto, de pelo castaño y enmarañado, y manos ennegrecidas de tanto trabajar. El hombre se quedó mirando la cruz que ondeaba en el estandarte de Ælfwold. Se lo había pedido prestado para que nadie nos tomase por daneses y, desde luego, la cruz debió de llamar la atención del tuerto, que se postró ante nosotros y, por señas, indicó a quienes lo seguían que lo imitasen.

—Soy el padre Heahberht —se presentó; me dijo que era el cura de aquel pueblo y de otras dos aldeas más al este.

—No tenéis pinta de cura —contesté.

—Si así fuera, mi señor, estaría muerto —repuso—. La bruja del fortín mata a todos los curas que se cruzan en su camino.

Volví la vista hacia el sur aunque, desde donde estábamos, no se veía el viejo fuerte de la colina.

—¿Bruja, decís?

—Se llama Skade, mi señor.

—Sé quién es.

—Quemó la iglesia, mi señor.

—Y se llevó a las mujeres, mi señor, incluso a las niñas —añadió una mujer llorando a lágrima viva—. Me arrebató a mi pequeña de tan sólo diez años, mi señor.

—¿Cómo ha podido…? —empezó a decir Etelfleda, dejando la pregunta en el aire al darse cuenta de que ya sabía la respuesta.

—¿Han abandonado el antiguo fortín, el que está en lo alto de la colina? —me interesé.

—No, mi señor —respondió el cura—. Lo utilizan como puesto de vigilancia. Tenemos que llevarles la comida, mi señor.

—¿Cuántos hombres hay allí arriba?

—Unos cincuenta, mi señor. También disponen de caballos.

No dudaba que era cierto lo que decía el cura, pero los daneses por fuerza tenían que habernos visto llegar y supuse que, para entonces, habrían enviado refuerzos a la vieja fortaleza.

—¿Cuántos hombres defienden el nuevo fortín? —le pregunté.

—No nos dejan acercarnos, mi señor —dijo el padre Heahberht—, pero he echado un vistazo desde la colina de Haethlegh, y no fui capaz de contarlos —añadió nervioso, mientras no apartaba de mí su ojo ciego, blancuzco y ulcerado, temblando de miedo, no porque fuéramos enemigos suyos, como los daneses, sino por nuestro rango. Trató de hablar tan pausadamente como le fue posible—: Son cientos, mi señor. Tres mil hombres partieron hacia el oeste, pero dejaron aquí, en Beamfleot, a sus mujeres y a sus hijos.

—¿Fuisteis capaz de hacer un recuento de los que se marcharon?

—Lo intenté, mi señor.

—¿Y decís que sus mujeres y sus hijos siguen aquí? —quiso saber Etelfleda.

—Viven en los barcos varados, señora —repuso el cura que, por lo visto, era un hombre observador; le recompensé con una moneda de plata.

—¿Quién está al mando del fuerte, el propio Haesten? —le pregunté.

El padre Heahberht negó con la cabeza.

—Skade, mi señor.

—¿Skade está al frente?

—Eso tenemos entendido, mi señor.

—¿Y decís que Haesten no ha regresado? —insistí.

—No, mi señor, al menos hasta donde sabemos —y nos contó cómo Haesten había comenzado a levantar el nuevo fortín tan pronto como había llegado con sus barcos desde Cent—. Nos obligaron a talar robles y olmos, mi señor.

—Tengo que echar un vistazo a ese nuevo fortín —dije. Le entregué otra moneda al padre Heahberht, y espoleé mi caballo, cruzando entre dos caseríos y pisoteando un campo de cebada.

Mientras cabalgaba, no dejaba de pensar en Skade, en su crueldad, en el desesperado afán de mando que la dominaba. Podía conseguir que los hombres se plegasen a sus deseos, pero ¿estaría en condiciones de desplegarlos en orden de batalla? Haesten no era un necio y, si hubiera dudado de ella, no la habría puesto al frente, igual que yo tampoco dudaba de que contaría con tropas suficientes y estaría rodeada de buenos consejeros. Espoleé mi montura de nuevo y me dirigí hacia el sur, internándome en la arboleda. Los míos venían detrás. Cabalgué como un loco, sin preocuparme de si había daneses agazapados en aquellos bosques; no vi ninguno. Tenía la sensación de que los hombres de la guarnición de Skade estaban felizmente instalados tras aquellos muros, confiados en que serían capaces de repeler cualquier ataque.

Llegamos al borde del altozano, allí donde el suelo parecía desplomarse hacia la maraña de ensenadas y entrantes que surcaba las marismas. Más allá, en la ribera sur del ancho estuario del Temes, apenas visible entre la bruma, cuatro barcos zascandileaban en la vasta extensión de agua que titilaba. Eran naves danesas que vigilaban el río al acecho de posibles presas y de cualquier barco de guerra sajón que, desde Lundene, se aventurase río abajo.

