El día 31 de octubre de 1503 por la mañana, los treinta y ocho cardenales entraron en el cónclave en el Vaticano y salieron al día siguiente a medianoche después de entregar el documento con su decisión. Della Rovere había sido elegido papa con treinta y siete de los votos, y tomó el nombre de Julio II.
Joan salió de la librería con Pedro al oír el repique de campanas y supo de la noticia camino del Vaticano. Della Rovere era papa; se cumplía el primer pronóstico de Niccolò, y se dijo, con tristeza, que seguramente también se haría realidad el resto.
—Pedro, ya he visto y oído demasiado, es el momento de irnos.
—Hace tiempo que lo es —contestó su cuñado sonriendo.
Cuando regresó a la que había sido su casa, vio que el rótulo de «Librería» había sido sustituido por «Librería italiana». Joan se quedó un tiempo contemplándolo a la vez que se sentía más extranjero que nunca en Roma. Cuando entró, Paolo y los empleados le saludaron amables, aunque sintió que lo hacían de forma distinta; incluso los pocos clientes que había en la zona de ventas eran desconocidos para él. Aquella ya no era su casa, sobraba; él ya no pertenecía a aquel lugar. Subió a las que habían sido las habitaciones de su familia y el sentimiento de extrañeza se hizo más intenso. Contemplaba las paredes, los muebles, el suelo, y todo aquello le parecía vacío, ajeno, lejano a los recuerdos de felicidad que atesoraba junto a Anna y los suyos.
Revisó los bultos que las criadas le habían ayudado a preparar con ropa y distintos objetos que se llevaría a Nápoles, y al entrar a su habitación vio sujeta en el muro de al lado de la puerta la azcona, la lanza corta de su padre, que su hermano le había enviado desde Barcelona cuando recuperó la libertad después de servir en la galera. Como primogénito de la familia, le correspondía tenerla a él. Con ella en las manos murió Ramón defendiendo a los suyos y su libertad. Y era el símbolo de la promesa que él le había hecho en su agonía. La de ser un hombre libre.
Libertad, qué extraña palabra. En aquel momento dudaba incluso de su significado real. Cuando le hizo la promesa a su padre sabía muy bien de qué se trataba: rescatar a su familia de la esclavitud y no tener un señor que le sujetara con cadenas. Poder ir de un lado a otro, decidir sobre qué hacer en la vida. Aquello era ser libre. Sin embargo, libertad era un término cambiante que parecía escurrirse entre las manos como un puñado de arena fina. Durante un tiempo, mantener la librería representó para él ser libre, y después había tenido que renunciar a ella para serlo. El significado de libertad iba mucho más allá de lo físico. En realidad era un sentimiento, una percepción vaga y mudable.
Se sentó por última vez en la mesa de su habitación, frente a su libro, y escribió: «Trato de hacerlo lo mejor que puedo, padre». Levantó la pluma del papel, su mirada se perdió en la calle que veía desde la ventana de su alcoba y suspiró antes de seguir escribiendo: «Adiós, mi librería. Adiós, Roma». Después anotó en el encabezamiento de la siguiente página: «Nápoles».
Al día siguiente, cuando hubieron cargado el carro con sus pertenencias y libros para Antonello, Joan y Pedro se despidieron de aprendices, oficiales y maestros, deseándoles suerte y felicidad. Después, Joan lanzó una mirada melancólica a aquel lugar donde había sido tan feliz y, embargado por la emoción, abrazó a Paolo diciéndole:
—Sé que dejo mi librería en buenas manos.
Se unieron a una caravana organizada por el embajador español que se dirigía a Nápoles. Viajaban con otros soldados que De Rojas había reclutado para reforzar el ejército del Gran Capitán.
—Yo no voy a Nápoles —le dijo Pedro en el segundo día de viaje en un momento en que el camino les permitía cabalgar juntos.
Joan miró a su cuñado con extrañeza. Este le devolvió la mirada de forma tranquila, había determinación en sus ojos.
—En Nápoles os espera vuestra familia. ¿Es que no queréis verlos?
—Sí, claro que quiero. Pero ¿veis a esos muchachos que van a unirse al ejército español?
—Sí.
—Debo ir con ellos siguiendo la orden del rey.
—Esa orden era solo para los españoles en activo en el ejército vaticano. Vos lo dejasteis hace tiempo. Ved que a mí no me incumbe.
—No os incumbe porque no queréis que os incumba y porque guardáis en vuestro bolsillo documentos que acreditan que habéis servido al rey de España con esfuerzo y honor. Tenéis vuestra conciencia tranquila. Yo no tengo nada de eso, solo he servido en el ejército vaticano y ahora debo cumplir con mi monarca.
—Esa obligación os la imponéis vos mismo. Venid conmigo a Nápoles, nadie os llamará la atención.
Pedro Juglar rio.
—Eso es lo que os decía Anna y el resto de la familia cuando os jugabais la vida en la librería.
—Y ¿vuestra herida?
—Está curando muy rápido. Ya no duele.
Joan quedó un tiempo pensativo. Y comprendió que Pedro no era libre de regresar a Nápoles tal como él tampoco lo era unos días antes. ¿Qué hacía que un hombre sacrificara su libertad imponiéndose obligaciones? Se le podía poner muchos nombres: honor, dignidad, miedo, amor, codicia…
—Os deseo mucha suerte, Pedro —le dijo al rato—. Yo cuidaré de la familia. —Y con esa frase supo que sus obligaciones aumentaban y su libertad disminuía.
Sin embargo, miró el camino que en aquella soleada tarde de noviembre le llevaba a Nápoles, contempló los campos, los olivos, las amarillas hojas de las vides y un cielo azul salpicado de nubes blancas. Respiró hondo y se sintió libre.
«Quizá la libertad no sea más que un sentimiento», escribió en su libro cuando la caravana se detuvo para hacer noche.