Roma disfrutaba de una primavera esplendorosa cuando Joan llegó a la ciudad, pero no se entretuvo en su contemplación. Buscaba en las palabras y en el aspecto de las gentes indicios del peligro que Innico d'Avalos le había anticipado. El papa gozaba de buena salud y todo parecía en orden. Más tranquilo, observó la librería desde lejos, orgulloso, y se dijo que sin duda era la mejor de Roma. Entró haciéndoles un gesto a Paolo y a Pedro para que no le delataran; había visto a Anna de espaldas atendiendo a una dama y la quería sorprender. Le tapó los ojos con las manos y dijo:
—Adivinad quién ha llegado.
—¡Joan! —gritó ella girándose para abrazarle.
Su abultado vientre los separaba, y Joan se sintió feliz al ver su aspecto saludable. Había llegado a tiempo. Sin embargo, no pudo evitar fijarse en el libro que sostenía la compradora.
Al día siguiente, al bajar a la librería, Joan le preguntó a Anna por aquel libro.
—¡La ciudad de las damas en italiano! —exclamó sorprendido al revisarlo.
—Sí, de Christine de Pisan —repuso su esposa ufana—. Una dama que al quedarse viuda y arruinada fue capaz de vivir y criar a sus hijos gracias a su pluma. Defiende a las mujeres de los prejuicios masculinos.
—Conozco a Christine de Pisan; escribía en francés, pero no sabía que el libro estuviera traducido al italiano.
—Lo hice traducir yo en vuestra ausencia, y mandé imprimir doscientos —le informó sonriente—. Las señoras lo están comprando encantadas y estoy a punto de imprimir dos centenares más.
—¡Ah, bien, muy bien! —balbució Joan.
La decisión sobre los textos que se traducían y las cantidades a imprimir había sido siempre su responsabilidad; sin embargo, parecía que a Anna no le costaba asumirla.
—Espero que no lo consideréis como que interfiero en vuestra libertad. —Ella le observaba con una sonrisa maliciosa. No había olvidado su vieja discusión.
—¡En absoluto! —repuso él—. Al contrario, me siento orgulloso de vos. Estoy seguro de que Christine de Pisan lo hubiera aprobado calurosamente.
Joan invitó a Genís Solsona a su casa y después de un almuerzo con la familia le mostró orgulloso los talleres de encuadernación, de imprenta y la librería.
—Es la obra de mi vida —afirmó dichoso.
Su amigo le miró de una forma extraña y negó con la cabeza.
—No, te equivocas —le dijo Genís reflexivo—. La obra de tu vida no es la librería; es tu familia.
Joan le observó silencioso asimilando aquella afirmación rotunda y tajante. Y el capitán le explicó lo que Joan ya conocía. Su vida embarcado le impedía formar su propia familia. Una historia semejante a la del fallecido oficial de asalto de la Santa Eulalia.
—Te envidio, Joan —concluyó su amigo—. Pero no por tu librería, sino por los tuyos.
Aquella noche, Joan escribió en su libro: «Genís está en lo cierto».
A pesar de los malos augurios de Innico d'Avalos, los meses transcurrieron felizmente hasta que llegó agosto, que se presentó con el acostumbrado calor agobiante. Durante el día era imposible permanecer bajo el sol, y de las aguas estancadas se desprendían miasmas, aquellos efluvios malignos que traían las temidas epidemias. La mala aria, el mal aire que mataba.
Aun con el temor a la enfermedad, la continua molestia de los mosquitos, el sudor y el calor que apenas permitía dormir, Joan era un hombre feliz. En la casa de los Serra sonaba el llanto de Caterina, una preciosa niña que estaba a punto de cumplir su primer mes. Anna, atenta y sonriente, la amamantaba. El librero hubiera deseado otro hijo varón, pero apenas habían transcurrido unos días cuando comprendió que estaba enamorado de la pequeña. No dejaba de repetir que sería tan hermosa como su madre.
El continuo paso de tropas francesas por Roma hacia Nápoles le traía a Joan demasiados recuerdos. No lograba desterrar aún de sus pensamientos el campo sembrado de cadáveres en Ceriñola o el cuerpo empalado del pobre Diego; aquellos horrores le perseguían en forma de pesadillas. Pero eran precisamente aquellos recuerdos los que le hacían gozar de forma más intensa de cada uno de los momentos de paz y felicidad que vivía junto a su esposa y el resto de la familia. Era un hombre afortunado.
—En agosto el calor asusta a muchos de nuestros clientes —comentó Anna—. Aunque este año la librería está funcionando mejor que ningún verano. Y mi tertulia jamás ha gozado de mayor éxito, a pesar de la falta de Lucrecia Borgia y de Sancha de Aragón.
—Es cierto, nuestro negocio es próspero, pero hay algo mucho más importante. No soy capaz de expresar el placer que siento con vuestra compañía, la de nuestros hijos, la del resto de nuestra familia; y también la de esa otra familia que formamos con los empleados de la librería —dijo Joan, y mirando con cariño a su esposa, le tomó la mano. Después, su expresión se tornó grave—. Rezo para que esta paz nos acompañe por muchos años. En unas semanas, el grueso del ejército francés cruzará Roma de camino a Nápoles y el destino del reino se decidirá en matanzas horribles. Por suerte, quienquiera que gane la guerra tendrá que pactar con el papa y aquí estaremos a salvo. Además, César ha consolidado sus conquistas del norte, nunca antes ha sido tan poderoso, y tiene a los Orsini y los Colonna bajo control. Espero, por lo tanto, que la paz se mantenga en Roma y que la disfrutemos con salud.
—Mañana es el undécimo aniversario del ascenso al papado de Alejandro VI —dijo Anna—. ¿Creéis que vivirá mucho más?
