Capítulo X

En pleno invierno, padecí unas fiebres. Por suerte, pocas veces en mi vida he estado enfermo pero, a la semana de llegar a Dunholm, me entró una tembladera acompañada de sudores fríos; la cabeza me estallaba, como si un oso la arañase por dentro. Brida me preparó un lecho en una cabaña, donde había una hoguera encendida día y noche. El invierno era frío, pero hubo momentos en los que pensaba que el cuerpo me ardía, y otros en que tiritaba como si estuviera acostado sobre hielo, a pesar de que el fuego crepitaba con tanta viveza en el hogar de piedra que hasta las vigas de la techumbre se chamuscaban. No podía comer; me sentía desganado. A veces, me despertaba en mitad de la noche y pensaba en Gisela y en mis hijos y me echaba a llorar. Más tarde, Ragnar me contó que deliraba en sueños, pero no recuerdo nada de aquellos desvaríos. Sólo que estaba convencido de que no saldría de aquélla, y que, por eso, le pedí a Brida que me atase la mano a la empuñadura de Aguijón-de-avispa.

Brida me llevaba infusiones de hierbas con hidromiel, me obligaba a tomar miel a cucharadas y se cercioraba de mantener a Skade y sus insidias alejadas de la cabaña.

—Os odia —me dijo una noche fría, en que el viento parecía que fuera a arrancar la techumbre y abombaba la recia cortina de cuero que hacía las veces de puerta.

—Será porque no le di una parte de la plata.

—Ni más ni menos.

—No era un tesoro; nada que ver con lo que ella aseguraba —dije.

—Niega que os haya lanzado una maldición.

—¿Qué otra cosa puede haberme postrado?

—La atamos a un poste y la azotamos con látigo —añadió—, y juró que ella no os había maldecido.

—Estoy seguro de que sí —dije con rabia.

—Con la espalda ensangrentada, todavía lo negaba.

Me quedé mirando a Brida, sus ojos oscuros, su rostro ensombrecido por aquellos indomables cabellos negros.

—¿Quién empuñaba el látigo?

—Yo misma —repuso tranquilamente—. Luego, la llevé a la piedra.

—¿A la piedra?

Con un gesto, señaló al este.

—Al otro lado del río, Uhtred, hay una colina en cuya cima se yergue una piedra de tamaño descomunal. Allí la colocaron los antiguos pobladores de estas tierras. Es algo portentoso. Tiene pechos.

—¿Pechos?

—Así está tallada —dijo, al tiempo que se llevaba las manos a sus pequeños senos—. Es una piedra de altura considerable, más alta que vos —añadió—. Allí la llevé aquella noche; encendí hogueras a los dioses, coloqué unas calaveras en círculo y le dije que convocaría a los demonios hasta que la piel se le pusiera amarilla y blancos se le volvieran los cabellos, la cara se le llenase de arrugas, se le cayeran los pechos y se le encorvase la espalda. Y se puso a dar alaridos.

—¿Hubierais sido capaz de algo así?

—Al menos eso pensó ella —repuso Brida, con sonrisa taimada—. Me juró por su vida que no os había lanzado maldición alguna. Estoy segura de que decía la verdad.

—¿Así que esto son sólo unas fiebres?

—Más que fiebres, andancio. Otros están igual que vos. La semana pasada murieron dos hombres.

Todas las semanas venía un cura y me sangraba. Era un lúgubre sajón que predicaba su evangelio en la pequeña aldea que se alzaba en la cara sur de la fortaleza de Ragnar. El danés había llevado la prosperidad a aquellos parajes, y la aldea medraba con rapidez: el olor a madera recién serrada era tan intenso como el hedor de las aguas fecales que, colina abajo, iban a parar al río. Como era de esperar, Brida se había opuesto a la construcción de la iglesia, pero Ragnar había dado su consentimiento.

—Me pusiera como me pusiese, habrían adorado al dios que les hubiera venido en gana —me explicó—, y los sajones de por aquí eran cristianos antes de que yo llegase a estas tierras. Algunos han vuelto a venerar a los dioses verdaderos. El primer cura que anduvo por aquí pretendió echar abajo la piedra de Brida, y me llamó hijo de puta y pagano del demonio cuando se lo impedí. Así que lo ahogué. Éste de ahora parece un poco más razonable.

El nuevo cura, por otra parte, tenía fama de buen curandero, aunque Brida, que de hierbas sí entendía, no le permitía prepararme pócima alguna. Se limitaba, pues, a abrirme una de las venas del brazo y observaba cómo la sangre, espesa y a ritmo pausado, caía en un cuenco de asta. Cuando terminaba, tenía órdenes de arrojar la sangre al fuego y restregar la escudilla, algo que siempre hacía a regañadientes por tratarse de un ritual pagano: Brida exigía que no quedase ni rastro de sangre para que nadie pudiera echarme un hechizo.

—Me sorprende que Brida os permita acceder al interior de la fortaleza —le dije un día, cuando mi sangre, burbujeante todavía, siseaba sobre los leños.

—¿Lo decís tal vez porque no puede ver a los cristianos, mi señor?

—Precisamente.

—Hace tres inviernos, también ella cayó mala —me explicó el cura—; cuando todos mis antecesores se dieron por vencidos, el jarl Ragnar me hizo llamar. Y la sané, quiero decir, que Nuestro Señor tuvo a bien curarla a través de mí. Desde entonces, parece que soporta mejor mi presencia.

Igual que toleraba la presencia de Skade. Una trivialidad habría bastado para que acabase con ella, pero Skade había convencido a Ragnar de que no hacía daño a nadie, y mi buen amigo, que no gustaba de degollar mujeres, y menos aún si eran bonitas, la puso a trabajar en las cocinas de su mansión.

—Algo que ya había hecho en la cocina de mi casa, en Lundene —le dije a Brida.

—Y así fue cómo se coló en vuestro lecho —repuso con aspereza—, aunque supongo que no tendría que esforzarse demasiado.

—Es maravillosa.

—Y vos, tan necio como siempre. Ahora, caerá en manos de otro como vos, y nos veremos metidos en líos otra vez. Le dije a Ragnar que tenía que haberla abierto en canal, desde la entrepierna hasta el cuello, pero es tan cretino como vos.

Para la festividad de Yule, ya estaba en pie, pero no pude participar en las competiciones que tanto complacían a Ragnar, carreras, demostraciones de fuerza, y lo que más le gustaba, la lucha libre, peleas en las que él mismo participó venciendo a seis adversarios, hasta que cayó frente a un esclavo, un gigante sajón que recibió un puñado de plata como recompensa. Durante la tarde de aquel gran día, estaba previsto que los perros de la fortaleza azuzasen a un toro, espectáculo con el que Ragnar disfrutaba tanto que reía hasta que se le saltaban las lágrimas. El toro, un animal salvaje y fuerte, embestía por la explanada que se abría entre las casas, atacando en cuanto veía una posibilidad y lanzando por los aires a los perros más osados, que caían al suelo destripados, aunque, al final, había perdido tanta sangre que los perros se abalanzaron sobre él.

