Por la mañana, aparentemente despistado, Joan tropezó en la biblioteca con fray Silvestro, y sus sospechas se confirmaron. Sin embargo, esperó a que, terminados los rezos de la hora sexta, los frailes se recogieran en sus celdas y que fray Silvestro regresara de su reunión en la sala capitular. Entonces, con la capucha calada y los brazos cruzados con las manos dentro de las mangas del hábito, anduvo por los corredores como si estuviera rezando, aunque su corazón latía alocado. Sabía que fray Lorenzo, el bibliotecario, tenía costumbre de volver a su trabajo antes de que los demás terminaran la siesta y sus oraciones. Esperó a que se dirigiese a la biblioteca y cuando le vio entrar murmuró «ahora o nunca», fue hacia la celda de fray Silvestro, empujó la puerta con suavidad y entró. El monje, que se encontraba rezando de rodillas frente a la pintura de la pared, no se percató de nada. Después de asegurarse de cerrar bien la puerta, Joan le llamó quedo:
—Fray Silvestro.
El fraile se incorporó extrañado y, al verle, mostró su tímida sonrisa.
—Fray Ramón. ¡Qué sorpresa! —dijo—. ¿En qué puedo ayudaros?
Joan vio cómo los azules ojos del fraile se abrían asombrados instantes antes de que le estrellara el puño en la boca. El hombre lanzó un quejido sordo mientras su cuerpo chocaba contra la pared del fondo y Joan se abalanzaba sobre él. De inmediato le hizo abrir la boca ensangrentada y le introdujo unos trapos para evitar que gritase. Aquello le repugnaba, pero debía hacerlo por su familia y por su propia vida.
Después le tumbó en el suelo boca abajo, le enlazó el cuello con una soga y empezó a apretarla haciendo torniquete al estilo de don Michelotto. El cuerpo del fraile estaba inerte, no se resistía, y a Joan le vinieron los recuerdos de cuando el verdugo en Barcelona, frente a la hoguera, aplicó el garrote a sus padres adoptivos, los Corró, para darles una muerte misericordiosa antes de que sus cuerpos quemaran en la hoguera.
Se estremeció, estaba sudando de angustia, y detuvo el torniquete. Sabía que si le dejaba con vida seguramente daría la alarma antes de que pudiese cambiarse las ropas y disfrazarse para salir de la ciudad. Los soldados cerrarían las puertas, quedaría atrapado y le capturarían. No solo fracasaría en su misión y desobedecería órdenes, sino que lo pagaría con su propia vida. Debía matarle.
Recordó entonces las palabras del almirante Vilamarí al despedirse. «Siempre has pretendido ser superior moralmente, Joan Serra de Llafranc. Pero te engañas. Tú eres de los nuestros y si no muerdes, es porque no tienes hambre. Mataste cuando llegó la ocasión y robaste cuando lo necesitabas. Y lo harás de nuevo cuando tengas que hacerlo.»
Volvió a apretar el torniquete, pero sus manos apenas tenían fuerzas, no le obedecían. «No, no lo haré», se dijo. Ni quería ni podía. Al diablo con don Michelotto, con César Borgia y con el mismísimo Vilamarí. Aquello no era lo acordado, él no era un asesino. Un hombre libre, eso quería ser a pesar de todo. Puso al fraile boca arriba, estaba inconsciente y con la horrible marca de la cuerda alrededor del cuello.
—Gracias a Dios —murmuró Joan—. Aún respira.
Apretó más los trapos que le salían de la boca y los aseguró con un pañuelo anudado a su nuca. Después le giró de nuevo y procedió a subirle el hábito en busca de su joroba. Su cuerpo blancuzco y desnudo mostraba una gran delgadez, y Joan se dijo que por eso le era tan fácil moverlo. Llevaba un cilicio en forma de mochila que lo cubría de los hombros a la cintura; al quitárselo descubrió una bolsa. En su interior había un libro.
—¡Es el libro! —susurró emocionado—. ¡Tiene que ser el libro! ¡Ha estado todo el tiempo frente a mis ojos, en la falsa joroba de fray Silvestro!
El recuerdo del cilicio que colgaba de la pared en la celda de Savonarola y que solo podía usarse en la espalda le había dado la clave. En el rezo de maitines de aquella noche lo relacionó con su encuentro nocturno con fray Silvestro, sonámbulo; cuando le acostó notó bajo su hábito la dureza de la joroba. Quizá lo que el monje tenía en la espalda no era ni un cilicio ni una joroba, sino el Libro de las profecías. Quiso confirmar su sospecha chocando por la mañana con el fraile en la biblioteca, y palpó disimuladamente su joroba. Notó algo extraño y se dijo que podía estar en lo cierto y que el fraile protegía el libro con su falsa joroba al tiempo que se mortificaba con él. ¡Y había acertado!
