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Joan llegó a Nápoles a mediados de noviembre y se dirigió al hogar de los padres de Anna, los Roig. Muy cerca de allí estaba la casa alquilada que habitaban su madre, su hermana y sus sobrinos. Nápoles poseía la alegría y el colorido que Joan recordaba, la gente llenaba las calles, compraba y vendía, reía y lloraba, nacía y moría en apariencia indiferente a la guerra y a la gran batalla que, por la posesión del reino, se preparaba en el norte.

—¡Por fin! —exclamó Anna al verle, y sus ojos se humedecieron de alegría.

Después vinieron los abrazos, los besos y las exclamaciones de júbilo. Joan era consciente de que portaba una mala noticia: la marcha de Pedro al frente de batalla.

—No pude disuadirlo, María —se excusó con su hermana—. Hay cosas que, aunque parezcan absurdas, los seres humanos nos vemos obligados a hacer. Esas son las decisiones que nos hacen libres y esclavos a la vez.

María dejó escapar un sollozo.

—Le enviamos para que te sacara del peligro y ahora es él quien quizá no vuelva. —Le miraba acusadora—. ¿Por qué no se lo impediste?

—Lo siento, no supe convencerle —se disculpó Joan sintiéndose culpable—. Quizá porque, por desgracia, le comprendo. No te preocupes, volverá sano y salvo. Sabe cuidar de sí mismo.

Ramón y Tomás crecían saludables y fuertes y Caterina tenía ya cuatro meses. Joan la veía cada vez más graciosa y parecida a Anna. Joan y Anna buscaron intimidad en la casa de los Roig para disfrutar de su amor. Encima de la mesilla de noche se encontraba el mismo libro que siempre descansaba en la del dormitorio en Roma. El que años antes Joan había confeccionado y escrito para Anna: El libro del amor.

—Lamento que sufrierais por mí —le dijo él abrazado a ella en el lecho—. Pero debía luchar por lo que entre ambos construimos y cumplir con mis amigos según mi conciencia.

—Demasiado hicisteis. ¿Os sentís bien ahora? ¿Os podéis mirar al espejo?

—Sí.

—Pues yo creo que, al perder Roma y la librería, habéis ganado. Sois un terco, aunque quizá os ame tanto por defectos como ese. Estoy orgullosa de vos.

Joan estrechó un poco más su abrazo para gozar del calor de ella y cerró los ojos.

Al día siguiente acudió a saludar a su amigo Antonello. Este se mostró tan efusivo como siempre y de inmediato propuso organizar para aquel domingo una celebración con los miembros de ambas familias. El rollizo librero y su esposa conservaban su aspecto orondo y feliz, eran unos extraordinarios huéspedes y, después de una excelente comida acompañada de buen vino, le dijo a Joan:

—Este jueves tendremos a Innico d'Avalos en Nápoles. Imagino que querrás verle.

Joan aceptó, aunque sus sentimientos hacia el gobernador de Ischia eran contrapuestos. Sabía que tenía mucho que agradecerle, pero sus advertencias con respecto al abandono de su librería, a pesar de resultar acertadas, le habían incomodado. Quizá por su tono perentorio; le parecieron órdenes. Sin embargo, apreciaba su relación con el marqués y sentía un enorme respeto por sus conocimientos.

Cuando se lo dijo a Anna, esta se mostró, por el contrario, ilusionada con la idea de encontrarse con el viejo gobernador, y Joan tuvo la impresión de que ella sabía algo que él ignoraba. Al preguntarle, su esposa repuso con una sonrisa feliz:

—Él y su hermana son las personas adecuadas para ayudarnos a decidir nuestro futuro.

—¿Habéis hablado con el marqués mientras yo estaba en Roma?

—Con él no, pero con su hermana Constanza sí. —Ella continuaba sonriente.

—Nuestro futuro lo debemos decidir nosotros —dijo él con contundencia.

—No nos vendrá mal algo de ayuda.

—Hace ocho años erais un muchacho lleno de ilusiones que compartía nuestro pensamiento en cuanto a libertad y libros —dijo Innico d'Avalos—. Tuvisteis mi aval y préstamo para abrir vuestra librería en Roma y lo prestado lo devolvisteis con creces. Y no hablo solo del dinero, sino de la satisfacción de ver cómo la libertad, a través de la lectura, llegaba a Roma e incluso a Florencia. Quiero felicitaros a vos y a vuestra esposa por vuestro trabajo.