A mi derecha, Caninga, la ensenada y el increíble número de barcos varados en la costa del islote. Apenas si se veía el nuevo fortín al otro lado de la empinada colina donde se alzaba el antiguo fuerte. ¿Qué había dicho el padre Heahberht? Que sólo cincuenta hombres guardaban las viejas murallas. Desde donde estaba, atisbé los destellos de las puntas de las lanzas que vigilaban la puerta norte, y me pareció no sólo que eran más de cincuenta, sino que el muro que defendían estaba en buenas condiciones. Comprendí que si bien la muralla sur, la que daba a la ensenada, estaba deteriorada, no podía decirse lo mismo de las defensas que miraban a tierra firme, que estaban en buen estado.

—Skade nos ha visto llegar y ha enviado refuerzos al antiguo fuerte —colegí.

—Desde luego, ahí arriba hay lanzas más que de sobra —dijo Finan.

—Tendremos que tomar los dos fuertes —repuse.

—¿Y si dejamos que ése se venga abajo? —propuso el irlandés, señalando la antigua fortaleza.

—No quiero que esos cabrones nos ataquen por la espalda cuando asaltemos el nuevo fortín. De modo que, antes, tendremos que acabar con ellos —repliqué.

Finan no dijo nada. Nadie abrió la boca. La guerra que llevábamos librando durante toda la vida había obligado a los gobernantes a erigir plazas fuertes, porque sólo con bastiones se ganaban las guerras. Para defender Wessex, Alfredo había construido fortines, que no eran sino baluartes de mayores dimensiones y bien defendidos. Etelredo de Mercia seguía el ejemplo de su suegro. Hasta donde sabíamos, Haesten no se había atrevido todavía a atacar ninguno de esos fortines, porque sabía que sus hombres perecerían en los fosos al pie de las altas murallas. Por eso, buscaba el modo de sangrar a Mercia y rendir a los defensores de aquellas plazas por el hambre, antes de intentar un ataque contra sus muros. Los dos fuertes de Beamfleot no eran fortines propiamente dichos, pero no por eso sus defensas eran menos formidables. Disponían de murallas, de fosos erizados de estacas y, sin duda, también había fosos al pie de la ensenada. Detrás de aquellas murallas, hombres que sabían matar, lanzas y espadas danesas que nos acechaban no en una fortaleza, sino en dos.

—¿Tendremos que tomar los dos fuertes? —se aventuró a preguntar Etelfleda, rompiendo el silencio.

—El primero será cosa fácil —contesté.

—¿Fácil, mi señor? —dijo Finan, con una aviesa sonrisa.

—Y rápida —añadí, dejando entrever una confianza que lejos estaba de sentir.

Aparte de sus dimensiones, el viejo fuerte era imponente. Dudaba que los daneses hubiesen destinado los hombres necesarios para defender sus muros palmo a palmo. Una vez que las tropas de Eduardo el Heredero se unieran a las nuestras, me imaginaba que contaría con suficientes hombres para atacar el viejo fuerte por varios puntos a la vez. Nuestros asaltos minarían la capacidad de resistencia de los defensores hasta que, en una de ésas, abriríamos una brecha. No era un gran plan, pero sería efectivo, aunque me temía que el coste en vidas sería alto. Ante la escasez de alternativas, tenía que hacer lo imposible. Tenía que tomar dos fuertes, y, a fuer de sincero, no tenía ni idea de cómo apoderarme del segundo, el más nuevo, desde la costa. Pero no me quedaba otra salida.

A lomos de nuestras monturas, volvimos al campamento.

* * *

A la mañana siguiente, las cosas se torcieron. Fue como si los daneses acabaran de darse cuenta de la amenaza que representábamos y hubieran tomado la decisión de llevar a cabo lo que tendrían que haber hecho el día anterior.

Sabían que habíamos establecido nuestro campamento junto a la vieja mansión de Thunresleam. Había apostado un buen número de centinelas en los bosques que se extendían al sur de aquel sitio, pero sin duda algunos se las habían ingeniado para despistarlos y habían acechado la explanada que habíamos despejado alrededor de la mansión. De modo que Skade, o quienquiera que la estuviera aconsejando, había decidido que un ataque al amanecer causaría tantas bajas que cundiría el desaliento en nuestras filas. Una idea magnífica. Previendo por dónde podían ir las cosas, en mitad de aquella noche estrellada, puse a todos mis hombres en pie. Ordené a los centinelas que regresasen al campamento, me cercioré de que no faltaba ninguno de los nuestros, ensillamos los caballos, nos embutimos las cotas de malla y nos fuimos, dejando los rescoldos de las fogatas a medio apagar, como si estuviésemos durmiendo. Hicimos tanto ruido al marchar que debimos perturbar la paz de los muertos del pequeño cementerio de Thunresleam. Como el estruendo entre los daneses no debía de ser menor, ni siquiera se les pasó por la cabeza que nos hubiéramos marchado.

—No pensaréis hacernos esto todas las mañanas —rezongó Ælfwold.

—Si piensan atacarnos, ahora es el momento —repuse—. Mañana, ya habremos ocupado el fuerte de allí arriba.

—¿Mañana? —se sorprendió.

—Siempre y cuando Eduardo llegue hoy —repliqué.

Pensaba atacar la vieja fortaleza tan pronto como me fuera posible; sólo necesitaba contar con los guerreros necesarios para llevar a cabo ocho o nueve ataques simultáneos.