—¿Qué fue de Nihtgenga? —le pregunté a Brida cuando, con un bramido, el toro se desplomó, acosado por una furibunda manada de perros rabiosos.

—Murió hace mucho, mucho tiempo —repuso Brida.

—Era un buen perro —añadí.

—Y tanto —dijo, mientras observaba cómo los perros desgarraban la panza tumefacta de la res postrada.

Skade, al otro lado de la explanada, hizo como que no me veía.

El banquete de Yule fue un auténtico festín. Al igual que su padre, Ragnar celebraba las fiestas invernales por todo lo alto. En el centro de la estancia principal, se alzaba un enorme abeto, adornado con monedas de plata y piedras preciosas. Entre las criadas que nos sirvieron las carnes de vaca, de cerdo y de venado, el tocino, las morcillas, el pan y la cerveza, Skade cumplía su cometido, como si yo no estuviera presente. Los hombres no le quitaban los ojos de encima, como era de esperar. Uno que estaba achispado intentó abrazarla y sentarla en su regazo. Al verlo, Ragnar dio un puñetazo tan fuerte en la mesa que vertió un cuerno de vino; fue tal el golpetazo que el hombre se desasió de Skade de inmediato.

Había arpistas y rapsodas. Los escaldos recitaban versos en los que cantaban las glorias de Ragnar y de su familia; extasiado, mi amigo escuchaba las hazañas que atribuían a su padre.

—Repítelo —bramaba, cuando referían una proeza poco conocida. Se sabía casi todos los romances y los canturreaba. De repente, dio un manotazo en la mesa que sobresaltó al juglar—. ¿Qué acabáis de cantar? —preguntó.

—Que vuestro padre, mi señor, sirvió a las órdenes del gran Ubba.

—¿Y quién acabó con Ubba?

—Un perro sajón, mi señor —repuso el escaldo con gesto intranquilo.

—¡Aquí tenéis al perro sajón en cuestión! —gritó, al tiempo que alzaba mi brazo.

El mensajero llegó cuando los hombres aún le reían la gracia. Surgió de la nada, sin que, de buenas a primeras, nadie advirtiese la presencia de aquel danés alto que, con cota de malla, por los salteadores de caminos, y manchados de barro los bajos de la coraza, las botas y la vaina ricamente adornada de su espada, había cabalgado sin parar desde Eoferwic, como supimos más tarde. Aunque debía de estar cansado, una ancha sonrisa iluminaba su rostro.

Ragnar fue el primero en darse cuenta.

—¡Grimbald! —gritó el nombre del recién llegado, a modo de saludo—. Siempre es mejor presentarse al principio de una celebración que no cuando ésta toca a su fin. Pero no os preocupéis, ¡todavía queda comida y cerveza!

Grimbald se inclinó ante Ragnar.

—Os traigo noticias, mi señor.

—¿Nuevas que no pueden esperar? —preguntó Ragnar, de buen talante.

Se acallaron las voces. Los hombres se preguntaban qué sería lo que había impulsado a Grimbald a ir hasta allí con tanta prisa en una noche tan fría y lluviosa.

—Noticias que os encantará escuchar, mi señor —dijo Grimbald, sin perder la sonrisa.

—¿Acaso ha bajado el precio de las vírgenes?

—Alfredo de Wessex ha muerto, mi señor —anunció tras una pausa.

Durante un momento, no se oyó una mosca. A continuación, empezaron los vítores. Los hombres aporreaban las mesas con las manos y daban gritos de contento. Aunque medio borracho, Ragnar tuvo la buena ocurrencia de alzar las manos reclamando silencio.

—¿Cómo os habéis enterado?

—Ayer recibimos la noticia en Eoferwic —dijo Grimbald.

—¿Quién os lo contó? —pregunté.

—Un cura de Wessex, mi señor —contestó el espigado mensajero, uno de los hombres de la guardia de Guthred, el rey loco, que, si bien no me conocía, al verme sentado en el lugar de honor junto a Ragnar, optó por distinguirme con tal título.

—¿Así que ahora su vástago es el nuevo rey? —se interesó Ragnar.

—Eso dicen, mi señor.

—El rey Edmundo —comentó Ragnar—. Nos va a llevar un tiempo acostumbrarnos a ese nombre.

—Eduardo —le corregí.

—Edmundo, Eduardo, ¿qué más da? No va a tener mucho tiempo de disfrutarlo —repuso Ragnar, encantado—. ¿Qué tal es el chaval? —me preguntó.

—Inquieto.

—Así que no es un guerrero.

—Su padre tampoco lo era —repliqué—, pero derrotó a todo danés con pretensiones de arrebatarle el trono que se le puso por delante.

—Vos lo hicisteis por él —dijo Ragnar de buen humor, dándome una palmada en la espalda.

Encantados con las nuevas perspectivas que se abrían para ellos, los hombres hablaban a voces. Recuerdo, sin embargo, que volví la vista hacia una de las mesas de más abajo y reparé en Osferth, muy callado, absorto. Ragnar me susurró al oído:

—No parecéis muy contento, Uhtred.

¿Cómo me sentía en aquel momento? No era el hombre más feliz del mundo, desde luego. Nunca me había gustado Alfredo, tan santurrón, tan serio, tan inflexible. Sólo soñaba con establecer el orden. No tenía otra aspiración que la de reducir el mundo real a un conjunto de parcelas, organizado y sumiso. Le encantaba coleccionar libros y redactar leyes. Pensaba que si todos los hombres, mujeres y niños seguían las normas, disfrutaríamos del reino de los cielos aquí en la tierra, y había dejado de lado los placeres terrenales. De joven, había disfrutado de tales deleites y, como prueba, allí estaba Osferth. Más tarde, no obstante, dio por buena la doctrina del dios crucificado de los cristianos de que todo placer es pecado, y trató de redactar leyes que condenasen el pecado, tarea tan imposible como la de ensamblar una esfera con agua.

No me caía bien Alfredo, pues. Pero siempre había sabido que estaba al lado de un hombre excepcional. Era reflexivo, sin un pelo de tonto; de mente rápida y abierta a cualquier idea, con tal de que no chocase con sus convicciones religiosas. Un rey que no pensaba que la corona que ceñía hiciese de él un ser omnisciente; en ese sentido, era un hombre humilde que, por encima de todo, había tratado de ser recto, que no es lo mismo que agradable. Creía también en el destino, idea en que todas las religiones parecen estar de acuerdo, aunque ambos lo afrontábamos de forma diferente porque, para Alfredo, nuestro destino se identificaba con el progreso: aspiraba a un mundo mejor; enfoque que yo no compartía, porque nunca he creído que en nuestras manos esté la posibilidad de mejorar el mundo, sino de sobrellevarlo como mejor podamos en su deriva hacia el caos.

—Sentía respeto por Alfredo —le confesé a Ragnar. Con todo, no estaba seguro de que la noticia fuera cierta. Los rumores van y vienen como las telas de araña en verano, así que le hice una seña a Grimbald para que se acercase y le pregunté—: ¿Qué fue lo que dijo exactamente el cura?

