Aquella misma tarde, cuando Anna bajó a la librería después del almuerzo, inquieta por las consecuencias de la falsa respuesta enviada, Joan interrumpió la conversación que mantenía con Pedro para darle la noticia:
—Parece que vuestra amiga Sancha de Aragón está decidida a continuar escandalizando incluso encerrada en el castillo de Sant'Angelo.
—¿Qué ocurre ahora? —quiso saber Anna.
Acusada de escándalo, la princesa de Esquilache llevaba un tiempo en prisión por orden de su suegro Alejandro VI.
—Se asoma a la ventana del castillo, coquetea y se ofrece a los soldados que le agradan —continuó Joan—. Me temo que terminará encerrada en una mazmorra. El papa ya le aguantó demasiado no dándose por enterado de sus adulterios y un día u otro se le tenía que acabar la paciencia.
—No la ha encerrado por su conducta —afirmó Anna.
—¿Por qué si no? —inquirió Pedro.
—Porque su tío ya no es rey de Nápoles y Sancha ha dejado de tener valor estratégico —repuso Anna—. Razón tenía Innico d'Avalos cuando nos avisó de que el tiempo de la dinastía de Aragón en Nápoles terminaba. El papa, en connivencia con Francia y España, depuso al tío de Sancha; los franceses se repartieron el reino con los españoles y ambos entraron a la conquista a sangre y fuego.
—Sí, pero todo eso ocurrió ya el año pasado y el papa y Jofré Borgia, su marido, han estado aguantando los excesos de Sancha hasta hace poco —replicó Joan—. Su encierro no tiene que ver con la política, sino con el comportamiento de la princesa.
—Es su forma de rebelarse contra una situación injusta —afirmó Anna, muy seria.
—¿Rebelarse? —preguntó Pedro.
—Sí. La casaron con un hombre al que no quería, mataron a su hermano, al que adoraba, y ahora su tío se ha tenido que exiliar de Nápoles junto a su familia porque el papa le ha desposeído del reino, todo por conveniencias políticas —continuó Anna—. Creo que con el escándalo busca humillar al papa.
—Y ¿no será que encuentra placer en ese tipo de rebelión? —inquirió Pedro riendo.
—Como también se ha rebelado Lucrecia Borgia —siguió Anna sin hacer caso a las risas de su cuñado—. Aunque de forma muy distinta. Se ha casado con Alfonso d'Este, el heredero del ducado de Ferrara, un hombre apuesto, cercano a su edad y que ella misma escogió. Y vive lejos de Roma, donde su familia ya no puede afectarle.
—César y el papa no decidieron la boda —repuso Pedro—. Pero no les disgusta.
—En todo caso, de una forma u otra, mis amigas han decidido rebelarse contra su injusto destino —concluyó Anna, sin responder a su cuñado.
—¿Injusto destino? —bufó él—. ¡La rebelión de las princesas! Pero ¡si han vivido toda su vida entre algodones! Injusto es el destino de la pobre que no tiene con qué dar de comer a sus hijos y trabaja de sol a sol o se prostituye si es que a alguien le apetece…
—Bueno, espero que vos no os unáis a esas rebeliones —dijo Joan sonriéndole cariñoso.
Anna forzó una sonrisa para corresponderle. Pero en su interior sonó la respuesta que no quiso darle: «Y ¿si supierais que ya lo hice?». Y pensaba en aquella misiva y en las consecuencias que tendría.
—César se encuentra en una situación muy apurada —le dijo Pedro a su cuñado aquella misma noche al regresar del Vaticano, adonde había acudido a un requerimiento urgente recibido en la tarde—. Las noticias que llegan de la costa adriática son muy preocupantes. La rebelión de los condotieros tiene a César y a los últimos de sus fieles acorralados.
—Lamento saberlo.
—Más lamentaréis saber que se os considera traidor.
—¿Traidor? —se asombró Joan—. ¿Por qué?
—Me llamaron del Vaticano porque Miquel Corella necesita gente de absoluta confianza. Ha habido muchas traiciones. Allí me he encontrado con el mensajero que llegó hoy de la costa adriática y que tiene que regresar pasado mañana, un tal Vicent. Yo partiré con él. Me dijo que al primero al que Miquel había querido avisar fue a vos y que rechazasteis ayudarle.
Joan se quedó boquiabierto mirando a su cuñado sin entender lo ocurrido. Este le tendió una nota y el librero reconoció de inmediato la letra de su mujer.
—¿Qué es esto, Anna? —inquirió Joan mostrándole a su esposa el documento que ella había escrito por la mañana.
