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Cuando Anna vio entrar a aquel hombre por la puerta de la librería sintió un escalofrío. Iba bien abrigado y, bajo su abultada gorra de viaje, una máscara negra cubría la parte de su rostro que su frondosa barba normalmente dejaría visible. Parecía que venía de muy lejos, el pliego lacrado en su mano evidenciaba que se trataba de un mensajero, y la máscara decía que no debía ser visto en Roma. La librera adivinó el resto y se estremeció.

—¿Don Joan Serra de Llafranc? —preguntó el hombre, que ni siquiera saludó. Sus modales denotaban urgencia.

—Ha salido —mintió Anna, que en aquel momento se encontraba sola con el aprendiz en la tienda de la librería.

El mensajero hizo un gesto de contrariedad.

—¿Os puedo ayudar? —preguntó Anna—. Soy su esposa.

—Sí, lo sé —contestó el hombre en valenciano—. Traigo un mensaje muy urgente de Miquel Corella.

Los temores de Anna se confirmaban. ¡Don Michelotto! Era diciembre, habían transcurrido casi dos años y medio desde el asesinato de Alfonso de Aragón y ella no había olvidado. En sus pesadillas aún veía el cadáver del esposo de Lucrecia y al capitán vaticano golpeándola para ponerle a continuación la soga al cuello. Por suerte, las conquistas de César Borgia, ahora, además de duque de Valentinois, duque de la Romaña, lo habían mantenido alejado de Roma. Durante un tiempo, Miquel había sido gobernador de una de las ciudades conquistadas; recibió varias heridas y un cañonazo estuvo a punto de arrancarle un brazo. Pero para disgusto de Anna había sobrevivido.

Ella intuía el contenido de aquel mensaje urgente que el valenciano enviaba a su esposo. Los catalani estaban en serios apuros. Después de alcanzar el cenit de su gloria conquistando la Romaña y sometiendo a Florencia y otros pequeños estados que le pagaban tributo por protección, César Borgia se enfrentaba a una sublevación de sus condotieros, los generales italianos que habían capitaneado sus tropas. A ellos se sumaba algún catalano renegado. Le tenían acorralado. Se comentaba en la librería que los Orsini, de nuevo, se encontraban tras la conspiración, y que esta vez tenían las de ganar. Si César Borgia era asesinado o apresado, el siguiente golpe se produciría en Roma. En él caería el papa. Y todo se derrumbaría como un castillo de naipes.

Anna miró la misiva en manos del mensajero. Con toda seguridad, Miquel Corella, que se jugaba la vida junto a su señor, le pediría a su esposo que acudiese en su ayuda. Faltaban pocos días para Navidad y Anna estaba segura de que Joan viajaría hasta el fin del mundo, como un lacayo fiel, para ayudar a aquel asesino. Tristes Navidades serían aquellas, porque Joan Serra, el esposo, el padre, el hermano y el hijo, quizá jamás volviera. Anna sentía un nudo de angustia formándose en sus tripas, pero disimuló.

—Le entregaré el mensaje tan pronto como llegue —le dijo al hombre tendiéndole la mano.

El mensajero dudó, pero al fin le dio el pliego lacrado. Ella sintió que aquel documento le quemaba en las manos.

—Gracias —repuso el hombre, que parecía apurado. Sin duda tenía más mensajes que repartir—. Es urgente. Necesito la respuesta hoy mismo. Debo partir pasado mañana.

—¿Dónde os la podemos hacer llegar?

—Al cuerpo de guardia del Vaticano. A nombre de Vicent Maull.

Cuando el hombre abandonó la librería, Anna miró la misiva y reconoció el sello de lacre de don Michelotto. Se dirigió al salón pequeño, guardó el pliego entre unos libros y después fue al taller, donde sabía que se encontraba su esposo.

Allí estaba Joan; sostenía en sus manos un libro que mostraba a su cuñado Pedro y a Paolo. Se acercó despacio para no interrumpir la conversación mientras contemplaba a su esposo, que, a sus treinta años, continuaba mostrando un aspecto de gran felino. Amaba a aquel hombre testarudo, y en aquellos últimos años, a pesar de sus discusiones cuando hablaban de don Michelotto y los catalani, habían sido muy felices. No quería que lo mataran, y menos por acudir a la llamada de socorro de un asesino.

—Os felicito, Pedro —decía Joan—. La impresión de esta partida de biblias es excelente, y lo mismo tengo que decir de la encuadernación.