—Que Alfredo estaba en la iglesia de Wintanceaster; que se había desmayado durante una ceremonia y que lo llevaron a la cama.

Lo que tenía sentido.

—¿Y su hijo es el nuevo rey?

—Eso dijo el cura.

—¿Sigue Harald acorralado en Wessex? —se interesó entonces Ragnar.

—No, mi señor —repuso el mensajero—. Alfredo le entregó plata para que se marchara.

Ragnar reclamó silencio, y le pidió a Grimbald que repitiese en voz alta lo que le había dicho sobre Harald. Los hombres prorrumpieron en nuevos vítores al enterarse de que el jarl malherido había recibido dinero a cambio de abandonar Torneie. Los daneses reciben con alborozo cualquier noticia referente a que los sajones pagan a compatriotas suyos con tal de verse libres de ellos: les da nuevos ánimos para atacar tierras sajonas con la esperanza de recibir un trato no menos ventajoso.

—¿Adónde se fue Harald? —le preguntó Ragnar. Reparé en la atención con que escuchaba Skade.

—Se unió a Haesten, mi señor.

—¿En Beamfleot? —le pregunté.

Grimbald no lo sabía.

Las noticias acerca del fallecimiento de Alfredo y del enriquecimiento del malherido Harald hicieron que el banquete fuera aún más bullicioso. Por una vez, ni siquiera hubo altercados cuando el hidromiel, la cerveza y el vino corrieron por las mesas. Todos los presentes, a excepción quizá de un puñado de los míos, que eran sajones, veían una nueva oportunidad de invadir y saquear los ricos campos, pueblos y ciudades de Wessex.

Y tenían razón. Wessex atravesaba una situación delicada, de no ser por un pequeño detalle.

La noticia sólo era un rumor.

Alfredo seguía con vida.

* * *

En la estación más lóbrega del año, todos los habitantes de las regiones del norte de Britania dieron por bueno el rumor, que Brida saludó con renovados bríos.

—Es una señal de los dioses —afirmó muy convencida, e instó a Ragnar a convocar una reunión de los jarls del norte.

La asamblea quedó fijada para principios de la primavera, cuando hubiesen pasado las lluvias del invierno y los vados estuvieran de nuevo en condiciones. La perspectiva de que hubiera guerra bastó para sacar a Dunholm del sopor invernal en que estaba sumido: en la aldea y en la fortaleza, los herreros comenzaron a forjar hojas de espada, y Ragnar envió mensajes a todos los armadores haciéndoles saber que pensaba reclutar tropas en primavera. Los rumores acerca de tan halagüeños pronósticos acabarían por llegar sin duda a Frisia y a la lejana Dinamarca, y hombres codiciosos acudirían al llamamiento de Northumbria, aunque Ragnar sólo había dejado entrever la posibilidad de que necesitaba hombres para invadir la tierra de los escoceses.

A oídos de Offa, el cura renegado de Mercia, llegaron también tales rumores y, a pesar del mal tiempo, se fue al norte con sus perros domesticados. Decía a quien quería oírle que estaba más que acostumbrado a los aguaceros helados de los últimos días del año, tan habituales en Northumbria, pero saltaba a la vista que sólo quería enterarse de los planes de Ragnar. Por una vez, el danés se mostró reservado y no permitió que Offa accediese a la imponente fortaleza que, a lomos de una peña, se alzaba sobre el río. Tengo para mí que Brida le amenazó con que, si tal hacía, se daría por ofendida, y Ragnar siempre accedía a lo que su mujer le pedía.

Simulando estar borracho, en compañía de Finan y Osferth, fui a ver a Offa a una taberna al pie de la fortaleza.

—Me enteré de vuestra enfermedad, mi señor. Me alegra comprobar que os habéis recuperado —me dijo.

—¿Es cierto que Alfredo de Wessex ha estado malo también? —preguntó Osferth.

Como siempre, antes de responder Offa sopesó si proporcionar gratis una información que podría reportarle algún dinero, y debió de llegar a la conclusión de que pronto todo el mundo estaría al tanto de lo que sabía. Por otra parte, si había ido allí era para sonsacarnos toda la información que pudiera.

—Se desmayó en la iglesia; los médicos pensaron que de ésa no salía —contestó—. Estuvo muy mal. Os aseguro que hasta dos veces le dieron la extremaunción, pero Dios se apiadó de él.

—Dios le adora —dije arrastrando las sílabas y aporreando la mesa para pedir más cerveza.

—No lo bastante para que se haya recobrado por completo —repuso Offa, con cautela—. Aún está muy delicado.

—Siempre ha sido débil —repliqué, lo cual era cierto en cuanto a su salud, que no en lo tocante a su determinación; lo dije con rabia, como si pretendiera injuriarlo; Offa se me quedó mirando, preguntándose hasta qué punto estaba borracho en realidad.

Más de una vez me he burlado de los curas cristianos que siempre andan diciendo que no hay mejor prueba de la religión que profesan que los milagros que Cristo realizó para, a renglón seguido, afirmar que tales poderes taumatúrgicos desaparecieron con él. Si un cura fuese capaz de sanar a un lisiado o de que un ciego recuperase la vista, creería en su dios. Sin embargo, en aquella ocasión, en aquella taberna llena de humo al pie de las altas murallas de la fortaleza de Dunholm, se produjo un milagro: Offa no sólo nos pagó la cerveza, sino que pidió más.

Siempre he tolerado la bebida mejor que la mayoría de los hombres. No obstante, en aquel momento, y aun sin perder ni ripio de lo que hablábamos, el establecimiento me daba vueltas, como las volutas del humo que salían del hogar de la taberna. Le conté a Offa unos cuantos chismorreos acerca de Skade, reconocí la decepción que me había llevado con el tesoro de Skirnir y me lamenté amargamente de no disponer de dinero ni de hombres suficientes. Al escuchar esta última queja, tan propia de un beodo, Offa vio los cielos abiertos.

—¿Para qué necesitáis hombres, mi señor? —me preguntó.

—Todos necesitamos hombres —contesté.

—Cierto —apuntó Finan.

—Muchos hombres —intervino Osferth.

—Cuantos más, mejor —añadió Finan, fingiendo estar mucho más borracho de lo que yo estaba.

—Tengo entendido que los jarls del norte piensan reunirse aquí —comentó Offa, de pasada. Ardía en deseos de saber cuáles eran nuestros planes.

Toda Britania estaba al tanto de que los señores de Northumbria estaban invitados a Dunholm, pero nadie sabía a cuento de qué aquella convocatoria; si se enteraba de algo, Offa podría hacerse rico.

—¡Por eso necesito hombres! —le dije, muy serio.

Offa me sirvió más cerveza. Reparé en que él apenas si había dado un sorbo de su cuerno.

—Los jarls del norte tienen hombres de sobra —dijo—, pero me he enterado de que el jarl Ragnar ofrece plata a las huestes que quieran unírsele.

Me incliné hacia él como si me dispusiera a desvelarle un secreto.

