A pesar de la inquietud que a Joan le causó su entrevista con César Borgia, aquel fue un invierno feliz. La boda de María se celebró con la asistencia de todos los empleados de la librería y muchos compañeros de armas de Pedro, incluido don Michelotto, en un ambiente de gran alegría en el que el novio fue requerido para tocar su guitarra y cantar. A partir de aquella noche, Pedro Juglar dejó de dormir en el taller de los aprendices para hacerlo con su esposa en el primer piso de la segunda casa.
La siguiente gran celebración tuvo lugar a finales de febrero, cuando Anna anunció que estaba embarazada de dos faltas. Joan no cabía en sí de alegría y su esposa puso toda su ilusión en aquel ser que crecía en su seno. Sabía que no había mejor regalo para su esposo. A esto le siguió el mismo anuncio el mes siguiente por parte de María. La familia Serra prosperaba y crecía y Joan no dejaba de agradecerlo en sus oraciones.
El 20 de marzo de 1498 apareció en Roma el gobernador de la isla de Ischia, Innico d'Avalos, marqués del Vasto. La paz firmada entre Francia y España el año anterior le permitía viajar, dejando el gobierno en manos de su hermana Constanza, con la tranquilidad de saber que su isla no sería atacada. Ischia era un enclave estratégico del reino de Nápoles y su gobernador, una figura relevante, por lo que se alojó en el palacio del embajador napolitano. Su primera actividad en Roma fue visitar al papa y a su hijo, aliados de su señor, el rey de Nápoles.
Innico aceptó la invitación del matrimonio Serra y durante la comida en el primer piso de la librería les preguntó si aún seguían comprometidos con las tres libertades representadas en su medallón. Le respondieron afirmativamente y le contaron su lucha, que el marqués ya conocía, tanto por ayudar a los indignados que quedaban en Florencia a salvar todos los libros florentinos posibles como por imprimir libros que compensaran los quemados en las hogueras de Savonarola. El marqués se mostró complacido por ello y satisfecho por el éxito de la misión de Joan en Florencia. El librero se sorprendió al comprobar que el napolitano conocía detalles que él no le había contado. ¿Quiénes le estarían informando? Con toda seguridad, alguien que ocupaba posiciones claves del Vaticano.
—El tiempo de Savonarola está a punto de terminar —dijo el marqués repitiendo lo afirmado tiempo antes en su carta.
—Sí, pero ¿cuándo? —quiso saber Joan—. Eso ya nos lo dijisteis hace tiempo.
Innico d'Avalos sonrió.
—Cuestión de días. ¡Se han perdido tantos libros maravillosos, tantos extraordinarios conocimientos de la humanidad en barbaries como la de Savonarola!
El marqués se acarició la barba canosa, casi blanca, mientras los miraba con sus grandes ojos oscuros. Su extraño medallón de oro, que mostraba un triángulo isósceles dentro de un círculo, brillaba a través de la abertura de su camisa.
—Imaginaos los incendios de la biblioteca de Alejandría —continuó—. O los de las bibliotecas de Constantinopla cuando la tomaron los turcos, o tantos otros ejemplos de cómo unos instantes de salvajismo pueden acabar con miles de horas de estudio y saber. La de Savonarola es una barbarie comparable a esas, y he decidido quedarme en Roma a esperar su caída. Cuando eso ocurra iré a Florencia a presenciarlo, y me gustaría que vos, Joan, me acompañarais.
Los Serra se miraron sorprendidos.
—Sería un honor, marqués —repuso Joan cauto—. Sin embargo, me gustaría saber si ese viaje, aparte de contemplar el fin de esos frailes, tiene algún otro propósito.
El gobernador de Ischia sonrió.
—Sí que lo tiene —dijo—. Florencia ha sido la cuna más brillante de la cultura en Italia y esos fanáticos la han destrozado. Quiero contribuir al retorno de ese espléndido pasado y que vos me ayudéis a abrir una librería libre igual que la vuestra. ¿Qué tal ese Giorgio di Stefano que trabaja con vos y al que me habéis mencionado en vuestras cartas? Según me decíais, es florentino…
—Es el hombre adecuado —repuso Joan, al que la idea le entusiasmaba—. No le tendréis que aleccionar sobre las tres libertades. Es un firme opositor a Savonarola y cree en ellas.
