Aquel miércoles amaneció caluroso. Prometía ser uno de aquellos pegajosos días de verano en los que las miasmas flotarían por encima del Tíber y se extenderían por toda Roma. La ciudad continuaba plagada de peregrinos que superaban la capacidad de alojamiento no solo de las posadas, sino también de los conventos, hospitales e incluso de los domicilios particulares que los albergaban. El tiempo cálido permitía que durmieran por las calles, y los orines, las heces y la aglomeración de aquella masa humana producían olores fétidos y problemas de salubridad. Todos temían la llegada de la peste.
Miquel Corella se presentó en la librería antes de las horas de mayor calor.
—¿Qué tal va la guerra contra los bandidos? —le preguntó Joan.
—Terrible. Parece que todos los granujas de Europa se han dado cita en Roma para que el papa les perdone los pecados. Y antes de eso deciden ganarse el sustento del año robando, para así no tener que pecar durante una temporada. Como si no tuviéramos ya bastantes ladrones en esta ciudad.
—Los peregrinos son víctimas fáciles.
—Peregrinos y los que no lo son —repuso Miquel enfurruñado—. Ayer noche asaltaron al embajador de Francia e hirieron de gravedad a sus dos acompañantes en el territorio de los Colonna. Como puedes imaginar, eso es lo último que quiere César. Aparecen sinvergüenzas de lo más variado. Hace unos días detuvimos a un médico del hospital de Letrán que envenenaba a los enfermos para robarles sus pertenencias.
—La visión a la entrada del Vaticano de las almenas del castillo de Sant'Angelo repletas de ahorcados hace estremecer —dijo Joan—. Es un espectáculo macabro.
—Es una advertencia que sirve de poco —explicó don Michelotto—. Y créeme, todos los que cuelgan de allí son carne fresca, no tienen más que unas horas. Con este calor se pudren enseguida. Cada día capturamos al menos a veinte. Lo lamentable es que muchos de esos no eran delincuentes en su tierra, sino infelices iluminados en los que prendió la fiebre del peregrinaje y que vinieron a Roma confiando en la Providencia divina. Buena parte de los que no mueren por el camino llegan sin blanca; pasan hambre y terminan robando.
—No tendréis suficientes jueces.
—¿Jueces? —contestó el valenciano—. ¿Para qué quiero jueces?
Joan se quedó mirando a su amigo, sorprendido.
—Hay demasiados delincuentes, los jueces son para los ricos y estos son pobres. Los mando ahorcar de inmediato.
—¿De inmediato? ¿Sin juicio?
—Dejo que un cura los confiese y los absuelva de sus pecados. Y que los juzgue Dios. —El librero hizo un gesto de desagrado—. Sí, ya sé. Es un trabajo feo, pero alguien tiene que hacerlo.
Anna observaba con disgusto al valenciano. Había oído alguna frase de aquella conversación que venía a reforzar la opinión que sostenía desde hacía años sobre don Michelotto. Siempre trataba de evitarle y respondía brevemente a sus saludos cuando no quedaba más remedio. Sufría aún las secuelas emocionales de la violación ocurrida tres años antes y pensaba que don Michelotto era en gran parte responsable. No lo había impedido a pesar de poder hacerlo y quizá incluso lo había alentado para convertir a Joan en su instrumento, un sicario que asesinase a Juan Borgia para que su hermano César tomara el poder. Anna no podía entender cómo su marido continuaba considerándole un amigo a pesar de aquello y de cómo le había utilizado para acabar con Savonarola. Amaba a Joan y reconocía sus cualidades, pero en algunos aspectos, como aquel, se comportaba con una inocencia infantil que rozaba la estupidez.
Era casi medianoche cuando Alfonso de Aragón salía del Vaticano después de haber cenado con el papa para dirigirse a su palacio en Santa Maria in Portico, donde le esperaba Lucrecia. Una brumilla cubría la ciudad, pero no impedía que el cielo de Roma se mostrara cubierto de estrellas.
—Menos mal que ha refrescado —comentó Alfonso al gentilhombre napolitano que le acompañaba junto a un sirviente.
—Aun así, el ambiente sigue cargado —repuso el caballero.