—¿Cómo podría tratar con ellos de igual a igual, si sólo dispongo de una mesnada y —tras soltar un eructo—, para colmo, escasa?

—Todo el mundo os respeta, mi señor —dijo, tratando de no echarse para atrás a pesar de la espantosa vaharada de cerveza que recibió.

—Necesito hombres, hombres, hombres —insistí.

—Hombres de verdad —añadió Osferth.

—Lanzas y espadas danesas —remachó Finan, nostálgico.

—Entre todos los jarls, cuentan con hombres más que sobrados para acabar con los escoceses —dejó caer Offa a modo de señuelo.

—¡Escoceses! —repliqué con desdén—. ¡No se merecen ni una tripulación! —proseguí, mientras Finan me daba un codazo, gesto que simulé no haber advertido—. ¿Qué es Escocia? —pregunté irritado—. Una tierra yerma, poblada de salvajes ataviados con un sucinto taparrabos para esconder la polla. Cualquier territorio sajón es mejor que el reino de Alba —y escupí al pronunciar el nombre del más extenso de los feudos de Escocia—. Una panda de cabrones peludos, con carámbanos en vez de carajos, eso son. ¿A quién pueden interesar esas tierras?

—Pero eso es lo que busca el jarl Ragnar, ¿no es así? —volvió Offa a la carga.

—Así es —respondió Finan.

—Acabar con esa monserga —añadió Osferth, pero Offa no les escuchaba; me miró y yo le devolví la mirada.

—Bebbanburg —le dije en confianza.

—¿Bebbanburg, mi señor? —me preguntó, sobresaltado.

—¿Acaso no soy el señor de Bebbanburg? —inquirí.

—Por supuesto, mi señor —repuso.

—¡Escoceses! —exclamé con desprecio, mientras reclinaba la cabeza en los brazos como si me dispusiera a dormitar un rato.

Al cabo de un mes, toda Britania estaba al corriente del motivo por el que el jarl Ragnar estaba reclutando hombres. La noticia llegó a Alfredo, postrado en cama, igual que a Etelredo, señor de Mercia. Hasta es probable que en Frankia también estuvieran al tanto. Al parecer y gracias a eso, Offa se hizo tan rico que compró un precioso caserío y pastos en Liccelfeld, y ya empezaba a pensar seriamente en casarse con una muchacha joven. Es de suponer que el dinero para tales dispendios salió de la bolsa de mi tío Ælfric, a quien Offa acudió tan pronto como el tiempo se lo permitió. La noticia que le llevó fue que el jarl Ragnar estaba dispuesto a echar una mano a su amigo lord Uhtred para recuperar Bebbanburg, que aquel verano habría guerra en Northumbria.

Entretanto, Ragnar enviaba espías a Wessex.

* * *

Quizá no hubiera sido mala idea reunir un ejército para invadir Escocia. Los habitantes de aquellas tierras eran tan levantiscos como lo son ahora y, hasta me atrevería a decir, seguirán siéndolo hasta el final de los tiempos. A finales de aquel invierno, una partida de escoceses saquearon las tierras al norte de los dominios de Ragnar. Mataron a no menos de quince hombres, y se llevaron ganado, mujeres y niños. El danés decidió tomar represalias, y allá que me fui con veinte de mis hombres más cien de los suyos. Fue una incursión decepcionante. Ni siquiera estábamos seguros de cuándo pisábamos territorio escocés: la frontera era tan cambiante como las alianzas de poder que establecían los señores de ambos lados. Al cabo de dos días, llegamos a una aldea miserable y desierta. Al ver que nos acercábamos, sus habitantes habían huido, llevándose el ganado con ellos. Los muros de las casas eran de piedra sin desbastar, con unas techumbres de adobe tan bajas que casi tocaban el suelo; hasta los estercoleros eran más altos que aquellas cabañas. Destrozamos los cabrios, echamos las techumbres abajo, y esparcimos estiércol de caballo en la pequeña iglesia de piedra. Pocos más desmanes pudimos cometer. Al norte, en la cima de una colina, cuatro jinetes nos observaban.

—¡Cabrones! —gritó Ragnar, aunque estaban demasiado lejos para que le oyesen.

Como nosotros, los escoceses también recurrían a ojeadores, jinetes que no llevaban pesadas cotas de malla como los nuestros, aunque sí una lanza como única arma. Montaban briosos y veloces corceles y, aunque a veces fuimos tras ellos, nunca les dimos alcance.

—Me pregunto al servicio de quién estarán —comenté.

—Lo más seguro es que sean hombres de Domnal, el rey de Alba —aventuró Ragnar, no sin escupir al pronunciar el nombre del reino.

Domnal era el señor de gran parte de las tierras al norte de Northumbria. Todo aquel territorio era conocido como Escocia, porque, en su mayor parte, estaba en manos de los escoceses, una tribu salvaje procedente de Irlanda aunque, al igual que en el caso de Inglaterra, escasa era la entidad que sustentaba el topónimo en cuestión. Domnal estaba al frente del más grande de aquellos reinos. Aparte de las islas barridas por las tempestades de la costa occidental, donde despiadados jarls noruegos habían establecido sus minúsculos feudos, había también otros señoríos, casos de Dalriada y Strathclota. Mi padre siempre decía que entrar en tratos con los escoceses era como castrar gatos monteses a dentelladas. Por suerte, aquellos felinos salvajes se pasaban la mayor parte del tiempo peleando entre ellos.

Una vez que arrasamos la aldea, temiendo que la presencia de los cuatro ojeadores fuese indicio de la proximidad de un ejército más numeroso, nos dirigimos a tierras más altas, pero no vimos a nadie. Al día siguiente, pusimos rumbo al oeste en busca de algún ser vivo en quien poder tomarnos la revancha. Tras cabalgar durante cuatro días, aparte de una cabra enferma y un buey cojo, no vimos a nadie. Los exploradores nos seguían a todas partes. Incluso cuando en cierta ocasión una espesa niebla cubrió las colinas, circunstancia que aprovechamos para emprender una ruta distinta, en cuanto se disipó, volvieron a dar con nosotros. Nunca se acercaban demasiado; se limitaban a observarnos.

Volvíamos a nuestro territorio siguiendo la cordillera de grandes montes que divide Britania. Hacía frío y aún quedaba nieve en las quebradas de aquellas tierras altas. No habíamos conseguido desquitarnos de la incursión de los escoceses, pero nos sentíamos felices montando a caballo al aire libre, con nuestras espadas al costado.

—Derrotaré a estas bestias sanguinarias cuando hayamos acabado con Wessex —me prometió Ragnar, animoso—. Llevaré a cabo tal saqueo que no lo olvidarán así como así.

—¿De verdad pensáis marchar sobre Wessex? —le pregunté; cabalgábamos los dos solos, unos cien pasos por delante de los nuestros.

—¿Marchar sobre Wessex? —repitió encogiéndose de hombros—. ¿Queréis saber la verdad? No. Estoy bien donde estoy.

—Entonces, ¿por qué os disponéis a hacerlo?

