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—El gran consejo de la Señoría se niega a entregarnos a Savonarola —informó Miquel Corella al día siguiente—. Han encerrado a los frailes en la torre del Alberghettino y serán juzgados por traición a Florencia.

—No os preocupéis, que el fraile ya está condenado —dijo Innico d'Avalos—. Le torturarán hasta que confiese lo que quieran hacerle confesar.

—Aun así, hemos llegado a un acuerdo y la Señoría acepta que se le someta a la vez a un proceso de herejía por parte de un tribunal eclesiástico —añadió Miquel—. Los florentinos nos niegan su extradición, pero admitirán a nuestros jueces apostólicos.

El capitán vaticano había empleado el día entero en negociar, junto con Niccolò, con la Señoría de Florencia y estaba satisfecho del resultado. Mientras, Innico, Giorgio y Joan dedicaron la jornada a debatir la mejor ubicación para la librería que se inauguraría lo antes posible en Florencia.

Al día siguiente, Joan habló con Innico d'Avalos.

—Excelencia —dijo—, pienso que Giorgio y el resto de mis empleados florentinos en Roma, que querrán regresar de inmediato a Florencia, son más que suficientes para abrir una excelente librería. Por mi parte, no deseo quedarme y presenciar el destino de los frailes dominicos. Regresaré a Roma y desde allí seré de mayor ayuda enviando los libros que se precisen, tanto de mi imprenta como de otros impresores.

—Os comprendo —repuso el marqués—. Iros con mi bendición y ayudadnos desde Roma.

Antes de partir, Joan se despidió de sus amigos y en especial de Niccolò. Estaba a punto de ser nombrado jefe de la segunda cancillería de Florencia, con la considerable asignación de ciento noventa y dos florines anuales.

—Estoy seguro de que triunfaréis en la política más incluso que con los libros —le dijo Joan sonriente.

—Espero que nos volvamos a ver —repuso Niccolò—. Gracias por ampararnos a mí y a mis camaradas durante nuestro exilio. Gracias también por vuestra ayuda a mi primo Giorgio con su librería. Y por encima de todo, gracias por vuestra amistad.

—Os echaré en falta.

—Escribiré. Sabréis por mi pluma el final de esta historia que vos ayudasteis a escribir.

Casi dos meses después, Joan recibía una carta de Niccolò dei Machiavelli.

Después de más de cuarenta días de torturas varias, y de que los tres frailes confesaran, se arrepintiesen de haber confesado y volvieran a confesar con la ayuda de más torturas, Silvestro Maruffi, Domenico de Pescia y Girolamo Savonarola fueron condenados por traición a Florencia y herejía.

Sus seguidores se esconden y hasta los mismísimos frailes del convento de San Marco han escrito una carta al papa renegando de su antiguo prior y pidiendo perdón. En el consejo de la Señoría solo uno de los representantes se atrevió a hablar en su favor. Quien antes poseía Florencia morirá solo junto a sus dos hermanos.

Joan cerró los ojos tratando de recordar el convento de San Marco, a los niños de blanco cantando e imponiendo la virtud a la fuerza, el poder de la palabra de los sermones inflamados y el esplendor y la gloria de las hogueras de las vanidades.

No pudo evitar escribir una nota en su libro: «Vanidad. Los sermones, los cánticos, los ayunos y penitencias, las propias hogueras de las vanidades no dejaban de ser vanidad en sí mismas. Y han pasado como todo lo vano pasa».

Anticipaba el triste final y se forzó a continuar leyendo.

El pasado viernes después de la hora tercia arrancó la comitiva, formada por oficiales de la ciudad que portaban insignias y pendones con timbales, trompetas y fanfarrias, seguida por una gran muchedumbre, y condujo a los tres frailes, en un largo y lento cortejo, desde sus mazmorras hasta el centro de la plaza de la Señoría de Florencia.

Allí, en el mismo sitio donde tenían lugar las solemnes hogueras de las vanidades, se alzaba el patíbulo. En lo alto de una tribuna situada al final de la escalinata del Palacio Viejo, los comisarios papales los declararon herejes y cismáticos, y un obispo celebró la ceremonia de desconsagración, que duró más de dos horas, por la que dejaban de ser eclesiásticos. Al terminar les arrancaron los hábitos con violencia y se les afeitaron las manos, el rostro y la cabeza para quitarles la tonsura. Sin embargo, se les ofreció la absolución si se arrepentían, pues en un gesto de clemencia el papa les había concedido una indulgencia plenaria de sus pecados que les evitaría las penas del purgatorio. Y los que hasta instantes antes habían sido frailes la aceptaron con reverencia. Descalzos, rapados, atados y cubiertos con un simple sayo blanco, se les hizo subir al cadalso, donde se les leyó la sentencia de muerte, y las autoridades eclesiásticas los entregaron al brazo secular para que procediera a su ejecución.

Los tres se mostraron dignos, serenos y resignados —continuaba Niccolò—, pero ofrecían un aspecto frágil e insignificante. Parecían haber encogido de tamaño en comparación con su apariencia en sus tiempos de gloria.

