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Una noche, después del rezo de los maitines, no lograba conciliar el sueño y leía en su celda cuando oyó un ruido en el corredor. Se dijo que sería algún fraile de camino al retrete, aunque le pareció que se trataba de una conversación. Era muy raro, y tomó el candil para salir al pasillo. Vio una figura con el hábito blanco dominico que vagaba en la oscuridad y que de pronto se dirigió hacia él. Tenía un aspecto fantasmagórico. Joan sintió un escalofrío y dio un paso atrás. Entonces, aquel ser se puso a murmurar frases incoherentes en latín y toscano. Se acercaba y Joan resistió su primer impulso de encerrarse en su celda. Cuando estuvo más próximo pudo reconocer a la luz de su candil a fray Silvestro. Recordó que Miquel Corella le había comentado algo sobre el sonambulismo del fraile y que aquel era uno de los motivos por los que se le atribuía el poder de interpretar el libro profético. A pesar del reparo que le producía, Joan le cogió del brazo y empezó a hablarle suavemente.

—Fray Silvestro, soy yo, fray Ramón de Barcelona. Venid conmigo, os llevaré a vuestro cuarto.

El sonámbulo no se resistió y se dejó llevar murmurando un torrente de palabras.

—Dios bendiga a los muertos y a fray Michelle, que nos espera en el cielo.

Joan se dijo que aquella era su gran oportunidad de penetrar en el cuarto del fraile. Doblaron una esquina, continuaron por el siguiente corredor, giraron de nuevo a la izquierda y pasada la entrada de la biblioteca, llegaron a la celda de fray Silvestro. Joan solo tuvo que empujar la puerta, que se abrió sin dificultad; la llave estaba puesta en la parte interior de la cerradura. El habitáculo era muy semejante al de Joan, solo que mostraba junto a la ventana una pintura muy elaborada y un estante de libros. La mirada de Joan se fue de inmediato a ellos. Ayudó al fraile a tumbarse en el lecho; su joroba, que notó muy dura, le debía de incomodar y, en lugar de quedar boca arriba, se puso de lado. Tan pronto como comprobó que tenía los ojos cerrados, Joan alargó la mano hacia la estantería.

—¿Qué hacéis aquí, fray Ramón?

Sobresaltado, reconoció la estridente voz de Savonarola y su mano quedó en el aire. Al volverse le vio, llevaba la capucha calada y la vacilante luz del candil proyectaba sombras sobre su angulosa cara. Su aspecto era siniestro.

—He acompañado a fray Silvestro. Estaba vagando sonámbulo por los pasillos.

—Le ocurre con frecuencia. Después regresa solo. La próxima vez, no le molestéis; recibe inspiración cuando está así. Volved a vuestra celda.

—Como vos digáis, padre prior.

Aquel incidente le dio a Joan que pensar por varios motivos. Fray Silvestro vagaba sonámbulo algunas noches y no usaba la llave para entrar y salir de su celda. Por lo tanto, quizá esta permaneciera abierta mientras dormía o incluso durante el día, al ausentarse. Cuando por la mañana le comentó su encuentro nocturno, fray Silvestro dijo que no lo recordaba y que aquella noche había estado hablando en sueños con fray Michelle, un amigo suyo muerto hacía años. Joan sabía que se trataba del autor del Libro de las profecías. Pasado un rato prudencial trabajando en la biblioteca, Joan se excusó para ir al aseo, pero al salir, en lugar de girar a la izquierda y tomar las escaleras a la planta baja camino a las letrinas, siguió por la derecha, llegó a la celda de fray Silvestro y empujó la puerta. Como sospechaba, esta se abrió. En un movimiento rápido penetró en el cuarto y ajustó de inmediato el portón de madera. Su corazón batía acelerado. Cuando la noche anterior Savonarola le encontró allí, tenía una buena excusa; ahora no tenía ninguna. Le costaba creer que aquello resultara tan fácil. Fue al estante y revisó los libros que allí se encontraban. Le sorprendió hallar la Divina comedia de Dante en toscano y la República de Platón, en griego. Pudo identificarlo por sus conocimientos del alfabeto y del nombre del autor en dicha lengua. El resto eran libros de oraciones, entre los que se encontraban algunos de horas, bellamente miniados, que el fraile debía de haber retirado de la biblioteca. Ninguno parecía ser el libro que buscaba. Decepcionado, Joan se puso a remover el contenido de la pequeña celda, que consistía en un jergón, una mesa para escribir, una silla y un crucifijo. Puso especial atención en la posible existencia de trampillas en el piso y paredes que pudieran esconder un hueco. El suelo estaba pavimentado de un gres marrón y todas las piezas parecían perfectamente ajustadas. Su corazón continuaba acelerado y notaba un sudor frío, angustioso.