—Porque Brida tiene razón. Si no nos apoderamos de Wessex, los de Wessex nos doblegarán.

—No, mientras vos sigáis con vida —repliqué.

—Pero tenemos hijos —continuó; todos bastardos, aunque a Ragnar poco le importaba la legitimidad de sus vástagos: los quería a todos por igual, y soñaba con que uno de ellos se convirtiese en señor de Dunholm cuando él faltase—. No quiero que ninguno de mis hijos tenga que postrarse ante ningún rey de Wessex. Quiero que sean libres.

—¿De modo que pensáis erigiros en rey de Wessex?

Soltó una risotada que más pareció un portentoso relincho.

—¡Claro que no! Yo sólo quiero ser el jarl de Dunholm, amigo mío. A lo mejor vos aspiráis a ser rey de Wessex.

—Yo quiero ser el jarl de Bebbanburg.

—Ya daremos con alguien dispuesto a hacer de rey —dijo quitándole importancia—. ¿Qué os parecen Sigurd, o Cnut, por decir alguien? —Sigurd Thorrson y Cnut Ranulfson eran, después de Ragnar, los señores más poderosos de Northumbria y, a menos que unieran sus hombres a los nuestros, no teníamos posibilidad de hacernos con Wessex—. Conquistaremos Wessex —me dijo Ragnar en confianza—, y nos repartiremos sus riquezas. ¿Que necesitáis hombres para recuperar Bebbanburg? La plata amontonada en las iglesias de Wessex os bastará y os sobrará para apoderaros de doce fortalezas como la de Bebbanburg.

—Tenéis razón.

—¡Pues alegrad esa cara! ¡La suerte nos sonríe!

Cabalgábamos por lo alto de un monte. A nuestros pies, una intrincada maraña de arroyos centelleaba por valles recogidos. Abarcaba con la vista parajes a millas de distancia, pero ni una choza ni un árbol en el anchuroso panorama que contemplaban mis ojos. Eran tierras yermas, cuyos pobladores malvivían gracias a sus rebaños de ovejas, aunque nuestra presencia los había llevado a alejarse de aquellos contornos. Empuñando sus largas lanzas, los ojeadores escoceses nos observaban desde la colina que se alzaba al este, mientras, más el sur, el altozano por el que íbamos acababa abruptamente en una larga pendiente que bajaba hasta un valle escondido y encajonado donde confluían dos arroyos. Precisamente allí, en el umbrío lugar donde los dos regatos, al unirse, pugnaban con unas peñas, había catorce hombres. No se movían del sitio donde los dos arroyos convergían. Estaba claro que nos estaban esperando, igual que no menos claro estaba que debía de tratarse de una celada. Los catorce hombres eran el cebo que nos habían preparado; seguro que había muchos más cerca. Volvimos la vista atrás, por donde habíamos venido, pero no vimos a nadie en la larga cresta que habíamos recorrido; tampoco atisbamos ningún movimiento en las colinas más cercanas. Los cuatro ojeadores, que no nos habían perdido de vista ni un momento, espolearon sus monturas ladera abajo, entre los brezos, con intención de unirse al grupo más numeroso.

—¿Qué se imaginarán que vamos a hacer? —preguntó Ragnar, sin perder de vista a los catorce hombres.

—Que bajaremos hasta allí.

—¡Qué remedio! —dijo pausadamente—. Si tan seguros estaban, ¿por qué tomarse tantas molestias para atraernos a este lugar? —frunció el ceño, echó una rápida ojeada a las colinas que nos rodeaban, pero ni rastro del enemigo—. ¿Son escoceses? —preguntó.

Finan, que tenía vista de lince, se acercó a nosotros.

—Lo son —dijo.

—¿Cómo podéis estar tan seguro?

—Porque uno de ellos luce el símbolo de la paloma —repuso Finan.

—¿Una paloma? —se extrañó Ragnar; en su cabeza, como en la mía por otra parte, un hombre debía echar mano de símbolos guerreros, como el águila o el lobo.

—Es la divisa de Collum Cille, mi señor —le explicó Finan.

—¿Quién es ése?

—San Columbano, mi señor, un santo irlandés, que anduvo por tierras de los pictos, de donde expulsó a un gigantesco monstruo y lo confinó en un lago de por aquí. Muy venerado por los escoceses, mi señor.

—¡Hay que ver qué apañados, estos santos! —comentó Ragnar, pensando en otra cosa. Volvió la vista atrás de nuevo, confiando en que nuestros adversarios aparecieran en la cima, pero en la montaña no había nadie.

—Dos de ellos son prisioneros —explicó Finan, sin perder de vista a los hombres del valle—; uno de ellos es un niño.

—¿Será una celada? —se preguntó Ragnar en voz alta. Tras reflexionar que sólo a un necio se le ocurriría abandonar un altozano por aquel sitio, pensó que los catorce hombres, que ahora eran dieciocho tras la llegada de los ojeadores, no buscaban pelea, y tomó una decisión—: ¡Vamos allá!

Y allá que nos fuimos dieciocho de nosotros, ladera abajo. Cuando llegamos al terreno llano del valle, dos de los escoceses nos salieron al encuentro, y Ragnar, imitando su gesto, alzó una mano para que sus hombres se detuvieran. De forma que sólo él y yo nos acercamos a los desconocidos, un hombre y un muchacho. El hombre, que era quien, bajo una larga capa azul, lucía el símbolo de la paloma bordado en el jubón, era un poco más joven que yo. Cabalgaba muy erguido; llevaba al cuello una fina cadena de oro de la que pendía una cruz de oro macizo. Era un hombre apuesto, sin barba, de resplandecientes ojos azules. Iba descubierto, dejando al aire sus cortos cabellos castaños, al estilo sajón. A lomos de un joven potro, el muchacho, de unos cinco o seis años, llevaba la misma vestimenta, de lo que deduje que aquel hombre debía de ser su padre. Los dos detuvieron sus monturas a unos pocos pasos de donde estábamos, y el hombre, que llevaba una espada con una empuñadura cuajada de piedras preciosas, me miró, desvió la mirada a Ragnar y volvió a clavar sus ojos en mí.

—Soy Constantin, hijo de Aed, príncipe de Alba; éste es mi hijo Cellach mac Constantin, también príncipe de Alba, a pesar de su corta edad —nos dijo en danés, aunque se notaba que no dominaba bien la lengua, al tiempo que dirigía una sonrisa a su hijo. Siempre me ha sorprendido lo poco que tardamos en darnos cuenta de si alguien nos cae bien o no; aunque escocés, debo decir que Constantin me cayó bien desde el primer momento—. Me imagino que uno de vosotros sois el jarl Ragnar, y el otro, el jarl Uhtred, pero os ruego tengáis a bien disculparme por no saber distinguiros.

—Yo soy Ragnar Ragnarsson —dijo Ragnar.

—Sed bienvenido —se apresuró a saludarle Constantin con cortesía—. Espero que hayáis disfrutado de vuestras andanzas por nuestras tierras.

—Tanto —repuso Ragnar— que volveré, no os quepa duda, sólo que con más hombres para que también ellos disfruten de los placeres que ofrecen.