Era ya pasado el mediodía cuando el primero de ellos, Silvestro Maruffi, subió al patíbulo, que consistía en una alta horca situada sobre una plataforma de madera rodeada de leña. Al poco, su frágil y endeble cuerpo se balaceaba colgado del cuello y sujeto con cadenas de hierro. Le siguió Domenico de Pescia y dejaron para el final a Savonarola, que tuvo que presenciar la muerte de sus compañeros. Cuando este subía al cadalso, una voz burlona gritó: «Ahora es el momento para el milagro. ¡Oh, profeta, sálvate a ti mismo!». El antiguo prior se limitó a lanzarle una mirada triste y continuó sin detenerse en su camino hacia la muerte.

El verdugo tuvo especial cuidado con él al sujetarle la cuerda al cuello y descolgarle con suavidad para que, ayudado por su poco peso, tardase más tiempo en morir. Después se apresuró a bajar y a encender la hoguera, para que así Savonarola sufriera también la tortura de las llamas durante su agonía. Sin embargo, su premura le hizo perder pie, cayó de la escalera al suelo, levantando un gran griterío entre la muchedumbre, y a punto estuvo de matarse.

Fue una hoguera espléndida que reservaba el espectáculo de grandes llamaradas y estampidos provocados por bolsas de pólvora y petardos escondidos entre la madera. Los cadáveres, sujetos por cadenas, se fueron quemando durante horas, desmembrándose poco a poco. Los troncos de los cuerpos, aun quemados, continuaban colgando de las cadenas, y la muchedumbre trató de derribarlos a pedradas. Ante la sospecha de que muchos de los asistentes deseaban apropiarse de parte de ellos como reliquias, la Señoría ordenó al verdugo abatir el poste y quemar los restos en su totalidad en una segunda hoguera.

Las cenizas, custodiadas por soldados, se depositaron cuidadosamente en cajas, que subieron a carros y que vaciaron en el río Arno a la altura del Puente Viejo. Se dice que muchos devotos fueron río abajo y desde las orillas o en barca trataron de recuperar cualquier resto que flotara.

Joan cerró de nuevo los ojos y recitó, una tras otra, varias de las oraciones del convento de San Marco. Se sentía a la vez triste por aquel terrible final y aliviado. Los frailes, incluido Silvestro, se habían mostrado dignos hasta el último momento. Se dijo que la muerte de Savonarola representaba un avance en su lucha por la libertad. Aunque ¿libertad para quién? Continuó su lectura de las reflexiones finales de su amigo Niccolò dei Machiavelli.

Con respecto a los profetas desarmados cuyas únicas armas son las oraciones, sus obras y reformas duran lo mismo que la creencia del populacho en ellos. Y esa es la historia del hermano Savonarola.

Joan reflexionó sobre aquellas palabras y escribió en su libro: «El papa Borgia gana. Acierta al asegurarse antes el poder de las armas que el del espíritu. Necesita a César y a don Michelotto».

Era la hora de cenar y Joan se dirigió pensativo al comedor.

—Traes mala cara, Joan —le dijo Eulalia, que le escrutaba amorosa al tiempo que vigilaba cómo las criadas ponían la mesa—. Trabajas demasiado.

Joan sonrió, y su mirada se encontró con la de su esposa, que le devolvió la sonrisa. Estaba terminando de dar la cena a Ramón y ya se le notaba el embarazo. Anna no dijo nada. Sabía que su esposo se había encerrado a leer la carta de Niccolò que ella leería más tarde, y que el fin de los frailes, a pesar de su fanatismo y su locura, entristecía a su marido.

—Pues sí, madre —le contestó amable—. La gente no hace más que pedir libros y alguien los tiene que imprimir, encuadernar y vender…

—Contrata a más gente —repuso ella categórica.

En aquel momento irrumpió en el comedor Pedro Juglar soltando un rugido y crispando los dedos de sus manos a modo de garras.

—¡Tengo hambre! —proclamó—. ¡He estado a punto de comerme uno de los libros que encuadernaba!

Joan pudo ver el brillo feliz en la mirada de su hermana y la sonrisa que se dibujó en su rostro, al igual que en el de sus hijos Andreu y Martí, de doce y diez años. Pedro lanzó otro rugido y se abalanzó sobre el más pequeño fingiendo comerle. El chiquillo chilló, riendo al mismo tiempo. Andreu, también entre risas, acudió a acometer al aragonés en defensa de su hermano.

Las chanzas se sucedieron en la cena, aunque a Joan le costaba participar. No podía dejar de pensar en los catalani y en su poder, que seguramente sería tan vano como el de Savonarola. Le preocupaba la ambición desmedida de César Borgia. No le gustaba. El hijo del papa no se conformaría con derribar a Savonarola. Quería Italia entera. Algo terrible se estaba gestando y no tenía duda de que cuando ocurriera, don Michelotto le involucraría. Él solo deseaba hacer un buen trabajo como librero y disfrutar de su familia y de la libertad. Pero no le dejarían. Aquella paz era solo temporal, presentía que algo nefasto se estaba fraguando en silencio.

Su mirada se cruzó de nuevo con la de Anna, que le sonrió, y él le devolvió la sonrisa. En su embarazo continuaba tan bella como siempre, y el corazón le dio un vuelco al pensar que en unos meses le daría su primer hijo. Espantó sus pensamientos diciéndose que disfrutaría de su esposa y del resto de la familia mientras la paz durase. Y que cuando el tiempo cambiara, los defendería con su vida y con la ayuda de Dios.