Dos días después, cuando Joan regresaba de almorzar junto a otros oficiales un cocido de habas que le había recordado mucho a los que comía en galeras, se encontró con Santiago.
—¿Habéis oído la noticia? —le preguntó este.
—Te refieres a que la ciudad de Nápoles se entrega sin lucha, ¿verdad? —le contestó Joan contento—. Nos ahorraremos muertos y fatigas.
—Pero no habrá saqueo —repuso Santiago compungido.
Joan se dijo que con solo veinte años su amigo ya pensaba como un curtido soldado de fortuna.
—Al menos gozarás de Nápoles vivo y con tu cuerpo entero.
—El Gran Capitán no quiere que disfrutemos de la ciudad ni vivos ni muertos. Ha ordenado que solo una pequeña parte de la tropa entre en Nápoles. Al resto nos ordena ir al norte para evitar que los franceses se reagrupen.
—Tiene sentido. Si la ciudad se entrega, los franceses se refugiarán en el Castel Nuovo y dell'Ovo, y solo se precisarán los soldados necesarios para sitiarlos.
—No. No tiene sentido para nosotros —refunfuñó Santiago ceñudo—. El Gran Capitán nos dijo que pagaría los atrasos al llegar a Nápoles y ahora nos quiere largar sin paga. Entraremos en la capital del reino, lo quiera o no.
—¿Otra revuelta?
—Sí, y así será hasta que nos pague. En honor a los que, como Diego, murieron defendiendo la dignidad de la tropa española.
—Me alegro —murmuró Joan.
Al día siguiente, Pedro Navarro le explicó que el Gran Capitán había tenido que aceptar una buena parte de los términos impuestos por sus hombres.
Satisfecho, Joan escribió en su libro: «El vencedor en mil batallas ha tenido que rendirse ante su tropa más plebeya. Como buen general, conoce el valor de una retirada a tiempo».
El 16 de mayo de 1503, Nápoles izó las banderas de España y el Gran Capitán y su ejército, con la infantería española al completo, entraron en la ciudad haciendo sonar tambores, pífanos y trompetas. Esta lucía sus mejores galas; tapices y banderas colgaban de las ventanas, guirnaldas y arcos triunfales cruzaban las calles y las muchachas lanzaban flores a las tropas que desfilaban. Gonzalo Fernández de Córdoba cabalgaba victorioso y satisfecho; a cambio de evitar saqueos y desmanes, la ciudad le había ofrecido importantes sumas con las que había podido pagar gran parte de los atrasos a sus tropas.
Tan pronto como terminó el desfile, Joan fue a visitar a sus suegros, los orfebres Roig, y a su cuñado, que le recibieron felices. El librero llevaba tres meses sin noticias de su esposa y quería saber de ella y de su familia en Roma. La última carta de Anna a sus padres estaba fechada hacía más de un mes; en ella les contaba que se encontraban bien y les pedía que le escribieran tan pronto como tuviesen noticias de su marido. Joan comprendió que ninguna de las cartas enviadas a su mujer en los últimos meses había llegado a su destino. Y se apresuró a escribirle.
Aquella tarde fue a la vía del Duomo, donde su amigo Antonello y su esposa María tenían su librería. Allí era donde Joan había aprendido el oficio de impresor y donde había conocido a Innico d'Avalos. Los libreros le recibieron con el cariño de siempre y le invitaron a cenar.
—El rey de Nápoles se refugió en la isla de Ischia cuando nos invadieron los franceses —le explicó Antonello—. Pero terminó pactando con ellos y se fue a Francia, dejando orden al marqués de que se rindiera a los galos sin lucha. Sin embargo, D'Avalos negoció con su amigo el almirante Vilamarí y en la Pascua de Resurrección izó las banderas de España en sus islas.
—Eso significa que el marqués cree que «el tiempo de los franceses en Nápoles está a punto de terminar» —dijo Joan, jocoso, imitando la voz y la pose del gobernador de la isla de Ischia.
Antonello rio, pero de repente su faz mostró una expresión seria poco habitual en él.
—También cree algo más —dijo con una mirada intensa.
—¿Qué es? —inquirió Joan curioso.
—Que el tiempo de los catalani está próximo a su fin.
Joan, sorprendido, se quedó mirando a su amigo y no pudo evitar estremecerse. ¡Los suyos estaban en peligro!
—Pero ¡quién se ha creído ese hombre que es! —estalló al fin, tratando de disimular su temor—. ¿Es que se cree un profeta? Ya tuve bastantes de esos en Florencia.