Al oírle, Constantin se echó a reír; intercambió unas palabras con su hijo en su propia lengua, y el niño se nos quedó mirando con unos ojos como platos.

—Le he dicho que ambos sois temibles guerreros —nos aclaró Constantin—, y que llegará el día en que deberá aprender a enfrentarse con hombres como vosotros.

—Constantin no es un nombre escocés, ¿verdad? —le pregunté.

—Tal es mi nombre, no obstante —repuso—; un recordatorio de que debo seguir el ejemplo del gran emperador que convirtió su pueblo al cristianismo.

—Menuda faena les gastó —comenté.

—Lo hizo tras derrotar a los paganos —dijo Constantin con una sonrisa, aunque bajo aquellos modales tan afables se ocultaba una voluntad de acero.

—¿Sois el sobrino del rey de Alba? —se interesó Ragnar.

—Domnal es mi tío, sí. Ya es un hombre mayor. No vivirá mucho más.

—¿Y vos le sucederéis a título de rey? —preguntó Ragnar de nuevo.

—Si Dios quiere, así será, sí —se expresaba de forma pausada, pero algo me advirtió que la voluntad de su dios iba a coincidir con las aspiraciones del propio Constantin.

El caballo prestado que yo montaba soltó un bufido, y dio unos pasos hacia un lado. Lo tranquilicé. Los dieciséis hombres que venían con nosotros estaban a nuestras espaldas, con las manos en la empuñadura de sus espadas. Pero los escoceses no hicieron ni un solo gesto de hostilidad. Miré a lo alto de las colinas, y comprobé que no había nadie.

—No os hemos tendido una celada, lord Uhtred —dijo Constantin—, pero no podía pasar por alto esta oportunidad de conoceros. Unos emisarios de vuestro tío han venido a vernos.

—¿En busca de ayuda? —pregunté con desdén.

—Dice que si este verano los nuestros se le unen para luchar contra vos, nos recompensará con un millar de chelines de plata —me explicó Constantin.

—¿Y por qué habríais de atacarme?

—Porque, para entonces, habréis puesto sitio a Bebbanburg —repuso.

Asentí.

—O sea que, además de Ælfric, ¿tendré que acabar también con vos?

—Otro blasón para vos —replicó—, aunque me gustaría proponeros otro modo de arreglar las cosas.

—¿De qué se trata? —preguntó Ragnar.

—Vuestro tío no es el más magnánimo de los hombres —me dijo Constantin—. Bienvenido sea un millar de chelines de plata, claro está, pero me parece una suma demasiado corta para embarcarnos en tamaño conflicto.

En ese momento, entendí por qué Constantin se había tomado tantas molestias para que aquel encuentro fuera secreto: si hubiera enviado emisarios a Dunholm, mi tío se habría enterado y habría albergado sospechas de una posible traición.

—¿Cuál es, pues, vuestro precio? —pregunté.

—Por tres mil chelines —repuso Constantin—, los guerreros de Alba estarían dispuestos a quedarse en casa durante todo el verano.

Ni por lo más remoto podía reunir esa cantidad, pero Ragnar asintió. Aunque no fueran tales nuestras intenciones, Constantin estaba convencido de que nuestros planes no eran otros que atacar Bebbanburg. Ragnar, en cambio, se temía una invasión de sus tierras por parte de los escoceses mientras él anduviera por Wessex. Era una posibilidad que siempre tenía presente, porque bien se había preocupado Alfredo de estar en buenas relaciones con los reyes escoceses, para mantener así a raya a los daneses del norte de Inglaterra.

—¿Qué os parecerían —propuso Ragnar con cautela— tres mil chelines de plata, si os comprometéis a que vuestros guerreros no pisen Northumbria durante un año?

Constantin se paró a reflexionar. La propuesta de Ragnar apenas difería de la solución que el escocés había planteado; en lo tocante a matices, sin embargo, y aunque nimia, la disparidad era considerable. El príncipe fijó sus ojos en mí, y comprobé lo lejos que llegaba su astucia: acababa de darse cuenta de que quizás aspirásemos a algo más que Bebbanburg.

—Podría darlo por bueno —dijo, haciendo un gesto afirmativo.

—¿Pensará lo mismo el rey Domnal? —le pregunté.

—Hará lo que yo le diga —repuso, muy seguro de lo que decía.

—¿Qué garantías tenemos de que mantendréis vuestra palabra? —añadió Ragnar.

—Os he traído un presente —contestó, haciendo una seña a los suyos. Obligaron a descabalgar a los dos prisioneros que, con las manos atadas, cruzaron el arroyo y se acercaron a Constantin—. Estos dos son hermanos míos; ellos fueron quienes llevaron a cabo la incursión en vuestras tierras. Os devolveré a las mujeres y los niños que se llevaron cautivos; por el momento, podéis quedároslos.

Ragnar se quedó mirando a los dos hombres barbudos.

—¿Dos vidas en prenda? Cuando hayan muerto, ¿qué os impediría romper la palabra dada?

—Dejo tres vidas en vuestras manos —repuso Constantin, poniendo una mano en el hombro de su hijo—. Cellach es mi primogénito y muy querido hijo. Os lo entrego como rehén. Si uno de mis hombres se adentra en tierras de Northumbria blandiendo una espada, podéis deshaceros de Cellach.

Me acordé de la satisfacción que había mostrado Haesten cuando me había entregado a su falso hijo como rehén. Pero no había duda de que Cellach era hijo de Constantin: el parecido entre ambos era extraordinario. Miré al muchacho y, en ese instante, lamenté que mi hijo mayor careciera de la desenvoltura y la determinación de aquel chaval.

Ragnar se lo pensó un momento, y no vio inconveniente alguno. Espoleó su montura, y tendió la mano a Constantin.

—Os haré llegar la plata —le prometió.

—En ese momento, yo os entregaré a Cellach —aseguró Constantin—. ¿Os importa que con mi hijo vayan algunos criados y un tutor?

—Serán bien recibidos —contestó Ragnar.

—Creo que hemos cerrado un buen trato —dijo Constantin; parecía satisfecho.

Eso fue lo que acordamos. Los escoceses se fueron por su lado. Desnudamos a los prisioneros, y Ragnar los mató de inmediato con su propia espada. Lenta y sigilosa, la niebla bajaba de las montañas, y nos dispusimos a partir a toda prisa. Dejamos los cadáveres decapitados de los escoceses en el lugar donde convergían los dos regatos, montamos en nuestros caballos y nos fuimos hacia el sur.

Ragnar cabalgaba con la tranquilidad que le procuraba saber que la frontera norte de su territorio se mantendría en paz mientras él guerreaba en Wessex. Había alcanzado un buen acuerdo, sin duda. Pero algo me decía que no podía fiarme del todo. Constantin me había caído bien, sí, pero su inteligencia penetrante y sutil auguraba que, llegado el caso, sería un adversario tan difícil como formidable. ¿Cómo se las había arreglado para celebrar aquel encuentro secreto con Ragnar? Estaba claro que propiciando la incursión que había desencadenado nuestra represalia para, más tarde, traicionar a los hombres a los que había dado la orden de llevar a cabo el saqueo. Era sagaz y era joven. Ese nombre habría de acompañarme durante mucho tiempo y, de haber sabido entonces lo que ahora sé, en aquel preciso instante, tanto al padre como al hijo, les habría rebanado el cuello.

