—Os ausentasteis después del sermón —le dijo fray Silvestro al día siguiente.
Joan se sobresaltó. Estaba seguro de que ninguno de los tres líderes dominicos había podido verle; sin embargo, alguien le había estado vigilando y le había delatado. Aun así, creía que no le habían seguido, pues se mantuvo todo el tiempo alerta sin ver a nadie sospechoso. Al llegar al convento, en la primera ocasión que tuvo, devolvió la llave a la habitación de fray Silvestro. Esperaba que el fraile no se hubiera percatado de su desaparición.
—Estoy indispuesto y tuve una necesidad perentoria. Fui hasta el río, no conozco la ciudad, y me perdí.
Fray Silvestro rio. Su risa era franca y divertida y Joan se sintió aliviado.
—Así que ¿vuestro estómago no puede resistir la exquisita cocina del convento? Tendremos que hablar con el hermano cocinero.
—Hace más de un mes que llegué y ayer fue la segunda vez que salí del convento —repuso Joan—. Esta es una orden de predicadores. Deberíamos estar en la calle, con la gente. Otros frailes van a predicar a las iglesias o a los pueblos; incluso lo hacen en cualquier rincón de la ciudad.
—Mirad, fray Ramón, los hermanos Girolamo y Domenico son grandes predicadores. Pero no todos hemos de serlo, con unos cuantos basta. Yo, sin ir más lejos, soy un desastre. En el púlpito empiezo a tartamudear. Y con vuestro acento, no creo que la gente os escuche demasiado. Lo nuestro son los libros.
—Pues salgamos a revisar librerías. —Joan precisaba de una libertad mínima para recoger las llaves que le había encargado a Niccolò.
—Apenas quedan libros escritos en las librerías. Y los que hay son religiosos, la mayoría, libros de horas. Las librerías venden plumas, otro material de escritura y libros en blanco. Con esos no tenemos problemas.
—Aun así deberíamos salir. No es bueno tanto encierro.
—Se lo comentaré al prior —dijo fray Silvestro haciendo un gesto ambiguo.
La respuesta de Savonarola fue que continuaran rezando en el convento según la rutina monástica. Joan sabía que el tiempo corría en su contra y pasados unos días decidió arriesgarse y salir del convento sin permiso. No quedaba otra opción. Lo que no sabía era que en el prostíbulo ilegal, junto a las llaves, le esperaban malas noticias.
—Debéis ejecutar a fray Silvestro Maruffi.
Joan se quedó mirando a Niccolò con un asombro lleno de espanto.
—Un momento. Nunca hablamos de matar a ningún fraile. Yo no soy un sicario.
—Las instrucciones de César Borgia han cambiado. Si les quitamos el libro y el fraile muere, todo el poder profético de Savonarola desaparece. Se hundirá en el desprestigio y caerá como fruta madura. Si no podemos robar el libro, hay que matarle aún con más razón; fray Silvestro es su intérprete.
—Caerán igualmente —repuso Joan—. La presión que ejerce el papa va minándolos. Y no pienso asesinar a fray Silvestro. Es un buen hombre, lleno de fe, que trata de vivir según las enseñanzas del Salvador, aunque las malinterprete al llevarlas a un extremo ridículo.
—Es un fanático y él y los suyos causan mucho daño a Florencia.
—Es una buena persona y cumple con la ley de Dios mucho mejor que el papa y todos sus cardenales juntos.
—Habéis convivido demasiado tiempo con ellos. —Niccolò dejaba ver su sonrisa irónica—. Esto no tiene que ver con quién es mejor o peor persona. Este es un juego de poder. Esos locos fanáticos controlan Florencia y son un incordio para el papa. Nuestra misión es acabar con ellos y no hay lugar para la misericordia. Existen demasiados ejemplos en la historia de personajes que perdonaron a sus adversarios cuando los tenían a su merced y sucumbieron después a manos de aquellos a quienes perdonaron. En el juego del poder, la piedad es un error que se paga muy caro. Obedeced y matad a fray Silvestro, no hay más opción. Es una orden directa de César Borgia.
—Esto es algo muy serio. No estaba en el trato y no pienso hacerlo.
—Pues debéis. Vuestra propia vida está en juego. Miquel Corella anticipaba que os resistiríais y ha enviado esta nota con la orden de puño y letra de César Borgia —dijo tendiéndole un pergamino.
«Ejecutad al fraile —leyó—. Sabéis cómo hacerlo, ya lo hicisteis antes.»
Joan se estremeció. ¿Se refería César a la muerte de su propio hermano? Al pie de esas dos frases estaba la inconfundible firma del portaestandarte papal. Sin duda le consideraba un sicario. Se quedó mirando a su amigo sin poder reaccionar, se sentía abrumado.
—Hacedlo —insistió Niccolò—. De lo contrario, los catalani jamás os lo perdonarán. Se trata de vuestra vida y la de vuestra familia.
Con las llaves en su poder, Joan regresó, apresurado, al convento. Comprendía que no tenía opciones y que su tiempo se acababa. Aquella misión, que le había disgustado desde un principio, ahora mostraba su cara más desagradable. Se sentía profundamente contrariado. Al llegar, fray Giovanni le esperaba; se puso en jarras, desafiante desde su altura.
—Habéis abandonado el convento sin permiso —le espetó frente al fraile portero y los soldados de guardia—. ¿Adónde fuisteis?
—A pasear por la ciudad —repuso Joan—. Estoy harto de este encierro y he decidido que un poco de aire fresco le haría tanto bien a mi cuerpo como a mi alma. Esto se parece más a una cárcel que a un monasterio.
