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Las sangrías practicadas a Alejandro VI, que al principio parecían recuperarle, dejaron de tener efectos beneficiosos y la fiebre subió de forma alarmante para después descender de nuevo. Mientras, los augurios y rumores recorrían Roma con una intensidad aún mayor. El perro negro continuaba rondando al papa y una anciana que desde el inicio de la enfermedad no se había apartado de los muros del Vaticano orando por el pontífice dejó de hacerlo y se fue a su casa. Cuando le preguntaron el porqué de su abandono repuso que ya no había esperanza para Alejandro VI.

Durante la noche del día 17 el papa ni siquiera podía hablar, y por la mañana del 18 un obispo, en presencia de cinco cardenales, celebró misa en la habitación del pontífice y este recibió la comunión. Terminado el oficio, los cardenales corrieron a sus palacios en busca de refugio; temían el contagio y la violencia que pronto se iba a desatar.

—Soldados de la guardia vaticana os requieren en la librería —le avisó Paolo.

Joan levantó la cabeza de la lectura, el único consuelo que le restaba desde la partida de su familia y en el que se refugiaba cuando, como en aquellos momentos, la librería se encontraba desierta de clientes.

—Gracias, Paolo —repuso guardando cuidadosamente el libro en un estante de la salita pequeña, en la que se encontraba.

Dos hombres vestidos de amarillo y rojo, los colores vaticanos, le esperaban a la entrada de la librería. Uno de ellos era Vicent, que le saludó efusivamente.

—Miquel Corella os pide que acudáis a su lado —le informó en valenciano.

Joan vaciló solo un instante.

—Os dejo al mando de la casa, Paolo —le dijo Joan mirándole fijamente a los ojos—. Ya sabéis qué hacer si tratan de asaltarnos. Los dos primeros tiros de advertencia, al aire. Después, disparad a matar.

Paolo afirmó con la cabeza. Su expresión era grave, sin duda aquello le disgustaba, aunque Joan estaba seguro de que defendería la librería con la vida.

Los tres hombres trotaron de camino al Vaticano. Varios muchachos los insultaron y alguno se atrevió incluso a lanzarles piedras, aunque ellos no se detuvieron. Roma esperaba tensa. Encontraron el puente de Sant'Angelo repleto de tropas vaticanas, que de inmediato les franquearon la entrada. Condujeron a Joan hasta las habitaciones pontificias y allí se encontró con Miquel Corella, que le sujetó del brazo para llevarle a un rincón discreto y hablar.

—El papa está agonizando —le dijo—. Cuando muera se desatarán las furias allí afuera. Y César está también al borde de la muerte. Te he llamado por aquello que te dije, pero para hacerlo habrá que esperar a la defunción del pontífice.

—Estoy a vuestra disposición.

—Ven conmigo —continuó el valenciano—. Los médicos están a punto de ensayar un último remedio con César.

Cuando entraron en la habitación del hijo del papa se encontraron con un espectáculo sobrecogedor. César estaba tendido, lívido y desnudo, sobre su cama, y su cuerpo, a pesar de su delgadez, mostraba una potente musculatura. Temblaba de fiebre. En uno de los rincones de la sala había un toro enorme, mayor incluso que los que Joan recordaba haber visto en la plaza; era el símbolo de la dinastía Borgia. Estaba tumbado de lado, tenía los cuernos sujetos a un maderamen que lo mantenía inmovilizado y varios criados le sujetaban las patas y el rabo con cuerdas. En el extremo opuesto de la sala, otros criados vertían en una tina agua y nieve apisonada de la que se guardaba en invierno en las neveras de la montaña para refrescar las bebidas en verano.

A una señal de Gaspar Torrella, el médico jefe de César, los criados tiraron de las patas del bóvido. Un hombre se introdujo entre ellas hasta el vientre del animal y con un afilado cuchillo abrió su panza desde el sexo al esternón. El toro soltó un mugido estremecedor y empezó a cocear arrastrando a los sirvientes, que, de dos en dos, sujetaban cada una de sus patas. Por un instante, el matarife tuvo que detener su trabajo y cuando los de las cuerdas lograron controlar al animal, introdujo sus manos y el cuchillo en el interior del toro, entre chorros de sangre, y empezó a arrancarle las entrañas. La sala se llenó de un desagradable olor a sangre y excrementos, y al alcanzar el hombre el corazón del animal este detuvo su movimiento. Limpiaron el interior del toro con rapidez y Joan respiró hondo cuando al fin sacaron las vísceras fuera de la habitación y el tufo que flotaba en ella se redujo. Entonces cogieron el tembloroso cuerpo de César Borgia y lo embutieron en el interior del cuerpo aún caliente del toro, envolviéndolo con sus carnes, de forma que solo la cabeza del hijo del papa quedara fuera.

—El cuerpo del toro, protector de los Borgia, absorberá los malos humores —dijo el médico solemne.

Allí lo mantuvieron un tiempo considerable y después, a una indicación del médico, lo extrajeron del interior del animal, goteando sangre, para sumergirlo en la tina helada. César lanzó un grito desgarrador, cualquier fuerza que le quedara pareció abandonarle y quedó desmadejado, inerte.

—¡Lo ha matado! —murmuró Joan horrorizado.

—Más le vale que no —masculló don Michelotto.

—La nieve pura de los montes limpiará la mala aria de la tierra baja —proclamó el médico, que, a pesar de no haber oído sus palabras, apartó la mirada, temeroso, cuando esta se cruzó con la de Miquel Corella.

Al rato sacaron el cuerpo del agua, y después de secarlo, lo depositaron sobre la cama cubierto por una sábana. El médico le puso la mano en la frente y proclamó:

—La fiebre remite.