Al menos mantuvo su palabra durante los siguientes doce meses.

* * *

La primavera tardó en llegar aquel año pero, en cuanto se dejó sentir, la tierra reverdeció. Nacieron los corderos, los días se hicieron más largos y templados, y los hombres empezaron a pensar en guerrear.

Los otros dos jarls más poderosos de Northumbria, Sigurd Thorrson y Cnut Ranulfson, se presentaron a un tiempo en Dunholm. Tras ellos, una retahíla de señores de menor rango, todos daneses, desde luego, y en condiciones de contribuir con no menos de cien hombres adiestrados para la guerra cada uno. Todos acudieron con unos cuantos guerreros, criados y esclavos, de forma que incluso los espaciosos aposentos de la fortaleza de Ragnar resultaron insuficientes, y hubo que acomodar a algunos de los jefes de menor importancia en la aldea que se alzaba en la cara sur de la ciudadela.

Tras pasar la jornada en deliberaciones, hubo banquetes e intercambio de presentes. Los jarls habían acudido a Dunholm con la idea de que queríamos reunir hombres para asaltar la fortaleza de Bebbanburg, pero Ragnar los sacó de su error desde el primer día.

—Os aseguro que si no nos andamos con ojo, Alfredo acabará por enterarse de que, en realidad, pensamos marchar sobre Wessex —les advirtió Ragnar—, porque algunos de vosotros se lo diréis a algunos de los vuestros que, a su vez, se lo contarán a otros y, en cuestión de días, Alfredo estará al cabo de la calle.

—Así que mantened la boca cerrada —rezongó Sigurd Thorrson.

El jarl Sigurd era un hombre alto y mal encarado, con una barba dividida en dos enormes trenzas que se enroscaba alrededor de su poderoso cuello. Sus propiedades se extendían desde el sur de Northumbria hasta el norte de Mercia, y se había curtido peleando con los guerreros de Mercia. Menos apabullante, su amigo, Cnut Ranulfson, era del mismo temple que Finan. Tenía fama de ser el mejor con la espada en toda Britania y, gracias a ella y a las huestes que, por su posición, podía mantener, se había apoderado de los territorios limítrofes con los de Sigurd. Aunque sólo tenía treinta años, sus cabellos eran tan blancos como la nieve, y tenía los ojos más claros que haya visto en mi vida, lo que, junto con el color de su pelo, le otorgaba una aureola espectral. De sonrisa pronta, disponía de un repertorio inagotable de chanzas.

—Una vez tuve una esclava sajona tan bonita como ésa —me dijo la primera vez que nos vimos, mientras no quitaba los ojos de una de las esclavas de Ragnar, que llevaba unas fuentes de madera a la estancia principal—, hasta que un día, bebiendo leche, se me murió —añadió apesadumbrado.

—¿Acaso estaba agria?

—No, es que la vaca se le cayó encima —concluyó Cnut, muerto de risa.

Con gesto grave, Cnut escuchó el vibrante discurso en el que Ragnar anunció que pensaba ponerse al frente de un ejército para invadir Wessex, explicando cómo los sajones del oeste habían ampliado los límites de su reino y cuáles eran las ambiciones que los guiaban en cuanto a Mercia, Anglia Oriental después, y Northumbria como colofón.

—El rey Alfredo gusta decir de sí mismo que es el rey de los Angelcynn; en mis tierras, se habla inglés, igual que en las vuestras. Si nos quedamos de brazos cruzados, los ingleses acabarán con nosotros.

—Ya, pero Alfredo se muere —intervino Cnut.

—Así es, pero sus aspiraciones le sobrevivirán —apuntó Ragnar—. Wessex sabe que su mejor defensa es el ataque, y de sobra sabéis que los sajones sueñan con ampliar sus fronteras hasta las lindes de los territorios ocupados por los escoceses.

—Ojalá esos cabrones los doblegasen —dijo alguien de forma desabrida.

—Si no hacemos nada —insistió Ragnar—, el día menos pensado Northumbria caerá en manos de Wessex.

Asistía a una discusión acerca del poder real que representaba Wessex y, aunque de eso estaba más al tanto que cualquiera de los allí reunidos, guardé silencio. Les dejé que siguieran hablando y se diesen cuenta de cómo eran las cosas en realidad hasta que, gracias a las explicaciones de Ragnar, comprendieron que Wessex era un reino preparado para guerrear. Los fortines, con las guarniciones del fyrd, eran sus baluartes defensivos, pero su fuerza para combatir residía en el cada vez más importante número de guerreros que podrían ponerse a las órdenes del estandarte real. Más cautos, entre los daneses, cada uno iba a lo suyo: nunca se habían organizado al estilo del Wessex de Alfredo. Cada jarl danés miraba por su territorio, y no estaba dispuesto a seguir las órdenes de un igual. Era posible unirlos, como Harald había hecho, pero al primer contratiempo las tropas se dispersarían en busca de incursiones menos arriesgadas.

—¿Así que habremos de tomar los fortines? —refunfuñó Sigurd, sin acabar de creérselo.

—Harald se apoderó de uno —dijo Ragnar.

—Tengo entendido que estaba a medio edificar —replicó Sigurd, volviendo la vista a mí, que asentí.

—Si queréis conquistar Wessex, antes tendremos que tomar los fortines —añadió Ragnar, con una sonrisa que pretendía transmitir tranquilidad—. Reunamos una gran flota y dirijámonos a la costa sur del reino. Tomaremos Exanceaster y, a continuación, marcharemos sobre Wintanceaster. Alfredo colegirá de ello que nos disponemos a atacar desde el norte, cuando en realidad iniciaremos la ofensiva por el sur.

—Sus barcos atisbarán la flota y sus guerreros nos estarán esperando —apuntó Cnut.

—Los guerreros sajones estarán entretenidos peleando con mis hombres —afirmó alguien desde el fondo de la estancia—, así que sólo tendréis que enfrentaros con las tropas de Alfredo.

Quien así hablaba se encontraba en el umbral de la puerta; el sol brillaba con tanta intensidad que ninguno pudimos distinguirlo con claridad.

—Tengo pensado atacar Mercia —anunció el hombre con voz firme y segura—. Las tropas de Alfredo acudirán en defensa de ese territorio y, libre de ellas, Wessex caerá como fruta madura en vuestras manos —el hombre dio unos cuantos pasos adelante, seguido por una docena de guerreros con cotas de malla—. Mis respetos, jarl Ragnar, y a todos vosotros —añadió alzando la mano para saludar a los presentes.