—Bien —aprobó el marqués satisfecho—. Me gustaría hablar con Giorgio di Stefano y si es nuestro hombre, prestarle dinero y avalarle como hice con vos cuando supe del proyecto de vuestra librería. Os pido a vos que hagáis lo mismo.
Joan miró a Anna invitándola a hablar.
—Apreciamos mucho a Giorgio y le ayudaremos, marqués —dijo ella—. Sin embargo, nos gustaría saber cómo podéis estar tan seguro del inminente fin de Savonarola.
—La mayoría de los seguidores de Savonarola lo son porque le creen un profeta del Apocalipsis —repuso el marqués con un gesto amable—. El robo del libro por parte de vuestro marido ha sido un tremendo golpe para los frailes; creen haber perdido el poder de la profecía. Y conforme Savonarola pierde poder, las presiones del papa sobre el gobierno de Florencia son más efectivas. Estoy a la espera de los compases finales de la tragedia.
—¿Sabes lo último ocurrido en Florencia? —le preguntó Miquel Corella a Joan con una sonrisa de triunfo unos días después. Le había ido a ver a la librería para darle la noticia.
—No. ¿Qué?
—Savonarola desafía otra vez al papa y predica de nuevo a pesar de la prohibición de este. Además, interceptamos a un mensajero con una carta en la que convocaba un concilio universal para derrocar a Alejandro VI.
—Desconocía eso último.
—Pues así es —repuso el valenciano—. De todas formas, Savonarola no es ya lo que era y los florentinos desconfían de su poder profético. Pero como aún no está acabado, hemos tenido que actuar rápido.
—¿Actuasteis? —Joan comprendía ahora que él había sido solo una pequeña pieza del mecanismo que acabaría con Savonarola.
—Los franciscanos del convento de la Santa Croce son enemigos declarados de los dominicos de San Marco. Les indigna que los de Savonarola se atribuyan una relación especial con Dios y que la gente de Florencia lo crea. Pues bien, el prior franciscano, Francesco da Puglia, ha proclamado con insistencia que la inspiración divina que se atribuye Savonarola es falsa y que Dios no le concede favores especiales. Así que le retó a caminar juntos por el fuego para que Savonarola demostrase que Dios le protegía sin quemarse. Fray Francesco afirmaba que era consciente de que sería pasto de las llamas, pues no pensaba pedir ningún milagro.
—Y ¿qué dijo Savonarola?
—Se negó diciendo que él está reservado para trabajos más elevados, pero accedió a que fray Domenico de Pescia, que se ofreció gustoso, ande por el fuego.
—¿El suprior? —inquirió Joan sorprendido—. ¡Está loco!
—Parece mentira que tú, que has sido fraile, digas eso —repuso Miquel con una sonrisa divertida—. Es un hombre con fe. Pero aquí no acaba la historia. Fray Francesco, el prior franciscano, se niega a quemarse vivo si no es junto a Savonarola. Vamos, una cuestión de jerarquía. Y así, uno de sus frailes, Giuliano Rondinelli, ha tomado su lugar.
Joan no pudo evitar reír y Miquel le acompañó.
—El asunto se ha convertido en un gran evento en Florencia y los frailes han sido llamados por la Señoría para registrar por escrito los términos del trato —continuó Miquel—. Y el acuerdo es este: si el dominico salva su vida después de atravesar una gran hoguera, lo cual sería un milagro, y el franciscano no, fray Francesco da Puglia será desterrado de Florencia por acusar injustamente a Savonarola. Pero si ambos mueren, entonces Savonarola es el falsario y será desterrado de Florencia.
—Eso obliga a los dominicos a pedir un milagro de Dios. Y que ocurra en público.
—Exacto. Y ¿crees que el Señor lo concederá?
—No lo creo —repuso Joan pensativo—. Ya podéis hacer santo a ese franciscano si muere en la hoguera. Buen favor os hace.
—Lo de su santificación se puede arreglar. —Miquel sonreía—. El día 7 de abril tiene lugar el juicio de Dios, la ordalía, y yo iré con una unidad del ejército vaticano para que la Señoría se convenza de una vez por todas de que debe dejar de proteger a ese hombre y nos lo entregue. El marqués del Vasto, Innico d'Avalos, viene con nosotros y me ha pedido que te invite. Tenemos el tiempo justo para llegar. ¿Vienes?