No hace mucho tiempo, pasé por un monasterio. Ahora mismo sólo recuerdo que se alzaba en alguna parte de lo que una vez fuera Mercia. Era un día lluvioso de invierno. Volvía a casa con un grupo de no más de doce hombres. Lo único que buscábamos era un sitio donde cobijarnos, un poco de comida y entrar en calor, pero los monjes nos recibieron como si una cuadrilla de hombres del Norte hubiera llamado a su puerta. Uhtred de Bebbanburg estaba bajo su techo, y es tal el respeto que impone mi nombre que supusieron que no tardaría en enviarlos al otro mundo.
—Sólo queremos un trozo de pan, un poco de queso si os queda y un trago de cerveza —conseguí hacerles entender, no sin esfuerzo, al tiempo que arrojaba unas monedas al suelo de la estancia—. ¡Pan, queso, cerveza y un lecho caliente! ¡No pedimos nada más!
Al día siguiente llovía a cántaros; tanto, que parecía el fin del mundo. Así que me decidí a esperar que amainase el viento y el tiempo se tomase un respiro. Dando una vuelta por el monasterio, me encontré en un liento claustro donde tres monjes de aspecto miserable copiaban unos manuscritos, bajo la atenta mirada de un fraile mayor, de pelo canoso y gesto hosco y amargado, que llevaba una estola de piel encima de la sotana y sostenía un vergajo por si decaía, supongo, el denuedo de los copistas.
—No debéis distraerlos, señor —me reconvino desde el taburete en que estaba sentado junto a un brasero, cuyo calor no llegaba, desde luego, a los escribanos.
No puede decirse que las letrinas estén como los chorros del oro —repliqué—, mientras vos estáis aquí, mano sobre mano…
El anciano monje se quedó callado; me coloqué a espaldas de los copistas de dedos entintados y eché un vistazo a la tarea que se traían entre manos. Uno de ellos, un muchacho con aspecto de haragán, labios gruesos y un bocio más que acentuado, copiaba una vida de san Ciarán que refería cómo un lobo, un tejón y un zorro habían aunado fuerzas para erigir una iglesia en Irlanda. Si el joven monje era capaz de creer tales patrañas es que era tan lerdo como su aspecto daba a entender. El segundo escribano se dedicaba a algo más útil: copiaba la donación de un terreno que tenía toda la pinta de ser una falsificación. Los monasterios son muy dados a inventarse antiguas cesiones para demostrar que algún remoto rey, ya casi olvidado, donó en su día cierta y próspera propiedad a la iglesia con el fin de obligar al legítimo dueño de la tierra a devolver el terreno o a satisfacer una cantidad desmesurada a modo de compensación. En cierta ocasión, fui objeto de una de esas jugarretas. Un cura me presentó unos documentos: me cisqué en ellos, envié una veintena de guerreros armados hasta los dientes a las tierras en litigio y le hice saber al obispo que podía pasarse a tomar posesión de los terrenos cuando más le conviniera. Ni lo intentó siquiera. La gente inculca a sus hijos que para llegar a ser alguien hay que trabajar mucho y llevar una vida de privaciones. Nada de eso: se trata de una estupidez tan grande como creer que un tejón, un zorro y un lobo capaces son de levantar una iglesia. La mejor forma de hacerse rico pasa por que lo nombren a uno obispo o abad de un monasterio cristiano para, con todas las bendiciones del cielo, mentir, trampear y robar a sus anchas, y así llevar una vida regalada.
El tercer joven copiaba un cronicón. Retiré la pluma para ver lo que acababa de escribir.
—¿Sabéis leer, mi señor? —preguntó el viejo, como quien no quiere la cosa, aunque la ironía se notaba a la legua.