—Me alegro de que así lo consideréis, Joan —repuso su cuñado sonriendo—. Los muchachos se esfuerzan.

—Sí, sí, tenéis razón —intervino Paolo—. Los libros están bien hechos. Sin embargo, a mí se me hiela la sangre en las venas cada vez que un cardenal o un obispo hojea alguno de nuestros libros… No temo que encuentren defectos de fabricación, sino que se den cuenta de que el libro que sostienen en sus manos está prohibido.

—No es lo mismo prohibido que no autorizado —replicó Joan con una sonrisa.

—Para el caso es lo mismo —repuso el romano—. Recordad que Alejandro VI emitió una bula en la que ordenaba, bajo pena de anatema, que no se imprimieran libros sin licencia previa del obispo, que debía revisarlos con anterioridad. Si descubren que desobedecemos, nos encarcelarán o algo peor.

—Esa bula fue una mera copia de la que emitió su antecesor —contestó Joan—. Seguramente la curia le presionó. El talante del papa es liberal. A principios de año le dijo al embajador de Ferrara que Roma era una ciudad libre y que cada uno puede pensar y escribir lo que se le acomode. Y que sabía que de él se decían muchas cosas malas, pero que le traían sin cuidado.

—Sí, y protege a los judíos y conversos huidos de España, deja que Copérnico enseñe en la Universidad de la Sapienza que la Tierra y los planetas giran alrededor del Sol a pesar de que la Biblia dice lo contrario y se ríe de los poemas satíricos y los libelos que escriben contra él —añadió Pedro.

—Habla de pensar y escribir, pero no de imprimir —aclaró Paolo—. Además, él será tolerante, pero su hijo César no lo es.

—Cierto —intervino Anna—. César mandó ejecutar este año a un veneciano que tradujo un libelo contra él. Y el año pasado le cortó la lengua y una mano a otro por un motivo similar. El papa le disculpa diciendo que su hijo es aún demasiado joven y no sabe soportar insultos.

—Yo digo que nos arriesgamos demasiado —continuó Paolo—. Debemos ser más prudentes.

—Conocéis nuestra forma de pensar, Paolo, y estáis aquí porque coincide con la vuestra —le dijo Joan—. Así que no os preocupéis, yo me hago responsable del riesgo. Por fortuna, aquí no hay Inquisición, y los que podrían ejercerla son amigos.

—Espero que sepáis lo que hacéis, Joan —concluyó Paolo, y regresó a la tienda.

Anna se dijo que no era la primera vez que mantenían aquel debate con semejante resultado. Pedro se alejó para revisar unos pliegos que estaban imprimiendo y los esposos se quedaron solos. Él le sonrió y ella le observó preguntándose qué hacer con la misiva.

—¿Me buscabais? —inquirió él.

—No, solo vine a ver qué hacíais. —El estómago se le revolvía al imaginar a Joan partiendo hacia la guerra en aquellos días fríos y destemplados.

Anna regresó al salón pequeño, recuperó el pliego y sin que su esposo la viera subió a su alcoba, donde después de echar el cerrojo, con manos temblorosas y un cuchillo, rompió el lacre para abrir el documento.

«Te necesito en Fano antes del 30 de diciembre», decía aquella nota firmada por Miquel Corella.

Aquel escueto mensaje era, simple y llanamente, una orden. Una orden que separaría a su esposo de la familia y le lanzaría a recorrer en Navidad caminos inhóspitos, lluviosos y nevados que le harían cruzar la cordillera de los Apeninos para llegar a las orillas del mar Adriático, donde quizá le esperase la muerte. ¿Cómo se atrevía don Michelotto a tratar así a su marido? Sentía temor y a la vez rabia. Tomó un papel y escribió:

«Lo siento, don Miquel. Asuntos familiares y de salud me impiden acudir. Que Dios os bendiga».

Imitó la firma de Joan, esperó a que la tinta se secara, dobló su mensaje y lo cubrió con un pergamino fino también doblado que selló con un lacre en el que estampó la enseña de su esposo, que mostraba un libro abierto. En la cubierta escribió el nombre del mensajero. Después, siempre sin que Joan se enterase, envió al aprendiz al Vaticano para que entregara la misiva en el cuerpo de guardia.

Sabía que antes o después Joan descubriría su mentira. Y que cuando eso ocurriera montaría en cólera, pero sería ya demasiado tarde. Prefería tenerlo resentido a su lado a muerto en un lejano y helado campo de batalla.