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—Te espero mañana a mediodía en el Vaticano —le dijo don Michelotto a Joan cuando este le entregó el Libro de las profecías, después de relatarle lo ocurrido en Florencia—. César Borgia tendrá algo que decirte.

A Joan no le gustó la expresión ceñuda de su amigo, le conocía. Estaba enojado.

—Espero que César, al contrario que vos, sepa agradecer mi esfuerzo y los peligros a los que me he expuesto —repuso Joan—. Y que celebre el éxito de la misión.

—No se puede hablar de éxito cuando se desobedece una orden.

—¿Con respecto a fray Silvestro Maruffi?

—Sí.

Joan meneó la cabeza disgustado; había esperado otro recibimiento.

El regreso, en una de las galeras de Vilamarí, había transcurrido sin incidentes, y el antiguo fraile, que cada día comprobaba complacido cómo su pelo crecía en la calva de la tonsura, tuvo cumplida ocasión de revisar el libro.

Era muy parecido, aunque un poco mayor, al libro en el que Joan anotaba sus pensamientos, y se dijo que el fraile profeta fallecido y él coincidían en el mismo hábito. Contenía un buen número de páginas de papel repletas de anotaciones en latín con una caligrafía poco cuidada. Pudo entender la mayoría de su contenido, una retahíla de oraciones y súplicas acompañadas por una relación de desgracias que anunciaban el próximo advenimiento del Apocalipsis. Los textos era inconexos y Joan supuso que eran fruto de largos ayunos, noches en vela rezando, cilicios y azotes. Al igual que Niccolò, que había querido revisar el libro antes de entregarlo al Vaticano, Joan se dispuso a tomar buena nota de cualquier indicación que le permitiera anticipar el futuro. Sin embargo, fuera de una visión pesimista y terrorífica de este, nada pudo sacar en claro. Se dijo que hacía falta un fraile tan extraviado como Silvestro Maruffi para interpretar aquello y que posiblemente gran parte de las profecías fueran de su propia cosecha. No andaba desencaminado César Borgia cuando le ordenó asesinarle.

Al llegar a Roma encontró a su esposa al frente de la librería, tan radiante como la había soñado todo aquel tiempo interminable.

—¡Joan! —exclamó ella lanzándose a sus brazos.

Él la acogió feliz mientras notaba que ella empezaba a llorar con un hipo suave que le impedía hablar. La apartó ligeramente para besar sus ojos húmedos y sus labios, y después la estrechó con suavidad contra su cuerpo. No les importaba que tanto clientes como empleados fueran testigos de su intimidad. Lo hacían con sonrisas condescendientes.

—¡He rezado tanto por vos! —le susurró ella al oído cuando se recuperó.

Joan no pudo evitar reír al recordar sus oraciones, ayunos, cilicios y otras disciplinas.

—Os aseguro que más he tenido que rezar yo —dijo alegre—. Ya os contaré.

El encuentro con su madre, su hermana María y sus sobrinos fue igual de emotivo, y para Joan, ver de nuevo a Ramón representó un momento especial.

—Papá —dijo abriendo los brazos sonriente, y Joan le estrechó emocionado.

Joan tenía que reconocer que, bajo la protección de los Borgia, la librería había evolucionado de forma muy satisfactoria durante su ausencia. Continuaba siendo, fuera del Vaticano, el centro de reunión preferido de los catalani y de los que aspiraban a su cercanía o a cerrar tratos con ellos. Y en ella reinaba Anna, digna y algo distante, aunque amable y sonriente, ante las galanterías de los caballeros, al tiempo que cálida y cercana con el círculo de damas que acudían al establecimiento capitaneadas por sus buenas amigas Lucrecia Borgia y Sancha de Nápoles y Aragón.

Encontró a Pedro Juglar en la imprenta, con las manos llenas de tinta, y a pesar de ello le dio un abrazo al que el aragonés respondió evitando que sus manos mancharan a su futuro cuñado. Anna le había informado a Joan sobre el excelente progreso del aragonés en su aprendizaje. También del trabajo que le costaba a María verle a distancia durante el día y mantener un cortejo recatado en presencia de la madre antes de que ambos se acostaran, ella, en el primer piso, junto a sus hijos, y él, en el taller con los aprendices. Estaba ansiosa de convertirse en la esposa del antiguo sargento.

—¡Me alegro tanto por María! —repetía Anna ilusionada—. ¡La he visto tan feliz desde que Pedro está con nosotros!

Aquel mediodía, después de la comida, María envió a sus hijos a jugar al patio, donde imitaban a los encuadernadores e impresores, y le comunicó a Joan, frente a Anna y su madre:

—Pedro y yo no podemos aguantar esta espera. Queremos adelantar la boda al próximo domingo.

Joan miró a su madre y a su esposa. Afirmaban con la cabeza y su sonrisa insinuaba confidencias que no estaban dispuestas a desvelar. Joan sonrió también y abrió sus manos en gesto de interrogación.

—Me alegro mucho —dijo—. ¿Nos estáis invitando?

