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Lucrecia Borgia y Sancha corrieron escaleras abajo hacia las habitaciones del papa, angustiadas a la vez que llenas de esperanza. ¡El santo padre protegía al joven Alfonso y salvaría su vida! Hablaron con el mayordomo de su santidad y este, previa consulta al pontífice, les franqueó la entrada. Las jóvenes se arrojaron a los pies de Alejandro VI, atropelladamente le contaron lo que sucedía y suplicaron clemencia para Alfonso de Aragón.

—Comunicadle a Micalet que el duque de Bisceglie no solo es mi yerno, sino también mi invitado, y está bajo mi protección —dijo al final del relato el papa, enérgico—. Le ordeno que le respete sean cuales sean sus órdenes. Y si le queda alguna duda, que baje a verme.

—¡Gracias! —respondieron ellas llenas de alegría, y subieron corriendo al piso superior.

Lucrecia y Sancha encontraron a don Michelotto, que hacía guardia frente a la puerta junto a cuatro de sus soldados.

—¡Mi padre os ordena que…! —le chilló la hija del papa. Y se detuvo porque Miquel Corella, con los brazos cruzados, negaba con su cabeza de toro clavando sus oscuros ojos en los de ella.

—¿Qué ocurre?

—Tengo malas noticias. Entré solo un momento a saludar al duque, pero se puso muy nervioso, quiso escapar, se cayó de la cama y ha muerto. Ha sido un desafortunado accidente.

—¡¿Qué?! —exclamó Lucrecia horrorizada abriendo con espanto sus ojos.

—¡Asesino! —El grito desgarrado procedía de Sancha de Aragón.

La princesa se precipitó sobre don Michelotto con la intención de clavarle sus cuidadas uñas en la cara. Pero este se desembarazó de ella de un manotazo e hizo un gesto para que sus soldados asieran a Sancha, que se puso a chillar pataleando desesperada para librarse de sus captores.

—¡Quiero verle! —gritó Lucrecia precipitándose hacia la puerta cerrada. Don Michelotto la sujetó para que no entrase.

—No se puede.

—¿Cómo que no se puede? ¡Asesino!

Los soldados la prendieron y ella escupió al valenciano, acertándole en la cara. Después estalló en un llanto desconsolado que la sacudía en unos hipos asfixiantes. Miquel Corella se limpió la faz con el dorso de la mano.

Los dos aprendices que acudieron a recoger a su patrona al Vaticano regresaron a la librería sin ella y sin noticias sobre qué le podía haber ocurrido. Joan ya los esperaba inquieto por el retraso. El librero montó en su caballo y, acompañado por Pedro Juglar, se dirigió a la ciudad del papa en busca de su esposa. El acceso al Vaticano estaba cerrado, pero ambos conocían a la guardia y alegaron que tenían un recado urgente para Miquel Corella. Allí se enteraron de que Alfonso de Aragón había muerto en circunstancias aún confusas. A Joan le dio un vuelco el corazón. ¿Qué le había ocurrido a Anna?

—Me temo lo peor —le confesó a su cuñado—. Con toda seguridad, Anna se encontraba con sus amigas, y ellas, con Alfonso de Aragón.

—La muerte del joven duque tiene que haber sido violenta —dedujo Pedro—. No habría si no todo este revuelo.

—Y Anna está implicada en el suceso. De lo contrario, hubiera regresado a casa.

Joan sentía una angustia terrible que le atenazaba, y con su cuñado se dirigió a toda prisa a los jardines de San Pedro. Los accesos a la residencia del papa estaban protegidos por una fuerte guardia que bajo ningún concepto les permitió el paso, a pesar de que Pedro gozaba de la amistad de alguno de los soldados. De nada sirvió preguntar por Miquel Corella, por Lucrecia Borgia o por Sancha de Aragón y alegar que eran portadores de un mensaje urgente.

Era ya noche cerrada cuando vieron que de la residencia papal salía una comitiva de veinte frailes silenciosos, con sus capuchas caladas y con antorchas, que portaban un féretro. La procesión se dirigió a la cercana capilla de la Virgen de las Fiebres y entró en ella junto con el arzobispo Francisco de Borgia. Al día siguiente, Pedro y Joan supieron que se trataba, como habían sospechado, del cadáver de Alfonso de Aragón y Nápoles, duque de Bisceglie, sobrino del rey de Nápoles y yerno del papa. Nadie pudo acercarse a su cuerpo y, a pesar de sus súplicas, Lucrecia y Sancha fueron encerradas en sus habitaciones sin que pudiesen asistir a la ceremonia ni despedirse del difunto. En la capilla, el arzobispo, sin otra música que las salmodias de los frailes, celebró un rápido y solitario oficio de difuntos en nombre del papa.

Los libreros no pudieron ver a Miquel Corella, y al poco los soldados los obligaron a salir del Vaticano sin darles respuesta sobre el paradero de Anna.

Después de tres días de angustia, sin noticias de su esposa ni del valenciano, Joan recibió un mensaje de Miquel Corella en el que le decía que le vería aquella tarde en el Vaticano. Se apresuró a acudir a la cita con el alma en vilo. César Borgia había ordenado una guardia especial de cien alabarderos con la excusa de proteger los aposentos papales de posibles conjuras. Allí permanecían, recluidas y aisladas, Lucrecia y Sancha, llenas de dolor, sin ni siquiera saber dónde había sido enterrado Alfonso. Al hijo del papa no le había importado admitir su responsabilidad en la muerte de su cuñado diciendo que lo había matado porque este pretendía matarle a él.

—¿Dónde está mi esposa? —inquirió Joan al entrar en el despacho de don Michelotto, sin saludar siquiera.

—Siéntate. Tengo malas noticias.

—Decidme lo que tengáis que decir —repuso Joan angustiado, aún de pie.

—Nada diré si no te sientas.

Joan se vio obligado a hacerlo. Su corazón batía acelerado en su pecho y su mano deseaba empuñar su daga.

—Tu mujer se entrometió en lo que no debía y fue testigo de lo que nadie debía ver.

El librero imaginó lo ocurrido, conocía a Anna. Tragó saliva. ¿Le estaba diciendo que la había matado?

—¿Qué le ha pasado? ¿Dónde está? —Un nudo en la garganta apenas le dejaba hablar.

—Aún vive.

—¿Qué queréis decir con eso?

—Que es una entrometida y que estuve a punto de matarla —dijo Miquel con tranquilidad—. Y que vivirá si llegamos a un acuerdo.

—¿Qué acuerdo?

—Por fortuna, a César no le importa decir que fuimos nosotros quienes matamos al duque. Si tu esposa promete no contarle a nadie lo que vio, incluidas sus amigas Lucrecia y Sancha, te la puedes llevar.

—No dirá nada.

—Eso espero —dijo don Michelotto siniestro—. De lo contrario, el mal del que hoy se libra caerá mañana sobre ella. Vive porque es tu esposa. Y porque tú eres de los nuestros y además mi amigo. De no ser así, la hubiera matado sin vacilar.

—Y yo a vos. —Joan lo dijo arrastrando las palabras. Miraba fijamente al capitán de la guardia vaticana.

—¿Me amenazas?

—Tanto como vos a mi esposa.

Se miraron desafiantes y Miquel Corella compuso aquella expresión que asustaba a la gente. Joan apretó las mandíbulas, le sostuvo la mirada y sintió que su mano temblaba de deseos de empuñar su daga. Sin embargo, en la cara del valenciano apareció una sonrisa.

—Anda, déjate de tonterías —le dijo—. ¿Quieres ver a tu mujer o no?