Se encontraban en el dormitorio y Anna, que iba a desvestirse para entrar en la cama, palideció. Podía ver el enojo en las fuertes cejas de su esposo y en su mirada oscura. Sabía que aquello iba a llegar, solo que esperaba que cuando lo hiciera Joan no tuviese tiempo para acudir a la llamada de don Michelotto. Decidió afrontar el asunto con valor, se irguió cuanto pudo y, sosteniendo la mirada de su esposo, le dijo:
—Mi rebelión.
—¿Vuestra rebelión?
—Sí, mi rebelión a que esa banda de asesinos capitaneados por César Borgia y Miquel Corella disponga de vos a su antojo. Y que vos obedezcáis sin rechistar. Primero fue Juan Borgia, después, ese fraile, Savonarola, y ahora quién sabe a quién tendréis que matar. No, Joan, vuestro lugar está aquí, con vuestra familia…
—¿Sabéis que en el Vaticano se me considera traidor? —la interrumpió él.
—¿Traidor? Claro, no podéis decir que no, ¿verdad? Sois un simple peón de su juego. ¿Dónde está esa libertad de la que tanto alardeáis?
—Decido ir precisamente porque soy libre.
—No. Vais porque no os dan más opción. —Anna sentía una mezcla de rabia y miedo—. Os consideran traidor. Eso es una sentencia de muerte entre esa gente. ¿No es así? ¿No es esa la peor de las amenazas? ¿Qué harán después? ¿Me violarán, matarán a nuestros hijos, quemarán nuestra casa…?
—Escuchad, Anna. —El semblante de Joan se iba oscureciendo a pesar de que, en contraste con el de su esposa, su tono era calmado—. Si voy, es porque soy un hombre libre. Decidí libremente venir a Roma y abrir mi librería bajo la protección de Miquel Corella y los catalani, y eso tiene un precio. Ellos están conmigo y yo debo estar con ellos.
—Sí, pero cuando abristeis vuestra librería no os avisaron del precio…
—No, y confieso que fui tan ingenuo de pensar que era gratis. —Joan hizo una pausa—. Pero no hay nada gratis.
—Miquel Corella os engañó.
—No, no lo hizo. Simplemente, yo conocía poco del mundo y de la vida. Cualquiera con más experiencia lo habría sabido. Y si no, ved. Hace tiempo que sabemos dónde estamos, con quién y cuál es el precio. Y tomamos la decisión de quedarnos en Roma.
—Yo no tomé esa decisión.
—Sí, claro que la tomasteis. Por eso estáis aquí conmigo. Porque vos, igual que yo, sois libre.
—No, no lo soy. Ni vos tampoco.
—Os equivocáis, Anna —dijo Joan alzando la voz al tiempo que levantaba la carta falsificada por encima de su cabeza y asía el brazo de su mujer—. Yo soy libre.
Ella se cubrió la cara creyendo que iba a pegarle. Reconocía la furia ciega en la mirada opaca de su marido. Pero él mantuvo la carta en alto sin descargar golpe alguno.
—¡Me hacéis daño! —La mano de él se aferraba al brazo de ella.
—¡Y vos a mí! —repuso él elevando la voz—. ¡Nunca más! ¿Oís? ¡Nunca más oséis coartar mi libertad de elección!
Tomó unas mantas de un arcón y dando un portazo salió de la estancia. Anna sabía que iba a dormir al taller. Nunca antes lo había hecho. El pequeño Tomás, con solo cuatro años, que aún dormía en la alcoba con ellos, había presenciado la discusión sin decir nada, pero entonces se puso a llorar. Anna lo tomó en sus brazos para consolarlo, aunque al poco ella también lloraba.
—No, os engañáis —murmuró con rabia—. No sois libre. Todo lo contrario.
Por la mañana, Joan evitó hablar con su esposa y dio instrucciones a Paolo sobre la librería y a las criadas para su equipaje; partiría en la madrugada del día siguiente con su cuñado Pedro. Anna contemplaba cómo, ceñudo, lo disponía todo para una larga ausencia y sentía la tristeza crecer en su interior. Joan era capaz de dormir de nuevo en el taller e irse sin ni siquiera despedirse de ella. Y bien podía ser, aquella, la última vez que se vieran.
—Perdonadme, Joan —le dijo en un momento en que él se encontraba en la alcoba preparando sus armas—. Sé que hice mal.
Él la miró un instante, no dijo nada y continuó con su tarea. Anna supo que su marido sentía una cólera tan profunda que era incapaz de expresarla.
—Os lo suplico, dormid conmigo esta noche. No partáis con ese enfado, por favor.
Se acostaron juntos, aunque Joan ni siquiera quiso abrazarla cuando ella se acurrucaba contra él, y al despuntar el alba del 24 de diciembre se fue, junto a Pedro, el mensajero y unos hombres más, sin apenas despedirse.
Al verle partir, ella se dijo que aquellas serían las Navidades más tristes de su vida.