Joan corrió hasta donde tenía su caballo y cargó a toda prisa su equipaje con la ayuda de Santiago. El campamento se iba despertando cubierto de una neblina fúnebre, y en lugar de los gritos y chanzas con los que solían amanecer los soldados, aquel día hablaban en murmullos. La noticia se extendía entre las tropas españolas. El librero azuzó a su caballo hacia el camino que conducía a Nápoles y al poco pudo ver entre la bruma, a la luz del amanecer, las siluetas de las encinas que bordeaban el camino. De ellas colgaban unos frutos macabros: soldados ahorcados en grupos de cuatro y cinco. Al acercarse vio algo en lo que no había reparado en la distancia y que le erizó el vello. Entre encina y encina habían colocado a un hombre empalado en una lanza cuya base estaba bien clavada en el suelo. Los habían situado de forma que dieran la cara al camino para que la tropa pudiese reconocerlos al pasar, y mientras que los ahorcados estaban ya muertos, muchos de estos aún se debatían en su agonía.
Aceleró el paso ansiando que Diego fuera uno de los ahorcados, pero no era así; como le había adelantado Pedro Navarro, el chico había recibido el castigo máximo y era uno de los ensartados en una pica. Le habían introducido la punta de la lanza por el ano con la intención de que traspasase sus vísceras y a través del cuello llegara a la cabeza. Sin embargo, eso raramente se conseguía y, como en el caso de Diego, la punta de la lanza aparecía por algún otro lugar del cuerpo. La base de su pica estaba firmemente sujeta al suelo y esta se elevaba en vertical traspasándole en su salida la parte superior del pecho a la altura del omoplato izquierdo. Su cuerpo había resbalado por el asta, sus piernas habían cedido y se encontraba de rodillas sobre un charco de sangre.
Joan bajó de su caballo de un salto y se acercó al chico, pero un soldado le detuvo.
—Si le tocáis, seréis ahorcado —le advirtió.
Joan apartó al hombre de un manotazo y, acercándose a su amigo, observó que respiraba fatigosamente con la boca entreabierta. Al oír la voz del guardia abrió unos ojos vidriosos, reconoció a su patrón y, haciendo un esfuerzo, murmuró:
—Don Joan.
—Sí, hijo —dijo este con un nudo en la garganta.
—No me dejéis.
—No lo haré. Me quedo contigo.
—Tengo sed.
Joan buscó el odre que colgaba de su caballo y le quitó el tapón con la intención de darle de beber, pero el soldado le detuvo.
—Os dije que si le tocáis, seréis ahorcado.
Joan le dio un empujón y le advirtió con fiereza:
—Pues mira hacia otro lado. Porque si he de ser ahorcado, antes te mato a ti.
El soldado le observó. Joan tenía el odre en la mano derecha y con la izquierda había sacado el puñal. El hombre contempló a Diego unos instantes, movió la cabeza con pesadumbre y dijo:
—Daos prisa. Que no os vean.
Dio unos pasos hacia la encina que tenía a sus espaldas y se quedó mirando a los ahorcados como si no los hubiera visto antes. Con sumo cuidado, para que no se atragantase, Joan derramó agua en la boca del chico hasta que este pareció saciado. Guardó el odre y quedaron en silencio. De cuando en cuando, Diego temblaba quejándose mientras la sangre goteaba por sus piernas hasta el suelo. Joan deseaba que muriera pronto y que dejase de sufrir.
—Don Joan —musitó Diego sin abrir los ojos.
—Dime, Diego.
—Os suplico un favor.
—Lo haré si está en mi mano.
—Escribid a mis padres y decidles… —El muchacho se interrumpió, fatigado, y se estremeció con un lamento—. Decidles que he muerto en el campo de batalla…
—Les diré que fuiste un valiente y que honraste su nombre.
Diego movió los labios musitando unas gracias que no se oyeron y por unos instantes la sombra de una sonrisa se mostró en su faz. Quizá recordara los brazos maternos o a aquella chiquilla de su pueblo de la que anduvo enamorado.
Después, las pocas fuerzas que le quedaban le abandonaron y con un tenue quejido su cuerpo reposó desmadejado sobre la pica que le impedía caer al suelo. La sangre continuaba goteando por sus piernas. Joan se preguntó esperanzado si el chico habría muerto, aunque de inmediato este inspiró con fuerza para soltar después el aire fatigosamente.
Entonces se oyeron unos tambores distantes que se iban acercando; llegaba el ejército camino de Nápoles. Era un redoble destemplado, desagradable, sonaba a muerte y a ejecución. Al oírlo, Diego pareció recuperar algunas fuerzas, entreabrió los ojos y volvió a hablar:
—Don Joan. —Su voz era muy débil.
—Dime, Diego.