«Y ¿cómo no?», se dijo Joan.

A continuación, Joan acompañó a Miquel Corella a la cámara del papa. Caía la tarde y después de la oración de vísperas, se le dio la extremaunción al moribundo, que luchaba por recobrar el aliento. Joan solo había hablado un par de veces con el papa, pero su personalidad le había cautivado, y verle agonizar le producía una gran tristeza. Se dijo que mayor pena sufriría Miquel Corella viendo cómo aquel hombre al que consideraba su padre se asfixiaba. Miquel observaba al pontífice con las facciones crispadas por el dolor, los ojos húmedos y la mano derecha aferrada a la empuñadura de su espada. Al poco, el papa Alejandro VI expiraba.

Las historias sobre el papa que circulaban en Roma se multiplicarían de forma asombrosa poco después de su muerte. Contarían que de repente se había incorporado del lecho gritando: «Es justo, ¡ya voy, ya voy! Pero aguarda un poco más…». Dirían que le hablaba a Satanás, al que le había vendido su alma para lograr la tiara pontificia, y que este había cobrado su deuda al expirar los once años pactados. También se murmuraría que, en su agonía, siete diablos habían irrumpido en su dormitorio dando saltos y que cuando un cardenal quiso atrapar a uno, con aspecto de mono, el papa se lo impidió gritando: «¡Soltadle! ¡Soltadle!».

Pero Joan lo único que vio y oyó fue a un hombre grueso de labios hinchados soltando su último suspiro. Solo Jofré Borgia, arrodillado al borde de la cama, dejó ir un lamento. Los cardenales se quedaron orando en voz alta mientras contemplaban al muerto y calculaban sus siguientes movimientos. Sin embargo, fue don Michelotto el primero en moverse, sorprendiendo a todos al ordenar a sus tropas el cierre de todas las salidas del Vaticano y la ocupación de escaleras y accesos para evitar cualquier desplazamiento. La orden incluía a los cardenales, que quedaron presos con el cadáver. Miquel salió de la habitación para regresar con Vicent y varios hombres más de su absoluta confianza. Los prelados, que habían iniciado una agitada discusión, callaron al verle entrar, le miraron con temor y retrocedieron unos pasos hasta la pared conforme el valenciano, seguido de Joan y el resto, avanzaba amenazante.

Don Michelotto se dirigió al cardenal Casanova, que, en su puesto de camarlengo, encarnaba el poder de la Iglesia desde la muerte del papa hasta la elección de su sucesor, y tendió la mano hacia él.

—Dadme las llaves.

—¿Qué llaves? —preguntó el hombre sofocado.

—Las del tesoro papal.

—El tesoro no pertenece al pontífice, sino a la Iglesia. —Tragó saliva ante la mirada del valenciano—. Por lo tanto, no os puedo entregar esas llaves; le corresponden al próximo papa.

—Dadme las llaves. —Y don Michelotto desenfundó su daga con parsimonia, recreándose en la expresión aterrorizada del hombre, que sudaba de angustia.

—Yo no puedo…

—Hacedlo. Si no, os haré volar por esa ventana después de rebanaros la garganta.

Tembloroso, el cardenal le dio las llaves. A un gesto de Miquel, Joan y los demás le siguieron a un recinto detrás de la alcoba papal y cargaron con cofres llenos de joyas y monedas de oro por un valor superior a cien mil florines.

—Adecentad a su santidad para los funerales, y ya podéis hacer sonar las campanas —les dijo Miquel a los cardenales después de bajar aquella fortuna a la habitación de César Borgia.

Aquella noche, las mujeres y los niños de la familia Borgia se trasladaron, con el tesoro, a la fortaleza de Sant'Angelo por el pasadizo secreto que la unía con el Vaticano. Allí, Jofré Borgia ordenó sacar los cañones por las troneras del castillo como advertencia a cualquier posible asaltante. Mientras, las iglesias de Roma doblaban sus campanas en toque de difuntos, una tras otra, conforme llegaba la noticia.

Miquel Corella se quedó junto a una guardia fiel al lado de César, en el Vaticano. El hijo del difunto papa continuaba siendo el portaestandarte y aquel era su lugar. Además, aún se encontraba muy débil y, aunque la fiebre remitía, el médico aconsejaba no moverle.

—Si no precisáis más de mis servicios, quisiera regresar a mi librería —le dijo Joan a Miquel—. Temo que sea atacada.

—La misión se ha completado con éxito —repuso el valenciano poniéndole la mano en el hombro—. Debes guardar silencio sobre lo que has visto y hemos hecho.

—Así lo haré.

—Gracias y cuídate. Los próximos días serán turbulentos.

Joan galopó hacia la librería a medianoche a través de una Roma despierta. Mientras, calculaba dónde estaría acampada la caravana en la que viajaba su familia después de dos días de camino. Cuando los alcanzara la noticia estarían cruzando ya la frontera del reino de Nápoles, bajo la protección del ejército español. Respiró tranquilo, nadie los detendría.

En la calle había gentes con antorchas celebrando la noticia mientras otros, temerosos, se encerraban en sus casas. Las campanas entonaban su canto lúgubre interrumpido por estampidos que el librero no supo precisar si eran disparos o solo fuegos de artificio. Al llegar a la librería comprobó, satisfecho, que un par de aprendices montaban guardia en las ventanas, apuntando hacia la calle con sus arcabuces. Paolo se mostró feliz al verle sano y salvo.

—El papa ha muerto —le explicó el romano—. He puesto la librería alerta por si nos atacan.

—Sí, lo sé. Estuve en el Vaticano.

—¿Qué ha ocurrido?

—Si os lo contara, no lo creeríais.