«Tiene que estar aquí —se repetía atormentado—. Tiene que estar aquí.»

El tiempo corría veloz y sentía que estaba fracasando. Revisó las paredes pulgada a pulgada; estaban encaladas y si escondían algún hueco no se podía acceder a él sino perforándolas. No, el libro tenía que encontrarse en un lugar accesible para la interpretación de fray Silvestro antes de los sermones de Savonarola y fray Domenico. Por lo tanto, no podía estar emparedado. ¿Dónde se hallaba, pues? Se dijo que quizá lo guardara Savonarola en su propia celda. Sería extraño, puesto que se suponía que fray Silvestro era el custodio, pero no imposible. Savonarola se reunía con frecuencia con Domenico y Silvestro, en especial después de los rezos de la hora sexta, en la sala capitular, y decidió que aquel sería el momento de revisar la celda del prior. Al salir vio que la llave continuaba en la parte interior de la cerradura, tal como la había visto la noche anterior, y se apoderó de ella.

Las estancias que ocupaba Savonarola estaban al final del corredor que conducía a la propia celda de Joan, así que solo tuvo que esperar a que los demás frailes se hubieran recogido en sus celdas para salir de la suya, recorrer con rapidez unos pasos y empujar la puerta. Tenía cerradura, al igual que la de fray Silvestro, y Joan anduvo hasta allí con el corazón encogido y los ojos fijos en el agujero metálico, rezando para que estuviera abierta, como había encontrado la del fraile jorobado. Empujó la puerta, pero no se abrió. Lo hizo con más fuerza, incluso la golpeó con el hombro por si estuviera atrancada, pero la puerta se mantuvo firme. Joan comprendió que el prior sí usaba la llave. Regresó a su celda y al poco estaba de vuelta con la llave de fray Silvestro, que probó en la puerta del prior. Entraba con facilidad en la cerradura, pero no fue capaz de hacerla girar. Sería una llave similar, pero distinta.

—¿Qué estáis haciendo?

Joan sintió un gran sobresalto, recuperó la llave con disimulo y se volvió escondiéndola en su mano. Sentía su corazón latiendo acelerado. Allí estaba fray Giovanni, el joven que le había acompañado a su llegada al convento cuando tuvo que pasar el escrutinio de Savonarola. Sospechaba que era los ojos y los oídos del prior y que le vigilaba.

—Rezaba mientras caminaba arriba y abajo por el pasillo —improvisó Joan, que no sabía si Giovanni acababa de verle o llevaba más tiempo observándole—. Cerré los ojos para concentrarme mejor y de pronto he golpeado esta puerta. Debo de haberme dormido. El horario de rezos nocturnos me produce sueño durante el día. Por eso muchas veces rezo andando.

—Esa es la celda del prior —le informó el joven adusto.

—Sí, lo sé. ¡Que el Señor le bendiga!

—Aquí, cuando rezamos andando, lo hacemos en el claustro —dijo Giovanni con el mismo tono seco—. Para eso está. Imagino que en Santa Caterina, en Barcelona, tendréis la misma costumbre.

—Así es, pero yo no me limito al claustro. Cualquier lugar es bueno para alabar al Señor.

Fray Giovanni gruñó en un asentimiento desganado; sin duda, sospechaba. Joan reparó en su corpulencia y se dijo que debía de desempeñar la tarea de policía dentro del propio convento. No sabía si le había convencido y comprendió que su estancia en San Marco se hacía cada vez más peligrosa.

Aquella tarde, charlando sobre libros, fray Silvestro le mencionó con toda inocencia que aguardaban unas cartas de España con una lista actualizada de Torquemada sobre los criterios usados por la Inquisición para prohibir libros. Dijo que estaba impaciente por leerlas y que esperaba su llegada de un momento a otro. Joan tragó saliva. Sabía que aquellas cartas contendrían su condena a muerte. El cerco se estaba estrechando, apenas le quedaba tiempo. Era ya viernes, y se dijo que aquel domingo, durante la hoguera de las vanidades, tendría que asumir nuevos riesgos.