—Me han contado que vos estuvisteis en el engaño de Senigallia.
Joan, que se encontraba en su librería, miró sobresaltado a su interlocutor. Era un hombre de pequeña estatura y enjuto, y a pesar de que estaba cercano a los sesenta años, en muchas ocasiones le recordaba a don Michelotto. Castellano de Toledo, compensaba ampliamente su edad y su corta estatura con un genio vivo, aunque atemperado por una indudable astucia. No en vano, era el embajador de España en Roma.
—Sí, excelencia —repuso Joan cauto—. Regresé hace apenas un mes. Me sorprende que lo sepáis cuando a nadie, fuera de mi familia, le he hablado de ello.
Francisco de Rojas le miró por el rabillo del ojo y esbozó una sonrisa antes de devolver su mirada al libro que sostenía entre sus manos. Desde su nombramiento, hacía ya unos años, el embajador había sido habitual de la librería. Joan le apreciaba y tenían una excelente relación, próxima a la amistad. Sin embargo, le trataba con sumo respeto. No en vano, aquel hombre era los ojos, los oídos y la voluntad de los reyes de España en Italia, en especial del rey Fernando, que se ocupaba de la política internacional. Hasta el propio Gonzalo Fernández de Córdoba, el Gran Capitán, que otra vez luchaba en Nápoles contra los ejércitos franceses, le obedecía.
—Ayudasteis a César Borgia, pero no hacéis nada por vuestros soberanos —le reprochó el embajador sin dejar de hojear el libro.
Joan tragó saliva.
—Un buen amigo me pidió un favor —se disculpó Joan—. Además, ¿qué podría hacer yo, un simple librero, por los reyes de España?
Tan pronto como acabó de pronunciar aquellas palabras comprendió que eran las que Francisco de Rojas había estado esperando. El castellano depositó el libro en su estante, le miró a los ojos y le hizo una seña para que le siguiera.
—Venid conmigo.
Francisco de Rojas le condujo al salón pequeño, comprobó que no hubiera nadie e invitó a Joan a sentarse en uno de los sillones como si estuviera en su propia casa.
—El Gran Capitán está en una situación muy apurada —le dijo—. Prácticamente sitiado en Barletta, rodeado de fuerzas francesas muy superiores y bloqueado por el almirante francés Bidoux, que impide que lleguen los suministros de trigo y las pagas de la tropa desde Sicilia. Los soldados pasan hambre y no cobran su soldada. Están a punto de amotinarse.
Joan recordó las palabras pronunciadas por Innico d'Avalos cuando le advirtió que el tiempo de la dinastía de Aragón en Nápoles estaba a punto de terminar. Había acertado, al igual que cuando predijo la guerra entre Francia y España.
Ambos reinos se habían apresurado a ocupar los territorios que les correspondían según su acuerdo de reparto, aplastando la resistencia de los napolitanos fieles a su rey. Sabiendo que las tropas francesas eran superiores a las españolas, el rey Fernando le había pedido al Gran Capitán que evitara el enfrentamiento, pero este ocurrió sin remedio cuando el virrey francés, el duque de Nemours, le exigió al andaluz que desalojara las poblaciones de frontera ocupadas por España, a lo que este se negó. Los primeros choques habían sido favorables a los franceses y ahora el Gran Capitán se encontraba sitiado en Barletta, pasando hambre junto a sus tropas.
—¿Qué hace el almirante Vilamarí? —quiso saber Joan—. Debería proteger la llegada de suministros.
—Vilamarí no puede con todo —respondió el embajador con un suspiro—. Está en la costa occidental asegurando con su flota la llegada de suministros de Sicilia a Calabria.
Joan meneó la cabeza disgustado; la guerra no presentaba un buen pronóstico para España.
—Y ¿qué puede un librero como yo remediar?
—Veamos, don Joan Serra de Llafranc —contestó el embajador, solemne, mientras le taladraba con la mirada—, los reyes de España quieren de vos tres cosas.
Joan tragó saliva de nuevo cuando oyó a Francisco de Rojas mentar a los reyes. Estaba seguro de que los soberanos nunca habían oído hablar de él, pero para el caso era lo mismo; el castellano decidía en su nombre.
—Primera. Sois un hombre rico; prestadles a los reyes doscientos ducados y os serán devueltos cuando Dios lo permita. Nuestro monarca quiso evitar el conflicto a toda costa y acusa al Gran Capitán de meterle en una guerra que no puede pagar.
Joan apretó los dientes, doscientos ducados era una pequeña fortuna. Aquello era un atraco, jamás le devolverían el dinero.
—Segunda. Sois un buen artillero; acudid a Barletta con el próximo envío de refuerzos y luchad por vuestros reyes.