—«En aquel mismo año —leí en voz alta, señalando el párrafo con el dedo—, un nutrido ejército de paganos recaló de nuevo en Wessex, una horda mucho más numerosa que las que se habían visto hasta entonces, que devastó los campos y suscitó terrible tribulación entre el pueblo de Dios de la que, gracias a Nuestro Señor Jesucristo, les libró lord Etelredo de Mercia, quien se llegó hasta Fearnhamme al frente de sus tropas, infligiendo una severa derrota a los infieles». ¿En qué año ocurrieron tales hechos? —pregunté al escribano.
—En el año de Nuestro Señor de 892, mi señor —respondió el muchacho, atemorizado.
—¿Qué es, pues, lo que estáis copiando? —insistí, pasando rápidamente los pliegos del pergamino que reproducía.
—Un cronicón —repuso el anciano monje, en su lugar—; los anales de Mercia, mi señor. Es el único ejemplar que existe, y estamos haciendo una copia.
Volví los ojos a la página que el joven acababa de escribir.
—¿De modo que fue Etelredo quien libró a Wessex de aquel ataque? —pregunté sin ocultar mi indignación.
—Así fue, mi señor —contestó el viejo—, con la ayuda de Dios.
—¿De Dios? —refunfuñé—. ¡Decid más bien con mi ayuda! ¡Fui yo quien libró aquella batalla, no Etelredo!
Ninguno de los monjes se atrevió a despegar los labios. Se me quedaron mirando. Exhibiendo una feroz sonrisa que dejaba al descubierto una boca medio desdentada, uno de mis hombres se apostó en uno de los extremos del claustro.
—¡Yo sí que estuve en Fearnhamme! —continué, haciéndome con aquella única copia de los anales de Mercia y pasando sus rígidos folios con rapidez: Etelredo, Etelredo, Etelredo…, y ni una palabra de Uhtred, apenas alguna que otra mención de Alfredo, y tampoco nada de Etelfleda; sólo Etelredo. Llegué, por fin, a la página que refería los sucesos posteriores a la contienda de Fearnhamme. «En aquel año —seguí leyendo en voz alta—, por la gracia de Dios, lord Etelredo y Eduardo el Heredero condujeron a los hombres de Mercia hasta Beamfleot, donde Etelredo causó gran carnicería entre los paganos, arrebatándoles un enorme botín». ¿Así que Etelredo y Eduardo estaban al frente de aquel ejército? —pregunté al anciano monje, sin quitarle los ojos de encima.
—Eso es lo que se consigna ahí, mi señor —repuso azorado, sin el menor asomo de la altanería de que había hecho gala antes.
—¡Yo estaba al mando de aquellos hombres, malnacido! —exclamé irritado, al tiempo que me hacía con las páginas copiadas y la crónica original, dispuesto a arrojarlas al brasero.
—¡No! —gritó el viejo, con voz desesperada.
—Es una sarta de mentiras —repliqué.
—Son crónicas recopiladas y conservadas durante cuarenta años, mi señor —reconoció con humildad, al tiempo que alzaba una mano suplicante—. ¡Son la historia de nuestro pueblo! ¡Es la única copia que conservamos!
—Una sarta de mentiras —repetí—. Yo estuve allí. Yo estuve en lo alto de la colina de Fearnhamme y en la poza de Beamfleot. ¿Acaso podríais vos decir lo mismo?
—Sólo era un niño, mi señor —repuso estremecido al ver que me disponía a arrojar los manuscritos al fuego; trató de rescatar los pergaminos, pero le obligué a apartar las manos.
—Yo estuve allí —insistí, mientras contemplaba cómo se oscurecían, se retorcían y crepitaban aquellos documentos antes de que el fuego se enseñorease de sus bordes—. De sobra sé lo que me digo.
—¡El trabajo de cuarenta años! —exclamó el anciano monje, sin dar crédito a lo que estaba viendo.
—Si de verdad queréis saber lo que pasó, daos una vuelta por Bebbanburg y yo mismo os lo contaré.
Ni que decir tiene que nunca más volví a saber de ellos. Por supuesto, no fueron a verme.
Pero yo sí que estuve en Fearnhamme, donde da comienzo este relato.