—Os lo agradecemos, marqués —repuso Joan—. Nos hemos sentido muy honrados con vuestro apoyo.

—Es el mismo que les damos a los artistas que se refugian de la guerra en Ischia —contestó Constanza d'Avalos sonriente.

El marqués había aparecido con su hermana, una mujer de unos cuarenta años que cubría su oscuro cabello con una toca. Compartía con Innico una mirada penetrante de ojos castaños y una sonrisa fácil. Cenaban junto con Anna, Antonello y la esposa de este en casa de los libreros napolitanos.

—¿Habéis decidido qué hacer a partir de ahora? —preguntó Innico.

—Acabo de llegar de Roma, marqués —contestó Joan—. Esperaba tomar un tiempo de descanso y hablarlo con mi esposa.

Joan pudo ver cómo Constanza y Anna intercambiaban una mirada de complicidad.

—Os sugiero Barcelona. Sería muy importante que continuarais allí la brillante labor realizada en Roma.

—España no es la Roma que nosotros conocimos.

—Nápoles será español y los reinos de los Reyes Católicos se convertirán en un gran imperio que comprenderá territorios más allá del Atlántico —continuó el marqués del Vasto—. Sin embargo, la Inquisición y su intolerancia, la falta de libertad del individuo empañan su brillo.

Joan sintió un escalofrío de temor al oír la palabra Inquisición, lanzó una mirada a Anna y ella afirmó con la cabeza, sonriente. No dijo nada y escuchó en silencio.

—Con la muerte de los Corró en la hoguera se perdió la única librería libre que conocíamos en España y, aunque allí sigue vuestro amigo Bartomeu, este solo desea mantener su actividad como tratante de libros, sin tienda ni imprenta. En realidad se dedica a su rentable negocio de paños y se ocupa poco del de los libros, que conserva solo por el cariño que siente hacia ellos.

—Aún tiene con él a Abdalá, mi viejo maestro, que le ayuda.

—Sí. Dijisteis bien: viejo —repuso el marqués—. El musulmán tiene ya mucha edad, y vos lo conocéis bien; no es un comerciante. Y aun si quisiera serlo, su condición de esclavo le impediría tener una librería.

—Y ¿qué ocurre con Joan Ramón Corró, el hijo de mis antiguos amos? Me consta que él sí es un librero activo que tiene como clientes nada menos que al Consejo de Ciento de la ciudad y al Consulado del Mar, dos de las instituciones más importantes de Barcelona.

—Como os podéis imaginar, el joven Corró, después de ver morir a sus padres en la hoguera y pasar un año en la cárcel de la Inquisición, no tiene deseo alguno de tratar con libros prohibidos —intervino Antonello con una sonrisa. Joan pensó que el asunto no tenía ninguna gracia—. Es de familia conversa y con sus antecedentes está bajo continua observación.

—También Anna tiene antepasados conversos y por nada del mundo quiero exponerla a la Inquisición.

—Hay muchos conversos en España a los que la Inquisición no molesta —intervino Anna.

—Pero los vigila —dijo Joan observándola preocupado.

Su esposa parecía decidida a regresar a España y él recordaba aquella horrible pesadilla en la que ambos eran condenados a la hoguera. Cuando la sufría se consolaba pensando que estaba en Roma, lejos de la Inquisición, que se trataba de un sueño sin sentido. Pero ahora de pronto se hacía posible. Sentía que el temor le atenazaba.

—No me importa que me vigilen —repuso ella—. Cumplo mis deberes religiosos como cualquier buen católico.

—Sin embargo, vuestros padres huyeron de Barcelona por alguna razón —insistió él—. No lo hicieron por gusto.

—De aquello hace ya mucho tiempo —intervino Innico—. Entonces, el Santo Oficio imponía su ley de forma virulenta para demostrar su poder a la ciudad. Ahora se ha relajado, y además hemos comprobado que los padres de Anna jamás fueron ni encausados ni requeridos por la Inquisición. Como bien sabéis, esta juzga y condena a los huidos en ausencia. Nada de esto ocurrió en el caso de la familia Roig.

—Además, tú eres un cristiano viejo y puedes demostrarlo sin lugar a dudas —le recordó Antonello—. Y me consta que los frailes de Santa Anna salieron en tu defensa cuando te interrogó la Inquisición. No creo que corráis peligro.