Llegamos al pueblo, y nos quedamos a la espera de acontecimientos. Éramos cuatrocientos hombres en condiciones de presentar batalla. Como sabía que era posible que los daneses se hubiesen dado cuenta de nuestra estratagema, insistí en que nadie echase pie a tierra. Los aldeanos, a quienes habíamos despertado, nos llevaron cerveza amarga; el padre Heahberht, nervioso como siempre, me ofreció un cuenco de un tan inesperado como excelente hidromiel. Le pedí que les llevara un poco a Etelfleda y a sus dos doncellas, las únicas mujeres que venían con nosotros.

—Si los daneses se deciden a atacarnos —le dije—, quedaos aquí con los hombres de la guardia.

Puso cara de ya veremos, pero por una vez no me llevó la contraria.

Todavía era de noche. Sólo se oía el tintineo de las bridas y el ruido sordo de las desasosegadas pezuñas de los caballos. De vez en cuando, alguien decía algo, pero la mayoría de los hombres cabeceaba a lomos de sus monturas. Salía humo por los agujeros de las techumbres de las cabañas; se escuchaba el lúgubre ulular de una lechuza en los bosques; sentí cómo un desangelado escalofrío se apoderaba de mi espíritu. No era capaz de quitarme de encima esa sensación. Acaricié el martillo de Thor y elevé una plegaria a los dioses para que me enviasen una señal, pero la única respuesta fue el lastimero canto de la lechuza. ¿Cómo iba a tomar los dos fuertes? Por un momento temí que los dioses me hubieran dejado de lado, que hubiera caído en desgracia a sus ojos por haber desertado de Northumbria para volver al sur. ¿Qué era lo que, en cierta ocasión, le había dicho a Alfredo? Que estábamos en este mundo para diversión de los dioses, pero ¿qué disfrute podían depararles mis desplantes? Pensé en la decepción que se había llevado Ragnar; al recordarlo, sentí que algo se rompía en mi interior. Recordé el desdén de Brida, y comprendí que me lo había ganado a pulso. Aquel amanecer, mientras, a mis espaldas, el cielo se teñía de gris, me vi como un ser despreciable, sin ningún porvenir, una sensación tan dolorosa que rayaba en la desesperación. Me revolví en la silla y busqué a Pyrlig. El cura galés era de los pocos a quienes me atrevía a abrir mi alma sin reservas y quería saber su opinión. Antes de que llegase a dar con él, alguien gritó:

—¡Se acerca un jinete, mi señor!

Había dejado a Finan al frente de un puñado de hombres como únicos centinelas. Se habían apostado en las lindes de los campos de cultivo, a medio camino entre el pueblo y la antigua mansión. El irlandés acababa de enviarme a uno de los suyos para avisarme de que los daneses se habían puesto en marcha.

—Se acercan por los bosques, mi señor —me dijo—; andan rondando por nuestro campamento.

—¿Cuántos son?

—No sabría deciros. Más bien parecen una horda.

Lo que bien podía interpretarse como que eran doscientos, o dos mil. La prudencia me aconsejaba esperar hasta que Finan hiciera un recuento más preciso, pero me sentía tan desanimado, tan hundido, tan desesperado por atisbar una señal de los dioses que me acerqué a Etelfleda y le dije:

—Quedaos aquí con los hombres de la guardia —y, sin esperar respuesta, desenvainé a Hálito-de-serpiente; me sentí más tranquilo al escuchar el siseo de la larga hoja de acero que se deslizaba por la garganta de la vaina—. ¡Los daneses atacan el campamento! ¡A por ellos! —grité, al tiempo que espoleaba mi caballo, el mismo que había montado Aldelmo, un buen animal, bien adiestrado, al que todavía no estaba demasiado hecho, sin embargo.

Ælfwold azuzó el suyo y se puso a mi altura.

—¿Cuántos son? —preguntó.

—¡Muchos! —le dije.

Me sentía temerario, imprudente; sabía que estaba cometiendo una locura. Me imaginé que, en cuanto cayesen sobre el campamento, los daneses se darían cuenta de que nos habíamos largado y se pondrían en guardia. Como no quería que llegaran a darse cuenta siquiera, puse mi caballo al trote. Los míos, más de trescientos, me seguían al galope, cuando ya las primeras luces del día se reflejaban en los surcos arados y los pájaros alzaban el vuelo en los bosques que teníamos delante.

Me volví en la silla, y contemplé lanzas y espadas, hachas y escudos. Guerreros sajones, cotas grises de malla en aquel gris amanecer, gestos fieros bajo los yelmos, y noté cómo crecían en mi interior las ansias de luchar. Quería matar. Me sentía tan desmoralizado que me dejé llevar por la idea de que tenía que ponerme en manos de los dioses. Si querían que siguiera con vida, si las hilanderas habían decidido que el hilo de mi existencia volviese a discurrir por su dorada trama, sobreviviría a aquel amanecer. Entre presagios y señales, así nos pasamos la vida. Me puse al galope para descubrir cuál era la voluntad de los dioses. Una locura.

Me sobresalté al ver que unos jinetes se nos acercaban por la izquierda. No eran otros que Finan y los siete hombres que se habían quedado con él, que se unían a nosotros.

—¡Deben de ser trescientos o cuatrocientos! —me gritó.

