Joan sintió una sensación extraña al ver de nuevo la puerta de San Frediano de Florencia, por la que había entrado como fraile y que había atravesado en su huida a caballo con el libro robado. Ahora llegaba junto a una pequeña fuerza vaticana al mando de la cual estaba Miquel Corella.
La tropa tuvo que acampar en el exterior de las murallas, ya que la Señoría se negó a dejarla entrar alegando que todos los extranjeros, a excepción de los mercenarios contratados por la ciudad, debían permanecer fuera de sus muros durante la ordalía. No querían intromisiones foráneas. Sin embargo, como deferencia al papa, prometieron abrir las puertas a don Michelotto y a una parte de su tropa al día siguiente. Este aceptó y contrató a un mensajero florentino para que entrase y saliera de la ciudad y le informase del desarrollo de los acontecimientos.
—Será divertido —dijo Miquel.
—A no ser que Savonarola haga un milagro —repuso Joan irónico.
El valenciano sonrió negando con la cabeza. Junto a ellos, además de Innico d'Avalos y Giorgio, se encontraba Niccolò, que había salido de la ciudad a recibirlos tan pronto como llegaron.
—Savonarola ha perdido muchos partidarios en el consejo de la Señoría en los últimos meses —explicó el florentino— y ya puedo moverme por la ciudad con libertad. Es aún poderoso, aunque su futuro depende de lo que hoy ocurra. La Señoría ha mandado construir en la plaza que lleva su nombre, frente al Palacio Viejo, una plataforma de madera y leña de unos cien pasos de largo por veinte de ancho y de una altura superior a la de un hombre. Toda ella está embadurnada de aceite y resina para que arda mejor. La plataforma tiene dos estrechos pasillos en extremos opuestos, por donde tendrá que entrar cada uno de los frailes cuando la estructura empiece a arder. El resultado solo puede ser la muerte o un milagro.
—Será un suicidio —dijo Miquel Corella—. ¿Tan locos están esos frailes?
—Ya lo veremos —respondió Niccolò encogiéndose de hombros—. Lo cierto es que Florencia entera está pendiente del espectáculo.
Niccolò regresó a la ciudad para presenciar los acontecimientos y al rato el mensajero de Miquel trajo noticias.
—Los franciscanos han llegado primero y después lo han hecho los dominicos, cantando: «Dejad que se muestre el Señor para que sus enemigos sean dispersados» —relató el hombre—. Pero tan pronto como se han encontrado unos frailes y otros, han empezado a discutir. Fray Domenico, el suprior dominico, vestía una capa que los franciscanos querían que se quitase, pues decían que Savonarola la ha encantado. Y aún siguen discutiendo.
—Eso promete ser una tragicomedia —dijo Joan.
—Lo cierto es que la gran multitud congregada en la plaza se está impacientando —continuó el mensajero—. Están ansiosos por contemplar el espectáculo, con o sin milagro.
Al cabo de un tiempo, el emisario regresó con nuevas.
—Después de un largo debate, fray Domenico ha aceptado dejar la capa, pero con intención de cruzar las llamas acompañándose con su escapulario, un crucifijo y la hostia consagrada. Eso ha provocado otra larguísima discusión entre los frailes, hasta que fray Domenico ha aceptado dejar el crucifijo, pero de ninguna forma la hostia consagrada. La multitud ruge furiosa. Ahora los frailes debaten sobre la esencia física y espiritual de la hostia.
—Están cavando su propia tumba —dijo Miquel Corella—. Este es el fin de Savonarola.
Al poco se desató una fuerte tormenta que obligó a Joan y a los demás a refugiarse en las tiendas.
—No va a haber ordalía —dijo el librero—. Las maderas estarán empapadas.
—Se han pasado la mañana discutiendo —comentó Innico d'Avalos—. Y la multitud, que esperaba un espectáculo, se ha quedado con un palmo de narices. Me imagino cómo estarán los florentinos.
—Furiosos y calados hasta los huesos —sentenció Miquel Corella sonriendo.
El día siguiente era Domingo de Ramos y las tropas vaticanas cruzaron la puerta de San Frediano para instalarse en Oltrarno, el barrio de la margen izquierda del río. Joan, Innico y Miquel Corella se encaminaron al convento de San Marco, mientras Giorgio, el maestro encuadernador y futuro librero en Florencia, iba en busca de su primo Niccolò. Cuando llegaron a la altura de la catedral presenciaron un tumulto. Los fieles se habían reunido en el templo para escuchar el sermón de uno de los discípulos de Savonarola.
Apenas empezó este su alocución cuando una multitud enfurecida penetró en la catedral y atacó a los devotos, que huyeron despavoridos, algunos de ellos hacia el norte, para refugiarse en el convento de San Marco. Joan vio entre los perseguidores a Francesco, el proxeneta al que había conocido en el burdel donde se escondía Niccolò. Blandía una garrota y era de los que más gritaban. Joan imaginó que su amigo no andaría lejos.
Al poco se encontraron con Niccolò y Giorgio, que los invitaron a almorzar. Una vez acomodados, el florentino les explicó lo ocurrido el día anterior.
—Los franciscanos no tenían intención de inmolarse en la hoguera. Por eso buscaron todo tipo de controversias sobre la capa, el crucifijo y la hostia consagrada con las que fray Domenico pretendía entrar en el fuego. No creían en el milagro.
