97

Una chalupa le llevó a la playa con su equipaje, y allí contrató a unos mozos de cuerda para que cargaran con sus pertenencias. Entraron en la ciudad por el tramo de muralla derruida que había frente a la plaza del Vi y Joan no pudo evitar la comparación con Nápoles, que mantenía unas murallas del mar poderosas y en perfecto estado. Su hermano le contó en una carta que tres años después de que la ciudad fuera capaz, con grandes esfuerzos, de reconstruir aquellos muros una tormenta los destrozó de nuevo. Daba impresión de miseria y Joan recordó la opulencia de las ciudades italianas a pesar de las guerras que las azotaban.

Los porteadores se dirigieron, pasando frente a la iglesia de San Sebastián y la Lonja, a la plaza de les Falsies. Allí la horca aún daba la bienvenida en forma de advertencia siniestra a los marinos, y Joan consideró de buen augurio que no hubiese ningún cadáver colgando de ella. La primera imagen que guardaba de la ciudad al entrar en ella de niño era el cuerpo de un ajusticiado que se balanceaba en aquel patíbulo mientras unos cuervos lo picoteaban.

Cumplidos los trámites de la aduana del General, que fueron fáciles, ya que solo transportaba su equipaje, les pidió a los mozos que continuaran hasta la calle Tallers, donde vivía su hermano, siguiendo el mismo trayecto que recorrió a su llegada de niño a Barcelona. Estaba impaciente por ver a Gabriel y sentía un cosquilleo anticipado en el estómago, pero quería recordar.

Los porteadores tomaron la calle de Cambis Vells y Joan se detuvo en las bancas de los cambistas que se alineaban frente a las casas. Después de negociar con un par de ellos, cambió sus florines y ducados italianos por moneda barcelonesa; libras, dineros de vellón y sueldos. Continuaron hacia Santa María del Mar, donde los mozos se santiguaron frente a la iglesia de su patrona para seguir después por la calle Argentería. Allí, los orfebres y plateros mostraban sus trabajos en mesas adornadas con coloridos toldos. A las conversaciones de los transeúntes se unía el suave repicar de las herramientas en el metal de los artesanos, que, cuando no proclamaban el mérito de una joya o regateaban con un cliente, trabajaban en la pieza que tenían entre manos.

Se adentró en la calle siguiendo a los porteadores y sus ojos fueron hacia aquella banca situada frente a una casa que le era muy familiar; observó al hombre que trabajaba en una bandeja de plata y a la mujer que bruñía una copa del mismo metal. Esperaba ver en sus facciones las de los Roig, y que de pronto saliera de la casa una hermosa niña de ojos verdes y cabello azabache. Allí fue donde, recién llegado a Barcelona, vio por primera vez a su amada. Aún recordaba su gracia, su sonrisa, los hoyuelos que se le formaban en las mejillas, y una dulce nostalgia le invadió. Sin embargo, aquellos no eran los Roig, ni Anna apareció en forma de niña. Al despertar de su ensoñación, Joan vio que los mozos habían desaparecido entre la multitud. La mujer le sonreía.

—¿Necesita algo?

—No, gracias —repuso devolviéndole la sonrisa. Y al alejarse murmuró sin que la platera le oyese—: Lo que necesito se encuentra muy lejos. En Nápoles.

Apretó el paso y alcanzó a los porteadores frente a la cárcel, cuando entraban en la ciudad vieja cruzando las murallas por el arco que separaba la plaza del Blat de la calle Especiers. El colorido, el bullicio de aquella vía, más concurrida que cualquier otra, y la agradable mezcla de olores de las especias le recibieron como la primera vez. Husmeaba insaciable, degustaba los aromas del aire, contemplando los tenderetes con tarros, cestas y cajones repletos de hierbas, granos y polvos de distintos colores. Entre las mesas de especias vio una con libros, plumas y material de escritura, y supuso, por las cartas recibidas de Bartomeu, que se trataba de la del hijo de sus antiguos patronos, Joan Ramón Corró. Solo pudo echarle una ojeada y continuó su camino diciéndose que tan pronto como tuviera ocasión saludaría al librero.

Hacia el final de la calle, a la izquierda, Joan contempló, triste, unas ruinas. En aquel edificio había estado la librería de los Corró, donde él empezó a trabajar de mozo, y en la que, cuando iba a ser nombrado maestro, la Inquisición truncó su destino y el de sus amos, asaltándola para después quemarlos a ellos en la hoguera. La puerta estaba aún tapiada y los pisos superiores se habían hundido. Recordó el luminoso scriptorium en la segunda planta, donde Abdalá le había enseñado no solo a escribir, sino también idiomas y sobre la vida. No podía detenerse ni tampoco quería; era muy penoso. La calle terminaba en la plaza de Sant Jaume; los mozos torcieron a la derecha para tomar la calle del Bisbe, pero antes Joan observó una librería nueva que se encontraba en la esquina con la calle Paradís. Antonello le había hablado de ella y Joan tuvo que reprimir su curiosidad para seguir a los porteadores, que de nuevo se perdían entre la gente.

Joan vio casas nuevas en lugares donde recordaba solares abandonados y pensó que la ciudad había prosperado desde que él la abandonó. También había más tiendas, puestos en las calles y actividad. Siguieron por la alargada plaza de Santa Anna y al final de esta, antes de llegar al Portal de l'Àngel, que se abría al noroeste de la ciudad, torcieron a la izquierda en la calle Santa Anna. Joan se detuvo un momento frente a un portón abierto en la línea de casas que bordeaban la calle. Era la entrada del convento de Santa Anna, y recordó el aspecto siniestro que les ofreció a él y a su hermano cuando veinte años antes tuvieron que cruzarla hacia un destino que los atemorizaba. Tuvo que apresurarse para alcanzar a los porteadores y lo hizo a la altura de la casa de Bartomeu, situada poco antes de que la calle terminara en las Ramblas. La casa tenía un aspecto próspero y se dijo que sería a su amigo a quien visitase primero. Cruzaron unas Ramblas bulliciosas llenas de viandantes con carros y caballerías y un rebaño de cabras que entraba en la ciudad, camino del mercado de la Bocharia, por la Porta de Sant Sever.