Asentí con la cabeza, y espoleé mi caballo de nuevo. La senda que llevaba a la antigua mansión era lo bastante ancha para permitir el paso de cuatro o cinco jinetes de frente. Probablemente, Finan esperaba que diera la orden de detenernos al llegar a la explanada que habíamos despejado alrededor de la antigua mansión y que los hombres formasen en hilera entre los árboles, pero ya todo me daba igual.

Vimos luz más adelante. El alba era todavía gris; por el oeste, las sombras de la noche ennegrecían el horizonte. Una luz inesperada, roja y brillante. Fuego. Pensé que los daneses habían incendiado la techumbre de la mansión, igual que nosotros nos disponíamos a avivar su propia destrucción. Vi los linderos del bosque, los troncos caídos que habíamos abatido el día anterior, el tenue resplandor de los rescoldos de las fogatas del campamento, oscuras siluetas de hombres y caballos, los destellos que las llamas arrancaban de sus cascos, cotas de malla y armas. Espoleé mi montura de nuevo y lancé un grito de guerra:

—¡A por ellos!

Nos abalanzamos sobre ellos en desorden, salimos de entre los árboles, con espadas y lanzas, inflamados de odio y coraje. En cuanto llegamos al claro, comprendí que nos superaban en número. Ante nuestras narices, una hueste de daneses, no menos de cuatrocientos, la mayoría todavía a caballo. Casi todos andaban merodeando por el campamento, y sólo unos pocos se percataron de nuestra llegada tras atisbar nuestros caballos y espadas a la luz del amanecer. El grupo más numeroso se encontraba en el extremo occidental del claro que habíamos despejado; miraban la tierra oscura que se alargaba hasta los pálidos destellos de las hogueras de Lundene. Quizá se imaginaban que habíamos renunciado a tomar los fuertes, que al amparo de la noche habíamos emprendido la huida hacia la ciudad a lo lejos. Nada de eso; llegamos por el este, con la luz del día cada vez más intensa a nuestras espaldas. Se volvieron al oír los primeros gritos, los primeros alaridos.

Rojos parecíamos bajo el resplandor de las llamas de la techumbre ardiente de la antigua mansión. Rojos eran los destellos que el fuego arrancaba de los dientes al descubierto de nuestros caballos, de nuestras cotas de malla, de nuestras armas, cuando, sin dejar de gritar, descargué la espada contra el primero que me salió al paso. Iba a pie; blandía una lanza de hoja ancha con la que trató de arremeter contra mi montura, pero Hálito-de-serpiente lo alcanzó en la sien. Volví a levantarla y la dejé caer sobre otro danés, sin pararme a mirar qué le había hecho, picando espuelas para que cundiese el pánico. Los habíamos pillado por sorpresa y, durante un rato, nos erigimos en señores de la barbarie. Habíamos abandonado el sendero y asestábamos tajos a diestro y siniestro contra los hombres que, a pie, trataban de apoderarse de cuanto encontraban alrededor de los rescoldos de las fogatas que habíamos encendido. Vi cómo Osferth le destrozaba la cabeza a uno con el canto de la hoja de un hacha, arrancándole el yelmo y arrojándolo después a una de las hogueras. El danés debía de tener la costumbre de limpiarse las manos en los cabellos después de comer, porque las llamas prendieron de inmediato en su pelo grasiento que, al instante, comenzó a arder con viveza. Con la cabeza en llamas como una almenara, gritó y se retorció dando tumbos hasta que un tropel de jinetes se lo llevó por delante. La pezuña de una caballería levantó una nube de chispas, y los caballos, sin jinete que los montase, se desbocaron y huyeron presas de terror. A mi lado, Finan, y también Cerdic y Sihtric. Juntos, cabalgamos al galope hacia el grupo más numeroso de jinetes montados, que seguían mirando a la tierra aún sumida en sombras que se extendía hacia el oeste. Sin dejar de vociferar, cargué contra ellos; descargué la espada sobre un hombre de barba rubia que levantó el escudo y desvió el golpe, para encontrarse con que la punta de una lanza le había entrado por debajo del escudo, le desgarraba la cota de malla y se le clavaba en la barriga. Sentí un topetazo en el escudo, pero no pude volver la vista a la izquierda porque un hombre desdentado trataba de hundir su espada en el pescuezo de mi montura. Hálito-de-serpiente desvió la estocada y arremetí contra su brazo, pero la cota de malla frenó el golpe. Aunque muchos de los míos acudían en nuestra ayuda, rodeados de enemigos por todas partes, no podíamos seguir adelante. Arremetí contra el danés desdentado, pero era rápido: mi espada chocó contra su escudo, su caballo dio un traspié, Sihtric blandió el hacha, y me pareció vislumbrar unos trozos de metal entremezclados con sangre que salían volando.