—Tiene setenta y dos años, pero se muestra sano y vital —repuso Joan con cierta preocupación al recordar la advertencia de Innico d'Avalos—. Brindemos para que el Señor le conceda muchos años. Mientras él viva todo irá bien.
Al oír la última frase, una de las criadas meneó la cabeza con preocupación; en el mercado se comentaba que los augurios eran malos con respecto al papa. Se decía que un búho había caído muerto a los pies del pontífice cuando este paseaba por los jardines del Belvedere y que un perro negro fantasmal merodeaba constantemente alrededor del Vaticano. Este era un mensajero de la muerte, y en pocos días habían fallecido, una tras otra y de forma repentina, varias personas cercanas al papa, desde un capitán de la guardia hasta un obispo. El perro continuaba rondando la residencia papal como si buscara cobrar una presa mayor.
Al día siguiente del aniversario, el papa, César y un obispo que los había acompañado en una cena celebrada unos días antes sufrieron un violento acceso de fiebre y en Roma corrió el rumor de que los tres habían sido envenenados.
De inmediato, Miquel Corella hizo reforzar la guardia de las dependencias papales y rodeó el Vaticano con un cerco de seguridad. Cualquier signo de debilidad envalentonaría al enemigo, y el valenciano puso el ejército alerta. Pretendía que se creyese que el papa y su hijo se encontraban reunidos en un importante conciliábulo. Sin embargo, en la ciudad se comentaba que César deliraba y que su doctor no conseguía disminuir su altísima fiebre.
—Supersticiones, historias que hacen correr nuestros enemigos para influir en el populacho, siempre crédulo —dijo Joan cuando Anna y su madre le comentaron lo del perro negro.
—Serán supersticiones, pero bien sabéis el valor que les da la gente —repuso su esposa—. Bueno sería que solo el pueblo llano creyera esas historias; sin embargo, también lo hacen los nobles, los cardenales y los obispos.
—Ese es el único recurso que les queda a los Orsini y demás facciones que han sido derrotadas repetidamente —contestó Joan alterado—. La calumnia, el rumor, la insidia, los malos augurios, el mal de ojo; hacen circular cualquier cosa que pueda minar el poder de César y del papa. Y utilizan el «dicen» para no tener que rendir cuentas por sus bulos. Tiran la piedra y esconden la mano.
—Bueno, no os disgustéis —le dijo Anna con una sonrisa—. Solo os lo cuento porque creo que deberíamos estar alerta.
Y depositó un beso en los labios de su esposo, que se entreabrieron felices para devolverle el gesto.
—Tenéis razón —concedió él pensativo. Esperaba inquieto más noticias de Innico d'Avalos.
Pronto se supo que, siguiendo el ejemplo del Vaticano, los cardenales hacían examinar su comida escrupulosamente y se atrincheraban en sus palacios con gente armada leal, unos por temor a los catalani y otros a sus contrarios. A nadie en Roma le era indiferente la noticia de la grave enfermedad del papa y de su hijo César. Para unos representaba una esperanza; para otros, una amenaza.
Los espadachines y matones de las distintas facciones salieron de sus escondites; se mostraban arrogantes en los barrios bajo su control y pedían a gritos la muerte del papa.
Joan se reunió con Pedro y Paolo y, después de acordar con ellos una estrategia, convocó a todos sus empleados.
—Si el papa muere, habrá disturbios y esta librería será atacada —les dijo seguro y sereno—. No vendrán solo a robar, sino a destruir lo que representa. Y representa la libertad de pensamiento, la cultura sin cadenas, la luz frente a las tinieblas. Cada uno de nosotros está asociado a esa idea y si la defiende, expondrá su vida. —Guardó silencio mientras su mirada buscaba los ojos de sus empleados, como queriendo leer en su interior—. Yo lucharé por la librería. No dejaré que la quemen. Si os queréis quedar, la defenderé con vosotros; si no, contrataré a mercenarios. No obligo a nadie a que sea un héroe. Solo quiero saber con quién puedo contar, y respetaré a quien no desee quedarse.
La gran mayoría de los empleados optó por la defensa del establecimiento y Joan tomó de inmediato las medidas para ello.
La librería empezó a recibir menos público italiano, pero continuaba siendo lugar de reunión de los españoles. Iban a intercambiar noticias y a paliar la ansiedad. Unos decían que tanto el papa como su hijo habían sido envenenados y otros, que habían enfermado de la peste. También se comentaba la guerra, y coincidían en que el destino definitivo del reino de Nápoles se sellaría en la gran batalla que tendría lugar en la zona de Gaeta.
Así estaban las cosas cuando apareció por la librería Miquel Corella con un destacamento de jinetes. Parecía que los Borgia se recuperaban y tanto Miquel como Jofré Borgia, al frente de sus tropas, imponían el orden en la ciudad. El hijo menor del papa contaba con veintidós años, ya no era el niño tímido casado con una fogosa princesa napolitana que le hacía cornudo, y, aun lejos de mostrar el temple de su hermano, contribuía a la defensa de la familia.
—Llevaba mucho tiempo sin veros, Miquel —le saludó Joan.
—Demasiado trabajo —replicó este—. Lo teníamos todo previsto para cuando el papa muriese, todo menos que César también enfermara.
—¿Cómo están?
Don Michelotto negó con la cabeza.
—No digas nada, pero siguen con fiebre. César apenas puede hablar, aunque creo que lo superará. Sin embargo, dudo que su padre aguante.
—Y ¿qué va a ocurrir si el papa muere? —Joan conocía la respuesta antes de oírla.
—Habrá que luchar —repuso escueto el valenciano.