—No es profeta —repuso Antonello—, pero tiene intuición y una extraordinaria red de informadores entre los que nos contamos nosotros. Y acierta. Recibió la carta que le enviaste antes de incorporarte al ejército y me escribió diciéndome que si venías por aquí, te advirtiera. Cuida de tu familia.
—Partiré tan pronto como me licencie —repuso Joan. Sentía una profunda inquietud.
—Siento que os vayáis —le dijo el Gran Capitán, socarrón, cuando le pidió la licencia absoluta del servicio de armas—. Hicisteis un buen trabajo en la batalla al frente de vuestro pelotón de arcabuceros. Pero lo que en verdad lamento de vuestra partida es que erais el único que no me podía reclamar pagas atrasadas.
Joan compuso un gesto de circunstancias mientras Gonzalo Fernández de Córdoba, sonriente, firmaba el documento en el que certificaba los buenos servicios prestados por el librero al ejército español.
—Ya me gustaría tener a muchos como vos, que en lugar de cobrar viniesen a luchar pagando —concluyó guasón.
—Gracias, general —repuso Joan cuando tuvo el documento en sus manos—. Pero yo también he de reclamaros pagas atrasadas.
—Pagas atrasadas, ¿vos? —inquirió Gonzalo con la sonrisa aún bailándole en los labios. Creía que Joan bromeaba.
—No son mías, sino las de Diego García de Burgos.
—¿Quién?
—Diego García de Burgos, un muchacho de apenas diecinueve años al que hicisteis empalar por reclamar su dinero. —La sonrisa del general se tornó en un rictus doloroso—. Se lo mandaré a sus padres —continuó Joan—. Y también les enviaré una carta que dirá que su hijo murió, con honra, luchando como un valiente.
Los dos hombres se miraron en silencio y Joan recordó el momento en el que sus miradas se cruzaron cuando Diego se moría empalado al borde del camino.
—Algunos actos a los que me obliga el servicio al rey ni me gustan ni me honran —musitó el cordobés.
—Os ruego que me deis un billete para vuestro tesorero con la orden de pago. —Joan no estaba dispuesto a justificar los actos del Gran Capitán.
—Vos no sabéis lo que es enfrentarse a cuatro mil quinientos hombres amotinados. Soldados veteranos de varias matanzas, armados, hambrientos y furiosos. —La voz de Gonzalo era tan dura como su mirada—. La muerte ejemplar de unos pocos evita la de miles.
Joan, de pie, frente al despacho del Gran Capitán, le miraba impasible.
—Vos no sabéis nada de todo eso, señor librero —continuó ante el silencio de su interlocutor—. No sois quién para juzgarme.
—Yo no os juzgo, eso ya lo hará Dios. Solo os pido que me deis las pagas que se le deben al muchacho.
Sus miradas no volvieron a coincidir hasta que Fernández de Córdoba abrió un pequeño cajón de su mesa, extrajo un papel y, mojando la pluma en el tintero, escribió con letra firme.
—Aquí lo tenéis, Joan Serra de Llafranc —dijo tendiéndole el billete, serio y con gesto duro—. Mi tesorero echará la cuenta. Id con Dios.
—Gracias, general. —Y suavizando su tono añadió—: Debo decir que me ha honrado luchar a vuestras órdenes.
—El sentimiento es mutuo —repuso el Gran Capitán.
La tensión de su rostro se relajó y tendió su mano a Joan. Este la estrechó y sus miradas se unieron, francas, mientras Joan sentía la fuerza de la mano de aquel hombre al que, a pesar de todo, apreciaba. Después dio media vuelta, anduvo hasta la puerta y salió sin mirar atrás.
El librero sintió un gran alivio al salir del castillo Capuano y llenó sus pulmones del aire primaveral de Nápoles. Cuidadosamente doblado, guardaba entre la camisa y el jubón el documento que le daba la libertad. Atrás quedaban la miseria y la muerte.
Era un día soleado y transparente. Nápoles, a pesar de la hambruna producida por la guerra, había recuperado su vital y colorida actividad y las gentes iban y venían en sus quehaceres diarios, indiferentes a los cañonazos disparados por las tropas españolas que sitiaban el Castel Nuovo y el Castel dell'Ovo, donde resistían los franceses rodeados por las trincheras de los hombres del Gran Capitán. Al igual que el calderero y el herrero martilleaban sobre el metal produciendo ruido, el oficio de soldado requería el suyo propio. Aquello era algo habitual en Nápoles en cada cambio de régimen.