Por todos los medios, trataba de que mi caballo no dejara de moverse. Entre los jinetes, daneses a pie; un tajo a las patas de mi montura bien podía hacerme caer de bruces al suelo, y un hombre nunca es tan vulnerable como cuando lo derriban de la silla de su cabalgadura. Por mi derecha, una lanza me pasó rozando la barriga para ir a estrellarse contra el extremo inferior de mi escudo, y arremetí con Hálito-de-serpiente contra un rostro barbudo: noté cómo le destrozaba los dientes; la retiré y embestí de nuevo para asestar un corte más profundo. Un caballo daba alaridos. Los hombres de Ælfwold se habían metido de lleno en la refriega. Habíamos conseguido dividir a los daneses. Algunos se retiraron a los pies de la colina; la mayoría se marchó por el norte o por el sur hasta el altozano, donde se reagruparon antes de abalanzarse sobre nosotros desde ambos lados, lanzando sus propios gritos de guerra. Deslumbrante y cegador, el sol ya se alzaba en el cielo, la mansión era una tea, y el aire más parecía un violento torbellino de chispas bajo aquel resplandor.

Confusión. Durante un rato nos habíamos aprovechado de la ventaja de nuestro ataque por sorpresa, pero los daneses no tardaron en reaccionar y nos rodearon. Entre caballos que patullaban, hombres que gritaban y el rudo entrechocar de aceros, todo era confusión al pie de la colina. Me dirigí hacia el norte y traté de alejar a los daneses del altozano, ya tan dispuestos como nosotros a tomarse cumplida revancha. Esquivé una estocada, sin apartar los ojos de los dientes rechinantes de un hombre que trataba de cortarme la cabeza. Fue tal la violencia del choque de las dos espadas que me dejó el brazo temblando, pero conseguí pararlo, y le golpeé en la cara con la empuñadura de Hálito-de-serpiente. Arremetió de nuevo y me acertó en el yelmo; a pesar de que la cabeza me zumbaba por el testarazo recibido, le golpeé por segunda vez. Estábamos demasiado cerca para echar mano de mi espada, y él, con el borde de su escudo, me golpeó el brazo con que la sujetaba.

—¡Sois un mierda! —bramó.

A modo de adorno, unos cordones de lana amarilla realzaban su yelmo. Lucía unos brazaletes por encima de la cota de malla, señal inequívoca de que era un guerrero que había arrebatado más de un botín. Sus ojos encendidos me miraban con rabia. Quería acabar conmigo a toda costa. Al ver los adornos de plata de mi yelmo y que llevaba más brazaletes que él, cayó en la cuenta de que debía de ser un guerrero de renombre. Hasta era posible que supiera quién era yo, y soñase con jactarse de que había acabado con Uhtred de Bebbanburg. Los dientes le rechinaron de nuevo cuando trató de rebanarme la cara con su espada; de repente, aquella feroz mueca se convirtió en un gesto de sorpresa, abrió los ojos con desmesura, los puso en blanco y emitió una especie de gorgoteo. Sacudió la cabeza con desesperación tratando de sujetar la espada, que se le fue de las manos en el momento en que la hoja de un hacha le cercenaba el espinazo. Sihtric enarbolaba el hacha; con un gemido, el hombre se vino al suelo en el preciso instante en que mi caballo, entre alaridos, comenzó a andar de lado; reparé en un danés que, desde el suelo, le clavaba una lanza en la panza. Finan se llevó a aquel hombre por delante, mientras yo espoleaba mi montura con los pies fuera de los estribos.

Entre relinchos, retorciéndose y lanzando coces al aire, el animal cayó al suelo, atrapándome la pierna derecha al hacerlo. Otro caballo pasó rozándome la cara. Protegiéndome el cuerpo con el escudo, traté de salir a rastras. Una estocada vino a estrellarse contra mi escudo. Un caballo pisoteó a Hálito-de-serpiente, y casi me quedo sin espada. De repente, me vi sumido en una vorágine de cascos de caballerías, gritos y confusión. Traté de librarme del caballo de nuevo cuando algo, no sé si pezuña o espada, me golpeó en la parte de atrás del yelmo, y el desbarajuste que me rodeaba se volvió negro por completo. Aturdido en la oscuridad en que me vi inmerso, me pareció oír que alguien profería lamentos desgarradores. Eran los míos. Un hombre trataba de arrebatarme el yelmo y, al darse cuenta de que aún seguía con vida, me había puesto un cuchillo en la boca; recuerdo que pensé en Gisela y que, a la desesperada, traté de hacerme con la empuñadura de Hálito-de-serpiente, pero no la encontré y, pensando que me vería privado de los goces del Valhalla, comencé a dar alaridos. De repente, todo se puso rojo. Sentí calor en la cara y noté que algo rojo me resbalaba por los ojos; en ese instante, volví en mí y me di cuenta de que el hombre que con tanto ahínco había intentado matarme se moría y su sangre me corría por la cara. Con esfuerzo, Cerdic me lo quitó de encima y tiró de mí hasta sacarme de debajo del caballo muerto.

—¡Ahí la tenéis! —dijo Sihtric, poniéndome a Hálito-de-serpiente en la mano.

Tanto él como Cerdic iban a pie. Desde lo alto de la silla de su montura, un danés que se las prometía muy felices nos embistió con una lanza de asta gruesa pero, con su escudo astillado, Cerdic consiguió parar el golpe. Con Hálito-de-serpiente le acerté al jinete en un muslo con una estocada desvaída, de forma que el otro, lanza en ristre, la estampó contra mi escudo. Los daneses, que parecían estar seguros de que suya era la victoria, no cejaban en su empeño, y no dejábamos de oír los tajos que descerrajaban contra la madera de tilo.