Los peregrinos y mendigos dormían en cualquier lugar, tanto en la plaza de San Pedro como en los peldaños de la escalinata, y los tres jóvenes avanzaban con cuidado para no pisar a ninguno, pues tenían que pasarles por encima.
—Están por todas partes —dijo Alfonso—. Me admira la confianza que estas pobres gentes tienen en la Divina Providencia. No todos los que salieron de sus casas habrán llegado a Roma, y de los que llegaron pocos regresarán.
—Sin embargo, los que lo consigan dejarán aquí sus pecados —repuso el gentilhombre con ironía.
—Que Dios los ampare —concluyó el duque.
Mientras avanzaban oían ronquidos, conversaciones en sueños y a lo lejos el murmullo de la guardia vaticana. Aquella humanidad tendida desprendía un tufo desagradable.
Estaban a punto de cruzar frente a la iglesia de las Bendiciones cuando de pronto varios de aquellos cuerpos tumbados en el suelo cobraron vida y las dagas brillaron bajo la mortecina luz de las estrellas. Apartaron al criado y al gentilhombre y se abalanzaron sobre el duque.
—¡Traición! —gritó este.
Logró desenvainar espada y daga y trató de defenderse mientras sus acompañantes intentaban ayudarle. El mar de cuerpos que cubría la plaza se agitó como en una tempestad; unos querían huir, otros, a más distancia, se levantaban para contemplar el intercambio de cuchilladas, y unos cuantos más se unieron a los atacantes. Estos se multiplicaron, salían de todas partes, y los napolitanos luchaban con desesperación. El duque se defendía con bravura, devolviendo golpe por golpe, y el sonido del acero y los gritos se extendió por el Vaticano. Los sicarios eran muchos y lograron golpear al de Aragón, primero en la cabeza, después le atravesaron el muslo y le acuchillaron en los hombros. El joven presentaba una sorprendente y tenaz resistencia, pero terminó perdiendo el equilibrio y los esbirros se abalanzaron sobre él. Los gritos de los napolitanos y el tumulto alertaron a la guardia del palacio papal, que acudió a la carrera en su ayuda. Llegaron en el momento en el que los sicarios trataban de rematar al joven para arrastrar su cuerpo al Tíber y arrojarlo a sus aguas.
Los atacantes, quizá creyendo muerto al de Aragón, no presentaron resistencia a los soldados y pudieron huir gracias a unas escalas que habían situado en los muros del Vaticano. De inmediato se oyó galopar de caballos al otro lado de la muralla. Los testigos aseguraron que había más de cuarenta asaltantes perfectamente coordinados y que no abandonaron a ninguno de los suyos en el campo de batalla.
Todo el Vaticano se puso alerta. La guardia cargó con el cuerpo hasta el interior del palacio y el papa, que se encontraba ya en la cama, se levantó para correr al encuentro de su yerno. El joven estaba moribundo, pero aún conservaba un hálito de vida. En vista de que era imposible trasladarlo a su palacio en Santa Maria in Portico, el pontífice ordenó que se le instalase en la llamada torre nueva del jardín de San Pedro, justo encima de sus propias estancias. Se reforzó la guardia en todas las puertas del palacio mientras, a pesar de la hora, la noticia se extendía por Roma. Al duque se le asignaron quince hombres de escolta y se llamó a los mejores médicos y cirujanos. Lucrecia y Sancha, desesperadas y arrasadas en llanto, acudieron en cuanto las avisaron. La hija del papa sentía que un terrible dolor le atenazaba el corazón; amaba a su esposo apasionadamente.
Alfonso de Aragón se moría. Los médicos dijeron que tenía el cráneo roto y trataron de contener las múltiples hemorragias que desangraban al joven. Sus ropas estaban hechas jirones; tenía cortes profundos por todo el cuerpo, en el torso, en la cadera, en las piernas y en el brazo derecho.
Un cardenal le dio la extremaunción. A pesar de la pérdida de sangre, el de Aragón la recibió consciente y sereno. Y entonces, frente al papa, sus parientes napolitanos, que habían acudido al enterarse de la noticia, y múltiples eclesiásticos, explicó los detalles del ataque y culpó a César Borgia. Al oírlo, su esposa Lucrecia sufrió un vahído y se desplomó al suelo. Angustiado, el papa acudió al auxilio de su hija musitando una oración.