A Joan le traía sin cuidado lo que dijeran Innico y Antonello; lo que en realidad le importaba era lo que pensase su esposa, y a ella se dirigió sin responderles:

—No creáis, Anna, que Barcelona va a ser como Roma. Allí hicimos lo que quisimos. No solo copiábamos libros prohibidos, sino que imprimíamos sin preocuparnos de la censura previa. Estábamos protegidos. Sabíamos que nuestros amigos en el Vaticano nos perdonarían. De hecho, jamás nos molestaron. Si en España nos descubren con libros prohibidos, lo pasaremos muy mal, por muy cristiano viejo que yo sea.

—Olvidáis que también sufrimos, Joan —contestó Anna, que no deseaba entrar en detalles delante de los napolitanos—. No todo fue un camino de rosas.

—No hace falta que toméis grandes riesgos en Barcelona, Joan —dijo Innico—. Solo mantened viva la llama de la libertad de lectura y reclutad a otros para nuestra causa, como hicisteis con Giorgio en Florencia y con Paolo en Roma. Copiar libros a mano es relativamente seguro y no tenéis por qué imprimir libros prohibidos si os veis en peligro. También podéis trabajar en lecturas que sin estar expresamente prohibidas expandan el conocimiento, la comprensión y la tolerancia.

—Bien sabemos cuánto amáis la libertad —intervino Constanza d'Avalos—. Y os animamos a que continuéis ayudando a que la lectura y el conocimiento hagan a más hombres y mujeres libres.

Joan observó a uno y a otro sin responder y después detuvo su mirada en Anna. Sin duda, ella y Constanza habían hablado antes y estaban de acuerdo. Anna extendió su mano para tomar la de su esposo y exclamó:

—¡Si supierais lo ilusionadas que están vuestra madre y vuestra hermana con la idea de volver a España!

—¿Saben ellas algo que yo no sepa?

—Nada, no saben nada. —Anna sonreía dulce y tranquila y su mano desprendía un calor agradable—. Aunque juntas hemos barajado todo tipo de posibilidades desde que salimos de Roma. Les encantaría volver a Barcelona y que la familia Serra se juntara de nuevo.

Joan resopló; a él también le haría feliz reunirse con su hermano Gabriel y reencontrarse con Bartomeu, Abdalá y el resto de los amigos a los que hacía casi diez años no veía. Pero pensaba que no debía dejar que las emociones mandasen cuando se trataba de calibrar riesgos. Y él no quería arriesgar a su familia.

—Me siento orgullosa de lo que hicimos en Roma —murmuró Anna—. Y en España hay una necesidad mucho mayor.

—¡En España queman a la gente en hogueras!

—Aunque menos, aquí también, y nunca sentimos temor.

—Pero no es lo mismo… —dijo él, casi hablando para sí mismo.

Ambos quedaron mirándose en silencio y Joan comprendió que ya nada tenían que ver en aquello Innico, Constanza y Antonello, era entre él y su esposa. La conocía; si él era testarudo, ella lo era más. Soltó una tosecilla nerviosa y se dirigió a los napolitanos.

—Gracias, damas y caballeros —dijo solemne, tratando de recuperar el control de la situación—. Mi esposa y yo terminaremos de tratar el asunto en privado y os comunicaremos nuestra decisión.

—Gracias a ambos por considerarlo —repuso, cortés, el gobernador de Ischia moviendo ligeramente la cabeza hacia delante como en una pequeña reverencia, primero hacia Anna y después hacia Joan—. Haríais un gran servicio a la libertad.

«Barcelona, reto y amenaza —escribió Joan aquella noche—. Me tienta y me preocupa.»

Al levantar la vista de su libro vio que Anna, amamantando a Caterina, le miraba con sus bellos ojos verdes. Le sonrió con ternura y él se dijo que la amaba tanto como el primer día que supo que la amaba, y suspiró al comprender que deseaba complacerla incluso en aquello. Hizo un esfuerzo por controlar sus sentimientos, pero no pudo. «¿Qué hubiera hecho mi padre?», anotó. Cerró los ojos y su interior se iluminó con el cielo y el mar brillantes y azules de su aldea veinte años antes. Y vio y escuchó a Ramón en sus últimos momentos.