—¡Matad los caballos! —grité, aunque mi voz más sonó como un graznido.

Por la derecha, llegaron algunos de los hombres de Weohstan y cargaron contra los daneses; vi un sajón que se retorcía en la silla de montar mientras, colgando de un trozo de hueso o de un tendón, la mano con que empuñaba la lanza pendía de un brazo ensangrentado.

—¡Jesús, Jesús! —exclamó alguien; era el padre Pyrlig, que se había llegado a nuestro lado. El cura galés iba a pie, con su abultada barriga bajo la cota de malla, portando una lanza como el tronco de un árbol pequeño. No llevaba escudo, así que manejaba el arma a dos manos, con la punta dirigida siempre hacia los caballos de nuestros adversarios para mantenerlos a distancia.

—¡Gracias! —les dije a Cerdic y a Sihtric.

—Deberíamos retirarnos, mi señor —propuso Cerdic.

—¿Dónde está Finan?

—¡Atrás! —gritó Cerdic que, sin más miramientos, tiró de mi hombro izquierdo y me apartó de los daneses.

Con la ayuda de muchos de los míos y de los hombres de Ælfwold, Finan peleaba a nuestras espaldas, blandiendo un hacha contra los que ocupaban el lado sur del altozano.

—¡Ojalá tuviera un caballo! —rezongué.

—¡Menudo embrollo! —exclamó Pyrlig.

Casi me eché a reír al escuchar la delicada expresión que había empleado.

Más que un embrollo era una hecatombe. Había llevado a los míos al pie de la colina y, tras haber resistido nuestro ataque, los daneses nos tenían rodeados. Había daneses por el este, por el norte y por el sur, que trataban de empujarnos hasta el altozano y echarnos a rodar por la escarpada ladera, donde nuestros cuerpos no serían sino un manchón de sangre a la luz del sol de la mañana. Al menos cien de mis sajones habían perdido sus monturas; a la desesperada, nos pusimos en círculo y tratamos de formar un muro de escudos. Aunque muchos sajones, que no todos, lucían una cruz en el escudo, había muchos muertos, algunos a manos de sus propios compañeros porque, en semejante barullo, no era fácil distinguir entre uno y otro bandos. Había muchos cadáveres de daneses también, pero los que seguían con vida nos superaban con creces. Tenían rodeado mi pequeño muro de escudos, mientras sus jinetes acosaban a los sajones que aún iban a caballo obligándoles a internarse en los bosques.

Ælfwold había perdido su caballo de guerra, y sus hombres le urgieron a unirse a nosotros.

—¡Cabrón, maldito traidor! —me espetó.

Debía de pensar que, de forma intencionada, había conducido a sus hombres a una trampa, pero sólo a mi insensata temeridad, que no traición, cabía achacar tal desastre. El de Mercia levantó el escudo como los demás mientras nos llovían mandobles por todas partes. Hundí mi espada en el pecho de un caballo, la retorcí y arremetí de nuevo. Con una tremenda embestida de su pesada lanza, Pyrlig medio levantó en volandas de la silla a un jinete danés. Pero Ælfwold estaba tendido en el suelo; con el yelmo partido en dos, la sangre y los sesos desparramados por la cara. Mantuvo, con todo, la entereza de lanzarme una mirada cargada de reproches, antes de que, con un estremecimiento, se echase a temblar. Tuve que apartar los ojos de él para hacer frente a otro danés cuya montura había tropezado con un cadáver. Luego, los enemigos se retiraron un momento y se prepararon para atacarnos de nuevo.

—¡Señor Jesús! —acertó a decir Ælfwold, antes de que las palabras se le atragantaran en la garganta y se quedara callado para siempre.

Con los escudos astillados y ensangrentados, nuestro muro de escudos parecía aún más mermado. Los daneses se mofaban de nosotros, nos lanzaban toda clase de improperios, nos auguraban una muerte espantosa. Los hombres se arrejuntaron aún más. Tenía que haberles dado ánimos, pero no supe qué decirles. Por culpa de mi temeridad, se encontraban en aquella situación. Me había lanzado al ataque sin pararme a pensar en los enemigos con que me iba a encontrar. Recuerdo que pensé que, en justicia, merecía la muerte, y que me iría a la otra vida con la tranquilidad de haber arrastrado a tantos y tan valerosos hombres conmigo.

Lo único que podía hacer era morir en condiciones, así que aparté el escudo que empuñaba Sihtric y, solo, me presenté ante el enemigo. Un hombre aceptó el desafío y al galope se lanzó contra mí. No podía verle la cara, porque el sol de la mañana brillaba a sus espaldas y me cegaba, pero embestí con Hálito-de-serpiente contra la boca de su caballo y levanté el escudo por encima de la cabeza para frenar su estocada. El caballo retrocedió y arremetí contra su panza y fallé, cuando reparé en un hombre que blandía un hacha por mi izquierda; me aparté y resbalé en una maraña de tripas que salían de un cadáver eviscerado de un hachazo. Al verme con una rodilla en el suelo, mis hombres acudieron en mi ayuda. El caballo se vino al suelo; puesto en pie de nuevo, arremetí con furor contra el jinete; sabía que le alcanzaba en alguna parte de su cuerpo, pero como el sol me cegaba, no podría decir dónde. A mi derecha, con una lanza clavada en el pecho, un caballo de guerra echaba sangre por la boca. Aunque no recuerdo qué, sé que estaba gritando, cuando por mi izquierda apareció un grupo de jinetes. Los recién llegados proferían gritos de guerra.

