—Vamos a coger lo que podamos del campo —dijo Santiago una vez que se asentaron para pasar la noche. Sostenía una tea encendida—. ¿Venís?
—¿Vais a robar a los muertos? —inquirió Joan.
—Pues claro —repuso Diego—. Y de paso terminaremos con el sufrimiento de los heridos. ¿Es que no habéis estado nunca en una batalla? Es la costumbre. Además, el rey me debe mucho dinero. Voy a ver si encuentro algo que valga la pena.
—No, gracias, Diego. No me apetece.
—Que Dios os dé buena noche.
Y los muchachos se juntaron con varios más que los esperaban con antorchas.
Joan no tuvo la buena noche que Diego le había deseado. A pesar del cansancio no podía evitar rememorar la masacre y su pensamiento iba al duque de Nemours. Lo veía acercarse junto a sus caballeros haciendo temblar el suelo con los cascos de sus caballos, el penacho de su yelmo ondeaba al viento y su armadura brillaba al sol del atardecer. ¿Era él el caballero al que había herido? Se movía intranquilo en el suelo en el que estaba acostado, hasta que se incorporó y, después de hacerse con una tea, se fue hacia el campo de batalla.
Se situó en el lugar donde había estado apostado y cruzó la empalizada cuidando de no herirse con aquellas estacas que habían derribado a tantos caballeros. El espectáculo que le permitía ver su antorcha era desolador. Casi todos los cuerpos, de hombres y caballos, se encontraban esparcidos frente a la larga trinchera, aunque el campo estaba también lleno de cadáveres desperdigados. En su mayoría completamente desnudos. Aquí y allí se veían las luces de las antorchas de los soldados que desvalijaban los cuerpos. Otros cargaban con distintos objetos. En ocasiones oía los gritos de una disputa de la soldadesca. Habrían encontrado algo valioso.
—Buitres —murmuró apretando las mandíbulas.
Pensó que el duque de Nemours habría muerto en algún punto cercano a la empalizada, tratando de cruzarla, y siguió aquella macabra ruta jalonada de cadáveres de hombres y caballos, a veces amontonados los unos sobre los otros.
Ante aquel espectáculo se decía que ojalá no hubiera estado nunca en Ceriñola y jamás hubiese visto aquello. Todos aquellos hombres habrían prometido a sus esposas que volverían, como él había hecho con la suya. Joan se puso a rezar por los que ya no podrían abrazar a sus seres queridos.
Sobre el campo flotaba un tufo de sangre mezclado con inmundicias que le revolvía el estómago. Cuando topaba con un cuerpo alto y estilizado se paraba a comprobar sus facciones y si estaba boca abajo, lo giraba. Para ello tenía que tocar el cadáver, que aún conservaba el calor; alguno empezaba a estar rígido y todos le manchaban las manos con sangre más o menos seca. Aquello le producía náuseas, pensaba que uno de aquellos cuerpos podía haber sido el suyo, pero se forzaba a continuar. Estaba obsesionado con encontrar al duque y saber si había sido su bala la primera en traspasar su armadura.
Al fin halló un cuerpo que podía ser el del duque; no se encontraba demasiado lejos del lugar donde le vio por última vez. Estudió sus facciones y se dijo que si no lo era, se parecía mucho a Louis d'Armagnac. Le habían robado todo y estaba boca arriba, completamente desnudo, aunque los ladrones, en un rasgo de piedad, le habían cubierto el sexo con una piedra. Joan comprobó que tenía una herida que le traspasaba el pecho por debajo de la clavícula derecha; ahí era donde él le había dado. Aunque después, cuando herido acometió el segundo asalto, había recibido dos balas más: en el estómago y en el cuello.
—Fuisteis un valiente, quizá demasiado, duque —murmuró Joan—. Vuestra muerte es digna de aquellos caballeros épicos de los poemas que tanto amabais.
Después rezó por su alma; lamentaba la muerte de aquel que había querido ser un caballero de virtudes. Y recordó lo que Pedro Navarro, feliz por la victoria, le había dicho unas horas antes:
—Es la primera vez en la historia en la que las armas de fuego, ya sean pequeñas o grandes, vencen a la caballería pesada. ¡Con solo mil arcabuceros hemos desbaratado a dos mil gendarmes! ¡Las unidades más poderosas del ejército francés, su flor y nata!
No había terminado Joan con sus rezos cuando vio que un numeroso grupo de antorchas se acercaba y reconoció al Gran Capitán y a alguno de sus oficiales. Los guiaba un criado llamado Vargas al que uno de los oficiales franceses vencidos, invitado a cenar por el general en un gesto caballeroso, había reconocido luciendo ropas del duque. Vargas, que desconocía a qué muerto había desvalijado, no sintió ni remordimiento ni vergüenza, y no tuvo inconveniente en conducir al grupo hasta donde se hallaba el cadáver.
Joan no quiso apartarse con la llegada de la comitiva.
—¿Vos aquí, señor librero? —dijo el Gran Capitán. Su voz carecía de su gracejo habitual—. Está claro que le conocíais bien.
Uno de los criados del duque volvió el cuerpo en busca de un lunar que tenía en la espalda y, al descubrirlo, dijo llorando:
—Es él. Es mi señor.
Gonzalo Fernández de Córdoba se quedó contemplando el cuerpo de Louis d'Armagnac, duque de Nemours, conde de Pardiac y de Guise, que yacía de aquella forma tan indigna en medio de un campo de cadáveres, y agachó la cabeza compungido. Quizá rezase. Algunos caballeros franceses lloraban y Joan continuó observando al Gran Capitán; parecía apenado. Había estudiado tanto a su enemigo, esforzándose en pensar, en sentir como él, que había llegado a comprenderle, a amarle. Y ahora su muerte le producía quebranto.
—Os quité la victoria y no puedo devolveros la vida. Aunque he de daros una última gloria.
El Gran Capitán ordenó que se adecentara el cuerpo, que se le vistiese con las mejores ropas y que se preparara un gran cortejo fúnebre. El ataúd del duque fue llevado a hombros hasta Barletta por los capitanes franceses y suizos prisioneros, a los que se unieron muchos capitanes españoles voluntarios. Los escoltaban cien caballeros que iluminaban la noche con hachas encendidas junto con un fuerte contingente de tropa y tambores que marcaban el paso con redobles de muerte. El cuerpo fue sepultado en el convento de San Francisco de Barletta con todos los honores.
Joan escribió en su libro: «El tiempo de la gloriosa caballería pesada concluye y con él, el de los caballeros de virtud. Algo tan mezquino como un poco de pólvora y una bala de plomo acabará con ellos». Y añadió: «El hijo de un pobre pescador, como yo, con solo apretar un gatillo, puede derribar al noble más alto, que ha empleado cientos de jornadas en prepararse para el combate, que ha recitado miles de poesías, que monta el más bello de los caballos y cuya armadura, hecha a medida, y su espada, forjada con el mejor acero, han costado incontables esfuerzos a los artesanos más hábiles. Todo ese oro a cambio de una sola bala de plomo».