La encuadernación del libro era de un cuero bastante humilde, y contenía un buen número de páginas garabateadas en latín. El temor venció a la curiosidad de Joan y no leyó nada. De inmediato le bajó el hábito al fraile y le ató manos y pies. Después unió ambas ligaduras de forma que no pudiera gatear y por fin pasó la cuerda por la reja del ventanuco de la celda para impedirle salir de esta. Contemplando satisfecho su trabajo, agradeció conocer los nudos de cuando navegaba en la galera.
No había tiempo que perder. Envolvió el libro con la capa del monje y lo ató con el cordón que este usaba como cinto. Después, rezando para no encontrarse a nadie en el pasillo, abrió la puerta con cuidado, sacó la cabeza y lo vio desierto. Anduvo pausado cruzando los brazos sobre el pecho al tiempo que sostenía el bulto. Giró a su derecha hacia el corredor este, que tenía celdas a ambos lados del pasillo; las de la izquierda, destinadas a los frailes veteranos, eran las únicas cuyas ventanas daban a la calle. Empujó la puerta del cuarto del fraile bibliotecario, que sabía se encontraba trabajando, y la cerró tras de sí. Se asomó a la ventana. Abajo paseaba un hombre con gorro negro y un pañuelo rojo en las manos. Era Francesco, el proxeneta amigo de Niccolò, que, según habían acordado, hacía guardia a aquella hora desde el último encuentro de ambos en el burdel clandestino. Joan silbó discretamente y cuando el hombre miró hacia arriba le lanzó el paquete a través de las rejas, de forma que este lo cazó al vuelo.
Nada le quedaba que hacer en el convento, y con el mismo andar tranquilo se fue hacia la puerta de salida, donde le dio un vuelco el corazón al ver que al fraile portero le acompañaba fray Giovanni, el corpulento joven que hacía las veces de policía. Por un instante se sintió tentado de dar la vuelta, pero ya era demasiado tarde.
—¿Adónde vais, hermano Ramón? —quiso saber el portero.
—¿No estaréis saliendo sin permiso como hace unos días? —añadió fray Giovanni frunciendo el ceño, receloso.
—Llevo un recado de fray Silvestro. —Joan vio que la guardia armada le miraba esperando una orden de los frailes para intervenir.
—Y ¿qué motiva esta salida? —insistió el fraile más joven—. ¿Vais a tomar el aire como la última vez?
—Os digo que me envía fray Silvestro a un recado.
Joan, con el corazón encogido, calculaba las posibilidades de derribar al fornido fraile para abrirse paso y salir corriendo. Se dijo que si le superaba, se encontraría después con los dos soldados, y con ellos ya no podría.
—Preguntaré al padre si realmente contáis con su permiso —dijo el joven.
—Hacedlo —repuso Joan tratando de aparentar tranquilidad—. Aunque es hora de rezo y meditación y cuando se retiró me dijo que sentía que iba a tener una visión. Os advierto que si le interrumpís, el prior se enojará.
El joven miró al portero vacilante. No quería incurrir en la ira de Savonarola.
—Y ¿de qué se trata ese recado, fray Ramón? —preguntó el portero.
—Voy a recoger a la librería de detrás del Duomo un libro que nos llegó de Roma.
—¿Un libro? —se extrañó fray Giovanni—. Y ¿por qué no lo enviaron al convento?
—Porque tiene que ver con sus visiones, y de haberlo pedido directamente se habrían enterado los espías del papa o nuestros enemigos, los franciscanos.
Giovanni volvió a mirar al fraile portero dudando.
—Bien, salid —dijo este—. Tiempo tendremos para comprobarlo. Id con la paz de Dios.
—Quedaos vos con ella.
Joan anduvo pausado, tratando de frenar sus deseos de salir corriendo. Sin embargo, no pudo evitar alargar su paso al llegar a la plaza de la Señoría, y cuando cruzó el Puente Viejo hacia Oltrarno se imaginaba a fray Silvestro denunciándole ya en aquel momento. Llegó al portón de la gatera y buscó la llave. Le temblaban las manos.
—¿Dónde está el libro? —le preguntó a Niccolò cuando se encontraron.
—Guardado.
—Lo quiero ver.
—No hay tiempo que perder, debéis abandonar la ciudad lo antes posible.
—Antes quiero ver el libro.
Cuando lo tuvo, le dijo:
—Me lo llevo.
—Estará más seguro si lo guardamos aquí. No os preocupéis, lo haremos llegar a manos de don Michelotto.