Hay que aceptar la muerte con coraje, con bravura. ¿Qué otra cosa, si no, le queda al hombre? Apartándome del caballo, arremetí de nuevo, cuando una espada vino a estrellarse contra la parte superior de mi escudo, partiendo en dos el reborde de hierro y arrancando una astilla que se me clavó en un ojo. Empuñé la espada de nuevo y sentí cómo Hálito-de-serpiente chocaba en hueso tras desgarrar el muslo del jinete. El hombre perdió el equilibrio; aproveché para sacarme la astilla en el momento en que su espada se abatía sobre mi yelmo, donde rebotó y fue a darme en el hombro. La cota de malla atenuó el golpe, que ya había perdido empuje porque el padre Pyrlig le había clavado la lanza en un costado a mi adversario, al tiempo que me arrastraba de vuelta al muro de escudos.

—¡Gracias a Dios! —decía una y otra vez.

Guiados por el estandarte del dragón de Wessex, los recién llegados eran soldados sajones. Al frente de ellos Steapa, que valía por diez guerreros. Aparecieron por el norte, y empezaron a hacer de las suyas entre las filas danesas.

—¡Un caballo! —grité. Alguien me trajo una buena montura. Pyrlig sujetó al inquieto animal mientras lo montaba. Calcé mis botas en unos estribos a los que no estaban acostumbradas, y grité a aquéllos de los míos que se habían quedado sin caballería que se hiciesen con una. Muchos de los animales estaban muertos, pero aún quedaban bastantes que vagaban solitarios y sin rumbo en medio de aquella carnicería.

Un tremendo estruendo nos anunció que la techumbre en llamas de la mansión se había venido abajo. De una en una fueron cayendo las vigas en llamas que, al chocar contra el suelo, arrojaban nuevas nubes de chispas al aire ennegrecido por el humo. Piqué espuelas hasta la antigua columna votiva, me encaramé en la silla, toqué el extremo superior de la piedra, y elevé una plegaria a Thor. Una lanza traspasaba el agujero horadado en la columna; enfundé a Hálito-de-serpiente y me hice con aquel venablo de asta alargada. Tenía la punta ensangrentada. El lancero, un danés, yacía muerto junto a la columna de piedra. Un caballo le había pateado y destrozado la cara, dejándole con un ojo colgando del borde del yelmo. Empuñé el asta de fresno, y espoleé mi montura hacia el lugar donde continuaba la refriega. La llegada de Steapa y los suyos había pillado desprevenidos a los daneses, que dieron media vuelta y, al galope, decidieron regresar al fortín. Steapa fue tras ellos. Traté de alcanzarlo, pero desapareció entre los árboles. Los guerreros sajones también salieron en su persecución. Caballos y hombres a la fuga se convirtieron en los pobladores de aquellos tupidos bosques. Finan se las compuso para dar conmigo y juntos cabalgamos, agachando la cabeza al pasar bajo las ramas. Un danés herido, que iba corriendo, se llevó un buen susto al vernos llegar y se puso de rodillas. Pasamos de largo.

—¡Señor Jesús! —gritó Finan—. ¡Por un momento pensé que no saldríamos de ésta!

—¡Y yo!

—¿Cómo supisteis que iban a aparecer los hombres de Steapa? —me preguntó, antes de ponerse al galope para dar caza a un danés que huía espoleando su caballo como un loco.

—¡No lo sabía! —respondí a voces, aunque Finan estaba tan atento a su presa que dudo que me escuchase.

Enarbolé la lanza y la apunté a los riñones del danés. El verdín que levantaban los cascos del caballo del adversario me dio en la cara; arrojé la lanza y Finan lo remató con la espada; el danés cayó al suelo. Nosotros seguimos adelante.

—¡Ælfwold ha muerto! —dijo Finan.

—¡Lo sé! ¡Murió creyendo que lo había traicionado!

—¡Vaya! ¡A eso lo llamo yo pensar con el culo! ¿Dónde se han metido esos cabrones?

Los daneses se dirigían hacia el fuerte y, en su persecución, nos habíamos desviado ligeramente hacia el este. Recuerdo el verde resplandor de las hojas a la luz de sol, recuerdo haber pisoteado la madriguera de un tejón, recuerdo el retumbar de cascos en el verdín, el goce de sentirme con vida tras haber visto la muerte tan de cerca y que llegamos al lindero del bosque.

Donde no acababa la confusión.

Ante nosotros, un enorme prado verde donde solían pacer ovejas y cabras que descendía hasta un collado antes de remontar abruptamente hasta la puerta del antiguo fuerte en lo alto de la colina. Los daneses se dirigían al fortín, buscando el abrigo del foso y las murallas que lo rodeaban, mezclados con hombres de Steapa que, a caballo, los acosaban y los azuzaban.

—¡Vamos allá! —me gritó Finan, picando espuelas.