—De aquí no se sale sin permiso de los padres superiores.
—Si he pecado sin saberlo, habré de responder ante ellos, no ante vos. —Y dando unos pasos hacia el hombretón, le hizo un gesto para que le franquease la entrada.
El fraile le puso la mano en el pecho para detenerle. Joan, que regresaba apenado y lleno de rabia después de la terrible orden recibida, estuvo a punto de retorcerle el brazo a pesar de la mayor corpulencia del joven. Sin embargo, se contuvo; debía mostrar humildad, estaba a punto de echarlo todo a perder.
—¿Qué ocurre, hermano? —le preguntó esforzándose en parecer sumiso.
—Que voy a registraros. Quitaos el hábito.
Joan comprendió que si le encontraban las llaves, estaba perdido.
—¿No sería mejor hacerlo en privado? Aquí hay mucha gente.
—Todos somos hombres, hacedlo.
Joan obedeció y quedó desnudo solo con su cilicio.
—Quitaos el cilicio.
Así lo hizo, y lo sostuvo en la mano. Fray Giovanni observó su cuerpo desnudo.
—Os podéis vestir. Pasad y que Dios os bendiga, fray Ramón.
Joan obedeció aliviado y se apresuró a subir a su celda. Allí, se quitó el cilicio y, apoyando su cuerpo contra la puerta para evitar una visita inesperada, fue descosiendo los puntos que sujetaban las llaves en el interior de la piel de cabra. Había sido precavido al pedir que las escondieran de aquella forma y afortunado de que fray Giovanni no lo hubiese revisado.
El tiempo se agotaba y al día siguiente, a la hora en que se reunían los padres superiores en la sala capitular, Joan lo intentó de nuevo. Primero quiso localizar a fray Giovanni en el claustro o en la iglesia, para evitar que le sorprendiera. No le vio, pero decidió que igualmente trataría de entrar en la celda del prior, a pesar del riesgo de ser descubierto. Subió a su celda, cogió las tres llaves maestras y después de comprobar que nadie deambulara por los pasillos, se fue al fondo del suyo, a la puerta de Savonarola. Probó la primera llave girándola dentro de la cerradura e intentando que moviera el engranaje sin lograrlo. Sudaba y podía oír los latidos de su corazón. Si le sorprendían en aquel momento, con las llaves, estaba perdido. Continuó con la segunda sin obtener resultado, y fue cuando introdujo la tercera que oyó un chasquido y la puerta se abrió. Joan contuvo la respiración un instante y entró para cerrar la puerta de inmediato. Se encontraba en un recinto en forma de L que daba acceso a una celda de tamaño normal, donde el prior tenía su catre. Era la única estancia que disfrutaba de ventanas a la calle y también al claustro. No mostraba las hermosas pinturas murales que adornaban el resto de las celdas, aunque un enorme crucifijo policromado presidía la pieza. De unos ganchos en la pared colgaba todo un muestrario de cilicios de distintos tamaños y formas. Aparte de los de piel de cabra, como el que Joan llevaba en la cintura, los había de redecillas metálicas con púas. Con curiosidad no exenta de cierto morbo y horror, el librero trató de adivinar en qué lugares de su cuerpo usaba el prior aquellos instrumentos de tortura. Además de para la cintura, los había para brazos y piernas, otros que por su tamaño debían de acoplarse en la espalda y finalmente unos que Joan, consternado, se dijo que solo podían ser para los genitales.
—¡Qué locura! —murmuró.
No podía perder más tiempo y se apartó de aquella inquietante pared para registrar la celda. Su austero mobiliario lo formaban un catre, una mesa escritorio y anaqueles con libros. De inmediato empezó a revisarlos, con el mismo resultado que el obtenido en la cámara de fray Silvestro. Sentía su corazón en un puño. Si le descubrían en la celda del prior, no tendría excusa, pero debía encontrar el libro, no le quedaba otra opción. Palpó las paredes, el suelo, revolvió el jergón. No estaba allí. Abrumado, regresó a su celda después de cerrar la puerta con llave. Allí se puso a rezar. No encontraba el maldito libro y tenía que matar a fray Silvestro. Mientras oraba se decía que no podía desistir y que cada día que pasaba aumentaba el riesgo de ser descubierto. Las cartas de España podían llegar en cualquier momento y San Marco se convertiría en una trampa mortal para él.
Cuando fray Silvestro le preguntó por su salida del convento el día anterior, él le dio la misma respuesta que a fray Giovanni.
—No debéis ser tan impulsivo, fray Ramón —le reprochó paternalmente el fraile jorobado—. Recordad vuestro voto de obediencia. Rezad, haced penitencia.
—Así lo haré, padre —repuso Joan cariacontecido.
Le costaba hablar con fray Silvestro. Este le miraba inocente, creía su mentira, le sonreía, y Joan sabía que tenía que matarle. Se le revolvía el estómago.
Decidió revisar también la celda de fray Domenico. Sabía cuánto se arriesgaba, pero lo hizo la tarde del día siguiente. Una de las llaves maestras funcionó, pero el libro tampoco estaba allí.
Regresó a los rezos y las disciplinas. Se encontraba en un punto muerto. ¿Existía aquel libro o era solo un desvarío? Por más que le daba vueltas al asunto, no hallaba la solución.
No fue hasta un par de días después cuando, rezando los maitines en la iglesia, le vino a la memoria aquella pared en la que el prior colgaba su colección de cilicios. La recordaba con horror, pero en aquel momento, como en un destello, una idea iluminó su mente. ¡En aquella pared, y en uno de aquellos cilicios, podía hallarse la clave del enigma!