Quedaba algo pendiente para que Joan sintiera la libertad plena. Se encaminó a la librería de Antonello y allí escribió la carta que hacía días demoraba. En ella decía que Diego había muerto como un valiente luchando por los reyes de España, y firmó como «Joan Serra, jefe de pelotón de arcabuceros». Después acordó con Antonello que la carta, junto al dinero de sangre del ejército y el que Santiago había recogido entre las pertenencias de Diego, saldría con destino a los padres del chico en la siguiente nave para España.
Después se dirigió a la playa, pues el puerto estaba sometido a la artillería del Castel Nuovo, a la búsqueda de un barco que partiese hacia Roma. Sin embargo, ninguna de las embarcaciones estaba dispuesta a hacer tal viaje. Temían a las naves francesas del puerto de Gaeta, situado a mitad de camino.
Aquello angustiaba a Joan. ¿De qué le servía la libertad si no podía regresar a su hogar? ¿Estaría en lo cierto el marqués del Vasto? ¿Se encontraba su familia en peligro? Nápoles era acogedor, pero a Anna le faltaban solo un par de meses para dar a luz y quería estar junto a ella lo antes posible. Franceses y españoles luchaban en la frontera norte del reino y no se podía llegar a Roma por tierra. Estaba atrapado y sentía un gran desasosiego.
Había transcurrido una semana de la entrada triunfal del ejército en Nápoles cuando las velas de la flota de Vilamarí aparecieron en el horizonte. Eran ocho galeras y casi treinta buques de vela de distintos tamaños; antes de llegar a la playa navegaron frente al puerto bombardeando el Castel Nuovo. Los cañonazos retumbaban por toda la ciudad mientras los napolitanos presenciaban el espectáculo con vivas y muestras de alegría. No era el despliegue artillero de la flota lo que les hacía tan felices, sino el anuncio de que varias de las naves llegaban repletas de trigo de Sicilia. Había hambre.
Joan acudió a saludar a sus antiguos camaradas de la flota tan pronto como desembarcaron. Solo reconoció a unos pocos marinos y a su amigo el capitán Genís Solsona, que se mostró feliz de reencontrarse con él. Pronto haría seis años desde que se despidieron en Pisa.
—Habla con Vilamarí —le dijo cuando le explicó la situación—. Te puede resolver el viaje a Roma.
El paso de los años y las batallas no habían afectado demasiado a Vilamarí, que le recibió con una mirada divertida. Joan se dijo, con extrañeza, que el viejo marino parecía alegrarse al verle.
—¡Vaya, el famoso librero de Roma! —exclamó—. ¿Qué te trae por Nápoles?
Joan le contó brevemente sus andanzas con el Gran Capitán y le mostró orgulloso el pergamino firmado por este en el que le licenciaban. El almirante observó el documento con atención, exagerando el cuidado.
—Recuerdo que eras un excelente amanuense —dijo al final Vilamarí frunciendo el ceño—. ¿No lo habrás falsificado?
Era la primera vez que el almirante bromeaba con él y no pudo evitar sonreír a pesar de los reparos que aquel hombre continuaba produciéndole. Después le puso al corriente de sus apuros en su búsqueda de transporte hacia Roma.
—No me sorprende —dijo Vilamarí—. Los franceses preparan un gran ejército que cruzará Italia para unirse a sus compatriotas en Gaeta y reconquistar Nápoles. Y en Génova juntan una flota muy superior a la mía. En poco tiempo nos caerán encima y tendré que guarecer mis naves en puerto seguro.
Joan, preocupado, hizo un gesto de desánimo. La guerra distaba mucho de terminar.
—Aunque quizá podamos ayudarte. —Y añadió sin abandonar su expresión divertida—: Si tienes con que pagar el pasaje, claro. Antes de que llegue la flota francesa, mañana mismo, enviaré un par de galeras a Roma, donde el embajador Francisco de Rojas recluta soldados. Además, el hombre al mando de la misión es un buen amigo tuyo; el capitán Genís Solsona.
Joan tuvo que reprimir un salto de alegría. Las naves francesas de Gaeta no se atreverían a interceptar un par de galeras. Era un viaje relativamente seguro. ¡Al fin regresaría a casa! Ansiaba comprobar que los suyos estaban bien, que Innico d'Avalos se equivocaba y que César mantenía el poder.