Nápoles regalaba en aquel mes de octubre días claros y apacibles en los que su bahía lucía en todo su esplendor. A Anna le gustaba acudir al muelle a los pies del Castel Nuovo, del que las tropas del Gran Capitán habían desalojado ya a los franceses meses antes, y andar hasta su extremo para contemplar aquel mar tan azul y los contornos de los montes, sobre los que destacaba el Vesubio al este y los de la isla de Capri al sur. A veces paseaba con la familia y otras, con su amiga Sancha de Aragón, que había ido a buscarla tan pronto como llegó a Nápoles. Las dos mujeres se abrazaron, gozosas, como si fuesen hermanas separadas largo tiempo. La princesa mantenía sus posesiones en Esquilache y disfrutaba de su vida, lejos de los Borgia, con la misma libertad de siempre.
A Anna le gustaba perder su mirada en el horizonte y sumirse en sus pensamientos. Y Joan se encontraba en la mayoría de estos. Amaba a aquel hombre testarudo que se aferraba a su sueño de la librería en Roma. Era feliz a su lado a pesar de las continuas ausencias a las que le obligaban aquellos compromisos absurdos. ¡Había temido tanto por su vida! Y de nuevo sentía el temor de no volver a verle nunca más. Sabía que la presencia de su marido en Roma no se debía solo a la librería, sino también a una incomprensible fidelidad a Miquel Corella y a César Borgia. Opinaba que cualquier deuda que hubiera tenido con ellos estaba más que saldada con los servicios que les había prestado y deseaba que el poder de los catalani se extinguiera de una vez por todas. Quería a Joan a su lado, junto a sus hijos; la librería en Roma ya no importaba, era una página del pasado y ella quería mirar al futuro. Un futuro con Joan.
Aguardaba las cartas de su esposo con inquietud mientras se preguntaba qué más podía decirle o hacer para que por fin acudiese junto a ella.
Dejad la librería, Joan —le escribía—. Reuniros con nosotros en Nápoles, os necesitamos. Vuestra vida peligra en Roma. Innico d'Avalos y Antonello insisten en que os convenza y mi corazón me dice que es lo mejor para vos y para nuestra familia. Siempre compartimos, vos y yo, nuestros sueños, teníamos los mismos anhelos. Y mis ojos se llenan de lágrimas al deciros que ya no es así. Olvidaos de la librería, abriremos una nueva en otro lugar; reuníos con vuestra familia. Ese es mi sueño. Si los franceses vencen al Gran Capitán, marcharán sobre la ciudad de Nápoles. Estaremos en peligro, os necesitaremos más que nunca. ¿Nos abandonaréis por esa librería?
Después de leer aquella carta, Joan apoyó los codos sobre la mesa y se puso las palmas de las manos en el rostro. Deseaba de todo corazón acudir junto a Anna, pero aún se sentía obligado con Miquel y mantenía una tenue esperanza de recuperar el pasado.
Escribió en su libro: «¿Puede un hombre, por mucho que se esfuerce, escapar a su destino?».
Joan decidió hablar con su empleado y amigo Paolo Ercole. El romano le había sido fiel en todas las vicisitudes y confiaba en su buen criterio. Cuando Joan le pidió su opinión, aquel le preguntó mirándole a los ojos:
—¿Seguro que la queréis conocer? ¿Os respondo con toda sinceridad?
—Naturalmente. —Joan supo de inmediato que lo que iba a oír no le gustaría.
—La librería podría salvarse; sin embargo, vuestra presencia en ella la pone en serio peligro —le dijo tajante—. Vos sois, junto con Pedro, el único catalano que queda en este establecimiento, y además sois el dueño. Esta librería fue el lugar de reunión de los adictos a Alejandro VI y esa imagen no desaparecerá hasta que os vayáis de Roma.
—Pero vos también luchasteis junto a César Borgia y sois uno de los nuestros; os conocí gracias a don Michelotto.
—Yo soy romano y a mí me lo perdonarán. Hay muchos que lucharon junto a César Borgia y cambiaron de bando —repuso firme—. Pero vos siempre seréis aquí un extranjero y un catalano.
Las intrigas para la elección del nuevo pontífice volvieron a ponerse en marcha, aunque en esta ocasión, el ejército de César, que ya estaba casi recuperado, mantenía un orden aceptable en Roma gracias a la influencia francesa. La presión militar sobre el Vaticano había cambiado de signo. Pocos días después de la elección del papa recién fallecido, las tropas españolas acantonadas a las afueras de Roma se apresuraron a retirarse ante la presencia del gran ejército francés, que iba de camino a Nápoles para reconquistar el reino.