César Borgia le recibió de nuevo en la sala de las Sibilas. En aquellos meses, el hijo del papa se había consolidado con fuerza en su papel de portaestandarte papal y era mucho más respetado y temido que su fallecido hermano Juan. No solo era valeroso, sino reflexivo, y jamás desistía cuando pretendía algo. A su lado se encontraba, fiel como un perro de presa, don Michelotto. César no se anduvo por las ramas y tan pronto como se encontraron inquirió:

—¿Por qué no matasteis a fray Silvestro Maruffi cuando tuvisteis ocasión?

Sus ojos oscuros y profundos le miraban con intensidad y su bien cuidada barba le daba un aspecto algo siniestro.

—No pude.

—Desobedeciste nuestras órdenes.

—No, no lo hice —repuso Joan con calma—. Traté de matarle, le puse una soga alrededor del cuello al estilo de don Michelotto, pero no encontré las fuerzas. El fraile es un buen hombre y llevaba conviviendo con él más de un mes; le apreciaba. Además, esa no era la misión a la que me comprometí al salir de Roma. Debía robar el Libro de las profecías y lo hice. Sin el libro, fray Silvestro no es nada, deja de ser peligroso.

—Creía que erais uno de los nuestros —insistió el hijo del papa.

—Y lo soy. Solo que no soy capaz ni estoy dispuesto a hacer ciertas cosas. No tengo las habilidades de Miquel Corella.

César Borgia le contempló un tiempo pensativo. Joan se preguntaba si sabía que era él quien había asesinado a su hermano. ¿Se lo habría dicho Miquel?

—Los nuestros no desobedecen órdenes —dijo al rato, su mirada era amenazante—. Entre otras cosas, porque saben lo que les espera a los rebeldes.

—Yo no soy un soldado vuestro, señoría —repuso Joan indignado; la actitud de César le parecía muy ingrata—. No cobro vuestra soldada, a mí no me podéis ordenar matar a nadie. Yo soy un simple librero que se gana la vida honradamente y que quiere vivir en paz junto a su familia. Nunca pedí verme separado de los míos para jugarme la vida disfrazado de fraile y robar un libro. No soy un rebelde, todo lo contrario, me sometí a vuestro capricho, solo que no pude matar al fraile. No soy un asesino.

—Discrepo en eso y en lo demás. —El Borgia mantenía su mirada dura—. Vos, vuestra familia y vuestro negocio sobrevivís en Roma gracias a nuestra protección. Un extranjero como vos, un catalano, no duraría ni un par de días, por muy fortificado que tengáis vuestro tenducho. Sacáis pingües beneficios de él, así que no podéis decir que no recibís mi soldada. Estáis a mi servicio, a mis órdenes, Joan Serra de Llafranc.

Joan se irguió sosteniéndole la mirada al hijo del papa y se dijo que era peor aún que su hermano. Deseaba gritarle que él era un hombre libre, pero se mordió los labios, conteniéndose. Quizá no lo fuera, quizá la libertad era una utopía, una quimera, como le había dicho Niccolò.

—Más os vale que cumpláis en la próxima ocasión —le advirtió el hijo del papa.

«¿Próxima ocasión? —se preguntó Joan alarmado—, ¿es que habrá una próxima ocasión?»

—Debéis saber que hay cosas que no puedo hacer y no haré —repuso firme—. Pero que os soy fiel.

—Eso lo veremos en su momento —concluyó César Borgia—. Podéis retiraros.

Joan hizo una pequeña reverencia y se dirigió hacia la puerta decepcionado. Le quedaba un amargo sabor de boca.

A la salida, Miquel Corella, sonriente, le dio un coscorrón.

—¡Anda, que has salido bien librado!

—¿Bien librado? —dijo Joan serio—. ¡Me ha amenazado! ¡Qué mal pago para tan gran servicio!

—Has salido bien librado —insistió don Michelotto—. Y suficiente pago tienes con tu librería.

Joan se alegró de tomar en sus manos su viejo libro de aprendiz, que acarició con cariño. Había mucho que anotar en él. Tenía el privilegio de conocer en persona a los dos personajes más antagónicos y carismáticos de su tiempo en cuanto a la religión: Alejandro VI y Savonarola. Con un resultado asombroso; le costaba decidir cuál era peor. Con respecto a Savonarola escribió: «El exceso de virtud es también un vicio. Dios nos libre de los fanáticos que matan en Su nombre». Y pensando en Alejandro VI anotó: «Busca una Iglesia poderosa a salvo de las presiones mundanas de príncipes y reyes. Y peca tratando de obtener el poder necesario para lograrlo. Eso tampoco puede complacer a Dios».

Estuvo un tiempo pensando sobre uno y otro, sus formas y estilos contrapuestos. Concluyó que quizá el más censurable fuese Alejandro VI y, sin embargo, le gustaba ya no como pontífice, sino como persona. No podía evitar ser un hombre cuyos deseos de poder y concupiscencia le superaban en muchas ocasiones. Se arrepentía, hacía penitencia y volvía a pecar. «Es humano. Y mucho más divertido», anotó Joan algo avergonzado por lo pueril de su razonamiento.