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—El viejo zorro del embajador nos quita a los mejores soldados españoles de nuestro ejército para enviárselos al Gran Capitán —se quejó Miquel Corella cuando Joan le comentó su conversación con Francisco de Rojas—. Utiliza el argumento de que su rey los necesita y promete buenas soldadas, que después no paga.

—Yo no quiero ir a la guerra —le confesó Joan—. No soy soldado, soy librero, y deseo de todo corazón quedarme con mi familia. Sin embargo, no tengo más alternativa y no quisiera que ni vos ni César Borgia lo tomarais como traición.

Le recordó su paso por galeras y que aún le quedaba tiempo de su pena por cumplir con los ejércitos de los reyes de España. Miquel Corella se quedó pensativo y le dijo:

—Las relaciones del papa con el Rey Católico están tensas, pues ahora estamos aliados con Francia. César incluso ha puesto en su escudo de armas, junto al toro de los Borgia, una flor de lis y ha añadido a sus títulos la coletilla de «de Francia». No le va a gustar que te unas al Gran Capitán, que lucha contra los franceses.

Joan sintió pesar; no quería perder a sus amigos catalani y, aunque el embajador le había requerido para que escogiese bando, continuaba abrigando la esperanza de mantenerse en ambos.

—No obstante, las alianzas son efímeras —continuó Miquel—. Quien gane la guerra en Nápoles se verá obligado a pactar con el papa para que le conceda la investidura como nuevo rey, y si lo hace España, Alejandro VI pactará con el rey Fernando. —Hizo una pausa, le miró intensamente a los ojos y le dijo—: Como amigo te diré que te conviene estar a bien con los reyes de España. Ahora el embajador y el Gran Capitán te necesitan. Quizá llegue el día en el que tú los necesites a ellos. Ve con Dios y si César se entera, yo le diré que te di mi bendición.

—¡Gracias, Miquel! —Y le abrazó aliviado.

El regreso de Pedro y Joan de Senigallia, sanos y salvos, y la victoria de César se habían celebrado con júbilo en la librería. Aunque Joan continuaba resentido con Anna.

—Yo siempre os respeté —le dijo a su esposa cuando retomaron el asunto de la carta falsificada—. Y lo que vos hicisteis fue tratar de impedir que decidiera libremente.

—Tenéis razón, lo admito, pero yo también tengo mis motivos y considero que no sois libre de disponer de vuestra vida cuando somos tantos los que dependemos de vos. Habláis de vuestro compromiso con don Michelotto y los catalani; pues sabed que mayor lo tenéis con vuestra familia.

—Creedme que la familia siempre está en mi pensamiento.

—Pues pensad en uno más —le dijo entonces—. Ya tengo casi tres faltas. Creo que estoy embarazada.

La noticia llenó de alegría a Joan. Deseaba ese segundo hijo casi tanto como había deseado el primero, y anticipaba el disgusto de su esposa cuando supiese que se embarcaba en esta nueva aventura. Sin embargo, el resquemor por lo ocurrido en Navidades aún no se había disipado, y se limitó a informarla de que en una semana saldría hacia Barletta para unirse a las tropas del Gran Capitán.

—Pero ¡si no hace un mes que os jugasteis la vida en Senigallia! —exclamó Anna—. Y ¿ahora os piden los otros que la arriesguéis en Barletta?

—Así es. Si rechazo la invitación del embajador, me convertiré en un proscrito para España, igual que un esclavo de galeras fugado —explicó Joan, que de pronto sentía que precisaba de la comprensión de su esposa—. El mundo da muchas vueltas y no puedo hipotecar mi futuro y el vuestro teniendo una condena pendiente sobre mi cabeza.

—Mucho peor será si os matan —repuso ella con lágrimas en los ojos.

—Escuchad, yo no deseo ir —le dijo—, pero existen poderes por encima de mi voluntad que me fuerzan. Lo mismo ocurrió con Miquel y los catalani. Por desgracia, mi libertad se limita a escoger entre un mal y otro peor. Os pido que lo entendáis.

Ella afirmó con la cabeza y le llevó a donde jugaban los niños para que los viera, y después le puso la mano sobre su vientre, que empezaba a abultarse por su embarazo. Después le miró con los ojos húmedos y le dijo:

—Id si creéis que no hay más remedio. Pero volved sano y salvo. Por ellos y por mí.

Joan escribió después en su libro la respuesta que le había dado a Anna antes de abrazarla sellando su compromiso con un beso: «Volveré, os lo prometo».

