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Durante los días siguientes, fray Silvestro y Joan revisaron distintos libros en la biblioteca discutiendo los criterios que los hacían merecedores de la hoguera o de la salvación. Fray Silvestro los clasificaba aplicando, a su estilo, la primera regla de la orden. Si un libro no hablaba de Dios, era vano. Un producto de aquel mundo terrenal que no encajaba en su sueño de una hermosa pradera con el Agnus Dei descansando plácido y rodeado de miles de almas puras y felices. Por lo tanto, se trataba de un candidato a la hoguera de las vanidades. Joan le argumentaba que había libros que contenían saberes no relacionados con Dios que había que preservar. Relatos históricos, geografía, botánica o medicina, por ejemplo. El fraile aceptaba la pervivencia de esos saberes a regañadientes.

Los primeros candidatos a la hoguera eran para fray Silvestro los textos clásicos en los que aparecían personajes mitológicos, algo que ocurría con suma frecuencia, ya como expresión poética, ya como referencia a hechos míticos. No le servía a Joan argumentar que ya nadie creía en los antiguos dioses y que incluso en el Vaticano había representaciones pictóricas de ellos. Para el fraile, el Vaticano era otro producto corrupto del mundo material.

Joan contraatacaba diciendo que precisamente Domingo de Guzmán fundó la orden de los dominicos para combatir la herejía, en especial la de los cátaros. Y que los libros peligrosos de verdad eran los que hablaban de Dios, pues corrían el riesgo de contener algún elemento herético. Esos eran los sospechosos y los que había que revisar. Era muy fácil desviarse de la doctrina y muchos lo hacían sin ni siquiera saberlo. Debían concentrarse en los libros religiosos y dejar en paz el resto. El fraile aceptó el argumento con preocupación y disgusto. Allí le quería llevar Joan. Pretendía que se centrara en buscar herejías en los textos cristianos y se olvidase de quemar libros de otro tipo.

Joan disfrutaba no solo de la conversación, sino también de la compañía del monje. Sin embargo, este mencionaba con demasiada frecuencia la lucha del arcángel san Miguel, general de los ejércitos celestiales contra Lucifer.

—Fray Girolamo Savonarola es como el arcángel —decía—. Es el paladín de la virtud que combate el vicio y el mal.

Aquella comparación turbaba y angustiaba a Joan, que se consideraba un buen cristiano y que en su papel de monje había aprendido a gozar del rezo e incluso soportaba las penitencias de sangre con cierta extraña complacencia.

Lucifer significaba «el portador de la luz», y Joan sentía el compromiso de luchar contra la oscuridad que para él representaba la ignorancia. Entonces, Savonarola, que quemaba libros, pertenecía a la oscuridad y él, a la luz. Eran adversarios irreconciliables. Se decía que lo correcto era identificar a la luz con el Señor y la oscuridad con el diablo. Por eso, antes de llegar a Florencia no tenía dudas de que Savonarola y sus frailes representaban el fanatismo, el mal y la oscuridad. El diablo con hábitos blancos y capa negra. Conviviendo con ellos, y en especial con fray Silvestro, aquella seguridad se resquebrajaba. Estaban llenos de buenas intenciones y practicaban la virtud en extremo. El problema era que querían imponerla a los demás. Y recordó las palabras de su antiguo maestro Abdalá diciéndole que toda virtud llevada a un extremo terminaba convirtiéndose en vicio. Si el bueno de fray Silvestro conociera su pensamiento e intenciones, le consideraría, sin duda, un aliado del diablo. Cuando discutían de esos asuntos, Joan tenía que morderse la lengua, y muchas veces fray Silvestro le miraba extrañado al oírle. Entonces Joan se decía que se exponía demasiado y que si el fraile le transmitiera a Savonarola sus palabras, su vida no valdría nada.

Los días pasaban y Joan, aunque satisfecho por haber superado la primera prueba al ser aceptado por Savonarola y los suyos, se inquietaba por la ausencia de progresos en su misión. Conforme más tiempo empleaba en la biblioteca, mayor era su convicción de que el libro no estaba allí y que debería buscarlo en otro lugar. Pero ¿dónde? El convento era muy grande, aunque pensó que lo natural sería que uno de los tres líderes —Savonarola, fray Domenico o fray Silvestro— lo tuviera. Otra posibilidad sería que lo guardasen en algún compartimento secreto, quizá en algún relicario en la iglesia.

Durante sus rezos y meditaciones, Joan, al tiempo que suplicaba la gracia de cumplir con su misión y regresar sano y salvo, repasaba todas las posibilidades. Los informadores del Vaticano aseguraban que el responsable del libro era fray Silvestro, y, conociéndolo, Joan creía que estaban en lo cierto. ¿Dónde lo guardaría? Lo lógico sería que lo hiciese en su celda. Esta se encontraba cerca de la biblioteca, en un corredor por el que Joan no pasaba en sus itinerarios habituales. Decidió merodear por aquel lugar evaluando las posibilidades de deslizarse dentro de la cámara de fray Silvestro cuando este no estuviera. No sería fácil, pues Joan y el fraile pasaban juntos la mayor parte del tiempo en que los monjes no oraban o dormían en la privacidad de sus celdas.