Así las cosas, Joan recibió la visita de Niccolò, que regresaba como embajador de Florencia. Unas semanas antes había recibido una carta del florentino anunciándole su llegada y encargándole los libros de las Vidas paralelas de Plutarco para que se los hiciera llegar a César, con el que mantenía amistad, como regalo. Al verle, Joan, que a pesar de la presencia de Pedro se encontraba cada vez más solo y aislado, sintió el placer de reencontrarse con un viejo amigo. Le invitó a comer y charlaron durante horas sobre sus aventuras pasadas y los tiempos presentes.
—Mi república quiere, como todo el mundo, influir en la elección de un papa que nos sea favorable —comentó Niccolò con aquella sonrisa irónica que Joan no había olvidado—. César Borgia controla aún el voto de once cardenales y su postura es clave para la elección.
—Espero que el nuevo papa le confirme como portaestandarte y que nuestra vida vuelva a ser como antes.
—También podría ocurrir que el acuerdo no fuera ese y que César se refugiara en su ducado de la Romaña, olvidándose de Roma —repuso el florentino—. Si eso ocurre, vos y vuestra librería no saldríais bien parados. Estos días hablaré con mucha gente. Y mi primera charla será con César Borgia, con el que tengo una cita en el castillo de Sant'Angelo.
—Os ruego, amigo, que me mantengáis informado.
—El cardenal Della Rovere será elegido papa —le dijo Niccolò a Joan cuando unos días después regresó a la librería.
—¿Della Rovere? —repuso Joan asombrado—. ¡Esa es una mala noticia!
—Della Rovere goza del favor de Francia y ha llegado a un acuerdo con César, al que llama queridísimo hijo. Los cardenales españoles le apoyarán y él renovará a César en el puesto de portaestandarte y general del ejército vaticano.
—Bien, cuánto me alegro —dijo Joan aliviado—. Espero que regresen los buenos tiempos y que mi familia pueda disfrutar de nuevo de Roma y de la librería.
Niccolò le miró esbozando una sonrisa triste.
—No creo que eso ocurra jamás, amigo Joan.
—¿Por qué?
—Porque el cardenal Della Rovere engaña a César, y cuando sea papa le traicionará.
—¿Cómo lo sabéis?
—Della Rovere fue uno de los peores enemigos de César y de su padre. Estos le vencieron y humillaron varias veces.
—Sin embargo, le perdonaron. Escapó sin sufrir represalias.
—Precisamente —repuso Niccolò con aquella sonrisa tan característica suya—. Quien crea que para los grandes personajes los beneficios recientes hacen olvidar viejas ofensas se equivoca. Ese perdón le será fatal a César.
—Y ¿no se lo habéis dicho? Es vuestro amigo.
El florentino sonrió de nuevo.
—Admiro a César Borgia, es un hombre muy hábil, un gran príncipe, le llevo observando y estudiando durante mucho tiempo. Y este es el primer gran error que le veo cometer. Es mi amigo, aunque, por desgracia, no lo es de mi patria. Amenazó a la república de Florencia, estuvo a punto de invadirla y suerte tuvimos de que el rey francés le detuviese. No puedo ayudarle, lo siento.
—Pienso advertir a Miquel Corella. —Joan fruncía el ceño.
—Hacedlo, aunque de nada servirá. No evitaréis el fin de los catalani. —Y le puso una mano en el hombro—. Yo me quedaré aquí para presenciarlo. Pero a vos no os conviene estar en Roma cuando eso ocurra. Reuníos en Nápoles con vuestra bella esposa cuanto antes.
Niccolò le ocultaba a Joan que había negociado con el futuro papa beneficios para Florencia a cambio de participar en la trampa en la que él mismo haría caer a César.
Cada vez más convencido, Joan anotó en su libro: «Mi gran obra no es la librería, sino mi familia. Innico, Antonello, Pedro, mi esposa, el propio Paolo e incluso Niccolò insisten en ello. Mi terquedad, mi tozudez no hará cambiar los hechos, y mi incapacidad para aceptarlos puede causar una tragedia. Anna y los míos no pueden regresar a Roma, me necesitan en Nápoles. Este es el fin del sueño».