Vio la oportunidad que se nos brindaba mejor que yo, que lo primero que pensé fue en decirle que se quedara donde estaba y abortar la caótica carga de Steapa. Pero, una vez más, me dejé llevar por la temeridad. Balbucí cualquier estupidez y piqué espuelas tras los pasos de Finan.

Había perdido la noción del tiempo. No sabría decir con exactitud cuánto había durado la pelea al pie de la colina, pero recuerdo que el sol ya brillaba en lo alto, que el Temes rielaba bajo sus rayos, que teñían de un verde deslumbrante los pastos de aquel collado. Cada vez eran más los jinetes que dejaban atrás los bosques y se dirigían al fortín. El caballo de labor que montaba jadeaba y un sudor blanco le cubría las ijadas, pero seguí espoleándolo a medida que nos acercábamos a aquella turbamulta de perseguidores y perseguidos. Antes que yo, Finan se había dado cuenta de que, para cuando los daneses se decidiesen a cerrar las puertas, a lo peor ya era demasiado tarde. Pensó, y con razón, que estaban tan aterrorizados que ni siquiera se les ocurriría pensar en tal menudencia. Con tal de que los suyos cruzasen el foso y pasasen bajo el arco de madera mantendrían las puertas abiertas el tiempo que hiciera falta. Pero eran tantos los hombres de Steapa que se mezclaban con los daneses que algunos conseguirían entrar en el recinto y, si muchos de los nuestros se colaban tras sus muros, podríamos tomar el fuerte.

Más tarde, al cabo del tiempo, los poetas cantaron los hechos de aquel día, que si Steapa y yo, al alimón, habíamos atacado la antigua mansión de Thunresleam; que si, aterrorizados, los daneses se habían dado a la fuga; que si tomamos el fortín cuando nuestros enemigos aún se lamían las heridas de la derrota que les habíamos infligido… Las cosas no ocurrieron como ellos las cuentan, naturalmente, no en vano son poetas, que no guerreros. Lo cierto es que, aquel día, Steapa me libró de un desastre seguro, y que nadie atacó el fortín porque ni falta que hizo. Sólo cuando los primeros hombres de Steapa cruzaron el portón y estuvieron dentro de la fortaleza, los daneses cayeron en la cuenta de que con los suyos también había entrado el enemigo, y dio comienzo otra lucha sin cuartel. Steapa ordenó a los suyos que dejasen las cabalgaduras y formasen un muro de escudos en la puerta, un muro de dos caras, que mirase tanto hacia el interior de la ciudadela como hacia el soleado repecho que subía hasta allí, de forma que los daneses que se hubieran quedado fuera no pudieran desbaratarlo y no les quedara otra que huir. Y eso fue lo que hicieron, picar espuelas por la escarpada pendiente que daba al oeste y cabalgar a todo galope hasta el nuevo fortín. No tuvimos más que echar pie a tierra y cruzar la puerta para unirnos al cada vez más nutrido muro de escudos que había formado Steapa en el interior de la vieja fortaleza.

Entonces vi a Skade. Nunca llegué a saber si había sido ella quien estaba al frente de los jinetes que habían incendiado la antigua mansión de Thunresleam, pero sí era ella quien estaba al mando de los hombres del viejo fuerte y los alentaba a plantarnos cara. Pero los superábamos en número. Aparte de los jinetes que seguían llegando, siguiendo las órdenes de Steapa, no menos de cuatrocientos sajones formaron el muro de escudos, todos agrupados bajo el orgulloso estandarte de Wessex, el dragón bordado salpicado de sangre, mientras Skade no dejaba de increparnos, a caballo, con cota de malla, sin casco, su larga melena negra ondeando al viento y empuñando una espada. Espoleó su montura y se abalanzó contra el muro de escudos, aunque puso buen cuidado en sortear las largas lanzas que asomaban entre los escudos redondos que se solapaban.

Weohstan llegó al frente de más jinetes, los llevó hasta el flanco derecho del muro de escudos y dio orden de atacar. A su vez, Steapa ordenó a voces que el muro de escudos se pusiera en marcha y comenzamos a ascender la suave pendiente que llevaba a las grandes construcciones que coronaban la colina. Delante de nosotros, los hombres de Weohstan marchaban velozmente. Al darse cuenta de la suerte que les esperaba, los daneses emprendieron la huida.

Así fue como tomamos el viejo fuerte. El enemigo huyó ladera abajo. Un hombre llevaba la brida del caballo que montaba Skade que, vuelta de espaldas, no nos quitaba ojo. No fuimos tras ellos. Estábamos cansados, cubiertos de sangre, magullados, heridos y desconcertados. Por otra parte, un muro de escudos formado por daneses guardaba el puente que llevaba al nuevo fortín. No todos los fugitivos se fueron hacia el puente, sin embargo; algunos obligaron a sus monturas a meterse en el agua y cruzaron la estrecha ensenada hasta llegar a Caninga.

En lo alto de las murallas del viejo fuerte ondeaba el estandarte del dragón; a su lado, la cruz de Ælfwold. Aquellas banderas proclamaban una victoria que bien podría quedar en nada, si no tomábamos el nuevo fortín que, por vez primera, tuve ocasión de contemplar a mis anchas.

Solté una maldición.