—Y ¿los dominicos sí? —inquirió don Michelotto.
—Parece que fray Domenico, con el apoyo moral de Savonarola, aunque imagino que con dudas, iba a hacerlo. Los franciscanos le llegaron a decir que entrara solo y que hiciese el milagro por su cuenta, a lo que él se negó.
Joan movió la cabeza en un gesto mezcla de consternación e incredulidad. Se imaginaba al fraile entre las llamas y, conociendo las interioridades del convento, tuvo que admitir que el suprior debía de creer en la posibilidad del milagro.
—El caso es que no hubo ordalía, la muchedumbre se mojó y, como tampoco hubo explicación oficial, todo quedó en rumores, que culpan a Savonarola. Así que muchos de los llorones se han pasado al bando de los nuestros, los indignados —explicó Niccolò.
—Y ¿qué está ocurriendo ahora? —quiso saber Innico d'Avalos.
—Bandas de chiquillos pobres, a cambio de una propina, están apedreando a los partidarios de Savonarola. Ya han muerto dos. Y grupos armados recorren los barrios con mayor presencia de llorones, intimidándolos.
—Y ¿qué hace el gobierno de la Señoría?
—No hace nada ni tampoco lo hará —repuso Niccolò con una sonrisa.
—Buen trabajo —le felicitó don Michelotto satisfecho.
Aquella tarde, las masas furiosas rodearon el convento de San Marco, donde se habían refugiado los frailes dominicos y algunos de sus seguidores. La campana del monasterio, llamada por el pueblo Llorona, empezó a repicar pidiendo ayuda. Pero los enemigos de Savonarola controlaban las calles y nadie acudió. Y a continuación, ante los ojos de Joan y sus compañeros, se desató el asalto.
El prior tenía prohibido guardar armas en el edificio; sin embargo, era evidente que algunos habían desobedecido, pues desde las ventanas se defendían con lanzas, mientras otros empezaron a derribar la parte superior de la iglesia para arrojar piedras y cascotes contra los asaltantes.
—Como entren será el fin del fraile —dijo Miquel con una sonrisa.
Joan no respondió. Le entristecía aquel espectáculo. Recordaba aquel convento perfectamente ordenado, un remanso de paz y oración. Ahora se había convertido en un infierno. Varios de los sublevados y de los frailes murieron en la trifulca. Entonces, Savonarola condujo a los suyos al coro de la iglesia y les ordenó deponer las armas, rezar y entregarse. Pero cuando los alborotadores lograron alcanzar el coro, muchos de los frailes y de los llorones, viendo la muerte cerca, no se resignaron y emprendieron de nuevo la lucha. La batalla duró hasta el anochecer, y al fin llegaron los soldados de la Señoría con órdenes escritas de detener la violencia y arrestar a Savonarola, a fray Domenico y a fray Silvestro. Proclamaron que los frailes serían juzgados y con ello la multitud se calmó, esperando acontecimientos.
El prior Savonarola tomó la hostia consagrada y, elevándola en sus manos, ordenó a los supervivientes que le siguieran a la biblioteca; estos, a la vista del cuerpo de Cristo, obedecieron. Después rezaron juntos, y fray Domenico, fray Silvestro y Savonarola se entregaron sin resistencia, para evitar más muertes y la destrucción del convento.
Joan los vio salir apenado y el aspecto de fray Silvestro, sin su joroba, le pareció extraño. Era pasada la medianoche y la multitud les gritaba y les escupía a la luz de las antorchas, tirándoles cuanto tenían a mano. Un hombre golpeó a Savonarola por la espalda y le gritó:
—¡Si eres profeta, adivina mi nombre!
Otro trató de quemarle la cara con una tea. Los soldados apenas podían contener a los indignados, que querían linchar a los frailes, y Joan, sin poder evitarlo, desenfundó su espada y se colocó al lado de fray Silvestro, amenazando a la multitud y defendiéndole. Buscó la mirada del monje, pero este la tenía perdida en el vacío, estaba ausente. Aquello entristeció al librero, y su pena se hacía mayor al intuir el destino que les esperaba a sus antiguos «hermanos». Se sentía culpable.
—Fray Silvestro —le dijo en voz alta, casi al oído—. No temáis, os defenderé.
El monje ni le miró. Parecía encontrarse en uno de sus trances sonámbulos y murmuraba palabras inconexas. En cambio, se encontró con los penetrantes ojos de Savonarola. Le había reconocido y su mirada estaba cargada de reproches. Joan no pudo sostenerla y dirigió la vista hacia el gentío que los rodeaba.
—¡Al que se acerque le traspaso! —gritó.
—¿Estás loco? —le increpó Miquel Corella, aunque había desenvainado su espada para defender a Joan—. ¡Vámonos de aquí!
Los atacantes, sorprendidos, se distanciaron algo, permitiendo que los soldados avanzasen.
—¡Joan! —oyó que le gritaban.
Era Niccolò, que llegaba con Francesco, su camarada proxeneta convertido en líder revolucionario.
—Enfundad la espada —le dijo cogiéndole del brazo—. No les ocurrirá nada, queremos que sean juzgados.
Cuando Joan lo hizo, el florentino le abrazó.
—¡Este es un gran día! —exclamó—. El día de la libertad.
Sin embargo, Joan recordaba la paz del convento y sus conversaciones con el fraile de ojos azules mientras trataba de contener una lágrima.