Barcelona había progresado durante aquellos años, aunque distaba mucho de Roma o Nápoles, y Joan pensó que su librería, cuando pudiera abrirla, jamás alcanzaría el brillo de la de Roma, ni siquiera el de la de Antonello, en Nápoles. Sacudió la cabeza para disipar aquellos pensamientos.

—Será la mejor de la ciudad —afirmó para darse ánimos.

Los mozos enfilaron la calle Tallers, que, acorde a su nombre, acogía distintos talleres donde se trabajaba el metal y en los que el golpeteo de los martillos producía una estrepitosa sinfonía. Al ver la entrada de la fundición de Eloi sintió un nudo de emoción en las tripas. Expectante, se presentó a un aprendiz al que no conocía, pero no pudo esperar a que este avisara al amo y entró al taller. Al abandonar Barcelona, él trabajaba como maestro en aquel lugar, era miembro del gremio de los cañoneros y pertenecía a la cofradía de los Elois, que bajo la advocación de san Eloy acogía a la mayoría de los gremios metalúrgicos. Encontró a varios operarios que, protegidos con su mandil de cuero duro, pulían un cañón de bronce, y al saludarlos uno de ellos pronunció su nombre.

Joan se quedó mirando unos instantes a aquel hombretón algo más alto que él. Trataba de descubrir en sus facciones adultas rasgos que le recordaran a aquel niño al que estuvo tan unido. Al fin se dijo que el metalúrgico que le había reconocido de inmediato era, efectivamente, su hermano Gabriel. A su abundante pelo oscuro se unía ahora una barba ensortijada y en ella destacaba la sonrisa divertida de siempre, que mostraba sus dientes blancos. Sin pronunciar palabra, emocionados, se acercaron con pasos indecisos, como para terminar de cerciorarse, y se fundieron en un sentido abrazo.

—Cuánto tiempo, hermano —le dijo Gabriel sin dejar de abrazarle—. Ya era hora de que regresaras a casa.

El acalorado cuerpo de Gabriel olía a sudor y polvo de metal, y abrazado a él Joan sintió que las lágrimas acudían a sus ojos y que, ciertamente, retornaba al hogar.

—¡Juntos de nuevo! —exclamó separándose un poco para cogerle la cara con las manos y besarle en la mejilla como cuando eran niños, solo que ahora topaba con la barba.

No podían dejar de mirarse, aún incrédulos después de tantos años; se separaban y al momento volvían a abrazarse, sonreían felices y, como para asegurarse de que aquello era real, se palmeaban cariñosamente la espalda y la nuca.

Por encima del hombro de su hermano, Joan fue reconociendo a sus antiguos colegas, que esperaban sonrientes para abrazarle. Al poco apareció también el viejo Eloi, el maestro cañonero, patriarca de la familia cuya hija, Águeda, era la esposa de Gabriel. Después de los abrazos y bienvenidas, el anciano le dijo delante de todo el mundo:

—Eres familia por varios motivos. Aún perteneces al gremio, eres el hermano de Gabriel y no he olvidado que gracias a ti pudimos salvar a mi hijo y a los demás cuando aquella gran campana se soltó, atrapándolos. Tendrás habitación y comida en mi casa, que es la de tu hermano, todo el tiempo que lo desees.

—Gracias, Eloi —repuso Joan conmovido.

Terminados los saludos a los viejos conocidos, Gabriel, sonriente y emocionado, le abrazó de nuevo.

—¡Cuánto me alegro! —dijo.

—¡Y yo también! —afirmó Joan con un nudo en la garganta, y al soltarle le palpó los brazos—. ¡Menudo hombretón estás hecho!

—Eso es lo que lleva trabajar el metal —repuso su hermano—. Ven, que tienes que conocer a mi familia.

Gabriel y su esposa le presentaron a sus cuatro sobrinos, dos varones y dos niñas de ocho a tres años, y después cenaron juntos.

A pesar de mantener durante los años de Italia una correspondencia regular, tenían mucho de que hablar. A Gabriel le encantaba oír lo feliz que era su madre en su nueva vida y le llenaba de placer que su hermana María hubiera rehecho la suya junto a un buen hombre. Ardía en deseos de abrazarlas a ellas, a sus sobrinos y a su cuñado. Se quedaron charlando y tomando vino al calor del hogar después de que todos se acostaran, y hablaron de Italia y también de Barcelona.

—Ese malnacido de Felip Girgós continúa destrozando familias —le dijo Gabriel en un momento de la conversación—. Se ha convertido en la mano derecha de los inquisidores. Es despiadado y la gente le teme. —Su voz mostraba preocupación—. Deberás cuidarte de él. Te odiaba.

—Ha pasado mucho tiempo. —Joan hizo un gesto que le quitaba importancia al asunto—. Se habrá olvidado de mí. En su oficio ya tienen muchas víctimas sobre las que descargar su maldad.

Aquella noche, en la intimidad de su habitación, Joan escribió en su libro: «Quizá Gabriel esté en lo cierto y haya regresado, al fin, a casa». Sin embargo, el recuerdo de Felip, su poderoso enemigo, le llenaba de inquietud.