Al día siguiente, estando ambos en la biblioteca, se excusó alegando necesidades físicas y fue directo a la celda de fray Silvestro. Para su sorpresa, comprobó que en su puerta había una cerradura. Era muy extraño, ya que las celdas no las tenían, pues el convento era seguro y los frailes no poseían nada valioso que robar. Aquello indicaba que fray Silvestro sí tenía algo que proteger. No podía ser otra cosa que el Libro de las profecías.

Joan se preguntó dónde guardaría fray Silvestro la llave, pues los hábitos no tenían bolsillos y fijándose en el del fraile no pudo ver ninguno. Quizá la llevase colgada del cuello como el escapulario. Se decía que con llave o sin ella debía encontrar la forma de acceder a la celda del monje sin que le vieran.

Andaba Joan meditando sobre cómo resolver aquel acertijo cuando fray Silvestro le abordó.

—¿Os apetece presenciar una hoguera de las vanidades? —Le miraba con expresión plácida a la vez que ilusionada.

—Naturalmente —dijo Joan con toda convicción, aunque por motivos distintos a los del fraile—. He presenciado muchas hogueras, pero ninguna a vuestro estilo.

—Esta será pequeña y tendrá lugar el próximo domingo —le advirtió como disculpándose—. La primera que hicimos, el día 7 de febrero de este año, fue espectacular. Una montaña enorme de todo tipo de objetos vanos, desde espejos hasta cuadros de pintores famosos, pasando por lujosos vestidos y todo tipo de libros, pelucas, muebles, artículos de tocador y maquillajes. Fue espectacular. La Señoría tuvo que disponer de una guardia especial alrededor de la hoguera para que la gente no se apoderase de los objetos. Hasta el propio Botticelli arrojó al fuego muchos de sus cuadros.

—Vuestras palabras parecen indicar que no todo el mundo estaba de acuerdo con la quema.

—Esos que se hacen llamar indignados se oponen —repuso el fraile—. Quisieron impedir que quemáramos algunos libros y pinturas, pero los nuestros los derrotaron. Aquella fue una hoguera magnífica y a partir de entonces las celebramos periódicamente. Había tantos objetos valiosos que un mercader veneciano nos ofreció una fortuna por ellos. Dinero suficiente para comprar un ejército. —El fraile se quedó mirando sonriente a Joan.

—Y ¿qué ocurrió? —preguntó este.

—Que tuvo que salir de Florencia a toda prisa para no terminar también él en la hoguera. —El fraile hinchaba el pecho orgulloso, estaba radiante.

—Os hubiera ido bien para financiar vuestra guerra contra Pisa.

—Y ¿mercadear pecado por dinero? —Fray Silvestro le miraba ahora con severidad—. La conquista que importa no es la de Pisa, sino la del reino de los cielos.

Después del rezo de la hora prima, Savonarola dio un brillante sermón a los monjes sobre el pecado, la vanidad y la hoguera. También contra la sodomía, y dijo que no habría piedad con el pecado de la carne contra natura. Él se encargaría de que los sodomitas ardiesen vivos en la hoguera. Joan se estremeció; había odio y violencia en el interior del prior de San Marco. Le parecía que su faz cetrina, con su labio inferior exageradamente grueso, la nariz ganchuda y esas espesas cejas casi unidas, era la de alguien con deseos reprimidos que se manifestaban en un discurso que incitaba a la violencia. Aquel individuo, al que nunca había visto sonreír, era culpable de muchas muertes.

Por fortuna, poco después se vio recompensado cuando, por primera vez desde su llegada a Florencia, pudo salir del convento con fray Silvestro. Aquel hombre, a pesar de compartir el fanatismo de Savonarola, tenía formas de manifestarse muy distintas.

El fraile jorobado de ojos azules le llevó a la plaza de la Señoría para revisar los libros requisados por los llorones y las compañías blancas, y que sin más se destinaban directamente a la hoguera. Joan luchó sin éxito con el fraile para salvar a Platón y Aristóteles de las llamas. Sin embargo, su mayor batalla fue con la Divina comedia. Cuando vio aquel ejemplar, el corazón le dio un vuelco. ¡Era uno de los libros impresos en su librería y que enviaba de contrabando a Florencia!

—Dante está condenado de antemano —le dijo el fraile—. No os esforcéis. —Y después añadió crítico y arrugando el ceño—: No sé en qué pensáis los inquisidores en España.

Joan se mordió los labios y sostuvo acariciándolo aquel libro producto de su amor, y el de su familia, por la libertad, y que en unos días ardería en la hoguera. Se dijo, con rabia, que el tiempo de Savonarola y los suyos debía terminar y que, costara lo que costase, él cumpliría con su misión. Él estaba con la luz y aquellos frailes, con la oscuridad. Debía encontrar el maldito Libro de las profecías.