A principios de febrero Joan partió junto a unos cien españoles a los que Francisco de Rojas había reclutado en Roma, catalani procedentes de los ejércitos papales, guiados por caballeros napolitanos buenos conocedores de la región de Puglia. Todos los reclutas, a excepción de Joan, eran de infantería y tendrían que soportar once agotadoras jornadas de marcha hasta Barletta.

Entre los soldados había un muchacho que, al reunirse el grupo antes de salir de Roma, le dijo a Joan:

—Me gusta vuestro caballo, es mejor que los de los caballeros napolitanos que nos acompañan. Contratadme como palafrenero. Tengo experiencia y por unos pocos sueldos no os tendréis que preocupar de él. Además, mi amigo Santiago me ayudará y os garantizamos la seguridad de vuestro equipaje durante el camino.

—Y tú ¿cómo te llamas?

—Diego, señor. Soy de Burgos.

A Joan le cayó bien aquel muchacho vivo, de diecinueve años, casi tan alto como él, delgado, de ojos oscuros y sonrisa fácil. También le agradó su amigo Santiago, un gallego un año mayor, no tan alto aunque más corpulento, reservado y reflexivo que el burgalés. Así que aceptó el acuerdo.

—Me escapé del convento a los dieciséis años —le contó Diego—. Mis padres querían que fuese cura, pero yo prefiero las armas y ansiaba vivir aventuras. Estuve pensando si ir a Sevilla para viajar a las Indias, pero me dijeron que en Italia las mujeres eran muy hermosas y fui a Valencia. Allí conocí a mi amigo y logramos que nos contrataran para el ejército vaticano.

—Y ¿cómo llegaste tú a Valencia, Santiago? —quiso saber Joan.

—En mi tierra hubo una hambruna terrible y yo tuve que buscar algo de que vivir. Dando tumbos de un lado a otro llegué a Valencia, y me dije que quizá en Italia pudiera hacer fortuna.

—¿Cuánto tiempo estuvisteis con César Borgia y don Michelotto?

—Casi dos años —repuso el gallego—. Con ellos vimos de todo. Si os contáramos…

—Imagino. Y ¿por qué los dejasteis?

—Parece que el rey francés le pidió a César Borgia que detuviese sus conquistas —contestó Diego—. Santiago y yo temíamos quedarnos sin trabajo y, como nuestros reyes nos necesitan, aquí estamos. Además —añadió con un guiño—, el rey Fernando paga mejor que el hijo del papa.

—¿Quién os dijo eso?

—El embajador Francisco de Rojas.

Joan soltó un mal disimulado bufido. Les había cogido cariño a aquellos muchachos.

Cuando al fin llegaron a Barletta, Joan dejó su caballo y equipaje al cuidado de sus jóvenes amigos para dirigirse de inmediato a la residencia del Gran Capitán. Tenía la intención de entregarle la carta que le había dado el embajador y presentarle sus respetos. La ciudad estaba repleta de soldados y pronto percibió el descontento. Los hombres miraban con ojos hundidos, había mal humor, y su aspecto famélico le confirmó lo que le habían contado. La comida estaba racionada y algunos días la tropa apenas podía llevarse un mendrugo de pan a la boca. Se alegró de tener provisiones escondidas en su equipaje y de haber dejado este a cargo de Diego y Santiago, en los que confiaba plenamente.

Al entrar al patio del palacio, lo halló lleno de oficiales que reclamaban comida y paga. Algunos estaban armados para el combate. Se mezcló con ellos y se dispuso a escuchar. La voz cantante la llevaban los vizcaínos, y en el centro, rodeado de aquel gentío, se encontraban el Gran Capitán y un par de subalternos. El tono de la reclamación subía por momentos y Gonzalo Fernández de Córdoba respondía con calma, prometiendo que los suministros llegarían pronto, paciencia. En ese instante, un capitán llamado Iciar, exaltado, le acercó la punta de su lanza al pecho y le gritó:

—Pues si no tienes dinero, pon a tus hijas en un burdel. Que ganen su pan y nos paguen a nosotros.

Se hizo un silencio absoluto. Aquella era una ofensa inadmisible hacia el general y los oficiales que le escoltaban buscaron la empuñadura de sus espadas. Joan comprendió que el acero iba a brillar, que la protesta se convertiría en motín y este degeneraría en una matanza. Con gesto tranquilo, el Gran Capitán los contuvo, miró a Iciar y se encogió de hombros. Después soltó una carcajada que rompió el denso silencio del patio.