—Dadme la misericordia.
Joan se quedó en silencio. El muchacho le pedía que le matara, que terminase con su sufrimiento. Se llevó la mano a la daga mientras pensaba que en su turbulenta vida había dado muerte a varios hombres por razones menos dignas que aquella. Si le mataba, terminaría con su dolor, aunque con toda seguridad sería acusado de ello y ahorcado. La razón por la que los soldados estaban de guardia frente a los ajusticiados era evitar que sus camaradas acortasen su agonía. Su tortura debía servir de ejemplo para la tropa. Sin embargo, no fue el miedo lo que le hizo retirar a Joan la mano del arma; de inmediato supo que sería incapaz de acabar con la vida del chico.
—Aguanta un poco más, hijo. Pronto terminará y yo estaré contigo.
—Más me hubiera valido que aquel francés me hubiese matado en Ceriñola —murmuró.
El muchacho cerró los ojos, soltó aire y su cuerpo perdió la poca tensión que le animaba. Se quedó inerte alrededor de la inmisericorde pica que sujetaba su cuerpo en vertical. Joan se sentía ahora culpable de haberle salvado la vida en la batalla.
La vanguardia la componían unidades de caballería ligera española y la caballería italiana de los Colonna; con ellos, y antes de los lansquenetes alemanes, lejos de cualquier español, cabalgaba el Gran Capitán. Joan se dijo que quizá lo hiciera para protegerse de la ira de sus compatriotas. Al contrario que en los habituales desplazamientos del ejército, se marchaba en silencio, al compás de los siniestros repiques de tambor.
Gonzalo Fernández de Córdoba iba muy erguido en su montura y, mientras que muchos de los soldados preferían mantener la vista al frente, él miraba ceñudo, con expresión airada, a cada uno de los ajusticiados. El soldado que estaba de guardia con Diego se puso en posición de saludo y Joan buscó los ojos del general. Cuando se encontraron le sostuvo la mirada mientras murmuraba de forma que se pudiera leer en sus labios:
—Maldito seas.
Fue un durísimo intercambio en el que Joan quiso mostrarle al Gran Capitán toda su rabia y desdén mientras percibía de este la fuerza de su determinación para el logro de la victoria a toda costa. Siempre, hasta en los instantes más críticos, había visto al general Fernández de Córdoba de buen talante, incluso risueño, y aquella faceta suya adusta y vengativa le defraudaba.
Detrás de la infantería alemana desfilaba la española, y las expresiones en los rostros de los soldados eran lúgubres. Aquel macabro espectáculo iba dirigido a ellos. Allí, muertos o agonizando, estaban los que más habían alzado sus voces, no existía amenaza y advertencia más clara y brutal. Joan vio entre los de su pelotón a Santiago, en cuyos ojos agrandados por el horror brillaban las lágrimas.
Algunos evitaban mirar a sus compañeros, pero los más lo hacían, y en lugar de mantener el silencio del resto de las unidades muchos alzaban su voz.
—¡En secreto los mataron, que de haberlo sabido nosotros no habrían podido! —decía uno con rabia.
—¡Mártires son! —gritaba otro—. ¡Y reciben la muerte por reclamar lo que es nuestro de buena ley!
—¡Guardaremos vuestra memoria! —proclamaba otro más—. ¡Os asesinaron por exigir que se cumplieran las leyes de los gloriosos soldados del pasado!
Joan no pudo evitar una leve sonrisa de satisfacción. El espíritu bravo de aquellos hombres acostumbrados a jugarse la vida no se apagaba con unas ejecuciones, por bárbaras que fueran.
El grueso de la caballería española, que no había participado en el motín, cerraba la marcha. Durante el desfile, Joan no había percibido movimiento en Diego, y al final de este pronunció su nombre a media voz. El muchacho tenía a sus pies un gran charco de sangre; como no recibió respuesta, supuso que estaría muerto. Sin tocarle empezó a rezar de pie, frente a su cuerpo.
Después llegaron unos soldados seguidos de campesinos italianos. Estos empezaron a cavar unas fosas mientras los militares descolgaban a los ahorcados y uno de los soldados se aseguraba de la muerte de los empalados degollándolos. Así lo hizo también con Diego, que no dio signo de vida alguno.
—Lo siento por vuestro amigo —le dijo el hombre que había estado de guardia frente a Diego—. Era demasiado joven.
Joan no pudo evitar darle al soldado, al que momentos antes había amenazado con su daga, las gracias y el abrazo que habría deseado darle a Diego. El hombre mantuvo el apretón todo el tiempo que el librero precisó. Después, esperó a que Diego García de Burgos estuviera bajo tierra, rezó una última oración y montó su caballo para seguir al ejército. Era un día de primavera, aunque gris y triste. Jamás lo olvidaría.