Era Haesten. Aunque no había sido invitado a la reunión, allí estaba, sonriente y cubierto de relucientes cadenas de oro. Aunque el día estaba templado, llevaba una ostentosa capa de piel de nutria con unas singulares franjas de seda amarilla para que todos supieran lo rico que era. Tras su aparición, hubo un momento de confusión como si nadie supiera muy bien cómo tratarlo, si como amigo o como intruso, hasta que Ragnar se puso en pie de un salto y dio un abrazo al recién llegado.

Pasaré por alto las aburridas deliberaciones que mantuvieron durante los dos días siguientes. Los hombres reunidos en Dunholm capaces eran de reunir el mayor ejército danés que hubiera pisado Britania pero, al tanto como estaban de que Wessex había repelido todos los ataques anteriores, no acababan de decidirse. Ragnar tuvo que emplearse a fondo para convencerles de que las circunstancias no eran las mismas: Alfredo estaba enfermo; ya no era el caudillo joven y arrojado de años atrás; su hijo carecía de experiencia y, sin duda para complacerme, no pasó por alto que Uhtred de Bebbanburg había desertado de las filas sajonas. Cuando ya todo el mundo pareció estar de acuerdo en que era posible marchar sobre Wessex, comenzó la discusión sobre quién sería el rey de ese territorio. Aunque había supuesto que el debate sobre ese asunto tan espinoso no habría de concluir nunca, Sigurd y Cnut, en privado, habían llegado a un arreglo: Sigurd ocuparía el trono de Wessex y, cuando falleciese el enfermo, loco y melancólico Guthred, Cnut ostentaría la corona de Northumbria. Ragnar, por su parte, no tenía intención alguna de trasladarse al sur; tampoco yo. Y si bien Haesten había confiado en que le ofrecieran la corona de Wessex, se conformó con que le dejaran ser rey de Mercia.

La aparición de Haesten contribuyó en gran medida a que la idea de atacar Wessex no pareciese del todo descabellada. Ninguno de los reunidos se fiaba de él, pero pocos albergaban dudas en cuanto a sus intenciones de conquistar Mercia. Lo que iba buscando en realidad era que nuestras tropas se uniesen a las suyas, y no hubiera sido mala idea, porque unidos habríamos constituido un ejército imbatible, pero jamás nos habríamos puesto de acuerdo sobre quién habría de estar al frente del mismo. De modo que se acordó que, desde su fortaleza de Beamfleot, Haesten marcharía hacia el oeste con al menos dos mil hombres y, cuando las tropas de Wessex salieran a su encuentro, la flota de Northumbria atacaría la costa sur del reino. Todos los presentes juraron guardar el secreto acerca de tales planes, aunque tenía para mí que, a no mucho tardar, tan solemne juramento acabaría siendo un secreto a voces.

—Así que seré rey de Mercia —me comentó Haesten la última noche, durante un multitudinario banquete a la luz de la gran hoguera que, una vez más, iluminaba la estancia principal.

—Sólo si conseguís mantener alejados a los sajones durante el tiempo que sea necesario —le advertí, consejo que acogió con gesto displicente como si fuera cosa hecha—. Tomad un fortín de Mercia y obligadles a que os pongan sitio —ésa fue mi recomendación.

Mordió un muslo de ganso, mientras la grasa le resbalaba por la barba.

—¿Quién estará al frente de los sajones?

—Eduardo, lo más seguro, asesorado por Etelredo y Steapa.

—Que no son como vos precisamente, amigo mío —replicó, hundiéndome el hueso del ave en el antebrazo.

—Mis hijos están en Mercia —gruñí—. Cercioraos de que salgan con bien.

Haesten reparó en el tono grave que había empleado.

—Os lo juro por mi vida: vuestros hijos estarán a salvo —dijo apretándome el brazo como si quisiera tranquilizarme para, a continuación, preguntarme señalando a Cellach con el hueso—. ¿Quién es ese chaval?

—Un rehén escocés —repuse.

Hacía una semana que, rodeado de un pequeño séquito, Cellach había llegado a Dunholm: dos soldados velaban por él; dos criados lo vestían y le servían la comida; un cura corcovado miraba por su educación. El chico me gustaba: era un chaval fuerte, que había aceptado el destierro con valentía. Ya había hecho amigos entre los rapaces de la fortaleza y, siempre que podía, se saltaba las clases del jorobado y se dedicaba a hacer diabluras por las murallas o a corretear por las peñas de la abrupta pendiente sobre la que se alzaba Dunholm.

—Ningún problema por parte de los escoceses, pues —comentó Haesten.

—Si se les ocurre ponerse a mear a este lado de la marca fronteriza, adiós al chaval.

Haesten sonrió.

—Así que yo seré rey de Mercia, Sigurd estará al frente de Wessex y Cnut se hará cargo de Northumbria. Pero, ¿y vos?

Le serví hidromiel y reflexioné un momento mientras contemplaba a un hombre que hacía malabarismos con unas antorchas.

—Me apoderaré de la plata de Wessex y recuperaré Bebbanburg —repuse.

—¿No queréis ser rey de ningún sitio? —me preguntó, como si no acabara de creérselo.

—Quiero recuperar Bebbanburg; nada me hará cambiar de idea —contesté—. Me traeré a mis hijos, los veré crecer y nunca me iré de allí.

Haesten no dijo nada. Pensé que, en realidad, ni me había escuchado. Como en trance, sólo tenía ojos para Skade. Aun ataviada con la túnica gris que llevaban todas las criadas, su belleza resplandecía como una luminaria en la oscuridad. Creo que, si en ese momento, le hubiera arrebatado las cadenas de oro que llevaba al cuello, ni siquiera se habría dado cuenta. No podía apartar la vista de ella, y Skade, al sentir su mirada, se volvió, y sus ojos se encontraron.

—Bebbanburg; nada me hará cambiar de idea —repetí.

—Sí, ya os he oído —repuso distraído, sin apartar la vista de Skade. En la bulliciosa estancia, los demás dejamos de existir para ellos. Sentada al otro extremo de la mesa de respeto, Brida había advertido el intercambio de miradas y, con una ceja levantada, se volvió hacia mí. Me encogí de hombros.

Aquella noche, Brida se sentía feliz. Gracias al ascendiente que tenía sobre Ragnar, había perfilado el futuro de Inglaterra: sus ambiciones, sus miras, que pasaban por arrasar Wessex y acabar con el poder de aquellos curas que, con sus intrigas, difundían su evangelio, le habían abierto los ojos a su marido. Todos pensábamos que, al cabo de un año, el único rey cristiano de Inglaterra sería Eohric, de Anglia Oriental, que no tardaría en cambiar sus creencias en cuanto viese cómo habían cambiado las tornas. Pues ya no sería Inglaterra, sino Dinaterra. Todo parecía tan sencillo, tan fácil, tan al alcance de la mano que, en aquella noche de risotadas y cadencias de arpa, de cerveza y camaradería, ninguno de nosotros podía imaginar que algo saliera mal. Mercia era un territorio que languidecía, Wessex no parecía tan imbatible, y nosotros éramos los daneses, los tan temidos guerreros llegados del norte.

Al día siguiente, el padre Pyrlig se dejó caer por Dunholm.