—Lo siento, amigo; no es buena idea —dijo con su gracioso acento andaluz y una sonrisa guasona—. ¿Verdad que no las habéis visto? Son tan feas que no sacaríamos nada.

Hubo una pausa de sorpresa antes de que todos estallaran en carcajadas; las espadas volvieron a sus fundas y el general apartó de un manotazo la lanza con la que Iciar le amenazaba.

—Esperad un poco más, las pagas llegarán —concluyó el Gran Capitán. Y dirigiéndose a Iciar añadió—: Y tendréis lo que os debo.

El capitán, desconcertado, viendo a sus compañeros reír, esbozó una mueca que parecía una sonrisa y sin saber qué hacer o decir, al ver cómo sus camaradas abandonaban el patio riéndose, musitó:

—Bueno, esperaremos, pues —y se fue con los otros.

A la mañana siguiente, su cuerpo aparecería ahorcado en una de las puertas de la ciudad.

Con la carta del embajador en la mano, Joan aguardó a que el patio se vaciase, y un oficial de la guardia del general, creyéndole uno de los revoltosos, le increpó para que se fuese.

—¡Vaya! —exclamó el Gran Capitán fijándose en él—. ¿No sois vos el librero de Roma?

—Sí, su excelencia —repuso Joan—. Traigo una carta del embajador Francisco de Rojas.

El Gran Capitán la cogió y después de romper el lacre del pergamino lo leyó.

—Bien, así que venís a ayudarme de nuevo —dijo sonriente—. Me alegro. Aquí el embajador dice que os debo dar mando porque pagasteis doscientos ducados. Ya me gustaría a mí que me los hubierais traído en persona; ya veis la falta que nos hace el dinero. La gente está nerviosa. Obedeceré al embajador, como casi siempre. Aunque no os daré mando por el dinero pagado, sino porque lo ganasteis en Ostia. Ya sé que sois buen artillero, pero pronto llegará Pedro Navarro con su gente desde Tarento y él se encargará de los cañones. Vos comandaréis un pelotón de arcabuceros y él será vuestro superior.

—Me sentiré honrado de servir con un oficial tan destacado.

Joan se integró en una compañía de arcabuceros españoles y Santiago y Diego pasaron a formar parte del pelotón de cincuenta hombres a su cargo. La ciudad de Barletta se había convertido en un enorme campamento donde eran mayoría los soldados españoles e italianos, tanto de Sicilia como de Nápoles, aunque también los había alemanes y de otras nacionalidades. Todos miraban melancólicos el mar Adriático a la espera de que apareciesen unas velas en el horizonte que trajeran provisiones.

Joan compartió la comida que ocultaba en su equipaje con sus nuevos amigos, aunque pronto se les terminó y supieron lo que era tener el estómago vacío. Con el dinero que les quedaba, los muchachos trataban de conseguir alguna provisión extra. Los gatos hacía tiempo que habían desaparecido de Barletta, no se encontraban perros y las ratas, pieza de caza codiciada por los soldados desocupados, se vendían a precio de oro. El librero se sorprendía de que la tropa hubiera aguantado casi dos meses pasando tanta hambre. Les dolían las tripas y estaban tan desesperados y agresivos que Joan creía que de no ser por la debilidad que doblegaba sus cuerpos se habrían matado los unos a los otros.

Mientras, en el palacio, el Gran Capitán trataba la situación con sus generales.

—Saldremos de la ciudad y le daremos al duque de Nemours la batalla a campo abierto a la que hace tanto tiempo me viene retando.

—Será un suicidio, mi general —repuso Próspero Colonna, que mandaba la caballería pesada, los llamados gendarmes—. Su caballería es mucho más numerosa. Mis hombres no tienen nada que hacer frente a los suyos. Lo mismo ocurre con el resto del ejército; Nemours nos supera en varios miles de hombres.

—Es cierto —repuso Fernández de Córdoba—. Pero mirad a nuestra gente, cada día están más débiles. Prefiero que nos maten los franceses a morir de hambre.

—Esperemos un poco más, general —propuso otro oficial—. Quizá ocurra un milagro y aparezca un barco con provisiones.

—Poco más podemos esperar. Nuestro tiempo se acaba. Si en dos días no llegan provisiones, saldremos a combatir. De lo contrario, nuestros propios hombres nos devorarán.