—Ni pensarlo, amigo Niccolò. —Joan sonreía. Sabía que a pesar de estar unidos en su lucha contra Savonarola, los intereses de los florentinos opuestos a este y los del Vaticano no coincidían—. Tengo instrucciones de Miquel Corella de llevarlo personalmente.
El florentino le devolvió la sonrisa como un chiquillo pillado en una travesura menor. Niccolò dei Machiavelli consideró por unos instantes arrebatarle el libro a su amigo y quedárselo por la fuerza, pero desistió. Aún necesitaba la protección del papa.
—Si insistís…
—Claro que insisto, y quiero que sepáis que le perdoné la vida a fray Silvestro y, aunque lo até bien, de un momento a otro pueden encontrarlo o liberarse por sus propios medios.
—Santa Madonna! —exclamó Niccolò—. ¡Qué locura! ¡No hay tiempo que perder!
Al poco, Joan, Niccolò y el proxeneta, disfrazados de comerciantes y a caballo, aguardaban para cruzar la puerta de San Frediano, que conducía al camino de Pisa. La espera era tensa, pero su angustia creció cuando llegaron al trote unos mensajeros dando voces. La mirada de Joan se cruzó con la de Niccolò. ¡Después de todo lo sufrido iban a atraparlos en una miserable cola a las puertas de la ciudad!
—¡Espoleemos los caballos y salgamos a la fuerza! —le murmuró Joan a su amigo.
—Ni lo intentéis —contestó Niccolò—. El cuerpo de guardia es muy numeroso y tienen cadenas, cuerdas y otros artilugios para detener a los caballos. Además, nos separa de la salida un muro de gente.
—Pues estamos perdidos.
—Aún no —repuso el florentino. Se incorporó sobre los estribos de su caballo y, agitando la mano, llamó la atención del oficial que se encontraba delante, justo en la puerta—. ¡Mario! —gritó.
El oficial los vio y señaló a Niccolò.
—¡Que pasen esos, tienen salvoconducto de la Señoría! —ordenó a sus soldados.
Mientras, el revuelo que causaban los mensajeros abriéndose paso entre la multitud que esperaba del lado de la ciudad iba en aumento.
—¡Cerrad las puertas! —se oía gritar—. ¡Que no salga nadie!
Pero los soldados ya habían formado un pequeño pasillo por donde Niccolò, Joan y Francesco avanzaron hasta la entrada.
—¡Mostradme el salvoconducto! —gritó Mario para que todos le oyeran.
Niccolò le tendió un documento y el oficial lo revisó.
—¡Cerrad las puertas! —gritaban los mensajeros a sus espaldas.
—Es correcto —dijo Mario—. Pasad.
Se apresuraron a salir de la ciudad y de inmediato el oficial gritó:
—¡Cerrad las puertas! —Y estas se cerraron tras los fugitivos.
Al alejarse pusieron sus caballos al trote y Joan suspiró aliviado. Sentía en su cintura la espada y la daga, vestía como un seglar y su amplio gorro ocultaba la tonsura.
—Y ¿ese salvoconducto? —le preguntó a Niccolò cuando este se puso a su lado en el camino.
—Una buena falsificación. Y Mario, el oficial, es de los nuestros.
Poco después, ya lejos de cualquier posible mirada desde las almenas de las murallas de Florencia, pusieron sus monturas al galope. El cielo estaba cubierto y pasadas cuatro horas desde su salida de la ciudad, llegaron a una granja amiga, apartada del camino, donde les dieron posada. Oscurecía.
—Si han salido en nuestra persecución, dudo que lleguen tan lejos esta noche —dijo Niccolò—. Partiremos antes del amanecer, tan pronto como la luz lo permita.
Al día siguiente precisaron de tres horas más de trote y galope para encontrarse con el último de los puestos de guardia florentinos. Niccolò les mostró unos documentos y los soldados les franquearon el paso. El siguiente puesto de guardia era pisano. Niccolò le entregó a Joan la documentación que le permitía paso franco en territorio de Pisa. Él permanecería en Florencia con Francesco y con muchos otros de los llamados indignados para propiciar la caída de Savonarola. Joan no sabía si volvería a verle.
—Buena suerte —le dijo—. Que Dios os proteja y que logréis la libertad para Florencia.
—Gracias por vuestra amistad, Joan. —El semblante del florentino era ahora serio—. Me honro en ella. Y os deseo que alcancéis la felicidad. Es mejor ser feliz que libre.
—¿Es que se puede ser feliz sin ser libre?
—Seguramente —repuso Niccolò sonriendo—. Siempre habláis de libertad. Pero recordad, amigo: la libertad es una utopía.
Tras darse un fuerte abrazo, Niccolò partió al trote con su camarada. Joan se quedó contemplándole, pensativo, mientras se alejaba.
—Y ¿no lo es también la felicidad? —murmuró.