—Los soldados cobran por luchar —objetó Joan—. ¿Dónde se ha visto que paguen?
Francisco de Rojas rio como lo haría una hiena frente a un cervatillo atrapado.
—Es que vos, querido amigo, no sois un soldado normal.
El embajador hizo una pausa observándole y Joan no pudo evitar encogerse temeroso; intuía que el viejo estaba a punto de golpearle.
—Vos sois un esclavo de galeras que aún no ha cumplido su pena.
Joan no esperaba aquello; los recuerdos de las cadenas, el tufo y los latigazos acudieron a su mente y se estremeció. Sin duda, Francisco de Rojas era un hombre bien informado, habría hablado con Vilamarí.
—Dos meses —respondió.
—¿Qué?
—Que si os presto los doscientos ducados y acudo a Barletta, será solo por dos meses, y me firmaréis un documento en nombre del rey en el que alabaréis mis servicios y me daréis la libertad. —Ahora Joan le miraba desafiante.
—Mínimo tienen que ser cuatro meses. Os quedaban más de condena.
—Sí, pero ya serví en Ostia con el Gran Capitán.
—Fueron un par de semanas solo. Y os recuerdo que disteis vuestra palabra al almirante Vilamarí.
—De eso hace mucho tiempo, y aquí en Roma no tenéis forma de obligarme.
—Bien, que sean dos meses como mínimo, aunque no podréis abandonar el ejército hasta que el Gran Capitán dé la gran batalla contra el duque de Nemours. Y tendréis que cumplir con mi tercera petición.
—¿Cuál es?
—Vos conocéis bien al duque de Nemours, ¿verdad?
Joan afirmó con la cabeza. Desde que los lazos entre el Vaticano y Francia se estrecharon había establecido contactos, a través de Innico d'Avalos, con una librería de París y otra de Lyon con el fin de importar libros franceses. Atraídos por esos libros y por la gran selección de obras en latín, el embajador galo y sus allegados empezaron a frecuentar la librería mezclándose con los partidarios del papa, tanto italianos como españoles. Cuando se agriaron las relaciones entre Francia y España, la librería pasó a ser un lugar de encuentro informal de los diplomáticos de segundo nivel de ambos países, ya que los embajadores dejaron de hablarse. Unos y otros competían por el favor del papa.
Poco antes del inicio de la guerra, los embajadores fueron invitados a un solemne acto religioso que oficiaba el papa en persona. Se contaba que al llegar Francisco de Rojas se encontró al embajador francés sentado en el lugar preferente de la zona destinada a los diplomáticos extranjeros. El castellano consideró que aquella posición preeminente del francés era un menoscabo a los reyes de España en su persona, aunque evitó quejarse, pues no era el momento ni el lugar.
Así que, aparentando saludar cordialmente a su colega galo, le estrechó la mano con todas sus fuerzas e intención, hiriéndole con un gran anillo de oro que llevaba. Su oponente ahogó una exclamación de dolor y se levantó de un salto. Entonces, Francisco de Rojas se sentó en su lugar dándole las gracias. El embajador francés tampoco pudo alzar la voz y tuvo que conformarse con otro asiento. La tirantez entre ambos pasó a ser guerra declarada.
Los franceses no veían a Joan como a un oponente, sino como a uno de los catalani del papa, así que cuando el duque de Nemours recalaba en Roma acudía con su embajador a la librería. Joan se había informado de antemano de la querencia del duque por la prosa y la poesía épica, y se preparó a conciencia para unas largas conversaciones en el saloncito que resultaron muy placenteras para el duque. Aunque no solo hablaron de libros; Joan tuvo la ocasión de conocer las opiniones del duque sobre la guerra y sobre el propio Gonzalo Fernández de Córdoba. A eso se refería el castellano.
—Bien, pues —concluyó el embajador—. El Gran Capitán estará muy interesado en vuestros consejos.
Joan quedó pensativo, no le gustaba ninguna de aquellas exigencias. Él no era soldado, sino librero.
—Quizá podría aceptar vuestra carta de libertad —repuso Joan—. Pero debo consultarlo con mi familia.
Francisco de Rojas hizo un gesto de decepción y se quedó un rato callado. Joan tampoco habló.
—Sí, pensadlo —dijo al fin el embajador—. ¿Sabéis?, creo que necesitáis aclarar vuestras ideas. ¿Con quién estáis, con vuestros reyes y España o con los catalani y el papa?
—¿Es que no puedo estar con ambos?
—No —dijo Francisco de Rojas. Y después de hacer un gesto de despedida, se fue.
«No quiero tener que elegir», escribió Joan en su libro.